lunes, 1 de junio de 2009

Libro del Dr. Raul Alfonsin




Prólogo


UN CAPITULO de historia. Así podrían definirse estas páginas en las que Raúl
Alfonsín dirige su mirada y evoca, con la perspectiva que le permite el paso
del tiempo, una serie de sucesos que marcaron las peripecias de su gobierno
pero que también le dieron significado a los veinte años -entre fallidos y
esperanzados- durante los cuales la democracia sigue intentando consolidarse entre nosotros.
Bienvenida sea la presencia de la primera persona en los relatos de historia política. Y de ningún modo porque el hecho de partir de la subjetividad
del protagonista nos garantice la posesión de la verdad sobre los sucesos que
narra, sino porque ese sesgo personal de los recuerdos permite a quien busque reconstruir un momento histórico conocer también la forma en que un
actor principal vivió los hechos, saber qué fuerzas o qué razones (o ambas)
estuvieron detrás de sus decisiones. Conocer, en fin, las tramas más finas de
un proceso incorporando el habla de quien, de otra forma, sólo es hablado
por la Historia.
Muy parco ha sido nuestro siglo veinte en prodigar esos testimonios. No
existen memorias presidenciales, a diferencia de lo que sucede en otras culturas y en otras lógicas de negocio editorial. Y cuánto enriquecerían ellas
nuestras miradas sobre el pasado! Ni Roca, ni Yrigoyen, ni Agustín Justo, ni
Perón, ni Frondizi, ni ninguno de los caudillos militares que fueron ocupando de facto la presidencia de la Nación, han dejado memoria de su experiencia en el paso por el poder, achicando así nuestra visión sobre el dramático
siglo veinte argentino.
Alfonsín revisa algunos momentos clave de su gobierno, y coloca su mirada también en otros acontecimientos posteriores pero muy significativos como el polémico "Pacto de Olivos". Desfilan por el texto el análisis de definiciones y episodios tan trascendentales como la política de derechos humanos bajo su gobierno, el juicio a las Juntas Militares, las asonadas de Rico y Seineldín, las leyes de punto final y obediencia debida, el ataque que efectuaron los rezagas de la guerrilla al cuartel de La Tablada, la hiperinflación y el trámite de su renuncia anticipada, para concluir su memoria, ya fuera de la presidencia, con los vericuetos del Pacto que llevó a la reforma de la Constitución en 1994.
De todos esos temas, el más impactante, el que con mayor énfasis subraya lo que la gestión de Alfonsín tuvo de ruptura con un largo pasado de impunidades y amnistías frente a las violaciones del estado de Derecho que jalonaron por lo menos cincuenta años de vida argentina, fue el de la manera en que se diseñó y puso en marcha una política de derechos humanos que fuera ejemplificadora hacia el pasado, pero que a la vez pudiera hacerse cargo de sus consecuencias hacia el futuro.
No sé si curiosamente o como producto natural de una sociedad que es renuente para autoinculparse de sus defecciones, la bandera de los derechos humanos en la presidencia de Alfonsín, valorada en todo el mundo como un ejemplo con escasas (o ninguna) réplica, ha sido entre nosotros menoscabada, al punto que desde altas tribunas pudo insinuarse que en los veinte años de democracia nada se había hecho en ese sentido -por lo cual, quienes desde ahora tomaban esa tarea en sus manos, aparentemente desde la nada histórica, debían pedir perdón a la sociedad-.
Esa operación subestimatoria alcanza su cifra máxima en la persuasión que cierta comunicación ha transmitido con la fuerza de una lápida: lo que queda como saldo del período 1983-1989 en materia de derechos humanos no es la Conadep, el Nunca más y el inédito juicio y condena a las Juntas Militares, sino las leyes de punto final y de obediencia debida. En esa línea mendaz de razonamiento, esos instrumentos legales que acotaban en el tiempo y en el número el desfile de militares en los juzgados han sido equiparados al indulto dispuesto por Carlos Menem en una misma saga de debilidades y defecciones. Esta afirmación omite la presentación de un simple dato que marca la diferencia esencial entre ambos momentos: en 1989, al final de la presidencia de Raúl Alfonsín, había siete altos jefes militares condenados a prisión
-algunos de ellos, a perpetua-, 27 procesados, tres condenados por su actitud en la guerra de Malvinas, y 92 procesos y 342 sanciones disciplinarias como resultado de los tres levantamientos militares encabezados por Rico y Seineldín. No eran pocos -pese al punto final y la obediencia debida-los que estaban sometidos a la Justicia: al punto que el indulto menemista benefició, nada menos, que a 220 militares y a 70 civiles. Pese a lo rotundo de estas cifras, muchos son todavía renuentes a reconocer lo que la historia seguramente enfatizará con el tiempo: que el período abierto en 1984 ha sido, en materia de derechos humanos, un jalón único y que ese mérito debe atribuirse al coraje cívico con que Alfonsín encaró la cuestión, mientras el candidato del justicialismo aprobaba la auto amnistía dictada ilegalmente por los militares del Proceso.
El camino elegido por otra parte anunciado ya en la campaña electoral implicaba la presencia de dos dimensiones: de un lado la referida al deslinde de los niveles de responsabilidad entre quienes dieron las órdenes, quienes las cumplieron y quienes se excedieron por interés personal o por mera crueldad. Por el otro, la necesidad de descubrir y reconstruir la verdad de lo sucedido para, una vez cumplida esa tarea que se reflejó en las estremecedoras páginas del Nunca más, proceder a la alternativa del juicio y del castigo a los violadores de los derechos humanos. Primero el conocimiento de la verdad para establecer la condena ética de la sociedad; luego, el rigor de la ley y el ejercicio de la justicia.
Esas dos misiones que la reconstrucción de la democracia exigía para tornarse verosímil, debieron cumplirse en el marco de situaciones difíciles producto de las reacciones de la Argentina corporativa que se negaba a aceptarlas nuevas reglas de la democracia y del limitado margen de maniobra del nuevo gobierno. Alfonsín, con lujo de detalles desconocidos hasta hoy, repasa la trama de esos momentos cruciales en los que el cruce de los hostigamientos castrenses y sindicales -tres alzamientos militares; trece paros generales llenaron de zozobra a la sociedad y pusieron en jaque a su economía, y en los cuales el peronismo, salvo en los momentos iniciales de la llamada "Renovación", no supo jugar el papel de socio leal de la reconstrucción democrática, sino que, por el contrario -hábil como es en los tejidos corporativos, exacerbó la competencia por el poder hasta que, en 1989, en medio
de un desmadre económico del que el triunfo electoral de Carlos Menem no fue ajeno, consiguió su objetivo de tronchar el período presidencial.
Esos primeros años de la transición democrática que le tocó pilotear a Alfonsín transcurrieron así entre el tembladeral de los juicios por violación de los derechos humanos, la desobediencia militar para reprimir a los alzados en rebelión, la agitación sindical y el inicio de la crisis de la deuda que estallaría con violencia años después, pero que desde entonces ya obstaculizaba la recuperación económica, en un mundo, a diferencia del de hoy, de tasas de interés altas y de precios bajos para los commodities.
En ese cuadro lleno de dificultades, Alfonsín quiso inaugurar, más allá de la justicia retroactiva que había implicado el juicio a las Juntas, una suerte de refundación institucional a través de iniciativas que fueron desde la creación del plural Consejo para la Consolidación de la Democracia y su propuesta de reforma de la Constitución hasta el traslado de la Capital Federal al sur del país. Todos esos anhelos finalmente se frustraron y, a partir de 1987, con el triunfo peronista en las elecciones intermedias, el gobierno fue perdiendo iniciativa política hasta su abandono prematuro del poder.
Pero aun a los tropezones, el estado de Derecho se mantuvo en pie.
En páginas de fina agudeza, Ortega y Gasset reconstruyó, a través de
un análisis del desempeño de Mirabeau, los rasgos arquetípicos del político, advertibles, sobre todo, cuando deben manejarse transiciones de una situación histórica a otra, momentos que suponen la combinación de continuidades y rupturas en la cual la mezcla de audacia y de prudencia resulta indispensable. Toda auténtica política -comenta Ortega- incluye "un impulso y su freno", una fuerza de aceleración y una fuerza de contención.
(La expresión la recogerá el uruguayo Carlos Real de Azúa para explicar, años después, la larga duración del battlismo en la política oriental.) Y agrega Ortega que ese equilibrio es el que permite "acomodar las cosas y salvar la subitaneidad del tránsito".
Raúl Alfonsín tuvo conciencia desde un principio de la fragilidad de la
situación en la que debía desplegarse la voluntad política y moral por su-
perar más de medio siglo de autoritarismos de diverso tipo. Y el tema de
los derechos humanos violados resultaba el experimentum crucis de esa tenta-
tiva de condenar el pasado sin poner en cuestión, nuevamente, al futuro.
¿Qué podía hacerse desde el Estado para reconstruir una nación destruida,
pero en donde no se había producido una revolución? Es cierto que la sali-
da del régimen dictatorial no había sido producto de un pacto cívico-militar
como en otros países del continente en los que primó la ley del olvido, pe-
ro también lo era que el llamado Proceso había cesado luego de la implo-
sión originada tras la catástrofe de Malvinas y no por obra de una inexisten-
te rebelión popular. A partir de esa constatación eran posibles tres
alternativas: el olvido, como lo propuso, sin ninguna voz en contra, el can-
didato peronista Luder; el procesamiento de todos los que pudieran resul-
tar imputados, o el juicio y condena de los principales actores. Como es sa-
bido, esto último es lo que se decidió, configurando un caso único ni
siquiera comparable con los juicios de Nuremberg, porque ellos se realiza-
ron en una nación vencida y ocupada por tropas extranjeras. Pero, como
recordaba al principio de estas notas, cierta historia interesada prefiere re-
cordar a Alfonsín no como el promotor de esos juicios inéditos sino como
el impulsor de la obediencia debida.
Y se pregunta el ex presidente: "Han pasado muchos años y aún hoy
me formulo la misma pregunta que daba vueltas en mi cabeza en aquel en-
tonces: más allá de las consignas bienintencionadas, ¿alguien creía y aún
cree seriamente que en ese tiempo, con una democracia que recién emer-
gía luego de años de dictadura militar, era posible detener y juzgar a mil
quinientos o dos mil oficiales en actividad de las Fuerzas Armadas?". La
respuesta es, para el sentido común, obvia, pero, sin embargo, hoy parecen
tener más repercusión algunos gestos retóricos en un tiempo que ya no
convoca riesgos, que aquella solitaria audacia democrática de haber juzga-
do y condenado, veinte años atrás, a las Juntas Militares responsables del
terrorismo de Estado.
Por fin, vaya una consideración personal. Muchos de quienes componen
mi generación descubrieron a partir del proceso iniciado en 1983, conmovi-
dos por el rezo laico del Preámbulo, el valor de la democracia y del estado de
Derecho que hasta entonces habíamos despreciado en nombre de otros idea-
les, sin advertir que no tenían por qué ser mutuamente excluyentes. Fuimos
hijos de la violencia y de la ilegalidad argentinas; en ellas nos nutrimos y a
ellas servimos hasta que el horror de la dictadura y del terrorismo de Esta-
do, las prisiones, las muertes y los exilios nos mostraron definitivamente el
largo rostro cruel de nuestra historia y la necesidad de articular las viejas ban-
deras sociales con los nuevos aires que a ellas podía proporcionarles la de-
mocracia. Más allá de consideraciones coyunturales, de comprensibles discre-
pancias sobre asuntos puntuales, de juicios que ya remiten al análisis
histórico, sería imposible no reconocer en ese logro una enorme deuda con
Raúl Alfonsín.

JUAN CARLOS PORTANTIERO
Junio de 2004






Prefacio


ESCRIBÍ este libro con la convicción de que no podía hablar acerca del futu-
ro, como era mi deseo, sin mirar hacia atrás, sin revisar y analizar las accio-
nes más significativas y también las más criticadas de mi gestión.
En un pasaje del Génesis, un ángel le advierte a Lot: "iSálvate! jNo mires
hacia atrás ni te detengas! jEn ello te va la vida!". Su mujer quiere ver el ex-
terminio de Sodoma y Gomorra. Mira hacia atrás y queda convertida en una
estatua de sal. ¿Qué la llevó a mirar hacia atrás? La curiosidad, pensarán al-
gunos, pero, en todo caso, era una curiosidad para observar con odio y ren-
cor el fin de sus enemigos. Yo creo que es necesario mirar hacia el pasado
con ojos que contribuyan a la convivencia.
En este libro busco poner en negro sobre blanco muchas de las circuns-
tancias gravísimas que soportamos todos los argentinos entre 1983 y 1989,
las decisiones tomadas por mi gobierno, el contexto interno e internacional
en el cual se inscribieron cada una de ellas y algunas de las consecuencias de
esas decisiones dos décadas más tarde. Éstos son temas, además, que se dis-
cuten en la actualidad.
Pretendo abordar aquí los temas y las cuestiones más difíciles, compro-
metidas y criticadas de mi gobierno y de mi vida política para asumir una de-
fensa que no es, en este caso, tanto personal como de convicciones, valores
y sentidos de la política; explicar la forma en que he actuado ante los princi-
pales desafios y ofrecer elementos de juicio para revisar una serie de lugares
comunes y sentencias categóricas adversas que se instalaron como una ver-
dad inapelable en el imaginario colectivo de nuestra sociedad.
Es muy probable que este libro sea criticado desde los extremos del arco
político y posiblemente por muchos independientes, pero no me pesarán es-
tas críticas si las mismas contribuyen a desarrollar una polémica franca que
sirva efectivamente para enriquecer el análisis y la comprensión de estos años
centrales para nuestra vida democrática.
Toda nación es el resultado de un proceso histórico integrador de grupos ini-
cialmente desarticulados. Detrás de cada unidad nacional hay un gran proyecto
capaz de asociar en la construcción de un futuro común a fuerzas étnica, religio-
sa, cultural, lingüística o socialmente diferenciadas entre sí. Uno de los rasgos dis-
tintivos de la Argentina ha sido nuestro fracaso en delinear con éxito una empre-
sa nacional de esta naturaleza. Otros países conocieron en el pasado terribles
luchas internas, pero supieron disolver sus antagonismos en unidades nacionales
integradas, cuyos componentes se reconocen como parte del conjunto en un uni-
verso de principios, normas, fines y valores comunes. Esta integración, aunque
intentada varias veces, nunca alcanzó a prosperar en la Argentina, que mantuvo
la división maniquea de su propia sociedad en universos político-culturales inco-
nexos e inconciliables como una constante durante todo su itinerario histórico.
Nuestra historia no es la de un proceso unificador, sino la de una dicotomía
cristalizada que se fue manteniendo básicamente igual a sí misma bajo sucesivas
variaciones de denominación, consistencia social e ideología. Ahí están, como
expresiones de esta división, los enfrentamiento s entre unitarios y federales, en-
tre la causa yrigoyenista y el régimen, entre el conservadurismo restaurado en
1930 y el radicalismo proscripto, entre el peronismo y el antiperonismo. Bajo
signos cambiantes, el país permaneció invariablemente dividido en comparti-
mento s estancos, que en mayor o menor medida se concibieron a sí mismos co-
mo encarnaciones del todo nacional, con exclusión de los demás. La Argentina
no era una gran patria común sino una conflictiva yuxtaposición de una patria
y una antipatria; una nación y una antinación.
Como unidad política y territorial, la nación se asentaba en el precario do-
minio de un grupo sobre los demás y no en una deseada articulación de to-
dos en un sistema de convivencia. Con el desarrollo económico, el país fue
creciendo en complejidad, generando en su sociedad una progresiva diferen-
ciación interna entre grupos políticos, corporativos y sectoriales, todos los
cuales incorporaron aquella vieja mentalidad.
La Argentina ingresó a la segunda mitad del siglo XX con partidos com-
partimentados, organizaciones sindicales compartimentadas, asociaciones
empresarias compartimentadas, fuerzas armadas compartimentadas, unida-
des culturalmente dispersas que apenas ocasionalmente se asociaban en par-
cialidades mayores también excluyentes entre sí, pero nunca en esquemas de
convivencia global. En estos procesos de asociación, lo que se unía nunca era
el país sino un conglomerado interno que sólo lograba afirmar su propia uni-
dad en la visualización del resto del país como enemigo.
En la actualidad, todavía hay rastros de ese canibalismo político que ha te-
ñido la práctica política: hay quienes sostienen que la Unión Cívica Radical rea-
liza una oposición desdibujada tanto frente al actual gobierno, como durante
la presidencia de Eduardo Duhalde. ¿Qué es lo que se pretende? ¿Oponerse
por principio es una forma nueva de hacer política? jQué más quisieran la de-
recha reaccionaria, la izquierda drástica o los poderosos de la Tierra!
Corremos el riesgo serio de que nos derrote el neoliberalismo. Sus gurúes
sí piensan para adelante, sí planifican para el futuro. Son cómplices de la glo-
balización insolidaria, conspiran contra el Mercosur y desean un alineamien-
to automático con Estados Unidos. Son los nuevos cipayos de este siglo.
La política implica diferencias, existencia de adversarios políticos, esto es
totalmente cierto. Pero la política no es solamente conflicto, también es cons-
trucción. Y la democracia necesita más especialistas en el arte de la asociación
política. Los partidos políticos son excelentes mediadores entre la sociedad,
los intereses corporativos y el Estado, y desde esa perspectiva hemos señala-
do que lo que más nos preocupa es la falta de diálogo con los partidos políti-
cos. No será posible resistir la cantidad de presiones que estamos sufriendo y
sufriremos, si no hay una generalizada voluntad nacional al servicio de lo que
deberían ser las más importantes políticas de Estado.
Necesitamos tiempo en democracia, en las normas comunes, en la incor-
poración rutinaria de las reglas compartidas, para formar costumbres, porque
ellas condicionan el diseño y las prácticas institucionales, las acciones concre-
tas y las rutinas societales.
Toda mi actividad política buscó fortalecer la autonomía de las institucio-
nes democráticas y fortalecer el gobierno de la ley, para que la ley y el estado
de Derecho estuvieran separados de cualquier personalismo. Nuestro país
tuvo un talón de Aquiles: no podíamos garantizar la alternancia democrática
del gobierno. El objetivo de toda mi vida ha sido que los hombres y mujeres
que habitamos este suelo podamos vivir, amar, trabajar y morir en democra-
cia. Para ello era y es necesario que además de instituciones democráticas ha-
ya demócratas, porque sólo así las instituciones democráticas pueden sobre-
vivir a sus gobernantes.
Las ideas que sostengo en este prefacio me han acompañado toda la vi-
da. En enero de 1972 escribía en la revista Inédito:

Es imposible pretender hacer una interpretación realista de la actualidad, sin
tener en cuenta la dinámica del cambio. Quienes quieren efectuarla compu-
tando exclusivamente, por decirlo de algún modo, tanques, regimientos,
riquezas o medios informativos, en verdad son los menos realistas, porque
niegan la historia -el devenir- al tener en cuenta sólo uno de los términos
de la contradicción: el que defiende los valores del pasado en procura de
afianzar su permanencia. Lo real es distinto o, por lo menos, más amplio.
Al Iado, simultáneamente frente a los defensores del statu qua, se levantan
con vigor históricamente incontenible nuevos valores, nuevos temas, nue-
vas respuestas, nuevas propuestas, nuevas soluciones. (Compilación de
Legasa, 1985.)

En 1981 volvía sobre el tema en La cuestión argentina, editado clandestinamente:

Toda mi vida he sostenido la necesidad de comprender que la democracia
exige muchas veces. el sacrificio de parte de los objetivos propios para po-
der defender los grandes principios que la sustentan. [...]
No se puede concebir la lucha por la democracia y el gobierno del pueblo,
sin el pueblo. No se trata de procurar el gobierno para un sector, sino de res-
taurar en los hombres de nuestro país la convicción de que pertenecen a una
sociedad y que el destino de esa sociedad les pertenece, de manera que pase lo
que pase con la Argentina será lo que los argentinos quieran que pase.




En Democracia y consenso* sostengo:

Frente a la injusticia que cada vez se nos presenta con más fuerza como al-
go intolerable, quienes así la percibimos y decidimos actuar para combatir-
la lo hacemos desde dos perspectivas diferentes y complementarias.
Una, filosófica: el filósofo comprometido comprende la necesidad de
profundizar en el pensamiento especulativo, para desentrañar las causas rea-
les de esa injusticia y luego mostrar los caminos a recorrer para superarla,
si es posible con la fuerza suficiente como para que esas ideas se convier-
tan, nada más que por su enunciado, en una praxis generada por la fuerza
de su convicción. Esta tarea debe llevarse a cabo en forma rigurosa, exigen-
te y sin concesiones y debe establecerse un diálogo permanente con quie-
nes atacan el problema desde la otra posición.
La otra política: el político ético paradigmático comprende, primero que
nada, la necesidad de actuar al servicio de la verdad, la libertad y la igualdad.
Se inspira en las grandes üneas del pensamiento progresista y define su obje-
tivo fundamental como el de eliminar la mayor cantidad posible de obstácu-
los para la realización del hombre en la sociedad. Tiene una particular sen-
sibilidad ética. Una tensión, casi una angustia constante. Una conciencia
exigente y un especial sentido de culpa. También coraje para rechazar cual-
quier seducción del oportunismo, bondad para comprender las debilidades,
fuerza para imputar las responsabilidades, sagacidad para adivinar intencio-
nes, prudencia para evitar regresiones, paciencia para esperar resultados, te-
nacidad para aferrarse a sus convicciones, flexibilidad para avanzar en cam-
biantes circunstancias.
Pero el filósofo no puede exigirle al político que actúe temerariamente,
aunque se acepte que su misión es hacer posible lo imposible, y cuando no
lo hace considerar que actúa rupócritamente. Tiene que exigirle valentía pa-
ra llegar al límite y templanza para reconocerlo. Del mismo modo, el políti-
co no puede exigirle al fIlósofo soluciones de inmediato, sino una búsque-
da comprometida.

Asumí como Presidente de la Nación argentina ellO de diciembre de 1983.
Veinte años de democracia es un tiempo razonable para poder revisar y dis-

*Alfonsín, Raúl, Democrtlt1tl y consenso, Buenos Aires, Tiempo de Ideas y Corregidor, 1996.
cutir sus hitos fundamentales a la luz de nuestra historia política más amplia,
sin el apasionamiento y el sentido de urgencia con que nos enfrentábamos
en cada momento de la transición que inauguramos entonces, tras la larga
noche del autoritarismo.

RAÚL R. ALFONS1N
Buenos Aires, octubre de 2003







1. La vista desde el horizonte
Después de julio de 1989

EN MI ÚLTIMO mensaje ante la Asamblea, el1 de mayo de 1989, sostuve que
nos aproximábamos a un acontecimiento histórico, como lo era una sucesión
presidencial en los marcos de la normalidad institucional. Siempre pensé -y
lo dije varias veces- que la prueba decisiva del éxito del camino iniciado en
1983 era llegar a las elecciones de 1989. Lo que no se pudo conseguir en los
períodos constitucionales iniciados en 1952, en 1958, en 1963 y en 1973, es-
tábamos a punto de lograrlo entonces. Nada ni nadie iba a arrebatarnos esa
conquista cívica.
En esa competencia cívica, el gobierno que concluía su mandato era, ne-
cesariamente, un protagonista más, un objeto de examen, de apoyos y de re-
chazos. Su acción se ubicaba en el ojo de la tormenta; lo sabía bien y así lo
asumía. ¿Cómo no saber, también, que en situaciones de tan grave crisis co-
mo las que padecían las democracias pobres de América Latina, la argenti-
na entre ellas, los gobiernos que se hacían cargo de las mismas inevitable-
mente se transformaban -por acción o por omisión- en los chivos
expiatorio s de las frustraciones particulares o colectivas? Me hacía cargo de
todo esto y, por lo tanto, no ignoraba hasta qué punto arreciaban las críti-
cas al desempeño gubernamental. Ellas se fundaban en cuestiones objetivas
que afectaban la vida cotidiana de los argentinos, en las que cabían respon-
sabilidades personales, pero también en un enorme endurecimiento de la
campaña electoral.
Nadie podía cuestionar la legitimidad del disenso y el derecho a la crítica
por parte de la oposición, como tampoco podía ésta desconocer el clima de
libertad en el que se desenvolvía. A lo largo de las pasadas generaciones, los
argentinos habíamos vivido sometidos a pesadas influencias antidemocráti-
cas. Formas variadas de autoritarismo, sectarismo, oscurantismo, exclusivis-
mo, fundamentalismo habían ejercido durante esa etapa un poder modelador
sobre nuestra personalidad nacional y sobre la personalidad individual de ca-
da uno de nosotros.
En este marco histórico se sucedieron dictaduras e intervalos constitucio-
nales. Pero con la particularidad de que casi todos estos últimos exhibieron
también, tanto en el comportamiento de los gobiernos como en el de las
oposiciones, estilos y modalidades propias de aquella cultura autoritaria que
pujaba por prevalecer en el país.
De este modo, nuestro pasado reciente se había distinguido, desde 1930,
no sólo por el recurrente empleo de la fuerza para derribar gobiernos cons-
titucionales, sino también por la peculiaridad de que, aun a través de esos go-
biernos constitucionales, lograban abrirse camino prácticas y conductas de-
rivadas de la misma cultura política que inspiraba al golpismo.
Nuestra vida nacional de los sesenta años anteriores incluyó así, junto a
numerosas dictaduras, a gobiernos constitucionales con presos políticos,
provincias intervenidas, universidades avasalladas, sindicatos sometidos a
control estatal, desbordes represivos, bandas parapoliciales, práctica sistema-
tizada de la tortura, estado de sitio endémico, correspondencia violada, ejer-
cicio ilimitado del espionaje interno, medidas encaminadas a impedir la libre
expresión de ideas.
El autoritarismo, la violencia y la arbitrariedad eran norma de las dicta-
duras y, al mismo tiempo, tentaciones a las cuales se cedía con deplorable
frecuencia durante los interregnos constitucionales, a partir de un funda-
mento cultural que por momentos parecía ser común a los dos modos de
gobernar el país.
Sobre este trasfondo histórico, la experiencia iniciada en la Argentina el
10 de diciembre de 1983 cobraba significados, valores y méritos que no po-
dían ser ignorados. El gobierno que presidía era el primero en toda la histo-
ria del país que llegaba a las postrimerías de su mandato sin presos políticos,
ni leyes persecutorias, ni órganos de prensa clausurado s, ni policías bravas, ni
interventores instalados en provincias, sindicatos o universidades.
Ni un solo gesto de nuestra trayectoria en el poder reflejó las inclinacio-
nes autoritarias de las que estuvieron plagados gobiernos constitucionales
del pasado.
Ni un solo paso dado por nuestra administración estuvo encaminado a
oprimir, amenazar o intimidar. Nos tocó administrar el país en medio de la
mayor y más profunda de sus crisis económicas. Más precisamente, en me-
dio de una crisis que acentuó hasta extremos inadmisibles la tensión de las
relaciones entre el Norte y el Sur, bloqueando las ya precarias vías de creci-
miento del vasto mundo emergente.
Nuestro país estaba sufriendo su cuota de esta crisis, con características
todavía más agudas que el resto de América Latina y que trajo consigo gra-
ves situaciones de intranquilidad social, a caballo de las cuales la oposición
política al sistema desencadenó infames campañas desquiciadoras.
En un país donde el ejercicio de facto o constitucional del poder estu-
vo tradicionalmente asociado con la tentación de preservar el orden me-
diante recursos autoritarios, a nuestro gobierno le tocó en suerte un mo-
mento histórico más cargado que cualquier otro de elementos propicios
para esa tentación.
En otros términos, nuestro gobierno no sólo se distinguió por haber re-
sistido esas tentaciones, sino también por haberlas resistido cuando ellas es-
taban en su momento histórico de mayor fuerza, de mayor apremio. Creo
que estamos en nuestro derecho si pretendemos que esta labor sea recono-
cida en todo su valor.
Es cierto que en el campo económico recogimos una nación en crisis y
no conseguimos superar las dificultades económicas. Esto puede atribuirse a
errores y limitaciones de mi gestión, pero no se puede desconocer que nues-
tra crisis formó parte de una crisis estructural mundial, cuya solución sólo
podía emerger de grandes iniciativas colectivas, que abarcaran a enteras re-
giones del planeta con centenares de millones de personas involucradas, y
nunca de una iniciativa singular de un gobierno de un país periférico.
Sin embargo, en aquel momento asistimos a un curioso fenómeno político-
cultural de distorsión evaluativa que mostró a algunos políticos, a ciertas concen-
traciones de poder corporativo y a muchos medios de difusión asociados cons-
ciente o inconscientemente en una gigantesca campaña de acción psicológica
apuntada a presentamos como un gobierno cuya característica central, distinti-
va y definitoria era la de no haber superado la crisis económica y no la de haber
cumplido aquella epopeya democratizadora en circunstancias tan terriblemente
adversas a su realización.
La tarea principal que nos encomendó el país en 1983 fue construir una
democracia. Con la cooperación de casi toda la sociedad nos entregamos a
esa tarea. Y tuvimos un éxito tal que el país terminó olvidando cuáles eran
sus preocupaciones, sus dudas y ansiedades en 1983.
Entonces todo parecía natural. Natural que el pueblo estuviera a punto
de expresarse en las urnas. Que no hubiera estado de sitio, que cada uno pu-
diera decir lo que quisiera. Natural que no hubiera proscripciones, que no
hubiera presos políticos ni provincias intervenidas, que no hubiera sindica-
tos intervenidos. Sin embargo, todo eso junto no se había dado nunca en
nuestra historia.
Sabía que se vivían horas decisivas en materia económica a pocos días de
las elecciones presidenciales. Sabía que deberían ser horas de alegría pero se
habían transformado también en horas de ansiedad. El Estado estaba dese-
quilibrado en sus cuentas y con un financiamiento decreciente. A ello había
contribuido la incertidumbre política sobre el rumbo que seguiría la econo-
mía en el futuro. ¿Quién podía ignorarlo? Nadie podía negarlo: existían una
enorme desconfianza y una tremenda inseguridad. Las consecuencias pega-
ban de lleno en los hogares argentinos, sobre todo en los más humildes. La
inflación se había acelerado yeso provocaba desazón.
En esos tiempos difíciles de una transición que no era sólo política,
sino también económica y particularmente social y cultural, reflexionaba
sobre la obra de gobierno, sin triunfalismo s, pero sin aceptar resignada-
mente que nada se había hecho, que estábamos peor que antes, que, en
última instancia y aunque no se lo dijera, esa difícil transición hacia la de-
mocracia no había valido la pena. Estaba seguro de que no era así. Y no
se trataba de soberbia, de orgullo personal, de obcecación. Se trataba, so-
bre todo, de ayudar a que las mujeres y los hombres argentinos, especial-
mente nuestros jóvenes, no bajaran los brazos. Y que la agresión verbal
a un gobierno que cubrió sólo el primer tramo de un largo camino hacia
la consolidación de un sistema de libertad e igualdad en la Argentina, no
se transformara en un cuestionamiento global de la democracia como ~
forma de vida.
En 1983 cayó sobre todos nosotros una carga enorme. Luego de décadas
de frustraciones nos propusimos establecer las bases para cambios funda- k
mentales en un modelo de país en crisis que ya no daba más. Y buscamos en-
carar esas transformaciones -que siempre son costosas- en el marco de la
más amplia democracia y con el menor costo social posible. Un objetivo guió
nuestros pasos desde entonces: mantener unidos los necesarios esfuerzos
con las imprescindibles libertades y el equilibrio social.
En el camino que emprendimos desde 1983 hemos cometido errores.
¿Cómo negarlos? Pero es un hecho que, como parte positiva de esa heren-
cia, la sociedad terminó por asumir que la gran mayoría de las transforma-
ciones propuestas, y que por distintas razones no logramos efectuar o lo
hicimos imperfectamente, eran imprescindibles para que el país pudiera al-
canzar niveles de desarrollo y prosperidad razonables. Temas que en aquel
momento parecían imposibles de abordar se incorporaron naturalmente al
debate político posterior.
Colocamos las bases del desarrollo: la lucha contra el egoísmo corpora-
tivo, contra el prebendarismo del Estado, contra el capitalismo sin riesgos,
contra el aislamiento frente al mundo. Ésa fue la plataforma de despegue
que construimos para la transición económica, para que nuestros sucesores
pudieran articular democracia con crecimiento y con prosperidad. No es
precisamente lo que hicieron, visto desde la actualidad.
En ese camino, racionalmente elegido, no quisimos, a fin de salvaguardar
ese bien precioso que es la democracia y evitar la violencia que la destruye,
generar políticas que a veces se implementan en los gabinetes técnicos. Esos
gabinetes parten de la presunción de que las sociedades complejas como la
nuestra son espacios vacíos en los que puede ser experimentada cualquier
propuesta de laboratorio. Las consecuencias inmediatas son, bien lo sabemos
ahora, la desocupación y el hambre para millones de familias.
Pero tampoco quisimos generar políticas con un facilismo oportunista. Era
irresponsable pensar en distribuir lo que ya no existía. Más a la corta que a la
larga, una demagogia de ese tipo también generaría violencia, ante las perspec-
tivas inevitablemente frustradas y frente a la lucha despiadada entre los grupos
que ambicionaban que sus demandas fueran prontamente satisfechas.
Dije antes que en la trajinada empresa que nos tocó poner en marcha co-
metimos errores. Pésimo gobernante sería aquel que se creyera al abrigo de
toda falla. Quien es incapaz de reconocer un error es todavía más incapaz de
corregirlo. No fue ése, por cierto, nuestro caso. Dije que hubo cosas que "no
supimos hacer, cosas que no quisimos hacer y cosas que no pudimos hacer",
y esa frase quedó luego estampada como un inventario de los fracasos de mi
gobierno, cuando lo que quería transmitir era, precisamente, la agenda de
cuestiones que habíamos logrado comenzar a abordar, abriéndonos camino
entre las dificultades, y que quedaban como tareas pendientes para el futuro.
Es cierto, hubo cosas que no supimos hacer. A veces nos equivocamos
en los cambios básicos que debíamos llevar a cabo. Por error de diagnósti-
co en algunas oportunidades; por falta de perseverancia en la aplicación de
las políticas o por mal cálculo de los tiempos en otras. Y aunque honrada-
mente pienso que se hizo mucho, sé que no avanzamos al ritmo que quería-
mos para transformar de raíz un sistema económico perverso, para moder-
nizar un Estado burocrático e inmanejable, para quebrar de cuajo con un
funcionamiento cerrado de la economía, de espaldas al mundo y poco efi-
ciente. Eso quedó como parte de una herencia para nuestros sucesores.
Hubo también cosas que no quisimos hacer: a veces postergamos o sim-
plemente no efectuamos ajustes que un cálculo descarnado podría conside-
rar beneficioso, pero que en lo inmediato acarreaba costos sociales y sacrifi-
cios imposibles de sobrellevar para sectores importantes de la sociedad.
La política que aplicamos en materia de cambios estructurales implicaba,
al contrario, sopesar prioridades y obligaciones, necesidades económicas y
urgencias sociales, sobre la base inamovible de continuar construyendo la de-
mocracia. Por eso, no creo que en este caso haya que hablar de errores, sino
de situaciones en las que decidimos disminuir la velocidad en nuestra marcha
hacia las transformaciones de estructura que el país necesitaba.
Hubo, por último, cosas que no pudimos hacer. En primer lugar, por la
presencia de obstáculos y dificultades objetivas. Factores externos, como fue-
ron en su momento la caída de los precios de los productos agropecuarios o
el manejo casi usurario de las tasas de interés desde los centros del poder eco-
nómico internacional, así como algunas penurias internas, hicieron que inicia-
tivas necesarias y positivas que proyectábamos llevar a cabo debieran ser de-
moradas o abandonadas. Sólo mencionaré, a título de ilustración, el triste
privilegio de haber tenido que soportar la más terrible de las inundaciones de
que tengamos memoria y, más tarde, una de las más despiadadas sequías.
He hablado de dificultades objetivas que obstaculizaron logros o impidie-
ron alcanzar ciertas metas. No fueron las únicas. Hubo también dificultades
subjetivas. La sociedad argentina ha visto entorpecida y amenazada su mar-
cha por el egoísmo sectorial, el corporativismo, la especulación y el fomento
irresponsable de la inflación, que en su manifestación política expresan au-
toritarismo de diverso signo.
La preocupación por estos resabios autoritarios que, aunque debilitados,
todavía persistían entre nosotros, tuvo en nuestro caso un interés preciso.
Siempre he pensado que nuestro ordenamiento institucional favorecía la
persistencia de actitudes que configuran los principales componentes de ese
autoritarismo. Pienso, al decir esto, en la propensión al hegemonismo, en el
hecho de que gran parte de nuestra vida nacional estuvo modelada por la
presencia de agrupaciones políticas o corporativas que se sentían llamadas
a protagonizar con exclusividad el destino de la nación. Buena parte del
pensamiento político argentino fue refractario, cuando no abiertamente
hostil, a la idea de que la nacionalidad pudiera expresarse en pluralidad. Y
aun en el pensamiento democrático se escondía muchas veces la creencia
subyacente de que el mosaico de la pluralidad argentina, aunque aceptado
en principio, debía estar integrado por una fuerza política esencial y otras
de naturaleza accesoria.
Siempre creí que la marcha emprendida hacia la democratización del país
tenía que incluir formas de acción contra esos atavismos políticos y cultura-
les, formas que incluyeran también correctivo s para aquellas instituciones de
nuestro sistema político que aseguraban la continuidad de tales rémoras.
Con ese espíritu propusimos en su momento a la ciudadanía y a las de-
más fuerzas políticas el proyecto de una reforma constitucional que apunta-
ra a redefinir en un sentido más democrático la naturaleza del gobierno.
Lamentablemente, nuestra propuesta de reforma no encontró durante
largos años el indispensable consenso para hacerla efectiva. No se trata, en-
tiéndase bien, de descargar culpas en los demás. Nunca lo hemos hecho: un
inconmovible sentido de la obligación nos hizo asumir todo traspié, toda
solución insatisfactoria, todo fracaso, como responsabilidad propia. Nues-
tros adversarios deben reconocer que jamás los hemos convertido en vícti-
mas propiciatorias de culpas que quizás no siempre fueron nuestras. La re-
forma de la Constitución formaba parte de una deuda con la sociedad que
no queríamos contraer, pero que la realidad nos impuso en esos años. Y la
asumimos.
Siempre estuve convencido, pese a todo, de que las creencias y actitudes
de los argentinos tenían aspectos y potencialidades positivas y que éstos pre-
valecerían por sobre las tramas de intereses creados y comportamientos reac-
cionarios. Amamos la libertad, habíamos aprendido a apreciar y defender la
democracia. Con ella sufrimos padecimientos y frustraciones, pero sabíamos
también que, sin ella, esos mismos padecimientos se hubieran multiplicado.
Pero esas creencias y actitudes dejaban aflorar también aspectos negativos:
egoísmo, espíritu sectorial, disposición para la especulación, tendencia a
creer en diversos mesianismos. Eran el lado oscuro de nuestra cultura políti-
ca, los fantasmas a los que obstinadamente algunos se aferraban, quizá por
temor a los riesgos imaginarios del futuro.
Sin embargo, esos aspectos negativos eran parciales y no alcanzaron para
que nos ganara el escepticismo. Hubo una transición a la democracia que se
desarrolló a nivel de las instituciones políticas. Pero hubo también otra tran-
sición a la democracia que se cumplió en nuestras propias conciencias. Ella
pasaba ante todo por destruir esos fantasmas y por crear auténticas expecta-
tivas de transformaciones profundas, sustentadas en la realidad, para nuestro
país. Y ella habría de conducimos a fructificar el capital cultural-democrático
que ya era patrimonio inalienable de la sociedad argentina.
Después de exteriorizaciones como las de Semana Santa, Monte Caseros,
Villa Martelli y La Tablada, no se puede ignorar de buena fe la profundidad
de los problemas que tuvimos que resolver para asegurar la democracia. Si
aquello fuera todo lo realizado, si en esos cinco años y medio no hubiésemos
hecho otra cosa que promover y dirigir la formación de esa democracia que
supimos defender, yo ya tendría la seguridad de haber cumplido.
Ningún gobierno antes que el nuestro tuvo que enfrentar tantas calami-
dades al mismo tiempo. En esas condiciones fue inevitable que todos pade-
ciéramos. La alternativa no era padecimiento o bienestar. La única alternati-
va era mayor o menor padecimiento. Mayor o menor equidad en el reparto
de las cargas. Sin embargo, no nos conformamos con establecer la democra-
cia, afianzar la paz y administrar equitativamente la crisis. Nos propusimos
cambiar el país.
Lanzamos ideas que a los cortoplacistas les parecieron ilusorias: una nue-
va forma de organización institucional -a través de la reforma de la Consti-
tución-, una reorganización territorial que debía empezar por el traslado de
la Capital y culminar en la descentralización económica, el desarrollo de la
Patagonia y la integración efectiva con Brasil y Uruguay.
En 1985 lanzamos el Plan Houston, convocando al capital internacional
a participar, junto con empresas argentinas, en el más grande esfuerzo de ex-
ploración que se haya realizado jamás en el territorio argentino. Logramos el
autoabastecimiento petrolero. La producción de hidrocarburos de 1988 fue
la más alta de toda la historia de la Argentina, desde el descubrimiento del
petróleo en 1907.
En once meses -un récord mundial- hicimos un gasoducto de 1.400 ki-
lómetros de distancia: antes de que llegara el invierno de 1988 llegó el gas a
Buenos Aires desde Loma de la Lata, Neuquén, pasando por Bahía Blanca.
En petroquímica apelamos al capital privado. El polo petroquímico de Neu-
quén sería construido con capital de riesgo.
En materia de energía eléctrica, la Argentina construyó obras (hidroeléc-
tricas, térmicas convencionales y nucleares) que prácticamente duplicaron la
capacidad instalada total existente en aquel entonces. Realizamos la mitad de
la obra civil de Yacyretá, proyectamos construir, junto con Brasil, la presa
de Pichi Picún Leufú. Ya habían pasado gobiernos civiles y militares, gobier-
nos de distinto signo y todos habían hablado del problema de las empresas
públicas. Pero nunca, nunca se habían elaborado soluciones concretas como
las que propusimos para Aerolíneas Argentinas o ENTEL, la empresa telefó-
nica, sin perder la mayoría argentina.
Construir la democracia, afianzar la paz, iniciar la reforma del Estado y la
economía, fijar la agenda para la próxima década y, mientras tanto, combatir
la crisis y absorber los golpes. Ésa fue la tarea que nos impusimos y que, pa-
so a paso, buscamos cumplir. En 1989, la Argentina había cambiado. Ya no
era la de 1983. Y nunca más volvería a ser, afortunadamente, la Argentina an-
terior a 1983.






2. La reconstrucción del estado de Derecho
1983-1986
Juicio a las Juntas Militares


LA INSTALACIÓN en 1976 de la dictadura militar más atroz que sufrió el país
no dejó margen para resistencias legítimas, pero también es cierto que gozó
de un consentimiento tácito de una parte importante de la sociedad argenti-
na y el silencio cómplice o el acompañamiento de algunos medios de comu-
nicación, en un exceso de autocensura, o directamente de complacencia. A
pesar de dominar todo el aparato estatal, la dictadura militar se abstuvo de
procesar y condenar a nadie, salvo alguna excepción marginal, mientras que
mediante "acciones directas", sin juicio ni ley, hizo desaparecer a miles de
personas, asesinó, torturó, encarceló y expulsó del país a otros miles.
Ni siquiera actuó dentro de los extensos y difusos márgenes que otorga-
ba la "legalidad autoritaria" diseñada por ellos y para ellos; todo se hizo al
margen de la ley y, por supuesto, al margen de toda consideración ética y ju-
rídica. Nunca existió mayor ausencia de seguridad jurídica en nuestro país y
nunca se estuvo más lejos de la noción del estado de Derecho que durante
los años del proceso militar, entre 1976 y 1983. Pero paradójicamente es el
período en que más dinero se le prestó a la Argentina, lo que demuestra la
enorme hipocresía de los organismos internacionales de crédito en aquel
entonces.
La derrota militar en la Guerra del Atlántico Sur en junio de 1982 provo-
có el colapso de la dictadura militar, y la misma sociedad que había sufrido
-o, en muchos casos, tolerado, por desconocimiento, por convicción o por
temor- la violación sistemática de los derechos humanos y la falta de liber-
tades públicas se levantó para romper con el pasado autoritario. Hubo un
quiebre en nuestra historia, porque tal vez nunca se había llegado tan lejos en
~~
la degradación moral de la República, y entonces la mayoría de los argenti-
nos abrazó la causa de la recuperación de la democracia en forma definitiva.
Lo que mi gobierno hizo a partir de 1983 fue marchar de inmediato en la
dirección del esclarecimiento y el castigo de las violaciones a los derechos hu-
manos, el establecimiento de la igualdad ante la ley, la reinserción de las Fuer-
zas Armadas en el estado de Derecho y la formulación de una política que
marcara una clara línea divisoria respecto del pasado.
En nuestro país, los crímenes y delitos cometidos en dictaduras siempre
habían quedado impunes, y nuestro propósito fue terminar de una vez y pa-
ra siempre con esa tradición. Por un imperativo ético impostergable y por el
convencimiento de la complementariedad entre democracia y justicia, el go-
bierno a mi cargo abrió los cauces jurídicos para que las aberrantes violacio-
nes a los derechos humanos cometidas tanto por el terrorismo de grupos po-
líticos armados como por el terrorismo de Estado fueran investigadas y
juzgadas por una Justicia independiente.
No existía, por otra parte, una fórmula preestablecida sobre la mejor ma-
nera de enfrentar los crímenes del pasado. Cada sociedad debe elaborar su
propia respuesta, de acuerdo con sus peculiares condiciones y características
políticas y sociales, y nosotros lo hicimos en un contexto latinoamericano en
el que comenzaba a terminar la noche de las dictaduras y aparecía la luz de
las transiciones democráticas y la recuperación de las libertades ciudadanas.
Quienes denunciamos la violación de los derechos humanos durante el
llamado "Proceso de Reorganización Nacional" intercambiamos ideas acer-
ca de cómo castigar a los culpables y cómo establecer bases sólidas para que
esas violaciones no se repitieran jamás. Éramos conscientes de que se trata-
ba de una situación histórica inédita: por un lado, por la magnitud y el carác-
ter de lo ocurrido bajo la dictadura; por otro lado, porque su investigación y
juzgamiento implicaba colocar a las instituciones armadas de la nación bajo
la lupa de una justicia independiente, pero al mismo tiempo, preexistente.
En la implementación del procedimiento se debía superar una serie de
obstáculos jurídicos y fáctico s, y considerar los límites que nos imponían la
Constitución y la prudencia: la conmoción pública provocada por la inves-
tigación y la acción de la Justicia; la duración de los procesos, que no de-
bían prolongarse demasiado, y las categorías de personas a quienes se haría
responsables.
En el tratamiento de esta delicada cuestión existían tres diferentes alter-
nativas y debíamos elegir una de ellas:
.El olvido, fuera mediante una ley de amnistía o a través de la inacción; va-
le decir, dejar pasar el tiempo hasta que el tema se agotara en sí mismo.
Sabíamos que esta forma de tratar el problema era la que se había segui-
do casi siempre en la mayoría de los países del mundo, salvo, en parte, al
final de la Segunda Guerra Mundial, y que no debía ser una opción váli-
da para nosotros.
.El procesamiento de absolutamente todos los que pudieran resultar
imputados. No existía ni existe ninguna nación, en ninguna parte del pla-
neta, donde se haya aplicado. Al considerar esta opción también tuvimos
en cuenta, más allá de las razones políticas, las de tipo jurídico y fáctico.
.La condena de los principales actores, por su responsabilidad de mando,
para quebrar para siempre la norma no escrita, pero hasta ese momento
vigente en nuestro país, de que el crimen de Estado quedara impune o
fuera amnistiado.
Durante la campaña electoral de 1983 expuse clara y enfáticamente que este
último era el camino que habíamos elegido. Íbamos a actuar aplicando el es-
quema de los tres niveles de responsabilidad para encarar el procesamiento
de quienes estuvieran bajo acusación de haber violado los derechos humanos
durante la dictadura: los que habían dado las órdenes, los que las habían cum-
plido en un clima de horror y coerción, los que se habían excedido en el
cumplimiento. Afirmé explícitamente que si resultaba elegido para gobernar
el país iba a aplicar la justicia con ese criterio:
Así lo hicimos y fue un proceso único en el mundo, por sus característi-
cas y por sus resultados. No conozco otros casos en América, en Europa, en
África, o en Asia, de países que hayan podido juzgar y condenar a los máxi-
mos responsables de delitos de lesa humanidad como nosotros lo hicimos,
con la ley en la mano.
En nuestro país teníamos antecedentes que hoy han sido olvidados. En ma-
yo de 1973, se consagró la impunidad mediante la sanción de indultos y la ley
de amnistía (votada también por el radicalismo), por un lado, y la no persecu-
ción penal de quienes habían asesinado y ordenado asesinatos, tales como los
ocurridos en Trelew, el 22 de agosto de 1972, donde fueron muertos numero-
sos presos políticos. Pocas semanas después se produjo en las cercanías de
Ezeiza una nueva explosión de violencia política que dejó un trágico saldo
de muertos, heridos y torturados. A pesar de que muchos funcionarios cono-
dan a los responsables de esa masacre, nadie fue procesado ni condenado.
Tampoco se estableció una comisión investigadora ni hubo esclarecimiento
oficial de los sucesos. Por el contrario, se recurrió a la acción de grupos alen-
tados por el Estado, como la Triple A, para reprimir a grupos subversivos y
contestatarios. Un procedimiento reñido con la ética y con la ley que dejó una
secuela de muchísimos muertos y creó las condiciones para el colapso de las
instituciones y el arribo de la más feroz de las dictaduras de nuestra historia.
Había que evitar que se repitiese este ciclo histórico de la impunidad y sen-
tar el precedente de que a partir de 1983 no se tolerarían nunca más episodios
al margen de la ley. Estaba convencido de que todo proceso de transición de-
mocrática debía intentar un objetivo prioritario y excluyente: prevenir la comi-
sión futura de violaciones a los derechos humanos. Pertenece obviamente al
ámbito de la política el decidir las medidas deseables, las necesarias y las posi-
bles en torno de cuestiones en las que se encuentran en juego muchas veces
principios morales. No es sencillo adoptar decisiones en este terreno en procu-
ra de efectos que se advertirán recién en la convivencia futura de una sociedad.
Se trataba entonces de reforzar la valoración social sobre la importancia
de los derechos humanos, del respeto al estado de Derecho, de la toleran-
cia ideológica. Por un lado, la represión ilegal de la guerrilla se había lleva-
do a cabo desde las propias Fuerzas Armadas y de seguridad, comprome-
tiendo a gran cantidad de personal en su ejecución, bajo el manto de una
ideología justificatoria de tal comportamiento. Ello provocaba el serio ries-
go de reacciones de naturaleza corporativa, en defensa de camaradas, o de
las ideas que se habían difundido por tanto tiempo, agravado esto por el he-
cho de que, en los primeros años de toda transición, las autoridades civiles
no poseen el total dominio y control de los resortes de la seguridad estatal,
dado que, por el mismo carácter transicional del proceso, algunos de éstos
se encuentran en manos de personas que estuvieron involucradas en episo-
dios de violaciones a los derechos humanos.
Por otro lado, no se podían construir los cimientos de la naciente demo-
cracia en nuestro país desde una claudicación ética. El comienzo de la vida
democrática argentina exigía poner a consideración de la sociedad, explícita-
mente, el tema de la represión ejercida desde el Estado. Y llevar a los respon-
sables de la violencia ante los tribunales. Pero había que hacerla sin perder
de vista la situación de fragilidad de la democracia. Muchas veces me pregun-
té si por defender los derechos humanos que habían sido violados en el pa-
sado no arriesgaba los derechos humanos del porvenir. Es decir, si no esta-
ba poniendo en peligro la estabilidad de la democracia y en consecuencia, la
seguridad de los ciudadanos.
Además, distintos sectores y agrupamientos sociales habían radicalizado
sus demandas de manera extrema. Algunos sectores de la derecha, afines
con el pensamiento militar, demandaban reconocimiento hacia quienes ha-
bían posibilitado la democracia derrotando al enemigo marxista, y enten-
dían que toda política de revisión del pasado constituía un ataque a las Fuer-
zas Armadas. De otro lado, algunos organismos y movimientos de derechos
humanos exigían la aparición con vida de los desaparecidos y el "castigo a
todos" los responsables. Estaban también quienes entendían que el juzga-
miento de los graves delitos cometidos generaría en las máximas jerarquías
castrenses un clima de tensión, miedo y resentimiento que pondría en peli-
gro a la recién recuperada democracia. Es decir, basaban su opinión en la
posibilidad de un nuevo golpe militar, algo que por entonces nadie podía
descartar de plano.
En este contexto de la realidad concreta, no en el abstracto del gabinete
científico o la elucubración intelectual sin compromiso, es que hubo que tra-
zar las estrategias y las medidas que combinaran lo deseable y lo posible pa-
ra saldar las deudas del pasado; pero siempre teniendo en miras el futuro,
pues las decisiones que se tomaran en el período de transición resultarían cla-
ve para poder cimentar la cultura política de la nueva democracia.
El 12 de diciembre de 1983, dos días después de asumir el gobierno, pro-
moví la derogación ante el Congreso de la ley de autoamnistía que consagraba
la total impunidad para los responsables de la represión y, a través de los decre-
tos 157 y 158, pusimos en marcha el procesamiento de los responsables de la
violencia que ensangrentó al país. Y lo hicimos solos, ya que el Partido Justicia-
lista (PJ), a través de su candidato, había afirmado la validez y constitucionali-
dad de esa autoamnistía, pretendiendo que no se podría someter a juicio a los
represores (sin perjuicio de lo cual había recibido el cuarenta por ciento de los
votos del electorado en las elecciones en las que recuperamos la democracia).1
Para resolver la tensión entre las exigencias constitucionales, adoptamos
una alternativa intermedia aspirando a que esta solución satisficiera el obje-
tivo de rapidez y de selección de los responsables a través de la intervención
del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas: el tribunal militar intervenía
en primera instancia, pero su decisión debía ser apelada obligatoriamente an-
te la Cámara Federal, la que también podía intervenir en caso de denegación
o de retardo de justicia. Finalmente, esto último fue lo que ocurrió. Con la
reforma del Código de Justicia Militar, por primera vez en la historia enco-
mendamos el juzgamiento de los máximos responsables de los ilícitos a las
Cámaras Federales, anulando la tradición corporativa de que los militares de-
bían ser juzgados por sus propios camaradas.
Además, ampliamos las garantías procesales de dicho Código, estable-
ciendo un procedimiento oral para asegurar en plenitud el derecho de defen-
sa en juicio. Obviamente, la reforma se efectuó al amparo del criterio, reite-
radamente aceptado por nuestra jurisprudencia, de que el principio de
irretroactividad de la ley no debe regir para la legislación procesal, tanto más
cuando la misma extiende ampliamente las garantías de los procesados.
Sabíamos que era imperioso limitar los procesos en el tiempo y en el nú-
mero de los casos judiciables. Así lo recomendaban elementales considera-
ciones de prudencia. Pero por las características inherentes a todo sistema
democrático, estos límites no fueron satisfechos: la política siempre se defi-
ne a partir del concurso de una serie de voluntades autónomas, sobre todo
en lo que tiene que ver con el límite de tiempo. La renuencia del Consejo Su-
premo para juzgar estos hechos alargó inconveniente y peligrosamente el
tiempo de las actuaciones. Sin embargo, el proceso siguió su marcha sortean-
do todos los obstáculos y se sumaron a la causa los materiales e informes
recogidos por la Conadep.
Entre el 22 de abril y el 9 de diciembre de 1985 se realizó el juicio oral y
público a quienes integraron las tres juntas militares de la dictadura que ha-
bía gobernado el país hasta hacía apenas dos años. Una multitud acompañó
el inicio de las sesiones frente a los Tribunales; se informó sobre el desarro-
llo del juicio con profusión y cualquier ciudadano podía asistir al recinto con
sólo hacer una cola y solicitar su ingreso. Fueron testigos de la Fiscalía y de
la defensa 832 personas. Fue una tarea llena de valentía y patriotismo la lle-
vada a cabo por los testigos, los fiscales Julio Strassera y Luis Moreno Ocam-
po, y los jueces que participaron de aquel juicio. También los abogados de-
fensores cumplieron con gran corrección su labor.
Finalmente, la histórica sentencia de la Cámara integrada por Ricardo Gil
Lavedra, León Arslanián, Jorge Torlasco, Andrés D' Alessio y Guillermo
Ledesma estableció la existencia de un plan criminal organizado y fijó así el
primer nivel de responsabilidad al sentenciar la culpabilidad de los ex coman-
dantes Jorge Rafael Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti, Roberto Viola
y Armando Lambruschini, con penas que iban de los ocho años de prisión
hasta la cadena perpetua y la inhabilitación permanente. El resto de las cau-
sas se giraban nuevamente al Consejo Supremo y el epicentro de los proce-
sos judiciales se trasladaba a las Cámaras Federales de la Capital y del interior
del país, que debían tomar los casos dentro de su jurisdicción.

La Conadep

Dentro de la política que llevamos adelante resulta fundamental la creación
de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), lla-
mada a investigar el drama de la desaparición forzada, los secuestros y asesi-
natos cometidos.
El caudal de información que reunió resultó decisivo para que la Fiscalía
pudiera elaborar y formular en un lapso breve su acusación en el juicio a las
Juntas Militares. También sirvió para las acusaciones en otros juicios inicia-
dos contra el personal de seguridad y militar involucrado. Se logró la recons-
trucción del modus operandi del terrorismo de Estado y el relevamiento de su
infraestructura. Se contabilizaron 8.960 casos de desaparición de personas y
se identificaron unos 380 centros clandestinos de detención; entre ellos, la
Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), El Olimpo, Automotores Orletti,
La Perla, Pozo de Banfield y Mansión Seré.
La Conadep se creó el15 de diciembre de 1983 como parte de la políti-
ca de Estado instituida para esclarecer el pasado violento de la Argentina.
Fue, además, la respuesta específica del gobierno a los reclamos de consti-
tuir, con el mismo fin, una comisión parlamentaria bicameral. Ése era el plan-
teo de muchos dirigentes de los organismos de derechos humanos y de algu-
nos partidos políticos que pensaban que sólo una comisión de ese tipo podía
llevar adelante la tarea, munida de poderes especiales. La propuesta se des-
cartó porque estábamos convencidos de que no era la solución que el pro-
blema requería.
Era fácil prever que una comisión bicameral podía verse envuelta en ma-
nejos políticos, tener dificultades para llegar a acuerdos efectivos en cuanto
a la materialización de los objetivos perseguidos, entrar en conflicto con el
Poder Judicial y, en definitiva, fracasar en el cumplimiento de su misión. Los
hechos nos dieron la razón. En varias provincias se crearon comisiones de
ese tipo. Ninguna logró funcionar a pleno y con efectividad, ninguna se des-
tacó en el esclarecimiento de los hechos que se le habían encomendado.
~
El decreto 187/83 le asignó a la Conadep las funciones de recibir de-
nuncias y pruebas, remitirlas a los jueces competentes, averiguar el destino
o paradero de las personas desaparecidas, determinar la ubicación de niños
sustraídos, denunciar la ocultación de elementos probatorios y emitir un in-
forme final, con una explicación detallada de los hechos investigados. El
decreto estableció, además, la obligación de todos los funcionarios del
Poder Ejecutivo Nacional y de organismos dependientes o autárquicos, de
prestarle colaboración. La Conadep no fue facultada a emitir juicio sobre
hechos o circunstancias que pudieran constituir materia exclusiva del Poder
Judicial. Ello fue coherente con el principio de la división de poderes y la
naturaleza de la Comisión, y concordó con la política de poner exclusiva-
mente en manos del Poder Judicial la tarea de juzgar a los responsables. El
decreto estipuló un plazo de seis meses para cumplir con la misión, que se
extendió luego a nueve meses.
La elección de los miembros no fue fácil. Se requería constituir un grupo
que estuviera formado por personas sin tacha en su compromiso con la de-
fensa de la democracia y los derechos humanos, que gozaran de prestigio en
la vida pública del país y, además, que pudieran organizar y poner en marcha
la Comisión con dedicación y efectividad. La elección fue un acierto en to-
dos esos respectos. Un hecho revelador es la prontitud con que fue posible
constituirla. Prácticamente, todas las personas incluidas en la lista original
aceptaron el ofrecimiento y estuvieron dispuestas a iniciar de inmediato la di-
fícil tarea. La única excepción fue la de Adolfo Pérez Esquivel, premio No-
bel de la Paz, que rechazó la invitación alegando no compartir la política del
gobierno en la materia. Los miembros de la Conadep fueron: Ricardo
Colombres Gurista, ex ministro de la Corte Suprema de Justicia de la Na-
ción), René Pavaloro (eminente médico cirujano), Hilario Pernández Long
(ingeniero, rector de la Universidad de Buenos Aires destituido por el golpe
militar de 1966), Carlos Gattinoni (obispo metodista protestante), Gregorio
Klimovsky (filósofo, científico, renunciante a sus cátedras universitarias en
1966), Marshall Meyer (rabino), Jaime de Nevares (obispo católico), Eduardo
Rabossi (filósofo, jurista, renunciante a sus cátedras universitarias en 1966),
Magdalena Ruiz Guiñazú (periodista) y el escritor Ernesto Sabato, a quien los
miembros eligieron para presidir la Comisión. Se invitó también a la Cáma-
ra de Diputados y al Senado de la Nación a integrar la Comisión, nom-
brando tres representantes cada uno. El Senado, con mayoría justicialista,
nunca envió los tres miembros que le correspondían. En la Cámara de
Diputados ninguno de los legisladores de los partidos representados acep-
tó el cargo, con excepción de la Unión Cívica Radical (UCR). En definiti-
va, concurrieron los diputados radicales Santiago López, Hugo Piucill y
Horacio Huarte.
Los miembros de la Conadep trabajaron ad honorem. Sus secretarios (Raúl
Aragón, Graciela Pernández Meijide, Alberto Mansur, Daniel Salvador y
Leopoldo Silgueira) y el personal (cerca de cien personas provenientes en ca-
si su totalidad de organismos de derechos humanos) cobraron sueldos equi-
parados a los del Poder Judicial. Esto permitió que pudieran dedicarse de lle-
no al trabajo en la Comisión. Se ordenó al Ministerio del Interior dar el
apoyo administrativo, logístico y financiero necesario. El gobierno no influ-
yó ni interfirió en sus decisiones y actividades. La decisión de crear una co-
misión de ciudadanos que se abocaran a la dura tarea encomendada sin su-
frir presiones políticas ni padecer cortapisas de cualquier otra índole se
concretó plenamente.
Vista a la distancia, la tarea llevada a cabo por la Conadep fue ciclópea.
Superados unos primeros momentos de indecisión, recibió el apoyo de los
organismos de derechos humanos y pronto fue visualizada por la ciudadanía
como una entidad altamente responsable, dedicada a la angustiosa tarea de
echar luz sobre uno de los capítulos más terribles de la historia de nuestro
país. Era un trance doloroso que la salud y el afianzamiento de la naciente
democracia exigían.
Se libraron más de mil oficios a organismos gubernamentales requirien-
do distintos tipos de información, se recibió el testimonio de numerosas per-
sonas detenidas que habían sido liberadas y, en base a ello y a informaciones
adicionales, se realizaron diligencias en edificios militares y de fuerzas de se-
guridad que permitieron identificar varios cientos de centros clandestinos de
detención.
Con el objeto de facilitar las denuncias de personas domiciliadas lejos de
Buenos Aires, la Conadep instaló una sede en la ciudad de Córdoba y auto-
rizó a que en Mar del Plata, Rosario y Bahía Blanca personas allegadas a los
organismos de derechos humanos y a asociaciones locales de abogados reci-
bieran denuncias. Además, envió al interior del país grupos formados por se-
cretarios y empleados para que recibieran denuncias.
La apropiación ilegal de niños fue uno de los aspectos más terroríficos
del régimen represivo desatado por la dictadura. El secuestro de niños ocu-
rría durante los procedimientos de detención o cuando detenidas-desapare-
cidas daban a luz en los centros clandestinos. La apropiación se concretaba
con un registro falso de la identidad de los chicos.
Las Abuelas de Plaza de Mayo recibieron de la Conadep ayuda para ubi-
car niños secuestrados o nacidos en cautiverio y, sobre todo, para comenzar
a utilizar la tecnología de identificación por ADN. En 1987 se sancionó la ley
de creación del Banco Nacional de Datos Genéticos (ley 23.511) ya partir de
allí se logró ubicar a numerosos niños que habían sido secuestrados.
La Comisión adoptó un procedimiento apropiado para llevar a la Justicia
las denuncias recibidas: no presentar casos aislados sino casos colectivos ela-
borados en base a las personas desaparecidas que habían estado en un cen-
tro clandestino de detención. También incluyó en cada caso los nombres de
presuntos responsables mencionados en los testimonios y pidió su investiga-
ción judicial. Al concluir sus funciones, la Conadep había puesto en conoci-
miento de la Justicia más de mil denuncias de personas desaparecidas.
Con el apoyo de la American Association for the Advancement of Science,
gestionó la visita de peritos forenses y genetistas norteamericanos para aseso-
rar y ayudar en la posible identificación de las víctimas. La doctora Mary-Claire
King, de la Universidad de Berkeley, integrante del grupo, dio impulso a la uti-
lización de datos genéricos para la identificación de las filiaciones de los niños
recuperados.
El 20 de septiembre de 1984 los miembros de la Conadep presentaron en
la Casa de Gobierno su informe final. Fue uno de los momentos más emo-
cionantes de mi gestión presidencial. Una multitud silenciosa colmaba la
Plaza de Mayo. Sábato entregó las abultadas carpetas y pidió la pronta publi-
cación del material. Hacerlo conocer a la opinión pública nacional e interna-
cional era, precisamente, uno de los objetivos que teníamos. El informe fue
publicado el 28 de noviembre, gracias al esfuerzo de la Subsecretaría de
Derechos Humanos y la Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA).
La primera edición, de 40.000 ejemplares, se agotó en cuarenta y ocho horas.
Luego fue traducido al inglés (la versión norteamericana lleva un prólogo del
Ronald Dworkin, eminente filósofo del derecho), italiano, alemán, portugués,
haciendo conocer el caso argentino en el ámbito internacional.
Nunca más: Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas es,
sin duda, uno de los documentos más desgarradores de nuestra historia. Con
minuciosidad, sin el empleo de frases altisonantes, con el simple expediente
de acumular datos comprobados y de transcribir declaraciones formuladas
en las denuncias, pone en evidencia la tragedia que vivió nuestro país. Des-
pués del Nunca más, nadie en la Argentina puede ignorar o negar lo ocurrido
durante la dictadura.
La misión patriótica realizada por los integrantes de esa Comisión fue de
una enorme envergadura. Cumplieron con su deber de una manera abnega-
da y sin estridencias, sufrieron con paciencia amenazas, frases de descrédito
y descalificación. Lograron lo que a muchos parecía imposible: que en unos
pocos meses se pudiera elaborar, procesar e informar acerca de las desapari-
ciones, la apropiación de niños y los mecanismos siniestros del terrorismo de
Estado. El Informe y la documentación obtenida resultaron esenciales para la
acusación fiscal en el juicio a las Juntas Militares. Si el régimen militar de los
años setenta nos había hecho trágicamente famosos, a partir de entonces la
democracia argentina se enorgullecía de ser un país que enfrentaba el pasa-
do, que no le temía a la verdad y que denunciaba con nombre y apellido los
trágicos sucesos que habían enlutado su territorio.
Propósitos y dijicultades
En cuanto a la doctrina internacional sobre enjuiciamiento de violaciones a
los derechos humanos ocurridas en el pasado, no siempre estábamos acom-
pañados. Había estudiosos que analizaban las dificultades de la aplicación re-
troactiva de la justicia. Lawrence Weschler sostuvo que la transición demo-
crática brasileña fue posible gracias a que los políticos civiles respetaron la
amnistía. Samuel Huntington, después de analizar diferentes experiencias, in-
cluyendo a la argentina, y de ofrecer una lista de argumentos a favor y en
contra de los juicios por derechos humanos, llegó a la conclusión de que
cuando la transición democrática se consigue a través de la transformación
dd régimen anterior, las persecuciones penales deben ser evitadas dado que
los costos políticos sobrepasan en mucho los beneficios morales.
Mucho más duro fue el profesor de la Universidad de Yale Bruce Ackerman,
que en su tesis The Future of Liberal Revolution advirtió sobre lo que denomina
"d espejismo de la justicia correctiva", con el argumento de que los revolucio-
narios liberales que intentan forjar un nuevo sistema democrático usualmente
poseen un gran capital moral y poco capital organizativo. En consecuencia, al
involucrarse en un proceso de justicia retroactiva se arriesgan a perder el capi-
,~ tal moral debido a la escasez de capital organizativo. Utiliza la experiencia argen-
'; tina señalando que mi gobierno logró "sólo un puñado" de condenas que evi-
( denciaron, a su criterio, el fracaso de esa política.
r
t
é
El profesor Juan ünz, también de la Universidad de Yale, sostuvo, aún
con mayor dureza, que los gobernantes de los sistemas democráticos en
transición tienen una tendencia a llevar adelante una politica que se podría
denominar "de resentimiento" contra las personas y las instituciones que se
identifican con el viejo orden. AfirmÓ que las democracias construyen su le-
gitimidad sobre la base de la lealtad al Estado o a la Nación y que; entre
otros, los oficiales del ejército tienen una mayor identificación con el Esta-
do o la Nación que con un régimen particular y rechazan la identificación
partidaria del Estado.
Numerosos amigos me pedían que cerrara la cuestión de los derechos hu-
manos hacia el pasado. Durante una visita de Estado, el presidente de Italia,
Sandro Pertini, me dijo preocupado: 'íoPiníshela con los militares, caro presidente!".
A su vez, el gran dirigente del movimiento obrero, Luciano Lama, el doctor
Giorgio Napolitano, figura consular del Partido Comunista, y también Gian-
carlo Pajeta, el memorable lider de la resistencia contra el fascismo, solicita-
ron a nuestro embajador en Roma, Alfredo Allende, que me transmitiera con
urgencia que debía establecer una suerte de armisticio con los militares, ya
que nuestro gobierno había ido -sostuvieron- demasiado lejos en su fervor
por la defensa de los derechos humanos y los juicios a los militares.
Creo que es oportuno detenerse un minuto para insistir en la sencilla fi-
losofía que guiaba nuestra línea de acción. El punto central de cualquier es-
trategia de transición respecto de los crímenes de una dictadura reside en la
búsqueda de la verdad de lo ocurrido. Toda represión ilegal se hace en la
clandestinidad, en la oscuridad, en el silencio. Nadie proclama públicamente
la realización de secuestros, torturas o asesinatos. Era necesario, entonces,
desentrañar de manera objetiva frente a la sociedad todo lo que en verdad
pasó. Descubrir y reconstruir la verdad es el mejor medio para que se pro-
duzca el repudio social a prácticas aberrantes y un camino idóneo para res-
tablecer la dignidad de las víctimas.
Pero no bastaba la verdad. Era preciso que fuera convincente, y su mejor
efecto era que se la admitiera sin retaceos. La Comisión de Verdad y Recon-
ciliación que funcionó años después en Sudáfrica, a instancias del obispo
Desmond Tutu, ha dicho que la unidad y reconciliación son posibles si la ver-
dad es establecida por una agencia oficial, con procedimientos justos y reco-
nocida plenamente y sin reservas por quienes perpetraron los hechos. La
Conadep fue, como recordaba más arriba, la primera comisión en el mundo
en su género y produjo un dramático informe de una seriedad incontrastableo
La difusión de la verdad en el caso argentino constituía sin dudas una
precondición necesaria, pero aparecía como insuficiente para consolidar de-
bidamente los valores democráticos. Para ello, surgía entonces la alternativa
del castigo. Tratar de enjuiciar y sancionar a los violadores de derechos hu-
manos. Así fue como, cumplidos los plazos de actuación del Consejo Supre-
mo de las Fuerzas Armadas, la causa contra los ex comandantes pasó a la es-
fera civil, tal como lo establecía la ley, y fue tomada por las Cámaras
Federales de apelaciones. No puedo dejar de recordar que en esos primeros
meses de 1984 existían ya planteas y maniobras subrepticias destinadas a eri-
zar la sensibilizada piel de los militares mediante toda clase de absurdas acu-
saciones contra mi gobierno y mi persona.
Se sucedieron en pocos meses dos jefes de Estado Mayor del Ejército, los
generales Jorge Arguindegui y Gustavo Pianta; debí remover también al jefe
del Estado Mayor Conjunto, el general Jorge Fernández Torres; se produje-
ron explosiones de bombas o amenazas permanentes contra altos funciona-
rios y contra los propios mandos. Contaba con un verdadero hombre de Es-
tado para encarar una nueva relación con las Fuerzas Armadas, Raúl Borrás,
pero gran parte de sus esfuerzos se hallaban absorbidos en desactivar el te-
rreno minado. Bajo ese clima debíamos garantizar que los fiscales de la Cá-
mara Federal avanzaran con las 15.000 fajas iniciales que contenía la más im-
portante causa contra ex dictadores que el mundo conociera hasta entonces.
Por supuesto, hubiera sido deseable que la persecución fuera contra to-
dos los que hubieran cometido delitos, pero hacerla colocaba en serio riesgo
al proceso mismo de la transición. Resultaba absolutamente impensable lle-
var adelante el proceso a miles de integrantes de las Fuerzas Armadas y de
seguridad (la mayoría en actividad) que participaron de una u otra manera en
la represión ilegal. Los tres alzamientos militares que se produjeron más tar-
de dan acabada muestra de lo delicado de la cuestión, pues los reclamos ero-
sionaban la autoridad del ejercicio del poder presidencial, depositario de la
soberanía popular.
Nuestro objetivo no podía ser el juicio y la condena a todos los que de
una u otra manera habían vulnerado los derechos humanos, porque esto era
irrealizable, sino alcanzar un castigo ejemplificador que previniera la reitera-
ción de hechos similares en el futuro. Necesitábamos dejar una impronta en
la conciencia colectiva en el sentido de que no había ningún grupo, por po-
deroso que fuera, que estuviera por encima de la ley y que pudiera sacrificar
al ser humano en función de logros supuestamente valiosos. Queríamos pre-
venimos como sociedad; sentar el precedente de que nunca más un argenti-
no sería sacado de su casa en la noche, torturado o asesinado por funciona-
rios del aparato estatal.
Con esa convicción pronuncié un discurso en la cena de camaradería de
las Fuerzas Armadas, el 5 de julio de 1985, al que le asigné una particular im-
portancia porque expresó mi posición ante ellas. Vale la pena recordar aquí
algunos párrafos de aquel mensaje:'
[...] Ustedes, señores, mejor que nadie conocen y son absolutamente cons-
cientes del profundo caudal de enseñanza de todo orden que emana de la
dolorosa herida abierta en el sentimiento de todos los argentinos.
Actualmente, debemos admitir que la magnitud de la tarea por realizar
es de tal envergadura que no resolveremos nuestros problemas militares con
los estrechos márgenes conceptuales de una reestructuración ni de una reor-
ganización y menos aún de un redimensionamiento de las fuerzas.
La tarea implica e involucra cada uno de esos pasos pero reclama más
aún. Por ello los invito a que de aquí en adelante defrnamos nuestro reto co-
mo una real y verdadera reforma militar, que ni más ni menos de eso se tra-
ta, si verdaderamente queremos dotar a la Nación de las fuerzas armadas
que la situación requiere.
[. ..]
Nuevas fuerzas que en definitiva garanticen acabadamente la integridad
territorial de nuestro vasto país en el marco de la estrategia que claramente
surge de nuestra actual situación.
La reforma militar, con el objetivo superior que acabamos de definir, de-
berá procurar un nuevo tono moral en el marco dd absoluto respeto al or-
den institucional, alimentado por el entusiasmo profesional que proporcio-
na la convicción de sumarse cada uno, individualmente y en conjunto, al
gran proyecto de la reconstrucción nacional.
[.. .]
Un comportamiento ejemplar en el marco de una obligada austeridad no
hace sino confirmar las expectativas que nos alentaron cuando, desde el co-
mienzo de nuestra gestión, expresamos nuestra convicción de que la rela-
ción entre el comandante y sus hombres partía del concepto de obediencia,
entendida como un adecuado balance entre la libertad libremente cedida y
la autoridad decididamente ejercida. Relación que se nutre también en la
idea de lealtad concebida como camino de ida y vudta que vincula espiri-
tualmente a superiores y subordinados en la misión de defender la sobera-
nía y las instituciones de la Nación.
.Véase el texto completo en las páginas 251 a 264.
Este comportamiento es absolutamente necesario en la hora actual, por-
que creo que no exagero si digo que la Argentina afronta hoy el mayor de-
safío de su historia, el de su propia reconstrucción a partir de un estado de
postración y decadencia que la ha corroído en todos los órdenes.
Aunque el aspecto económico de la reconstrucción aparece hoy en pri-
mer plano por la dramaticidad de sus apremios, esto es sólo parte de una ta-
rea global que nos obliga a realizar, replantear y reformular hábitos estruc-
turales, formas de convivencia y nodos de articulación entre los distintos
sectores de la sociedad.
r... ]
Los golpes de Estado han sido siempre cívico-militares. La responsabili-
dad indudablemente militar de su aspecto operativo no debe hacemos olvidar
la pesada responsabilidad civil de su programación y alimentación ideológica.
El golpe ha reflejado siempre una pérdida del sentido jurídico de la socie-
dad y no sólo una pérdida del sentido jurídico de los militares.
r... ]
Nada más erróneo que reclamar la supervivencia de estructuras, con-
ductas o prácticas autoritarias como forma de prevención contra el terro-
rismo. Hacerlo significaría regalarle al terrorismo las condiciones de su
propia reproducción.
El camino por seguir es precisamente el inverso. Emprender una gigan-
tesca reforma cultural que instaure entre nosotros un respeto general por
normas de convivencia que garanticen los derechos civiles, que generalicen
la tolerancia, resguarden las libertades públicas, destierren de la sociedad ar-
gentina el miedo. Todo eso se llama democracia.
Han pasado muchos años y aún hoy me formulo la misma pregunta que daba
vueltas en mi cabeza en aquel entonces: más allá de las consignas bien inten-
cionadas, ¿alguien creía y aún cree seriamente que en ese tiempo, con una de-
mocracia que recién emergía luego de años de dictadura militar, era posible
detener y juzgar a mil quinientos o dos mil oficiales en actividad de las Fuer-
zas Armadas? No sólo era fácticamente imposible, sino que los argentinos
no habían votado en esa dirección. El 40 por ciento de los votantes al parti-
do justicialista había aceptado de hecho la irrevocabilidad de la amnistía: su
candidato presidencial señaló oportunamente que el decreto de la dictadura
que colocaba todo bajo "el juicio de Dios" cerraba la cuestión. Y creo que la
mayo tía del 52 por ciento que me votó tampoco pretendía que juzgara y en-
carcelara a miles de oficiales militares involucrados en la represión.
Por lo tanto, hubiera sido absolutamente irresponsable pretender un
universo de juzgamiento de tan amplio alcance cuando las consecuencias de
"
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esa acción, lejos de prevenir futuros delitos, podía promoverlos nuevamen-
te o causar perjuicios mayores a la aún incipiente democracia. Por último,
hay que recordar que la condena judicial es un instrumento pero no el úni-
co ni el más importante cuando se trata de la formación de la conciencia
moral colectiva. Esta filosofía es legítimamente discutible y entiendo que se
pueda no estar de acuerdo con ella. Pero fue la que elegimos y la que pre-
sentamos explícitamente a los argentinos antes de llegar al gobierno. Nadie
puede argumentar que modificamos nuestra posición una vez que asumi-
mos la responsabilidad de gobernar. Hicimos lo que habíamos decidido ha-
cer y lo que habíamos informado al pueblo antes de recibir su apoyo. Que-
ríamos instalar una bisagra en la historia de la violación de los derechos
humanos en nuestro país. Crear conciencia acerca de su importancia. Y
ahora, al cabo de los años, creo que lo hemos cumplido con creces. Hoy
ningún argentino está dispuesto a mirar hacia el costado si alguien se atre-
ve a violar los derechos humanos.

1 La constitucionalidad del criterio conforme al cual una ley de facto con contenido abe-
rrante no es una norma válida de nuestro sistema jurídico fue aceptada por la Corte Suprema
de Justicia, que incluso elaboró en fallos ulteriores los efectos de este nuevo tratamiento de las
leyes ilegítimas.






3. Planteos y maniobras
1987-enero de 1989


La ley "de punto final"

TRAS EL juicio a las Juntas Militares quedaba por delante enfrentar el tema de
la obediencia debida. El éxito de la delimitación de responsabilidades que
procurábamos dependía de la forma en que los jueces encararan esta delica-
da cuestión. La Cámara Federal de Buenos Aires, por ejemplo, actuando co-
rrectamente, había llegado a sustanciar el juicio oral y público en las causas
contra los ex jefes de la Policía Bonaerense, generales Ramón Camps y Pablo
Ricchieri, con condenas de 25 años de cárcel, además de condenar también
al ex comisario Migud Etchecolatz a 23 años de prisión.
El proyecto del Poder Ejecutivo propuso una norma interpretativa del
artículo 511 del Código de Justicia Militar y del artículo 36, inciso 6, del Có-
digo Penal que, tomando en cuenta las especialísimas circunstancias de pre-
sión, propaganda y terror en las que fueron cometidos los hechos, creaba
una presunción revocable de error sobre la legitimidad de las órdenes
impartidas para quienes se hubieran atenido a ellas sin capacidad decisoria.
El Senado, a propuesta del senador Elías Sapag, modificó sustancialmente
la iniciativa del Poder Ejecutivo e introdujo una excepción expresa para los
actos atroces y aberrante s, con lo que se abrió una puerta para una incri-
minación que no tenía límites definidos. Esta evolución de los hechos, más
las campañas de acción psicológica siempre activas, incrementaron el clima
de grave intranquilidad en los cuadros de las Fuerzas Armadas. Cada uno de
sus hombres comenzó a sentirse amenazado. El tiempo se prolongaba y la
Justicia no se expedía. Por otro lado, había disparidad de criterios entre los
juzgados respecto de cómo establecer los grados de responsabilidad y abor-
dar cada causa.
Esto nos impulsó a promover una ley para poner un límite en el tiempo
a los procesos y hacer efectivo así el objetivo inicial de la rapidez. Estableci-
mos que luego de un plazo prudencial se produciría la caducidad de la ins-
tancia, ya que los jueces avanzaban lentamente en los juicios, y ya habían
transcurrido nada menos que tres años desde el comienzo del gobierno. Ne-
cesitábamos apurar los procesos y culminar de una vez con una situación que
precarizaba la estabilidad democrática.
La Ley de Caducidad de la Acción Penal (23.492), malllamatla "de punto
final", fue sancionada el 23 de diciembre de 1986. Pero sus efectos en su apli-
cación judicial fueron inversos a los buscados. La ley, paradójicamente, actuó
con un efecto boomerang. La oposición lanzó campañas y movilizaciones, y la
Justicia comenzó a actuar con una hiperactividad en los procedimientos des-
conocida hasta ese momento. Se multiplicaron las citaciones y los procesa-
mientas de militares, que debían presentarse en multitud de juzgados. Nues-
tro propósito, dirigido a centralizar los juicios en los principales responsables,
se vio superado a tal extremo que todos los militares se sintieron juzgados.
A partir del criterio de los niveles de responsabilidad habíamos estimado
que serían alrededor de un centenar los oficiales que quedarían sujetos a pro-
ceso judicial. Estas previsiones fueron desbordadas totalmente, lo que con-
tribuyó a agravar el clima militar, que fue aprovechado por sectores funda-
mentalistas y autoritarios para producir los amotinamientos de Semana
Santa. Creo que es importante señalar que el delicado tema de la cuestión mi-
litar se enmarcaba en un clima social tenso y complejo: en los casi seis años
de mi gestión se produjeron más de tres mil paros y 13 huelgas generales.
Desde junio de 1985 a mayo de 1986 hubo 411 paros, cifra única en el
mundo a pesar de que el nivel de desocupación era del seis por ciento, ínfimo
en comparación con el dieciocho por ciento alcanzado en la gestión que me
sucedió y el más del veinte por ciento al que trepó lastimosamente luego. Si-
multáneamente, se me acusaba de disparatados planes: entregar armas largas
a militantes radicales, organizar campamentos para instrucción militar, entre
otros. En el plenario de la Confederación General del Trabajo (CGT) realiza-
do en Paraná en septiembre de 1986 fui acusado de ser "una continuidad de
la dictadura, que no sabe ejercer la democracia". "Estamos en estado de gue- ,~
rra", dijo en esa oportunidad un destacado dirigente sindical.
El tiempo jugó en nuestra contra y mi gobierno quedó en el centro de un
cruce de intereses corporativos y de especulación política. En la primera eta-
pa, la justicia militar no había comprendido la verdadera naturaleza de su in-
tervención y había ocasionado una demora injustificada de la solución. Cuan-
do la situación derivó al ámbito de la justicia civil, la morosidad primero y la
hiperactividad después produjeron una situación insostenible.
Fue entonces cuando intervinimos a través de directivas impartidas a los
fiscales y de proyectos legislativos tendientes a reorientar la acción de los jue-
ces. Vale la pena recordar una vez más que esto transcurría en medio de su-
cesivas campañas que denunciaban, por un lado, mi presunta claudicación
ante presiones militares y, por el otro, mi supuesto empeño en destruir a las
Fuerzas Armadas. Mientras tanto, en los primeros meses de 1987, la Cáma-
ra Federal de San Martín condenaba a Mario Firmenich, que había sido ex-
traditado de Brasil, a 30 años de prisión, y el mismísimo José López Rega era
traído a la Argentina para responder por los crímenes de la Triple A.
Una mirada retrospectiva coloca inevitablemente bajo la lupa a los distin-
tos actores que tenían por entonces una responsabilidad histórica que, tal
vez, los excedía. Creo que así como tuvimos jueces valerosos hubo otros que
no siempre estuvieron a la altura de las circunstancias que demandaba una
transición democrática, con sus riesgos y dificultades. El conflicto originado
en la proliferación de juicios a miembros de las Fuerzas Armadas como con-
secuencia de la diversidad de los criterios aplicados entorpeció la posibilidad
de encarar las profundas reformas necesarias y conspiró contra la paz y la
unidad que requería la transformación institucional.
Los mecanismos de la ya reformada justicia militar y de un Poder Judicial
desacostumbrado a una actuación independiente como pilar del sistema re-
publicano no permitieron una rápida solución al problema. Las Cámaras Fe-
derales habían sido bastante dubitativas respecto de la posibilidad de hacer-
se cargo de los juicios. Esto se agudizaba en algunas ciudades del interior del
país, debido a que las presiones militares eran más notorias. En Córdoba, la
Cámara que tenía que tratar el caso del general Menéndez y del campo clan-
destino La Perla fue una de las más renuentes. Esta situación prolongaba un
clima de intranquilidad e incertidumbre. Si el procesamiento había tardado
más de tres años en concretarse, era de esperar que las condenas o absolu-
ciones llevarían por lo menos otro tanto. Además, el número de los procesa-
mientos no se ajustaba a lo que podía esperarse de la aplicación del esquema
de los tres niveles de responsabilidad, lo que generaba situaciones cada vez
más difíciles en el seno de las Fuerzas Armadas.
Tales situaciones eran, desde luego, frecuente materia de análisis en mis
conversaciones con el ministro de Defensa, Horacio Jaunarena, con los jefes
de Estado Mayor de las tres fuerzas, absolutamente leales a las instituciones,
y, ocasionalmente, con otros oficiales superiores. A través de estas conversa-
ciones, yo recibía información sobre lo que ocurría en el ámbito interno de
la institución militar, y los mandos eran informados a su vez acerca de los pa-
sos que estaba dando o por dar el gobierno en relación con las cuestiones
que preocupaban a la oficialidad.
El gran problema radicaba en que, a través de estas conversaciones, los
mandos militares tomaban conocimiento de proyectos y expectativas gu-
bernamentales que luego resultaban totalmente contradictorios con lo que
determinaban los jueces. Decidíamos una medida, informábamos a los
mandos, y luego la Justicia tras tocaba la decisión, creando así situaciones
confusas.
Un ejemplo preciso en este sentido es lo que ocurrió con la ley de punto
final. Antes de que ésta se sancionara, yo había informado a los jefes de Es-
tado Mayor sobre la existencia del proyecto. Les había manifestado que la ini-
ciativa respondía al propósito de aplicar el esquema de los tres niveles de res-
ponsabilidad y les había comunicado finalmente la apreciación de que, como
resultado, los procesamientos quedarían previsiblemente limitados al cente-
nar originalmente estimado. Toda esta información, por supuesto, fue re-
transmitida luego por los jefes de Estado Mayor a los mandos inferiores de
sus respectivas fuerzas.
Los desajustes que se produjeron después entre las expectativas que esta
información generaba y el curso concreto de la acción judicial socavaron la
credibilidad de los jefes ante sus subordinados, en un proceso de corrosión
que deterioraba particularmente la situación del entonces titular del Ejército,
general Héctor Ríos Ereñú, cuya arma era la más afectada por los juicios y,'
en consecuencia, la más expuesta a manifestaciones de intranquilidad interna.

El amotinamiento de Semana Santa

A mediados de marzo de 1987 llegué a la conclusión de que urgía adoptar
una medida de fondo, pues a esta altura era claro que la Justicia no iba a ac-
tuar en un plazo que no expusiera a un grave riesgo la ya resquebrajada ca-
dena de mandos de las Fuerzas Armadas, con las previsibles consecuencias
para el sistema constitucional.
En un discurso que pronuncié en la localidad cordobesa de Las Perdices
adelanté mi decisión. Reiteré allí el esquema de los tres niveles de responsa-
bilidad y dije que, para asegurar su aplicación, haría uso de todas las faculta-
des constitucionales inherentes a mi cargo.
Pedí entonces que se me prepararan dos opciones posibles para asegurar
la contención de los procedimientos dentro de los límites que emanaban del
esquema de los tres niveles.
Comenzamos a trabajar sobre un proyecto de disponibilidad de la ac-
ción penal que preveía la renuncia del Ministerio Público al ejercicio de la
acción en los casos comparativamente menos graves, fuera por complejida-
des en la prueba o por la incidencia del artículo 514 del Código de Justicia
Militar, consagratorio del principio de que es responsable el superior del
que emana la orden.
Elaboramos, también, un proyecto de ley que, aplicando el principio de
la obediencia debida, disponía la no punibilidad de todos los oficiales de ran-
gos inferiores hasta el de teniente coronel. A principios de abril de 1987,
ambas propuestas ya estaban elaboradas y sólo restaba optar por una de
ellas. La primera presentaba varias aristas legales difíciles de compatibilizar
en lo inmediato con nuestros hábitos jurídico-penales y, en consecuencia, me
decidí por la segunda, que habría de ser promulgada en mayo tras un acele-
rado trámite parlamentario. Es la que pasó a conocerse como ley "de obe-
diencia debida".
Esta ley era claramente distinguible de la amnistía o el indulto, por cuan-
to no consagraba el olvido sino que distinguía entre quienes tenían autono-
mía decisoria y quienes estaban subordinados a un sistema que exigía el aca-
tamiento de las directivas superiores. Lo sustancial de toda esta historia es que
ninguna medida, absolutamente ninguna medida adoptada por mi gobierno
durante la crisis que se desataría en las Pascuas de aquel año, o después de di-
cho episodio, respondió al propósito de satisfacer exigencias de militares
amotinados o generales renuentes. Ninguna de ellas fue negociada o pactada
con los insubordinados ni con los jefes de Estado Mayor, los que, por otra
parte, debieron moverse en un más que espinoso terreno, siempre acatando
la subordinación al poder civil y leales a las instituciones de la Nación.
El proyecto de ley sobre la aplicación de la obediencia debida ya estaba
preparado, con una primera redacción y listo para ser enviado al Congreso
antes de que estallara la crisis militar de Semana Santa. Si yo lo retiraba por
la sola razón de que coincidía casualmente con una demanda de los insubor-
dinados, también hubiera sido irresponsable en medio del clima que estába-
mos viviendo. Tengo presente que le expresé a mis colaboradores mi fasti-
dio ante la posibilidad de que, después del alzamiento, ese proyecto de legis-
lación se interpretara como producto de la presión.
Pero, ¿existía otra alternativa? Por un lado había un alzamiento militar
-porque objetivamente de eso se trató-, y por el otro, un Ejército que era en
parte renuente a reprimir. Además, algunos sectores de la prensa pedían que
cesaran los juicios. Al respecto deseo aclarar que yo le había pedido a Ríos
Ereñú que, en lo posible, evitara 'derramamiento de sangre. Los desenlaces
de esta situación, en el caso de que no lograra resolver la cuestión, incluían
una pueblada que podía desatar acciones sangrientas y un colapso de la au-
toridad constitucional, en un difícil marco de reiterados anuncios de bombas
colocadas en las escuelas y rumores de cualquier especie.
Ante una encrucijada de esta naturaleza, la mejor opción era proteger la
vida de los ciudadanos, evitar la sangre, evitar los enfrentamientos. En defi-
nitiva, hablar de derechos humanos es precisamente actuar responsablemen-
te de cara al futuro. Eso es lo que hice, con total conocimiento de que la san-
ción de la ley acarreaba grandes costos políticos que cualquier gobierno
hubiera deseado evitar. Esto nos demuestra que la solución adoptada por los
poderes del Estado (ya que la ley fue promovida por el Ejecutivo, sanciona-
da por el Congreso y convalidada por el Poder Judicial al no declarar su in-
constitucionalidad) era la única que permitía consolidar la democracia y man-
tener a sus instituciones protegidas de los ataques de ciertos sectores de las
Fuerzas Armadas, con apoyatura civil como de costumbre, cuyo único obje-
tivo era desestabilizar el sistema que con tanto sufrimiento había logrado al-
canzar nuestro país.
Recordemos versiones y pronunciamientos increíbles, aparecidos en me-
dios de difusión en aquel entonces:
El gobierno radical es una continuidad de la dictadura. (Declaración hecha
durante el Plenario de la CGT, diario Clarín, 1 de octubre de 1986.)
El ser nacional sufre hoy el embate de un enemigo poderoso. Ese enemigo
se llama Raúl Alfonsín y la Coordinadora. Él y sus "herederos" tienen co-
mo una de sus metas principales la destrucción de las Fuerzas Armadas san-
martinianas. (Fragmento de la columna que el detenido Ramón Camps pu-
blicaba semanalmente en el diario La Prensa, 4 de julio de 1987.)
[Las Fuerzas Armadas] lucharon, sufrieron y murieron en defensa de la so-
beranía y de la libertad de su patria para oponerse a una agresión extranje-
ra. (Fragmento de la declaración del Consejo Supremo de las Fuerzas Arma-
das en reclamo porque la Cámara Federal de Córdoba tomó a su cargo la
causa Conadep-La Perla, La Nación, 12 de marzo de 1987.)
En el ámbito castrense existe preocupación por la difusión dada en los últi-
mos días a un fragmento del discurso que un mayor de apellido Durán pro-
nunció en la ciudad de Salta, y en el que amenazó con "pasar a degüello a
los traidores y tránsfugas". (El Informador Público, 19 de junio de 1987.)
La dirigencia alfonsinista es la continuación del anarco-estudiantado, del fu-
bismo reformista y destructor carente de proyectos, iluminados por lo fran-
cés, hijos ideológicos del maridaje marxista y del socialismo europeo.
(Fragmento de un escrito atribuido a oficiales intermedios del ejército, El
Informador Público, 1987.)
Contraofensiva alfonsinista: formaría una fuerza militar propia y procuraría la
detención y el confinamiento de 300 civiles. (Título de tapa de El Informador
Público, 29 de mayo de 1987.)
[para el entrenamiento de milicias armadas], según fuentes radicales, funcio-
nan incluso varios campamentos ad hoc en diversos puntos del país. (Nota
de tapa en El Informador Público, 22 de mayo de 1987.)
De AIfonsín puede decirse que aparece [...] en esa guerrilla periférica o pa-
ralela: gestos de "solidaridad", discursos fúnebres y, sobre todo, una jamás
desmentida actividad de abonado defensor de los "combatientes".
(Fragmento de la columna que el detenido Ramón Camps publicaba en La
Prensa, 20 de Junio de 1987.)
[. ..] acerca de la puesta en marcha, por parte del gobierno, de un silencioso
operativo destinado a entrenar fuerzas especiales de choque que desarrolla-
rían sus prácticas de combate con el armamento y la modalidad operativa de
los grupos comando. (El Informador Publico, 1987.)
El gobierno dice: "No hay hipótesis de conflicto". Pero estamos en guerra.
Esto es una incongruencia completa [...]. Brasil está fortificando y moder-
nizando sus efectivos. Los desplazamientos que hacen no son hacia Vene-
zuela o Colombia, o Bolivia o Paraguay, sino a la Argentina. (Entrevista de
Daniel Lupa a tenientes primeros del Ejército, La Prensa, junio de 1987.)
[La Policía Federal] es represiva y peor de lo que puede hacer Pinochet. (De-
claraciones de Saúl Ubaldini a la revista Gente, 15 de septiembre de 1988.)

La crisis militar de abril de 1987 se prolongó entre el atardecer del miércoles
15 y el domingo 19. La ley de obediencia debida ya estaba lista en la prime-
ra quincena de abril para ser enviada al Congreso. Muchas veces me han pre-
guntado por qué se produjo la insubordinación militar si ya estaba lista co-
mo proyecto. ¿Acaso no habíamos informado a los militares acerca de su
existencia?
Efectivamente, no todos los militares estaban al tanto de las medidas que
pensábamos aplicar. Creo que esto ayuda a explicar la paradójica situación
que se produjo. Yo, por supuesto, había informado al general Ríos Ereñú so-
bre la existencia y la naturaleza de este proyecto. Él, a su vez, transmitió la
información a los altos mandos de su fuerza, con pedido de reserva. Cuan-
do estalló la crisis, la información permanecía recluida en el ámbito cerrado
del Estado Mayor General y los jefes de cuerpo, sin haber trascendido hacia
el nivel de los mandos intermedios, qQe fue precisamente la franja donde se
produjo el problema.
Desde algún tiempo antes, Jaunarena y yo teníamos una idea bastante pre-
cisa del modo más probable en que la crisis podía estallar. El problema, se-
gún preveíamos, iba a producirse cuando algún oficial citado por la Justicia
se negara a concurrir y buscase refugio en una unidad o dependencia militar.
Cuando los hechos efectivamente se produjeron, se ajustaron bastante a la
hipótesis que nos habíamos planteado, aunque las circunstancias resultaron
ser las menos previsibles. El miércoles de Semana Santa le pregunté a Jauna-
rena si teníamos un panorama despejado que me permitiera pasar unos días
de descanso en Chascomús. Luego de consultar con Ríos Ereñú, el ministro
de Defensa me contestó que, si bien el cuadro general no era claro, una sus-
pensión del viaje podía dar mayor importancia que la pertinente a una situa-
ción considerada controlable.
Sin embargo, el 14 de abril de 1987, el mayor Ernesto Barreiro, citado pa-
ra responder a acusaciones de tortura, comunicó a su superior, el general Pé-
rez Dorrego, que se presentaría con su abogado defensor ante el juez fede-
ral de la ciudad de Córdoba. Una vez instalado en dependencias del III
Cuerpo del Ejército, comunicó su decisión de no presentarse ante la Justicia
al general Pichera y posteriormente pidió apoyo al teniente coronel Luis Polo
y se refugió en la unidad de la cual aquél era jefe, el Regimiento 14 de Infan-
tería Autotransportada.
El general Sánchez le ordenó al comandante del!!! Cuerpo que resolvie-
ra la situación. Según se me informó, Polo le expresó que "protegería al ca-
marada" que le había pedido ayuda y que no permitiría que se lo sacara de su
cuartel. Ambos fueron declarados en rebeldía y dados de baja. La noticia
trascendió rápidamente a los diarios, que recibieron comunicaciones de todo
el país apoyando a Barreiro.
Pese a que la información disponible no disipaba mis dudas, decidí seguir
la sugerencia y partí rumbo a Chascomús. El secretario general de la Presiden-
cia, Carlos Becerra, me despertó telefónicamente desde Buenos Aires a las
tres o cuatro de la mañana para informarme acerca de la situación, y poco des-
pués partí de regreso a la Capital a bordo de un helicóptero despachado por
el coronel Yago de Grazia, jefe de la Seguridad Presidencial. En la Casa Ro-
sada, entretanto, todos los oficiales de las tres armas que desempeñaban fun-
ciones en la sede presidencial se habían reunido para preparar un informe so-
bre la situación. Integraban el grupo: el jefe de la Casa Militar, brigadier
Héctor Panzardi; mi asesor militar permanente, coronel José María Tisi Baña;
mis tres edecanes -teniente coronel Julio Hang, capitán de fragata Norberto
Varela y comodoro Jorge Baravalle-, y el ya mencionado coronel De Grazia.
Cuando llegué a la Casa de Gobierno la encontré llena de funcionarios,
legisladores, dirigentes políticos del radicalismo y de la oposición, colabo-
radores y amigos. Una de las primeras cosas que hice fue recoger informa-
ción, y se me definió la situación como un hecho disciplinario circunscrip-
to al Ejército.
El panorama que teníamos al mediodía, no del todo claro aún, indicaba
que la crisis parecía enteramente focalizada en Córdoba, mostraba a la Ar-
mada y a la Fuerza Aérea en una actitud de prescindencia y ofrecía indicios
de que el clima general imperante en las Fuerzas Armadas era el de evitar
enfrentamientos entre militares. Almorcé también ese día con los oficiales
destinados en la Casa de Gobierno, quienes estaban de acuerdo en que el pa-
no rama era grave. Me ofrecieron referencias acerca de Barreiro, a quien des-
cribieron como una figura que no presentaba las características de un líder.
Advirtieron, sin embargo, que este oficial estaba agitando en ese momento

una bandera que reflejaba el sentir general de la institución y que por ello po-
día cosechar muestras de simpatía, aunque ésta pudiera no incluir aproba-
ción de los procedimientos empleados.
También me expresaron que esta situación materializaba una hipótesis ya
analizada, que podría haberse dado en la Armada y cuya repercusión era di-
fícil de mensurar. Mientras todo esto ocurría, y sin que aún lo advirtiéramos,
surgió otra vertiente de la crisis. Por la mañana de ese día jueves, el teniente
coronel Aldo Rico abandonó su regimiento en San Javier, Misiones, para
trasladarse en avión al Aeroparque de la Capital Federal. Al mediodía ya es-
taba en Campo de Mayo tomando bajo su control la Escuela de Infantería.
Un nuevo foco de insubordinación había aparecido.
Consideré entonces que estaba en juego la estabilidad institucional y re-
solví convocar de inmediato a la Asamblea Legislativa: no cederíamos ante
semejante provocación.
Sin embargo, cuando a las cinco de la tarde del jueves me dirigí al Con-
greso para pronunciar aquel discurso en el que anuncié mi propósito de no
negociar con los insubordinados, teníamos una noción muy imprecisa de lo
que estaba pasando en Campo de Mayo. Desconocíamos su verdadera im-
portancia. Todavía estábamos convencidos de que la crisis seguía centraliza-
da fundamentalmente en Córdoba y que, una vez resuelto el problema allí, se
resolvería en todas partes.
En el caso de Barreiro, había de por medio un juez, una citación, ligamen-
tos con el mundo civil que sirvieron para que la información circulara con
mayor rapidez. La operación de Rico, en cambio, se desarrolló en la intimi-
dad de Campo de Mayo y tardó más tiempo en trascender a otros ámbitos.
Mi discurso ante la Asamblea tuvo un marco reconfortante, no sólo por la
confluencia que se produjo entre los más variados grupos políticos y socia-
les, sino también por la magnitud de la concentración popular que cubría la
plaza y sus adyacencias. Si en aquellas horas me inquietaba algún margen de
duda acerca de cuál habría de ser la actitud final del Ejército ante el cuadro
de insubordinación que afrontábamos, aquel edificio del Congreso y aquella
plaza me dieron la certeza de que mi gobierno habría de contar con un ma-
sivo apoyo popular para hacer frente a la crisis.
Esas horas también me depararon experiencias bastante risueñas vistas en
la perspectiva de la anécdota. Llegué al Congreso acompañado por el vocero
presidencial, José Ignacio López, y por Hang, además del personal de custo-
dia. Nuestro ingreso a la sede parlamentaria coincidió con el de Saúl Ubaldini
y un nutrido grupo sindical, en actitud solidaria. Esto determinó que mi tra-
yecto dentro del edificio hasta el recinto de la Cámara baja tuviera un marco
de confusión, hacinamiento, forcejeo y tensión. En medio de ese tumulto, los
miembros de la custodia presidencial cerraron filas a mi alrededor, desplega-
ron mayor energía para abrirme paso hacia la Cámara y, no bien ingresamos al
recinto, hicieron cerrar la puerta. Afuera quedaron José Ignacio López y mi
edecán militar. Yo recién me di cuenta de que éstos no estaban presentes cuan- .
do me dispuse a leer mi mensaje y no encontré a mis dos acompañantes, que)
llevaban el texto. Por fortuna, ambos lograron abrirse camino con gran esfuer-
zo y pudieron entregarme las cuartillas a tiempo.
Ya en la noche del jueves tuvimos información más precisa sobre la gra-
vedad de lo que estaba ocurriendo en Campo de Mayo. Conversé con Ríos
Ereñú, que evidentemente tenía problemas en la conducción, por lo que re-
solví convocar a los mandos del Ejército para la mañana siguiente. Con an-
terioridad, Ríos Ereñú me hizo presente su decisión irrevocable d~ pedir su
pase a situación de retiro no bien se superara la crisis. Perdíamos de esa ma-
nera a un excelente jefe militar, consustanciado con la democracia. Y, para-
dójicamente, el Ejército perdía a su más inteligente defensor. Algo me había
anticipado: él había dado instrucciones a los jefes de unidades para que
acompañaran a sus subordinados a las respectivas citaciones judiciales y se
sentía desilusionado.
Entretanto, traté de obtener información sobre Rico. ¿Qué clase de per-
sona era? ¿Qué ideas tenía? Los datos que recogí lo definían como un hom-
bre muy distinto de Barreiro. Me fue descrito como un líder de las tropas de
comando, ex combatiente en la guerra de las Malvinas. Su ideología fue ca-
racterizada como de orientación nacionalista.
Evidentemente, no estábamos ante un caso como el de Córdoba. Y; cu-
riosamente, mientras en la noche del jueves tomábamos conciencia de la gra-
vedad del brote surgido en Campo de Mayo, nos llegaron las primeras noti-
cias de que la situación en Córdoba parecía evolucionar hacia un desenlace
favorable. Una serie de gestiones oficiosas -en las que participaron jefes del
: Ejército y la Fuerza Aérea, autoridades eclesiásticas y el titular de la Secreta-
ría de Inteligencia del Estado (SIDE), Facundo Suárez- dieron sus frutos y el
mayor Barreiro abandonó la unidad en la que se refugiaba. Aunque esto pa-
recía ser alentador, los sucesos de Campo de Mayo nos preocupaban grave-
mente. Algunos estimaban que había una relación entre estos hechos y los de
Córdoba, lo que llevaba a presumir que la actitud de Barreiro abría el cami-
no hacia una solución definitiva. Otros asignaban al episodio de Campo de
Mayo un contenido político-militar distinto, que amenazaba directamente a
la autoridad gubernamental y cuya peligrosidad era muy superior.
Aun cuando los hechos fueron presentados como internos del Ejército y
no se hizo explícita referencia al gobierno ni a las restantes instituciones, re-
sultó evidente que la crisis desencadenaba un problema político y que, al cau-
sar conmoción en la opinión pública, desbordaba largamente el marco insti-
rocional invocado. Con estas preocupaciones me retiré a dormir en la Casa
de Gobierno. Fue la primera vez que lo hacía allí desde mi asunción como
Presidente. A la mañana siguiente, la situación se agravó porque hubo un ma-
yor número de amotinados en la Escuela de Infantería y algunas noticias
acerca de sus contactos políticos. Decidí realizar la prevista reunión con los
mandos del Ejército.
En un primer momento consideré la posibilidad de hacer me acompañar
por todo el gabinete para recibir a los jefes militares. No estaba seguro de que
el lenguaje de los oficiales no fuera a reflejar el clima imperante en algunos
sectores de los cuadros intermedios. Pensé que una reunión organizada de
esa manera podía tener un efecto más disuasivo.
Finalmente, después de conversar con algunos asesores dejé de lado la
idea. La reunión se celebró en mi despacho, y en su transcurso, los coman-
dantes de cuerpo y el director de Institutos Militares expusieron un informe
sobre la situación existente en sus respectivas áreas. Luego de escucharlos,
los invité a trasladarse a la Sala de Situación para que elaboraran un plan de
acción que pusiera fin a la crisis y les dije que me haría presente noventa mi-
nutos más tarde para escuchar sus proposiciones.
Aproximadamente una hora después me hicieron saber que ya estaban en
condiciones de reanudar su encuentro conmigo. Reunido nuevamente con
ellos, tomé conocimiento del esquema operacional que habían elaborado: los
efectivos del Cuerpo de Ejército 11, con asiento en Rosario, bajo las órdenes
del general Ernesto Alais, se desplazarían hacia la provincia de Buenos Aires,
mientras que los del Cuerpo de Ejército IV, de La Pampa, bajo las órdenes
del general Juan Carlos Medrano Caro, se dirigirían hacia Córdoba. Los de-
talles se acordarían sobre la base de esta decisión. Concluida la reunión, Rios
Ereñú formuló a los periodistas una enérgica y muy buena declaración de
apoyo al orden institucional. Alais, por su parte, ya había ordenado a los efec-
tivos de su cuerpo que marcharan rumbo a la Capital Federal, siguiendo ins-
trucciones del jefe del Estado Mayor.
Yo estaba inquieto en cuanto a la instrumentación de este plan. Un motivo
de temor era la posibilidad de que todas las unidades con asiento en Córdoba
se unieran para resistir un eventual avance de las tropas del Cuerpo IV. Se me
dijo que esto era poco probable, por cuanto las unidades estacionadas en
Córdoba, al ser sondeadas sobre su disponibilidad para actuar contra el amo-
tinado Regimiento 14, habían dado a entender que no lo atacarían pero que
tampoco lo defenderían.
Otro motivo de preocupación, bastante más serio, era la posibilidad de
que el traslado de tropas del Cuerpo II a la provincia de Buenos Aires sólo
sirviera para agrandar el motín. Temía lo que en mis anteriores conversacio-
nes con Rios Ereñú llamábamos un "golpe de Estado técnico". Rios Ereñú
denominaba así a una acción que apuntara a lesionar por etapas la autoridad
del Poder Ejecutivo, hasta llegar al colapso. Me había dicho que, por el pro-
blema de los juicios, la operación podía iniciarse con un ataque que tuviera
por blanco al propio jefe del Estado Mayor General del Ejército, para pro-
vocar su relevo, y que luego vendrían otras acciones.
También tenía presente que una negativa generalizada a reprimir una in-
subordinación militar podia provocar el derrumbe de la autoridad civil. Cuan-
do acepté las proposiciones para la recuperación de las unidades, expresé que
las acciones deberían iniciarse el domingo 19, a las 10.00 horas. Además, acla-
ré que seguiría actuando en todo lo posible con la intención de evitar el de-
rramamiento de sangre. La orden fue impartida el viernes a la tarde. La pren-
sa ignoraba el detalle de la hora de iniciación del ataque y por eso atribuyó
lentitud al desplazamiento del general Alais.
El domingo 19, a las 7.00, el Cuerpo de Ejército Il se encontraba en
Campo de Mayo para cumplir con la orden. El ministro Jaunarena, a las 8.00,
ordenó a Ríos Ereñú retirar las fuerzas de Campo de Mayo, orden que fue
cumplida. Ríos Ereñú indicó a Alais que permaneciera en Los Polvorines
hasta nueva orden.
Por un lado, tenía dificultades y, por el otro, como dije, yo había pedido a
Ríos Ereñú que en lo posible evitara el derramamiento de sangre. Todo esto
ocurrió en medio de versiones que atribuían al gobierno el propósito de usar
a la Policía Federal y a la Gendarmería Nacional para reprimir en Campo de
Mayo. Naturalmente, carecían de fundamento, ya que dichas fuerzas de segu-
ridad fueron movilizadas, pero para custodiar los medios de comunicación.
Simultáneamente, en la Escuela de Infantería, Rico se reunía con políti-
cos y personalidades de diferentes sectores que iban a Campo de Mayo con
la intención de mediar, y algunos, seguramente, especulando o buscando ré-
ditos políticos.
Al caer la noche del sábado, mantuve una reunión con Jaunarena y el je-
fe de la Fuerza Aérea, brigadier Ernesto Crespo, para analizar el resultado de
las gestiones mediadoras. Las demandas de los amotinados eran inaceptables.
Además de expresar su disconformidad con los juicios, pedían que se retro-
trajera la situación al miércoles anterior y que Ríos Ereñú fuera reemplazado
en la jefatura del Estado Mayor por un general seleccionado entre cinco pro-
puestos por los propios insubordinados.
Eran exigencias que constituían una agresión directa a la autoridad del co-
mandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Implicaban, de hecho, que debía-
mos tolerar, sin sanción alguna, las rebeldías y desobediencias. Esa noche,
Crespo me manifestó que la Fuerza Aérea estaba plenamente comprometida
con el orden constitucional y agregó que tanto él como su fuerza me apoya-
ban y combatirían, de ser necesario, si alguien intentaba quebrar el orden ins-
titucional. Recuerdo sus palabras: "En mi familia nunca ha habido traidores".
Su posición podía parecer contradictoria, pero en realidad tanto la Fuer-
za Aérea como la Armada sostenían hasta ese momento una actitud de pres-
cindencia, basada en la presunción de que la situación creada era una cues-
tión interna del Ejército. Por lo tanto, resultaba impensable una intervención
represiva de la Fuerza Aérea. Sólo abandonaría su actitud de prescindencia si
la situación que tenía a la vista llegaba a ser la de un claro ataque al orden ins-
titucional del país.
Ese gesto fue para mí una nota de aliento en medio de una jornada que,
como la de ese Sábado de Gloria, había sido de una tensión intolerable. Te-
nía entendido que en el mismo sentido se había expresado el almirante Aro-
sa en una conversación telefónica con Ríos Ereñú. Había indicios de que no
era infundado el temor de que algunos efectivos pudieran engrosar el motín.
También había fracasado un intento de desplazar hacia Córdoba tropas del
Cuerpo de Ejército IV y, para completar el cuadro, un encuentro entre Rico
y Ríos Ereñú -quien había hecho comparecer en su despacho al oficial insu-
bordinado- culminó sin que se hubiera logrado el menor avance hacia una
solución del problema.
Esa noche, Ríos Ereñú presidió una reunión con numerosos jefes de uni-
dad, en la que los exhortó a reflexionar sobre la situación y sus consecuen-
cias, pero nada de esto sirvió para revertir el deterioro de la situación en el
Ejército ni el de la figura de su jefe de Estado Mayor. A pesar de ello, en la
noche del sábado la tensión decreció un poco. En esas horas tuve algunas
reuniones, una de ellas con el intendente de San Isidro. Algunos colabora-
dores pidieron a la muchedumbre reunida en la Plaza de Mayo que abando-
nara el lugar y regresara al día siguiente para enmarcar la firma de un docu-
mento de reafirmación democrática por parte de todas las fuerzas políticas.
El jefe de la Fuerza Aérea, al concluir la reunión conmigo, formuló declara-
ciones en las que hacía notar la posibilidad de una solución. A través dd
teniente coronel retirado Vila Melo, oficiales de la Fuerza Aérea y el obispo
castrense monseñor Manuel Medina continuaron con las gestiones mediado-
ras sobre la base de las ideas que intercambiáramos previamente.
En la madrugada del domingo tuvimos noticias concretas del progreso
alcanzado en las conversaciones. Se me informó que Rico aceptaba una so-
lución sobre la base del respeto a las instituciones de la Nación y el encua-
dramiento de los sucesos de esa Semana Santa en la justicia militar. Insistía
en el relevo de Ríos Ereñú y pedía una solución política al problema de los
juicios. En otros términos, Rico y sus seguidores renunciaban a sus reivindi-
caciones centrales de pocas horas antes.
El retiro de Ríos Ereñú ya estaba en curso (y los insubordinados habían
renunciado a la exigencia de intervenir en la designación de su sucesor). La re-
clamada "solución política" al problema de los juicios era una fórmula tan
amplia que podía dar cabida al nuevo proyecto de ley que mi gobierno había
decidido enviar al Congreso para asegurar la aplicación de los tres niveles de
responsabilidad.
Todo parecía indicar que estaban dadas las condiciones para que Rico y
sus seguidores depusieran la actitud que habían adoptado. En medio de este
nuevo cuadro, yo estaba seguro de que una segunda visita de Jaunarena a la
Escuela de Infantería aportaría sin dificultades la solución final al problema.
Alrededor de las 8.30 del domingo hice comunicar a la guarnición de Cam-
po de Mayo que sobre esas bases se iba a conversar durante el día.
Esa mañana, la Casa de Gobierno volvió a llenarse de gente. Llegaron los
dirigentes políticos, radicales y opositores, que iban a suscribir el documen-
to de reafirmación de la democracia. El respaldo brindado por quienes lide-
raban la renovación peronista era, para mí, un hecho político de gran signi-
ficación histórica. Hacia el mediodía, ya había también bastante gente en la
plaza. Jaunarena, a quien yo había ordenado horas antes que mantuviera una
entrevista final con los insubordinados, partió en helicóptero alrededor de las
11.00 rumbo a Campo de Mayo. Yo tenía la seguridad de que a las 12.30 es-
taría en condiciones de salir al balcón de la Casa Rosada para anunciar la fi-
nalización de la crisis.
Al mediodía, mi edecán Hang se comunicó telefónicamente con Campo
de Mayo y lo atendió el ayudante de Jaunarena, quien le dijo que las cosas no
andaban demasiado bien. Señaló que había "mal ambiente" y que la conver-
sación se prolongaba mucho.
La reunión se estaba desarrollando en el despacho del general Naldo Dasso,
director de Institutos Militares. Rico, según me contó más tarde Jaunarena, llegó
al lugar acompañado por su segundo, el teniente coronel Enrique Venturino, y
otros treinta hombres armados. Este solo hecho bastaba para demostrar que la
actitud de Rico y sus seguidores ya era distinta de la que se había exteriorizado
horas antes en la reunión con monseñor Medina.
También estaba presente el general Augusto Vidal, segundo de Dasso y
hombre bien visto hasta entonces en el nivel de los cuadros medios. Su nom-
bre figuraba incluso en la lista de cinco oficiales propuesta por los insubor-
dinados para el reemplazo de Ríos Ereñú. Resultaba sorprendente que Rico,
en la reunión de la mañana con Jaunarena y Vidal, hubiera dado a entender
que este último lo había traicionado, hecho que indujo al general a retirarse
inmediatamente del lugar. Los comportamientos extraños de Rico ese día se
completaron con un nuevo endurecimiento de sus demandas, que práctica-
mente volvieron a ser las del vienes 17.
A las 13.30 continuaba la espera en la Casa de Gobierno. Ya había una
Multitud impresionante en la Plaza de Mayo y yo tenía temor de que la gente
empezaba cansarse. A las 13.45 se produjo otro contacto telefónico entre
Campo de Mayo y la Casa Rosada. Esta vez fue Jaunarena el que habló con
Hang. "Todo fracasó", informó el ministro, "están totalmente descontrola-
dos. Quieren que venga el Presidente. Yo les he dicho que no. Que se acaba-
ron las conversaciones. Vuelvo a Buenos Aires". Yo estaba impaciente por
anunciar a la ciudadanía reunida en la Plaza la buena nueva. Cuando vi que
Hang colgaba el auricular, le pregunté "¿Listo?", casi encaminándome ya ha-
cia el balcón, pero la noticia fue muy mala. Recuerdo que exclamé: "jPero es-
ta gente me va a sacar de las casillas!", frase que, a pesar del dramatismo de la
situación, provocó risas a mi alrededor. El dramático relato de Jaunarena, pro-
tagonista de la reunión en Campo de Mayo, es ilustrativo de lo que ocurrió.*
El cuadro que tenía frente a mí en ese momento era estremecedor: por
un lado, un grupo alzado que parecía insensible a cualquier intento de per-
suasión; por el otro, un ejército que no sabía si estaba en condiciones de
producir una acción represiva efectiva.
Mi única fuerza de disuasión, en esa dramática circunstancia, era la de
aquella gigantesca y paciente muchedumbre que cubría la Plaza de Mayo, se
prolongaba por la avenida Rivadavia, Diagonal Norte y Diagonal Sur, junto
con otras muchedumbres que a la misma hora colmaban otras plazas en de-
cenas de ciudades argentinas.
A favor de Rico podía contarse la decisión de usar la fuerza, sin ningún
apego a la ley, y el escaso entusiasmo de reprimirlo por parte de muchos de
sus camaradas de armas. A favor de mi gobierno, la legalidad constitucional
y el apoyo de la gente a la democracia recuperada en 1983.
La prescindencia de la Fuerza Aérea y de la Armada, que como dije an-
tes, veían esta crisis como un problema interno del Ejército, y la simpatía
generalizada de los camaradas del Ejército con la causa "carapintada" me de-
jaron casi sólo con el apoyo de la gente.
Fue entonces cuando pensé en hacer valer el peso de la voluntad popular
manifestada en las plazas de toda la República, y le pregunté al edecán mili-

Véase páginas 265 a 267.


tar que me acompañaba en ese momento cuánto tiempo me llevaría llegar ca-
minando, junto con la gente que estaba reunida en la Plaza de Mayo, hasta la
puerta más cercana de Campo de Mayo. Tenía conciencia de la gravedad que
implicaba utilizar este recurso extremo, movilizar el pueblo para defender la
democracia y la libertad. Hang me contestó que por la distancia que debía-
mos recorrer serían necesarias varias horas, y entonces pregunté sobre la po-
sibilidad de trasladamos en colectivos y camiones. Estaba decidido a defen-
derel sistema, aunque supiera el riesgo enorme que correríamos tanto yo
como la gente que se trasladara hasta Campo de Mayo.
Ante esta pregunta, me enteré un tiempo después, el canciller de enton-
ces, Dante Caputo, hizo que llamaran con urgencia al brigadier Crespo, quien
llegó en menos de cinco minutos, y a quien le contó lo que estaba pasando y
muy especialmente mi intención de recurrir a la movilización popular.
Nunca dudé de la lealtad de muchos de los oficiales que me acompaña-
ron en mi gobierno, y Crespo era uno de ellos. No obstante, él seguía vien-
do el problema como un tema interno del Ejército, por eso es que estoy
convencido de que fue recién al enterarse de mi decisión cuando tomó con-
ciencia de la gravedad de lo que podía pasar.
Finalmente, pedí un vaso de agua, como siempre antes de pronunciar un
discurso, y les dije a Hang y a un par de personas más que saldría al balcón
para anunciar que a las cinco de la tarde me encontraría en la puerta ocho de
Campo de Mayo, es decir, en el acceso más cercano a la Capital Federal. Es-
ta decisión generó a mi alrededor expresiones de alarma y sugerencias de
reconsideración.
En ese momento se me pidió que demorara mi salida al balcón porque
Crespo deseaba hablar conmigo. Cuando llegó me dijo: "Si usted desea ir a
Campo de Mayo, yo lo acompaño, señor Presidente".
"Bueno, usted sabe lo que esto significa, señor brigadier", respondí. Pa-
recía claro que un ofrecimiento como el de Crespo sólo podía interpretarse
como una expresión de apoyo total por parte de su arma. Me interesaba, por
lo menos, darle a entender que mi interpretación era ésa. "Sí, señor", afirmó.
Decidí aceptar y salí al balcón para anunciar al pueblo que me trasladaría
personalmente a Campo de Mayo para reclamar la rendición de los alzados.
Pedí a la gente que me esperara en la Plaza, lo que implícitamente significa-
ba que no marchara hacia Campo de Mayo. Entretanto, mis colaboradores,
legítimamente preocupados, siguieron ideando recursos, incluido el de llamar
a personas que pudieran influir sobre mí, para disuadirme del traslado.
Recibí una llamada de Alais, quien dijo estar en condiciones de reprimir.
"Gracias, general", le respondí, "pero ya lo he decidido". Sin que yo lo su-
piera, habían decidido acompañarme el brigadier Panzardi, mis tres edecanes,
el coronel De Grazia, el jefe de la custodia policial de la Presidencia, comi-
sario Pedregoza, y un fotógrafo de la Casa de Gobierno, además de Crespo,
su ayudante.
Cuando descendimos en el Batallón 601, me esperaba el general Mario
Sánchez, enviado por Ríos Ereñú para acompañar me. Crespo quedó a bor-
do del helicóptero para no dar la sensación de que se inmiscuía en una cues-
tión que, a su entender, debía ser resuelta por el arma en cuyo seno se había
planteado. Con todo, al separarme de él me dijo: "Señor Presidente, nosotros
hemos procurado hasta ahora que el problema lo resolviese el Ejército, pero
si fracasa esta gestión, estamos listos para hacer lo que corresponda".
Nos trasladamos en automóvil a la Dirección de Institutos Militares y allí
permanecí conversando con el general Dasso, quien me sugirió que no con-
curriera a la Escuela de Infantería, como una manera de preservar mi auto-
ridad y seguridad física. Acepté este criterio. El general Vidal, cumpliendo
instrucciones mías, partió poco después rumbo a la Escuela de Infantería pa-
ra buscar a Rico. Ordené a Hang que lo acompañara como un modo de cero
tificar mi presencia en Campo de Mayo. La misión de ambos tuvo sus pro.
blemas, según el relato que me hicieron posteriormente. Llegaron en un Ford
Falcon a la Escuela de Infantería, pero encontraron que ésta tenía la entrada
tapiada con bolsas. Tuvieron que dar un rodeo a pie por la vecina Escuela dc
Ingenieros y cruzar un cerco. Ya del otro lado, fueron conducidos por algu
nos centinelas hasta el lugar donde estaba Rico.
Allí se encontraron con un clima marcial: bandera, formación milita
y gran despliegue de seguridad. De esta manera habían planeado recibir
me. Rico dio muestras de frustración y desconfianza al enterarse de qu,
el encuentro habría de celebrarse en otra parte. Expresó dudas sobre la
garantías de su retorno y mi edecán se ofreció a permanecer allí hasta qu
aquél regresara. Finalmente prevaleció la confianza y Rico terminó tras
ladándose con el grupo al puesto de mando del general Dasso, donde y'
me encontraba.
No fue un traslado fácil. Rico, acompañado por su segundo, el teniente
coronel Venturino, y por otros dos miembros del grupo insubordinado
teniente coronel Gustavo Marnnez Zuviría y el capitán Gustavo Breid
Obeid-, se dispuso a salir de su bastión en un vehículo precedido por otro
en el que viajaban Vidal y Hang, justo en el momento en el que una compac-
ta masa de manifestantes llegaba al lugar. El vehículo de Vidal y Hang logró
salir y pasó por la cabeza de la manifestación, pero Rico y su gente quedaron
bloqueados. Fui informado por radio acerca de la situación y ordené a la Po-
licía Federal que, mediante helicópteros con altoparlantes, se exhortara a la
gente a retirarse de la zona. Carlos Becerra, al mismo tiempo, movilizaba a
varios dirigentes políticos para que trataran de frenar el flujo de manifestan-
tes hacia Campo de Mayo.
Ninguno de estos recursos dio resultado y finalmente ordené a Hang que
buscara un helicóptero en el aeródromo militar para trasladar a Rico y sus
acompañantes. Cuando finalmente llegaron a la Dirección de Institutos, Rico
y Venturino entregaron espontáneamente su correaje y armamento e ingre-
saron al despacho de Dasso para encontrarse conmigo. Afuera quedaron
Martínez Zuviría y Breide Obeid.
"Permiso, señor Presidente", dijo Rico. Yo pedí al brigadier Panzardi que
participara de la reunión. Había allí una larga mesa rectangular. Me senté a la
cabecera e indiqué los lugares donde debían ubicarse los demás: Rico a mi
izquierda, Venturino a mi derecha, Panzardi alIado de Rico. Yo me sentía
muy tranquilo, pero noté en Rico cierta tensión, que se fue aflojando a lo lar-
go de la conversación. La impresión que me produjo calzaba perfectamente
en la descripción que se me había hecho de él. Todo su aspecto y todos sus
gestos eran los de un militar muy entrenado. Venturino, en cambio, era dis-
tinto: más intelectual, de aspecto más pensante.
Rico no planteó reivindicaciones. "Quiero explicarle por qué llegamos a
esta situación", me dijo. '~delante", le respondí. Me habló entonces de las
frustraciones sufridas en las Malvinas y responsabilizó de ellas a la cúpula del
Ejército. Se quejó de la conducción del arma, describiéndola como "conti-
nuadora del Proceso". Trazó una distinción entre un ejército viejo y uno
nuevo, identificando al primero con el generalato y al segundo con los insu-
bordinados. Sostuvo que este último ejército era el que yo necesitaba para al-
canzar mis objetivos.
Cuando concluyó, le pregunté: "¿Algo más?". Él respondió: "No, señor
Presidente". Pasé entonces a explicarle la evolución del cuadro militar desde
que lo encaró mi primer ministro de Defensa, Raúl Borrás. Le expuse los ob-
jetivos de la ley de caducidad de la acción penal y de otras medidas adopta-
das en igual dirección, incluyendo la nueva legislación ya proyectada. Men-
cioné también el pedido de retiro de Ríos Ereñú.
Rico insistió entonces en subrayar su adhesión al orden institucional y su
respeto por el poder civil, alegando que la actitud adoptada por su grupo só-
lo estaba referida a la situación interna del Ejército. En cierto momento pe-
dí al brigadier Panzardi que hiciera ingresar a Hang, a quien le había pedido
previamente que estudiara el Código Militar para ver qué tipo de encuadre
podía darse a la actitud adoptada por los insubordinados. Ya presente en d
despacho, mi edecán explicó que la figura apropiada para encuadrar los su-
cesos de Campo de Mayo podría ser la de motín, cuyas consecuencias son
reclusión por tiempo indeterminado y prisión mayor (más de dos años) para
los cabecillas y un castigo que puede oscilar entre la prisión menor y la san-
ción disciplinaria para los subordinados involucrados.
Yo aclaré además que, en el caso de Rico, como había tomado interven-
ción la justicia civil, no podía garantizar su juzgamiento por la justicia mili-
tar. Él se interesó por la situación de sus subordinados y yo le dije que no po-
día considerar ninguna otra posibilidad que la de su sometimiento a la justici~
militar. Venturino intervino entonces y comenzó a decir: "Señor Presidente
en estas negociaciones.. .". Lo interrumpí bruscamente. "No he venido aquí
a negociar sino a conversar", aclaré.
También Rico trató de impedir con un ademán que su segundo continua
ra. Fue un gesto que parecía expresar al mismo tiempo desaprobación por
que Venturino decía y una voluntad de dejar en claro quién era el jefe entre
ambos. La conversación, a esta altura, ya parecía agotada. "¿Estamos de
acuerdo?", le pregunté a Rico con el tono de quien se dispone a dar por ter
minado un encuentro. Rico asintió y pidió que se hiciera público el respeto
de su grupo por el orden institucional. Nos pusimos de pie, caminamos ha
cia la puerta y nos dimos la mano. "Que tenga suerte, señor teniente coro
nel", le dije a Rico. Más tarde me pregunté si había hecho bien al llamarlo "te
niente coronel", teniendo en cuenta que dos días antes había sido declarado
en rebeldía por el juez Alberto Piotti y consecuentemente dado de baja.
Cuando ya habían salido Rico y Venturino, ocurrió algo imprevisto
Breide Obeid pidió hablar conmigo. Yo accedí. Era un hombre bastan
más joven que los demás y estaba muy emocionado. Yo no sabría repetir
textualmente lo que me dijo, pero una versión aproximada de sus palabras
es la siguiente: "Señor Presidente, comprenda usted nuestra situación. N4
llevaron a la guerra contra la subversión, convenciéndonos de que defendí
mos a la sociedad contra una agresión. Tuvimos que librar así una lucha
para la que no estábamos preparados, nos hicieron hacer cosas que nunca
habríamos imaginado como militares, argumentando que defendíamos a
nuestras familias. Nos llevaron a la guerra de las Malvinas en pésimas con-
diciones materiales y sin planeamiento adecuado. Después de aguantar el
frío, los bombardeos y la prisión inglesa, fuimos traídos de vuelta escondi-
dos como si fuéramos delincuentes. Después de eso no defendieron la dig-
nidad del Ejército ni hicieron las reformas que pedíamos".
Habló con voz temblorosa y tenía lágrimas en los ojos cuando se despidió
de mí. Debo reconocer que su actitud me conmovió. Este oficial evidenciaba
haber recibido esa formación característica de las tropas llamadas "especia-
les", es decir, una formación fundada en la necesidad de superar el instinto de
conservación y que con ese fin desarrolla mecanismos de exaltación que dan
gran primacía a lo sensible sobre lo racional. Algo conocía sobre ciertas prác-
ticas que se hicieron comunes en los institutos militares, particularmente en el
Ejército, durante los años setenta, cuando la guerrilla comenzaba sus acciones
armadas. Aparentemente, se había llegado al convencimiento de que, para
contrarrestar a un enemigo con firme formación ideológica de extrema iz-
quierda, resultaba indispensable oponerle un combatiente con el mismo gra-
do de convicción ideológica, pero de signo contrario. Así se hilvanó una doc-
trina de sesgo nacionalista extremo, acompañada de prácticas religiosas
continuas que daban un carácter casi místico a la instrucción militar.
Ello tenía lejanas reminiscencias de la influencia ultramontana en las
Fuerzas Armadas argentinas de décadas atrás. La difusión de emblemas reli-
giosos usados uniformemente en algunas unidades daba también a todo
aquel despropósito temerario cierta analogía con grupos fundamentalistas.
La religión siempre ha sido considerada parte necesaria de la formación, mi
litar, pues quien se educa para dar la vida por su patria debe tener el espiritu

preparado y sereno, producto de su paz interior. Pero nada más alejado de
esto que la exageración en la cual se incurre cuando se prepara una fuerza ar-
mada para la "guerra santa", sólo imaginable en un Estado teocrático.
Una doctrina política totalitaria, cargada de xenofobia y sectarismo reli-
gioso, aplicada a jóvenes combatientes convencidos de su papel de "guerre-
ros de Dios", ponía a disposición de un conductor mesiánico a hombres que
encontrarían razones para la lucha tanto en una agresión a la soberanía terri-
torial como en la eventual difusión de un libro o una película que no coinci-
diera con sus fanáticas convicciones, así como en la expresión pública de
otras religiones o grupos políticos de ideas distintas. Si bien es cierto que los
jóvenes son proclives al idealismo y que esto los inclina a veces hacia ideolo-
gías algo extremas, resultaba difícil concebir que se alentara esta inclinación
desde una cátedra o un puesto de instructor, sobre todo si se sabe que el
alumno habría de tener luego el monopolio del uso de las armas en la difícil
tarea de la defensa nacional. Creo que los resabios de esa época, felizmente
pasada, se exteriorizaron en el comportamiento de algunos miembros de las
Fuerzas Armadas y explicaron ciertas propensiones en el pasado a intervenir
para imponer las propias ideas en temas que son de libre opción para la ciu-
dadanía de un país democrático.
Tenía frente a mí, en esa crisis, a uno de los estertores finales de ese fun-
damentalismo militarista, y era consciente de que caminaba sobre un polvo-
rín que debía ser desactivado.
Finalizada mi reunión con Breide Obeid, ingresaron al despacho los gene-
rales Dasso y Sánchez. El primero me preguntó si podía comunicarle lo que
había resuelto, pues como comandante de la guarnición de Campo de Mayo
tenía que impartir las órdenes correspondientes. Les resumí entonces los tér-
minos de la conversación que había mantenido. Posteriormente, Dasso me pi-
dió permiso para hacer algunas consideraciones sobre lo acontecido. Hizo
una detallada descripción de las causas que, a su juicio, habían provocado la
crisis. También el general Sánchez me hizo conocer sus opiniones. Fueron
dos exposiciones objetivas, claras y respetuosas y les agradecí el aporte.
Cuando salí del despacho me encontré otra vez con Rico, que había esta-
do conversando con sus acompañantes. "Estoy a su disposición", me dijo.
Yo me dirigí entonces al general Vidal, quien acababa de hacerse presente
junto a la puerta del despacho. "Hágase cargo", le ordené.
Así comenzó formalmente la situación de arresto para los amotinados. El
viaje de regreso lo hicimos en el mismo helicóptero de la Fuerza Aérea que
nos había trasladado a Campo de Mayo. Descendimos primero en el edificio
Cóndor para descargar peso -allí quedaron, en efecto, el brigadier Crespo, su
ayudante, el comisario Pedregoza y el fotógrafo- y luego continuamos viaje
hasta el helipuerto de la Casa Rosada.
Resultó impresionante ver desde allí arriba a la muchedumbre, una masa
humana que desbordaba muy holgadamente la Plaza de Mayo. No sé si la
concentración se había engrosado durante nuestra ausencia o si desde ese
punto de observación parecía más grande que desde el balcón de la Casa de
Gobierno. De cualquier manera era un espectáculo inolvidable.
En el mensaje con el que instantes después anuncié desde ese balcón que
los insubordinados habían depuesto su actitud, dije que había entre ellos hé-
roes de las Malvinas. Esta expresión intrigó a muchos, según pude advertir
después, y fue señalada también como presunta señal de que yo habría pac-
tado con Rico y su gente. La verdad es que aquella expresión me fue inspi-
rada por el episodio con el capitán. Me estaba refiriendo a él y a los muchos
otros involucrados en todo este drama.
La frase que más se prestó a la ironía o al humor fue "la casa está en or-
den". Efectivamente, el haber afirmado que la casa estaba en orden cuando
los militares amotinados, si bien se habían rendido, no desistían de sus recla-
mos, y eran acompañados por la solidaridad de cientos de sus camaradas de
armas, pudo sonar como una exageración. Era un momento de enorme
tensión y emoción contenida, y lo que quise fue expresar en una frase sim-
ple lo que sentía, haciendo una comparación entre la crisis institucional gra-
vísima que acabábamos de superar y la solución alcanzada, sin derramamien-
to de sangre ni negociación. Horas antes había estado a punto de pedirle a la
gente reunida en la Plaza de Mayo que me acompañara a Campo de Mayo y
tenía todavía presente la gravedad del riesgo que podríamos haber corrido.
En ese contexto, por lo tanto, la casa estaba en orden, después de haber su-
frido la mayor alteración institucional desde que habíamos recuperado la de-
mocracia. Admito la ironía y el humor como también espero que se reconoz-
ca que uno nunca hace juicios absolutos sino referenciados y condicionados
por las circunstancias en que se hacen.
Se podría apelar a la figura de un cirujano cuyo paciente sufre un acciden-
te en el corazón mientras lo está operando; debe entonces restablecerle el rit-
mo cardíaco y seguir la operación durante horas. El paciente finalmente está
en terapia intensiva, conectado a miles de cables y tubos, dolorido, con la ma-
yoría de las funciones alteradas, y en presencia de los parientes lo primero
que se le ocurre al médico es decirles que "el paciente está bien".
Acepto que pudo existir una cierta decepción en mucha gente que se ha-
bía movilizado y esperaba que la rebelión fuera aplastada sin miramientos,
aun en forma cruenta. Y a esta altura, muchos lectores que tal vez recuerden
con enojo aquel desenlace podrán revisar su juicio y compartir conmigo la
conclusión de que la democracia salió finalmente fortalecida sin derrama-
miento de sangre y con el mayor costo cargado sobre las espaldas de este
presidente que asumió la plena responsabilidad de sus actos y decisiones.
A partir de ese momento, sectores de la prensa y la oposición lanzaron la
versión de que yo había pactado con ese grupo insubordinado. Casi inmedia-
tamente después de ese domingo de Pascua comenzó a circular una declara-
ción atribuida al grupo de Rico que caracterizaba el desenlace de la crisis co-
mo producto de un acuerdo negociado.
Hasta se dijo que los insubordinados habían salido victoriosos de este
arreglo. Fue una campaña de inteligencia en donde los rumores daban cuen-
ta de las más disparatadas versiones. Se sostuvo, entre otras cosas, que el
nombramiento del general José Dante Caridi en reemplazo de Ríos Ereñú
contradecía lo acordado con Rico. Para salir al cruce de estas versiones con-
voqué a los tres jefes de Estado Mayor y al brigadier Panzardi a una reunión
que se celebró el 21 de abril en la Casa de Gobierno y que, por instrucciones
mías, fue difundida en vivo por televisión.
En ese encuentro dejé aclarado que no había habido negociación alguna
durante mi visita del día 19 a Campo de Mayo y mucho menos un compro-
miso relativo a la designación del jefe del Estado Mayor General del Ejérci-
to. Panzardi, testigo de mi encuentro con Rico, estuvo presente para corro-
borar mi declaración.
Quiero insistir en que durante la reunión en Campo de Mayo yo me limi-
té a relatar los pasos dados por mi gobierno en relación con el campo mili-
tar desde los tiempos de Borrás hasta ese momento y, como parte objetiva
de esta relación, mencioné el ya preparado proyecto de ley sobre la aplica-
ción de la obediencia debida y el retiro de Ríos Ereñú. Es cierto que ambas
medidas coincidían con dos exigencias de los insubordinados, pero de nin-
guna manera fue en respuesta a las demandas.
La indeclinable solicitud de retiro de Ríos Ereñú se había hecho absolu-
tamente inevitable en vista de la situación y del reiterado pedido que me for-
mulara. Su decisión era terminante y era imposible demorar por más tiem-
po la designación de su sucesor o mantener momentáneamente en secreto
esta designación, porque cualquiera de estas opciones hubiera significado
mantener virtualmente descabezado al Ejército en medio de una grave cri-
sis militar. Tanto el proyecto de ley sobre la aplicación de la obediencia de-
bida como el retiro de Ríos Ereñú eran irreversiblemente parte de la reali-
dad cuando inicié mi encuentro en Campo de Mayo con los jefes del grupo
insubordinado.
Hasta ese momento, las Fuerzas Armadas podían considerarse un bloque
monolítico y sin fisuras, en donde todos los militares cerraban filas en defen-
sa de lo que hicieron, de la ideología que los llevó a hacerlo y del proyecto
político que emanaba de esa ideología. Después del libro Nunca más y del jui-
cio a las Juntas, hechos en donde se reveló la magnitud de lo ocurrido, se pro-
dujo un cambio sustancial en sus filas. Las nuevas camadas comenzaron a
tomar conciencia de lo sucedido y a romper con la antigua tradición autori-
taria que supeditaba la democracia a sus intereses corporativos. La tutoría
que las Fuerzas Armadas se autoasignaron durante más de cincuenta años
sobre los destinos del país, con el respaldo y la instigación de grupos de po-
der de la dirigencia civil, empezaba a ser una cuestión que pertenecía al
pasado, y bajo el pleno respeto al orden constitucional se extinguían las bra-
sas del viejo conflicto entre militares y civiles. Pero todavía debíamos atra-
vesar varias pruebas de fuego.
El 20 de abril de 1987, la crisis volvió a manifestarse con crudeza: el día
anterior había designado como nuevo jefe del Ejército al general Caridi, en
reemplazo de Ríos Ereñú. Los militares carapintada manifestaron su discon-
formidad con esa decisión porque la interpretaron como una maniobra del
gobierno para recomponer la situación. De inmediato se conoció que las
guarniciones de Salta y Tucumán formalizaban el rechazo a esta medida, aho-
ra lideradas por el teniente coronel Ángel León, otro de los jefes sublevados.
Al mismo tiempo, el teniente coronel Venturino se habría comunicado con
el contador José María Menéndez para hacerle saber las nuevas exigencias y
utilizarlo de contacto. Al parecer, Menéndez participó en la redacción de un
nuevo pliego de condiciones que curiosamente, vaya a saber por qué azar de
circunstancias, llegó primero a la redacción del diario Ambito Financiero que al
escritorio del ministro de Defensa, mientras una fuerte campaña de acción
psicológica recreaba un clima de intranquilidad en la opinión pública.
Convoqué de inmediato a una reunión del equipo de crisis y planteé que
había que buscar una solución. La designación del general Caridi era inamo-
vible, pero era necesario elegir a su segundo. Al mediodía del martes, el sub-
secretario de la SIDE, Ricardo Natale, se contactó con el coronel Heriberto
Auel -quien permanecía en Río Gallegos- para consultarlo. Auel aceptó via-
jar a Buenos Aires para reunirse, pero bajo ciertas condiciones. Mientras tan-
to, Jaunarena se reunió con el coronel Cervo, quien propuso "provocar un
descabezamiento" del mando del Ejército. El coronel agregó que era necesa-
rio determinar quién podía conformar a los más exasperados, refiriéndose a
los carapintadas y sugirió el nombre del general Vidal, quien ya había sido
candidato a suceder a Ríos Ereñú en los momentos finales del domingo an-
terior, pero no aceptó.
El siguiente nombre en la lista era el general Fausto González, aparen-
te simpatizante de los carapintadas. Cervo acercó entonces el nombre a
Jaunarena. El coronel Auel, que ya había arribado a Buenos Aires, propu-
so el mismo nombre a Natale. Cuando éste se comunicó conmigo para ha-
cerme llegar la que entendía era "una buena idea", tuvo noticias de que la
decisión ya estaba tomada en el mismo sentido y que mi asesor militar Tissi
Baña la avalaba. El general Caridi manifestó alguna reticencia, pero final-
mente accedió y se comunicó telefónicamente a Córdoba con el general
González para hacerle el ofrecimiento.
El miércoles, el designado segundo jefe del Estado Mayor ya estaba en
Buenos Aires para asumir su cargo. Como resultado de su nominación y
de la resolución de la crisis el domingo anterior, diecisiete generales pasa-
ron a retiro, cumpliéndose así el descabezamiento sugerido por el coronel
Cervo. Sin embargo, los rebeldes advirtieron que el hipotético triunfo que
creían haber obtenido no era tal. Caridi era un "duro" en términos de
ejercicio del mando militar. Compañero de promoción de Ríos Ereñú, ha-
bía quedado rodeado de un cuadro de generales que le respondían direc-
tamente -como Abbate, Ferrucci, Arrillaga y Mabragaña- o que eran sus
aliados para restablecer la disciplina, como Isidro Cáceres y Martín Balza,
y conseguía disminuir el peso específico de los carapintadas, reducidos,
según se decía, a Fausto González y Auel. Para obtener sus objetivos po-
líticos y de propaganda, los jefes carapintadas habían debido exponerse
públicamente y tenían en su mayoría la carrera militar comprometida:
nueve jefes de unidad que se identificaban con esa posición fueron rele-
vados de sus cargos. Para Caridi, en cambio, la situación estaba en condi-
ciones de mejorar para poder cumplir así con el compromiso que asumió
conmigo y con Ríos Ereñú cuando se le propuso el cargo de jefe del Es-
tado Mayor: depurar el Ejército.
El jueves a la noche, Rico fue trasladado desde su prisión en Campo de
Mayo a la sede del Estado Mayor, donde según se me informó mantuvo una
tensa reunión con Caridi, en presencia de los generales Arrillaga y González
y del coronel Cervo. Rico sostuvo que había actuado para cambiar las cosas y
señaló la necesidad de instrumentar algunas modificaciones en la situación
militar. Caridi le contestó: "Yo levanto las banderas de Semana Santa. Pero he
venido a mandar y no acepto la existencia de segundos mandos ni de un
Ejército paralelo". Rico tomó en sus manos un ejemplar de la revista Siete
Días, repleta de fotografías de los hechos anteriores, y la abrió en una página
en la que se veían dos especialmente destacadas: una mostraba la imagen de
un oficial carapintada en Campo de Mayo, con el uniforme de combate, el
arma lista y la cara embadurnada; en la otra se observaba al general Alais
mientras tomaba mate rodeado de periodistas. Señalando la primera foto,
Rico dijo: "Luchamos para que usted comande un Ejército como éste", y mi-
rando la otra añadió, "no como éste". Luego, con gesto teatral, se sacó de la
camisa las insignias del grado y las puso sobre el escritorio de Caridi: "Yo ya
no estoy más en el Ejército". Allí terminó el encuentro y Rico volvió a su lu-
gar de detención, en la guarnición de Campo de Mayo.
Si la crisis de Semana Santa había concluido en su expresión más visible,
se abrían igualmente tiempos difíciles y turbulentos. La nueva situación mo-
dificó el mapa político del Ejército y cambió el eje de las discusiones. Éstas
no eran ya confrontaciones entre poder civil y poder militar que tenían como
centro exclusivo al pasado inmediato. Desde el estallido de Semana Santa
también estaba en juego quién y cómo decidía en la fuerza. Era evidente que
la aparición pública de los carapintadas como factor de poder e inestabilidad
-con sus efectos internos y externos- era un dato reciente de carácter erosi-
vo que habría de tomarse en cuenta para cualquier política que se quisiera
aplicar. A partir de ese momento, los conflictos serían constantes porque la
disciplina había quedado gravemente resquebrajada después de la ruptura de
la cadena de mandos. Los oficiales subalternos respondían malamente a las
órdenes y el mando de la fuerza tenía serias complicaciones para controlar la
totalidad de los hechos.
Como resultado de los episodios castrenses, sólo Rico y Venturino fueron
detenidos y los restantes partícipes del levantamiento quedaron en libertad,
aun cuando los que tenían funciones comenzaron a quedar en situación de
disponibilidad. Nuestro gobierno tuvo que enfrentar otros dos levantamien-
tos militares desde entonces hasta el final de la gestión. Dentro del Ejército
se había abierto una dura lucha que se expresaba, a pesar de la afirmación de
Caridi a Rico, en una dualidad de poder que no se resolvió totalmente hasta
1989 y cuya influencia en los sucesos políticos del país fue creciente.
Desde los distintos flancos recibíamos presiones y manifestaciones cruza-
das. De un lado nosotros, confrontando con todos los recaudos necesarios
para encauzar los procesos y llevar a buen puerto la acción de la Justicia. Del
otro lado, quienes agitaban y exacerbaban el delicado cuadro con la intención
de lograr una amnistía, o al menos la interrupción de las causas. En Córdoba,
una misa organizada por la agrupación de Familiares y Amigos de los Muer-
tos por la Subversión (FAMUS) tuvo una concurrencia masiva y, en su homi-
lía, el sacerdote fray Rossi exaltó a los militares como víctimas de ataque ofi-
cial. La presencia del teniente coronel Luis Polo, de uniforme, promovió
aplausos y vítores. El jefe de la Armada, Ramón Arosa, y el de la Fuerza Aé-
rea, Ernesto Crespo, coincidieron en pedirme una "solución política rápida"
al tema. Un artículo de la revista Somos informó que para "las instituciones
militares [...] la amnistía lisa y llana sigue siendo la solución preferida". Na-
turalmente, no estaba dispuesto a ceder frente a tales presiones ni a cometer
semejante claudicación.
El 13 de mayo de 1987, exactamente dos años y un día antes de las elec-
ciones que dieron el triunfo a Carlos Menem, hablé al país por radio y tele-
visión para anunciar que el Poder Ejecutivo asumía la responsabilidad de en-
viar al Congreso el proyecto de ley que reformaba el Código de Justicia
Militar e incorporaba la eximente de la obediencia debida, admitiendo que al-
gunas de las medidas previas no habían tenido la eficacia necesaria. Mi argu-
mentación se centró en que la ley garantizaba la estabilidad democrática y
que, al no ser una amnistía, evitaba la impunidad que, de otro modo, sería
una consecuencia casi inevitable.
El 20 de mayo, FAMUS organizó una nueva misa, esta vez en la Capital Fe-
deral, a la que asistió una gran cantidad de oficiales en retiro de las tres fuer-
zas y unos pocos en actividad. Al terminar se escucharon vivas al ex dictador
Videla y a las Fuerzas Armadas y exigencias de reivindicación de la "lucha
antisubversiva".
Todavía quedaban otros momentos dificiles para nuestro gobierno en el
plano militar. Durante 1987, el Congreso de la Nación había sancionado una
ley, originada en un proyecto del senador radical Adolfo Gass, que obligaba
a todos los oficiales a prestar juramento de lealtad y fidelidad a la Constitu-
ción Nacional "hasta perder la vida". El mando dispuso que esta promesa se
efectuara en las formaciones de homenaje a la fiesta patria del 25 de Mayo,
pero algunos oficiales prefirieron dar por concluida su carrera antes que ex-
presar públicamente el compromiso requerido. El segundo jefe del Regi-
miento de Infantería 35, con asiento en Río Mayo, provincia del Chubut, se
negó lisa y llanamente a hacerlo, al igual que otros tres oficiales. El mismo 25
de mayo, más de cien oficiales de baja graduación, en uniforme, fueron a pre-
sentar sus saludos al detenido Rico en Campo de Mayo.
Los días siguientes reflejaron nuevas tensiones en torno de la definición
de los niveles de oficiales que serían exculpado s con la sanción de la ley de
obediencia debida. Nuestro gobierno quedó nuevamente en el centro de una
fuerte tormenta: por una parte, los militares y varios sectores -en especial los
partidos provinciales, el ex presidente Arturo Frondizi y el diputado Álvaro
Alsogaray, entre otros- exigían la amnistía; por la otra, los organismos de de-
rechos humanos y la oposición cuestionaban enérgicamente la norma pro-
puesta. El 25 de mayo a la tarde viajé a Montevideo para un encuentro con
el presidente Julio María Sanguinetti y, durante el vuelo, el jefe de la Fuerza
Aérea, brigadier Crespo, me planteó la necesidad de extender la protección
de la ley hasta los niveles de general de brigada en el Ejército y sus equiva-
lentes en la Armada y en la Aeronáutica.
Yo conocía el requerimiento porque el 21 de mayo me había reunido con
los jefes de Estado Mayor y el titular del Estado Mayor Conjunto para con-
siderar la situación, oportunidad en la que subrayé que los mandos con gra-
do por encima de teniente coronel debían comparecer ante la Justicia. En
principio, los jefes aceptaron, pero al día siguiente plantearon que era nece-
sario elevar los niveles de exculpación. En el avión volví a escuchar el pedi-
do en boca de alguien en quien también confiaba. El argumento de Crespo
fue simple: "La crisis sigue, la intranquilidad no desapareció. Si esto no se re-
suelve, van a producirse nuevos episodios y cada vez será más difícil contro-
larlos. El gobierno va a tener que tomar nuevas medidas. Ya que se va a pa-
gar un costo, mejor que sea todo junto". La misma petición me presentó el
general Caridi, que necesitaba fortalecer su precaria posición en el Ejército.
El 28 de mayo, el Senado dio sanción favorable al proyecto que había
remitido la Cámara de Diputados, ampliando el campo de eximición por
obediencia debida a los niveles de generales de brigada y sus similares.
Cuatro senadores radicales (Mahum, Falssone, Gass y Del Villar) votaron
en contra del artículo primero de la ley. Pocos justicialistas estaban en sus
bancas, apenas los necesarios para asegurar el quórum del cuerpo. Veinti-
cuatro horas más tarde de esta decisión legislativa y en ocasión de celebrar-
se el Día del Ejército, Caridi pronunció uno de sus más duros discursos,
aplaudido por un palco de invitados especiales entre los que se destacaban
los ex dictadores Juan Carlos Onganía, Reynaldo Bignone y Marcelo
Levingston, así como los ex ministros del Interior de la dictadura Albano
Harguindeguy y Llamil Reston. Caridi utilizó la oportunidad para cumplir
con su compromiso de "levantar las banderas de Semana Santa", reivindi-
cando la actuación militar al señalar que permitió "el aniquilamiento de la
subversión", defendiendo a los comandantes condenados y a los militares
enjuiciados, reclamando "se instrumenten medidas políticas que hagan po-
sible una definición positiva de las consecuencias de esa guerra" y mayor
presupuesto militar. El 31 de mayo, Caridi visitó en los cuarteles de Paler-
mo a un grupo de oficiales detenidos y les prometió el "apoyo jurídico del
Ejército" para evitar las condenas a quienes no fueran alcanzados por la
obediencia debida.
El 5 de junio de 1987, la Cámara de Diputados, con el voto en contra de
una parte de la oposición -que, sin embargo, dio quórum-, aceptó finalmen-
te las modificaciones impuestas por el Senado y convirtió en ley la obedien-
cia debida. Trece diputados radicales, algunos de los cuales ya habían expre-
sado su desacuerdo en la primera votación, estuvieron ausentes, entre ellos
Lucía Alberti, José Canata, Luis Cáceres, Rugo Piucill, Jorge Stolkiner, Julio
Romano Norri y Roberto Sanmartino.
Este relato lo hago no sólo en homenaje a la verdad, sino como un reco-
nocimiento al valor que tiene la movilización popular como instrumento po-
lítico. Es importantísimo que la gente conozca el valor del protagonismo de
todos y de cada uno de los que estuvieron en cada plaza durante aquella Se-
mana Santa, ya que gracias a la decisión de movilizarse en defensa de la de-
mocracia se pudo mantener el orden constitucional y preservar la autoridad
legítima. De no haberse producido esta movilización ciudadana, me hubiera
sido más difícil lograr el respaldo de las fuerzas y no hubiera podido ir a
Campo de Mayo como lo hice. Con seguridad hubieran triunfado los cara-
pintadas o hubieran impuesto una negociación incompatible con el sistema
constitucional y con la voluntad soberana del pueblo.
Cabría preguntarse, entonces, si es cierto lo que digo sobre las circunstan-
cias que me llevaron a impulsar la aprobación de las leyes de punto final y de
obediencia debida, por qué no volví a recurrir a la movilización popular pa-
ra imponer la autoridad de las órdenes emanadas del Poder Judicial.
Reitero que cuando pensé en pedirle a la gente que me acompañara a
Campo de Mayo tuve conciencia de que se trataba de una decisión extrema,
excepcional y de gravísimas implicancias. Sólo pensé en hacerlo cuando ésta
quedó como último recurso. Quería evitar el derramamiento de sangre, tan-
to de ciudadanos que se habían movilizado en defensa de la democracia
como de oficiales, suboficiales y tropa en lo que bien podría haber sido el co-
mienzo de una guerra civil. Fue por ello que cuando se ofreció el brigadier
Crespo a acompañar me y me expresó la determinación de hacer uso de la
fuerza para restablecer el orden, desistí de la idea de dirigimos todos hacia
Campo de Mayo y opté por mi gestión personal, aun consciente de los ries-
gos que corría.

La ley de obediencia debida

La experiencia histórica indica que en circunstancias como las que vivió
nuestro país durante la década de 1980, los esfuerzos punitivos deben con-
centrarse y limitarse en el tiempo para evitar desgastes institucionales y se-
cuelas traumáticas. Cuando decidí promover la llamada "ley de obediencia
debida" no estaba haciendo otra cosa que cumplir con la plataforma de 1983.
Hubiera preferido que la demarcación de los límites de la obediencia surgie-
ra por vía judicial, pero no fue así y no era posible prolongar el clima de in-
tranquilidad que se vivía en ese entonces. Sabíamos que muchas personas
que cometieron crímenes quedarían impunes como consecuencia de la ley,
pero nadie puede desconocer el contexto histórico que vivíamos en aquel en-
tonces, que en nada se parece al que vivimos hoy, veinte años después.
La ley 23.521, sancionada el 4 de junio de 1987, estableció que los oficia-
les jefes, oficiales subalternos, suboficiales y personal de tropa de las Fuerzas
Armadas, de seguridad, policiales y penitenciarias no eran punibles por los
delitos a que se refería el artículo 10, punto 1, de la ley 23.049 que modifica-
ba el Código de Justicia Militar, por haber obrado en virtud del cumplimien-
to de órdenes impartidas por sus superiores. "La misma presunción será apli-
cada a los oficiales superiores que no hubieran revistado como comandantes
en jefe, jefe de zona, jefe de sub zona o jefe de fuerza de seguridad, policial o
penitenciaria, si no se resuelve judicialmente, antes de los treinta días de pro-
mulgación de esta ley, que tuvieron capacidad decisoria o participaron en la
elaboración de las órdenes" (artículo 1). El fundamento de la limitación im-
puesta surgía de los propios términos del artículo 1: "En tales casos, se con-
siderará de pleno derecho que las personas mencionadas obraron en estado
de coerción bajo subordinación a la autoridad superior y en cumplimiento de
órdenes, sin facultad o posibilidad de inspección, oposición o resistencia a
ellas en cuanto a su oportunidad y legitimidad".
Debe destacarse que la norma en cuestión, al igual que su predecesora, es-
to es, la ley 23.492, no era aplicable respecto de los delitos de violación, sus-
tracción y ocultación de menores o sustitución de su estado civil. Además, tam-
poco era aplicable a los casos en que se hubiera cometido apropiación
extorsiva de inmuebles. Es decir que esta ley creó una presunción de que, a ex-
cepción de los que tenían poder de decisión, el resto había actuado errónea-
mente, con la convicción de que las órdenes que recibían eran legítimas, sobre
todo teniendo en cuenta la intensa propaganda que hablaba de una guerra con-
tra la subversión y el intenso clima represivo imperante -circunstancias que ha-
bían sido corroboradas durante el juicio a las Juntas-.
Esta norma, que fue cuestionada ante los estrados judiciales, fue convali-
dada por la Corte Suprema, que sostuvo que la ley 23.521 establecía pautas
objetivas de exclusión de la pena que funcionaba como excusa absolutoria y

aparta toda consideración sobre la culpabilidad de la gente en la comisión
de los delitos atribuidos que continúan siendo tales. Esta potestad proviene
del artículo 67 inciso 11 de la Constitución Nacional en relación con el in-
ciso 28, en cuanto faculta al Congreso de la Nación para hacer todas las le-
yes y reglamentos que sean convenientes a fin de poner en ejercicio los po-
deres, antecedentes y todos los otros concedidos por la Constitución al
gobierno de la Nación. No es entonces admisible el argumento de que la ley
sustrae indebidamente a los jueces causas cuyo conocimiento les incumbe,
ni tampoco el referente a que desconoce sus decisiones o las altera, habida
cuenta de que las facultades citadas del Congreso Nacional tienen, como se
señaló, la fuerza suficiente para operar el efecto que la ley persigue, cual es
dictar una modificación legislativa de carácter objetivo que excluya la puni-
ción o impida la imputación delictiva de quienes, a la fecha de la comisión
de los hechos, tuvieron los grados que señala y cumplieron las funciones
que allí se describen.

Los sectores involucrados -por un lado, los militares y, por el otro, los mi-
litantes de derechos humanos- objetaron las leyes sancionadas y los juicios
llevados a cabo. Unos alegaron que los juicios eran "políticos" y los otros
sostuvieron que el gobierno había bregado por limitar la persecución penal
a un número insignificante de responsables. Así, estos últimos concluye-
ron, al igual que el otro sector, que los tribunales habían sido manejados
políticamente.
A pesar de todo, los principales responsables de los actos aberrantes, los
que dieron las órdenes y actuaron con capacidad decisoria, habían sido juz-
gados de acuerdo con la ley y condenados en su oportunidad. Jamás acepté
la amnistía decretada por la Junta Militar, jamás se me cruzó por la cabeza
declarar desde mi gobierno una medida similar y jamás pensé en indultar a
los jefes que habían sido juzgados, detenidos y condenados. El indulto, cu-
riosamente, fue decretado por un justicialismo que, siendo oposición, me
exigía meter presa a casi toda la oficialidad de las Fuerzas Armadas.
De haber aceptado las presiones en ese sentido, hubiera cometido una
irresponsabilidad histórica, puesto que hubiera arriesgado la democracia y
los derechos humanos hacia el futuro. Visto hoy, tantos años después, creo
que actuamos -más allá de errores que sin duda cometimos- con criterio res-
ponsable del papel que debíamos cumplir en ese momento. A veinte años de
democracia me siento orgulloso de haber contribuido, en la porción que me
corresponde, a su afianzamiento y consolidación.

El levantamiento de Monte Caseros

Resuelto el problema más urgente, el general Caridi comenzó los movimien-
tos para cumplir el objetivo de desarticular el poder interno de los carapin-
tadas. En la estrategia que siguió puntualmente para lograrlo no descuidó en
ningún momento su anterior compromiso explícito de "levantar las bande-
ras de Semana Santa", de manera que no se redujo al duro discurso pronun-
ciado el Día del Ejército y a ofrecer el "apoyo jurídico" a los procesados, si-
no que durante julio y agosto insistió abiertamente en el tema con
declaraciones públicas. En julio exigió: "Basta de agresiones de los medios
de comunicación", y en agosto reiteró que "la institución aguarda [...] su le-
gítima y pronta reivindicación histórica".
Caridi buscaba asegurar la reorganización de los mandos, en especial de
las jefaturas de aquellas unidades que se habían mostrado renuentes para re-
primir a los rebeldes durante la crisis de Semana Santa, pero era evidente que
sus intervenciones públicas provocaban inquietud y sobresaltos. Era enten-
roble, por lo demás, que debía tener firmemente en sus manos la decisión
sobre los ascensos, pases y retiros que, según los reglamentos militares, ha-
bían de producirse entre septiembre y octubre para hacerse efectivos hacia
fin del año. Con ese propósito designó al recién ascendido general Alfredo
Arrillaga como jefe primero, a cargo de Personal, en el Estado Mayor. Era
ésta una posición esencial, ya que quien la desempeñara tenía como misión
aconsejar en la cuestión al titular del Ejército. Pero, aun con lo importante
que era el lugar que ocuparía el nuevo general, su rol no alcanzaba para lo-
grar totalmente el objetivo. En efecto, las decisiones sobre el tema estaban
en manos de la Junta de Calificaciones del arma, que había quedado presidi-
da, también como indicaban los reglamentos, por el subjefe del Estado Ma-
yor, el general Fausto González. La conocida postura que éste mantenía era
francamente favorable a los carapintadas, de manera que podía, haciendo
uso de su cargo, mantenerlos informados acerca de los movimientos del je-
fe del Estado Mayor y crear así serias dificultades. Caridi no esperó mucho
y en julio lanzó su ofensiva sobre Fausto González. E113 de ese mes obtu-
vo la decisión del ministro Jaunarena, quien dispuso el relevo del subjefe del
Estado Mayor y designó en su reemplazo al general Abbate.
Cuando en octubre se dieron a conocer los pases y retiros, fue eviden-
te que el jefe del Estado Mayor había consolidado su propia posición y dis-
minuido el poder interno de los carapintadas: el cuarenta por ciento de las
unidades de Infantería cambió de manos. Todos los nuevos generales as-
cendidos al mes siguiente le respondieron. También introdujo importantes
modificaciones en la justicia militar, relevando algunos jueces y designando
a otros en su lugar.
La situación de Rico y sus hombres se complicó. En abril se habían senti-
do triunfadores con el resultado de Semana Santa y pensaron que era posible
recoger rápidamente los frutos de su estrategia para influir en la conducción
del Ejército y disputar el poder dentro del arma. y al cabo de cuatro o cinco
meses perdieron el mando de unidades clave y los miembros del grupo fueron
reiteradamente sancionados por diversos motivos. Muchos de ellos pasaron a
disponibilidad o a retiro, y la situación procesal del propio Rico quedó envuel-
ta en complejos vericueto s legales. Por eso, debilitados dentro del Ejército, ini-
ciaron una operación política hacia afuera en busca de nuevos contactos para
fortalecer su posición y mantener capacidad de crear intranquilidad interna, co-
sa que hicieron mediante intensas campañas de acción psicológica.
En noviembre de 1987, la situación militar parecía ocupar un segundo
plano en las preocupaciones de la opinión pública. Habían pasado las elec-
ciones legislativas y de gobernadores con un revés para el radicalismo y un
triunfo del peronismo (el primero desde 1983), y en el gobierno estábamos
firmemente dedicados a encontrar un acuerdo de gobernabilidad con la cú-
pula del Partido Justicialista, cuya mayoría correspondía al sector renovador.
La conservadora Unión del Centro Democrático (UCeDé), en ese momento
considerada tercera fuerza electoral, aceptó a regañadientes sentarse a una
mesa de negociaciones cuyas expectativas principales no compartía. Pero el
problema central estaba en el justicialismo. En su seno se expresaban posi-
ciones francamente divergentes, al punto que, en el mismo instante en que el
gobierno y la conducción renovadora negociaban un principio de acuerdo, la
CGT convocaba al noveno paro nacional y rechazaba el pacto de gobernabi-
lidad como "una propuesta encubierta para la entrega del patrimonio nacio-
nal". Este nuevo paro se extendió durante doce horas, se realizó el día 4 de
noviembre y culminó con un acto público al que sólo asistió Carlos Menem.
Ese mismo día, las organizaciones agro pecuarias cuestionaron las medidas
impositivas recientemente adoptadas y dos de ellas propusieron dejar de pa-
gar los impuestos. Casi sin respiro, los sindicatos endurecieron sus posturas
lo suficiente como para convocar a otro paro general, el décimo en mi ges-
tión: en este caso sería de 34 horas, los días 8 y 9 de diciembre.
La actitud del justicialismo comenzó a ser ambigua. El sector renovador
se comprometía mucho más en la búsqueda de un acuerdo de gobernabili-
dad: la Ley de Defensa, que excluía expresamente la denominada "hipótesis
[ de conflicto interno" y daba conclusión formal a la rechazada "doctrina de la
seguridad nacional", fue convenida en las reuniones de la Mesa de Consenso. Al
mismo tiempo, mantenía las conversaciones sobre la eventualidad de la re-
forma constitucional y negociaba las leyes en el Parlamento. Pero el naciente
"menemismo" trataba de mantener claras distancias, a la vez que el sector
gremial -algunos de cuyos integrantes cultivaban buenas relaciones con los
carapintadas- hostigaba incesantemente al gobierno y a los renovadores. Pre-
cisamente, esta última actitud ofrecía un espacio que el grupo de Rico aspira-
ba a ocupar o bien a utilizar en beneficio de su posición.
A pesar de no aparecer en los titulares de los diarios, la cuestión militar
seguía latente. Durante diciembre, al menos en tres oportunidades distintas,
el ministro Jaunarena debió referirse enérgicamente a la necesidad de resta-
blecer y fortalecer la disciplina militar, hecho que constituía una señal bastan-
te evidente de la continuidad de los problemas y preocupaciones.
Es que, en esos días finales de 1987, los dos sectores enfrentados habían
tomado la decisión de confrontar abiertamente. Cada uno tenía diferentes
motivos en su actitud: para la lógica carapintada, sólo un nuevo movimiento
de fuerza, por su efecto de demostración, podía detener su deterioro interno
y restablecer sus opciones de poder. Para el mando militar, la situación gene-
ral configuraba un cuadro altamente favorable y había decidido utilizarla pa-
ra empujar definitivamente a Rico y los suyos fuera del Ejército, aun a ries-
go de provocar un nuevo conflicto. En estas condiciones, el enfrentamiento
era inevitable, y así se produjo el levantamiento de Monte Caseros.
En diciembre, indicamos a la conducción del Ejército que iniciara los trá-
mites para que Rico se fuera definitivamente del arma. Para lograrlo debía al-
terar el mecanismo elegido anteriormente para "ponerlo en caja", ya que su
actitud en Semana Santa había sido calificada como "acto de indisciplina"
por el juez militar interviniente, que sólo preveía sanciones leves. La actitud
de Caridi, siguiendo instrucciones, fue entonces cambiar su situación legal.
Previamente se debía resolver la ya extensa cuestión de competencia entre la
justicia civil y la castrense, colocando a Rico bajo la jurisdicción de un juez
militar que asegurase su baja definitiva del Ejército.
Siguiendo ese camino, el procurador general de la Nación, Andrés D' Alessio,
dictaminó el 2 de diciembre en la cuestión de competencia planteada en torno
de la situación de Rico: según su opinión, debía actuar la justicia militar. El1? de
diciembre, la Corte Suprema de Justicia de la Nación resolvió la situación en el
mismo sentido. Rico, que estaba detenido en Campo de Mayo, fue notificado que
quedaba nuevamente sujeto a la jurisdicción militar. El 28 de diciembre, Caridi
se reunió con Rico y le requirió que presentase el pedido de retiro voluntario del
Ejército, a lo que éste se negó, actitud que compartió Venturino.
Algunos observadores y medios periodísticos plantearon que la situación
se tornaba inestable y su desarrollo era demostrativo de los problemas que
confrontaba el poder civil. Existía una dualidad de poder: el mando del Ejér-
cito, con el apoyo abierto del gobierno, se enfrentaba al sector carapintada
en una pulseada cuya misma dinámica la tornaba irreversible. Este último
grupo, por su parte, se preparaba a disputar la que estimaba sería una batalla
de resultado favorable, especulando también con la existencia de algunos
apoyos políticos en el campo civil.
A mediados de diciembre, oficialmente, Caridi visitó al ex dictador Jorge
Rafael Videla, preso en el penal militar de Magdalena, y, simultáneamente,
envió una comisión integrada por tres oficiales a entrevistar al ex general
Ramón Camps, quien, ya condenado por la Justicia por violaciones a los de-
rechos humanos, cumplía su detención en el Hospital Militar Central. Luego,
y con motivo de las fiestas de fin de año, hizo una nueva visita al penal de
Magdalena para conversar con Videla y con Roberto Viola. Eran gestos que
no podían pasar inadvertidos y que se combinaban con la reivindicación de
la represión y el reclamo de una amnistía. El mensaje político era muy claro
para todos: el general Caridi respaldaba firmemente el orden constitucional,
pero se hacía cargo de las permanentes argumentaciones militares, cuya sola
subsistencia generaba complicaciones de diverso tipo.
Como una ominosa profecía, Álvaro Alsogaray sostuvo durante el deba-
te sobre la Ley de Defensa en la Cámara de Diputados que "lo atinente al
plano militar todavía no está resuelto; encierra peligros potenciales y mantie-
ne en jaque al Poder Ejecutivo, a los dirigentes políticos ya los comandos su-
premos de las Fuerzas Armadas. Es necesario [...] poner fin a la intranquili-
dad existente en el seno de las Fuerzas Armadas". Alsogaray no sólo advirtió,
sino que también asumió las reivindicaciones de los llamados "dinosaurios"
militares, que en la jerga castrense eran los hombres de la dictadura.
El 30 de diciembre de 1987 fue el día elegido para la puesta en escena de
una comedia de aparentes equívocos, que en realidad fue la toma de posicio-
nes de los sectores en pugna. El general Francisco Gassino, por ese enton-
ces comandante de Institutos Militares, citó a Rico a su despacho y le insis-
tió con el pedido de retiro, ofreciéndole un nuevo encuentro con Caridi. Rico
volvió a negarse y retornó a su lugar de detención. Caridi sustituyó al coro-
nel Anibal Martínez como juez militar encargado de la causa Rico, y lo reem-
plazó por el coronel Hugo Beltramino.
A la mañana siguiente, dos ex jugadores de rugby y entrenadores de Los
Pumas mantuvieron una conversación en la que Raúl Sanz le comentó a
Rodolfo O'Reilly que estaba preocupado pues tenía información acerca de
que Rico estaba muy activo en Bella Vista y que se podía presuponer una cla-
ra intención de reiterar el levantamiento de Semana Santa. Todavía no exis-
tían los teléfonos celulares y entonces O'Reilly tuvo que ir personalmente
hasta Aeroparque para darle esta información al secretario de Defensa, Raúl
Alconada Sempé, que estaba viajando en un vuelo de línea a Trelew para pa-
sar la fiesta de fin de año en Rawson. Alconada regresó al día siguiente, pe-
ro fue hacia Pinamar para reunirse con el ministro Jaunarena, y luego ambos
se reunieron con el ministro de Economía, Juan Sourrouille, el canciller,
Dante Caputo, y el ministro de Educación, Jorge Sábato. Después de anali-
zar la información y desarrollar los posibles escenarios, viajaron a Chapad-
malal para compartir la información y las conclusiones conmigo, y allí toma-
mos la decisión de rechazar algunas sugerencias militares de aplicarle a Rico
penas menores, como si Semana Santa hubiera sido una simple falta de dis-
ciplina. Optamos por la mayor rigurosidad, aunque sabíamos que esto podía
ser el detonante de una nueva aventura carapintada. Si íbamos a entrar en una
nueva crisis militar, preferíamos que la gente, el gobierno y los mandos de las
Fuerzas Armadas estuvieran alineados en la defensa de la ley, y enfrente só-
lo quedaran los militares rebeldes, cada vez más aislados.
Los conflictos dentro del Ejército continuaban. Caridi citó al capitán
Gustavo Alsina para requerirle que presentara su pase a retiro. Éste se negó
y se produjo un fuerte incidente verbal que terminó con Alsina arrestado. Ri-
co abandonó la Escuela "General Lemos" y, perseguido por los periodistas,
se instaló en la quinta "Los Fresnos", en Bella Vista, propiedad de un yerno
del dirigente conservador Guillermo Fernández Gil. Rico ocupó los días si-
guientes en la preparación de su nueva conspiración. Recibió a numerosos
visitantes, mantuvo contactos con diversos oficiales en actividad y en retiro
y trasladó armas al lugar. Rodeado permanentemente por sus seguidores,
concedió frecuentes entrevistas periodísticas. Simultáneamente, ejerció pre-
siones políticas: Fernández Gil mantuvo dos reuniones con el ministro del
Interior, Enrique Nosiglia, y una, el 10 de enero, con el ministro Jaunarena.
En todas se convirtió en el vocero de Rico y reclamó el reemplazo del jefe
del Estado Mayor, alertando sobre la eventualidad de un nuevo levantamien-
to. Resolví entonces requerirle al general Caridi que acelerara la situación y
éste dispuso que el juez militar, coronel Beltramino, convirtiera la prisión
preventiva atenuada en rigurosa, lo cual implicaba el traslado de Rico a una
unidad militar. Allí estalló la crisis. Antes de ser notificado de la resolución,
Rico formuló una declaración pública, desconociendo la autoridad de Caridi
por "coacción moral, prevaricato e ilegitimidad del mando" y previno sobre
un posible "enfrentamiento interno de la fuerza". De inmediato y a pesar de
la vigilancia policial, desapareció de la quinta "Los Fresnos".
Durante unas horas no se supo de él hasta que reapareció el 16 de enero
de 1988 en el Regimiento 4 de Infantería de Monte Caseros, en la provincia de
Corrientes. Desde allí envió un radiograma a todas las unidades del Ejército,
reiterando su desconocimiento a la autoridad de Caridi por "incumplimiento
de los compromisos contraídos", planteando como objetivos "la solución po-
lítica a las secuelas de la guerra contra la subversión, el cese de la campaña de
desprestigio contra las Fuerzas Armadas y la recuperación de la dignidad y uni-
dad del Ejército" e informando que, a partir de la hora cero del 17 de enero
instalaba "el puesto de comando en esa unidad militar". Con esto, convocó a
sus amigos y se dispuso a resistir, esperando que la extensión temporal de la
crisis favoreciera su posición.
Esta vez, en cambio, la situación interna del Ejército no le habría de ser fa-
vorable. Algunos jefes fueron relevados de sus mandos en La Plata, Guale-
guaychú y San Nicolás. Se produjeron intentos de levantamiento en las unida-
des de San Luis, San Juan y Las Lajas (Neuquén), que fueron abortados a las
pocas horas. Sólo obtuvo la solidaridad del regimiento ubicado en Rospenteck,
cerca de Río Turbio, en la provincia de Santa Cruz, cuya lejanía lo neutraliza-
ba como factor de decisión, y alcanzó un momentáneo triunfo en Tucumán,
donde el teniente coronel León, que había sido relevado después de Semana
Santa, logró hacerse cargo del Regimiento de Infantería 19 e iniciar la que lla-
mó la "Operación Virgen de la Merced". Ésos fueron sus apoyos.
En aquellos días de enorme angustia, en el gobierno procurábamos con-
servar el ánimo y el sentido del humor, aunque a veces tuviéramos que reír-
nos de situaciones extremas que deberían habernos hecho desesperar.
Recuerdo que durante Semana Santa, el sábado 18 de abril, a las 2.30 de la
madrugada, llegó una información acerca de la salida de un grupo de veinte
comandos desde Campo de Mayo hacia la Casa Rosada con la intención de
asesinarme. Esa misma información le llegó a varios de mis colaboradores,
quienes se dirigieron inmediatamente a la Casa de Gobierno, sin que nadie los
parara en d trayecto. Cuando los vi llegar, me causó gracia ver a estos cinco
amigos que venían a "preservarme" de esos veinte comandos, y los saludé di-
ciéndoles que gracias a su presencia me podía ir a descansar tranquilo. Enrique
Nosiglia, Leopoldo Moreau, Carlos Becerra, Raúl Alconada Sempé y Ezequid
Lanusse permanecieron en el despacho presidencial, junto con los colaborado-
res civiles y militares que ya estaban en la Casa Rosada. Cuando importantes ofi-
ciales presentes hicieron su análisis sobre la factibilidad dd supuesto ataque co-
mando, uno de ellos sostuvo que los atacantes podrían entrar por la ventana, en
ese mismo instante, y matamos a todos en un segundo, sin ninguna posibilidad
de resistencia por parte nuestra; otro, en cambio, más risueño, sostuvo que nun-
ca llegarían, pues se perderían en el camino o los detendría un agente de tránsi-
to por pasar un semáforo en rojo. Uno de mis colaboradores les pidió que pre-
sentaran una versión "promedio" porque resultaba un tanto esquizofrénico
estar esperando que entraran a matamos a todos y al mismo tiempo especular
con que esos mismos comandos se perdieran en alguna calle de Buenos Aires.
En ese momento, un funcionario muy cercano estaba en el mismo des-
pacho oyendo su vieja radio Spica. Cuando Alconada lo vio, le preguntó qué
estaba escuchando, y el amigo le contestó que sintonizaba Radio Colonia,
"para saber qué pasa". Alconada le respondió: "Mirá, estamos en el despa-
cho del Presidente, y se supone que es el lugar que tiene la mejor informa-
ción del país. Si los militares se enteran que estamos siguiendo la crisis por
Radio Colonia, estamos hechos mierda... Por la buena imagen de la empre-
sa es preferible que los comandos nos maten de sorpresa antes que enterar-
nos que entraron a la Casa de Gobierno por Radio Colonia". La mayoría se
rió con el comentario, salvo el destinatario, que se retiró a otro despacho e
insistió con su capricho de saber qué estaba pasando.
Otro episodio parecido ocurrió durante la crisis de Monte Caseros. En
esos momentos funcionaba un desordenado flujo de información originado
en los servicios de inteligencia, que incluía a fuerzas de seguridad nacional y
provinciales, partidos políticos, organizaciones estudiantiles y gremiales, y
también periodistas. Esta información llegaba a la Secretaría General de la
Presidencia, donde permanecían muchos dirigentes durante las crisis. El se-
cretario Carlos Becerra la transmitía, en este caso, a Raúl Alconada Sempé,
que era secretario de Defensa. En la víspera de la rendición definitiva de
Rico, se llevó a cabo una reunión en el Mjnisterio de Defensa de la que par-
ticiparon el ministro Jaunarena, los tres secretarios del área -Rodríguez
Giavarini, Lladós y Alconada Sempé- y los jefes o subjefes de Estado Mayor
Conjunto y de las tres fuerzas. Llamó Becerra y le comunicó a Alconada que
había problemas en Tucumán. Alconada comentó a sus interlocutores su
preocupación por la información recibida.
-Parece que hay problemas en Tucumán.
-No puede ser, señor. Estaba todo en orden en Tucumán.
-General, ¿por qué no chequea?
-¿Me permite que lo haga, ministro?
-Sí, general.
-¿Me permite el teléfono, ministro?
-Sí, general.
-Buenas noches (por teléfono), habla el general... ¿Hay algún problema
en Tucumán? (Silencio.) Ah, sí, entraron al cuartel (cuelga). Hay problemas,
ministro, en Tucumán.
Quince minutos más tarde, se produjo otra llamada de Becerra a Alconada.
-Parece que hay problemas en San Luis.
-No puede ser, señor. Estaba todo en orden en San Luis.
-General, ¿por qué no chequea?
-¿Me permite que lo haga, ministro?
-Sí, general.
-¿Me permite el teléfono, ministro?
-Sí, general.
-Buenas noches (por teléfono), habla el general... ¿Hay algún problema
en San Luis? (Silencio.) Ah, sí, entraron al cuartel (cuelga). Hay problemas,
ministro, en San Luis.
Diez minutos más tarde, hubo otra llamada más de Becerra.
-Lamento insistir con tantos problemas, pero parece que ahora hay pro-
blemas en San Juan.
-No (enfático), eso sí que no, porque allí está el coronel... y allí no pue-
de pasar nada, señor. En San Juan todo está en orden.
-General, ¿por qué no chequea? Mire que vamos 2 a O.
-¿Me permite que lo haga, ministro?
-Sí, general.
-¿Me permite el teléfono, ministro?
-Sí, general.
-Buenas noches (por teléfono), habla el general... No hay ningún pro-
blema en San Juan, ¿verdad? (Silencio, más profundo y más prolongado.) ¿El
coronel está encadenado? (Colgó.) Encadenaron al coronel, ministro.
Risas y nervios fueron una sola cosa. Jaunarena y los secretarios recono-
cieron más tarde que pocas veces una frase había sintetizado con tanto dra-
matismo el desconcierto y la sensación de incertidumbre. De todos modos
prefirieron reconocer que al menos el general tenía razón sobre la lealtad del
coronel. En consecuencia, había que abandonar el pesimismo de la razón,
para abrazar, siguiendo a Gramsci, el optimismo de la voluntad. El día si-
guiente debería ser mejor. ..o mejor. No cabía que fuera peor.
A diferencia de los sucesos producidos ocho meses antes, esta vez Rico
quedó militarmente aislado. Fracasó en el intento de conseguir una actitud
solidaria de parte del coronel Mohamed A1í Seineldín, en ese entonces en
Panamá, pero que se encontraba en la Argentina de vacaciones, pues sus ase-
sores sugirieron que se mantuviera alejado de un movimiento que olía a fra-
caso, posición ésta que provocó el rompimiento entre ambos. A diferencia
de lo sucedido en Semana Santa, durante los hechos de Monte Caseros el ge-
neral Caridi logró que una porción considerable del Ejército se movilizara
para la represión y no quedara neutral. De esta manera, a pesar de la habitual
cuota de confusión existente en los primeros momentos, la balanza pareció
inclinarse decisivamente en favor del titular del Estado Mayor. Entretanto, la
situación general originó otras novedades dramáticas.
En la mañana del 18 de enero de 1988, un pequeño grupo comando to-
mó por asalto el Aeroparque "Jorge Newbery" de la ciudad de Buenos Aires.
Se trataba de un núcleo reducido de ultraderecha de la Fuerza Aérea, lidera-
do por el comodoro retirado Luis Fernando Estrella e integrado también por
civiles ultranacionalistas partidarios de la acción directa. Este grupo, con la
consigna "Dios 10 quiere", se proponía eliminar físicamente al jefe del Esta-
do Mayor de la Fuerza Aérea y avanzar sobre el poder. En menos de tres ho-
ras fueron controlados por tropas de la Gendarmería Nacional y cumplió una
valiente labor allí el entonces fiscal Anibal Ibarra, haciéndose presente en el
lugar con evidente riesgo para su integridad física. Quedó manifiesto que la
posición del gobierno era mucho más sólida que en Semana Santa y que la
decisión de Rico de levantarse en armas carecía de respaldo en el Ejército.
La circunstancia de que el movimiento tuviera como protagonistas exclu-
sivos a oficiales subalternos fue un factor determinante para todos los jefes.
La reiteración de la indisciplina había comenzado a cansar a los cuadros
castrenses. Además, la movida de Rico tenía evidentes motivaciones gremia-
les y personales, lo cual alejaba las simpatías de muchos que anteriormente
habían permanecido expectantes o en actitud de apoyo. El perfll político que
asumieron los carapintadas -exaltación de la acción directa, rechazo de las
normas legales- fue otro factor que contribuyó a su aislamiento. Por otra par-
te, la toma del Aeroparque por el grupo de ultraderecha liderado por el co-
modoro Estrella causó alarma, especialmente por la pública decisión de ase-
sinar al jefe del arma y deshacerse del titular del Estado Mayor Conjunto.
En consecuencia, decidimos aprovechar al máximo la situación y actuar
con rapidez y energía. Aunque Rico mantuvo inicialmente una actitud sober-
bia y estaba convencido de la solidaridad masiva que iba a encontrar en el res-
to del Ejército, un fuerte cerco militar quedó establecido en torno del cuar-
tel rebelde. El general Caridi se constituyó en la zona de Monte Caseros, en
tanto otras unidades, en especial las blindadas, se movilizaron hacia allí y
aviones de la Fuerza Aérea sobrevolaron la zona en clara actitud intimidato-
ria. Mientras yo rechazaba un intento de mediación del gobernador de
Corrientes, el estallido de una mina de tierra hirió gravemente a un oficial y
a un suboficial que respondían a Caridi. Decidido a utilizar todos los recur-
sos, como una demostración de fuerza remití un radiograma a los estados
mayores con una orden explícita: '~nte situación militar Ejército Argentino,
a efectos asegurar estabilidad institucional del Estado, alistar medios Fuerza
Aérea y Armada a fin de entrar en operaciones en apoyo de la Fuerza Ejér-
cito. Coordinar empleo de medios con Estado Mayor Conjunto".
El radiograma llevaba mi firma, y para ese entonces la movilización contra
los rebeldes se hizo general. Rico fue incapaz de resistir la presión: se rindió
poco después de las cinco de la tarde del 18 de enero, sin ninguna condición,
y fue trasladado detenido al penal militar de Magdalena. Algo más de dos ho-
ras después quedó definitivamente sofocado el levantamiento de Tucumán,
aun cuando el teniente coronel León logró huir. A las 19.30, el ministro
Jaunarena confirmó oficialmente que la situación en las unidades castrenses
de todo el país era de "absoluta tranquilidad". La crisis de Monte Caseros ha-
bía concluido y la democracia había ganado otra batalla.
Rico y la gran mayoría de los participantes del levantamiento fueron a pri-
sión y quedaron virtualmente fuera del arma; se neutralizó una rebelión y los
carapintadas se debilitaron como opción de poder interno. Por primera vez
desde los duros conflictos de los años 1955 y 1956, las sanciones alcanzaron
también a los oficiales subalternos y a los suboficiales. Sesenta oficiales y 222
suboficiales quedaron detenidos a disposición de la justicia militar como re-
sultado del levantamiento de Monte Caseros, aunque algunos recuperaron su
libertad poco después. Un mes más tarde había 396 militares procesados. De
ellos, 127 permanecieron en prisión. En el mismo mes de febrero fue releva-
do el general Heriberto Auel; luego, otros dos oficiales. En marzo, el retiro
alcanzó a un teniente coronel, un mayor y dos capitanes. A mediados de año,
Catidi puso en disponibilidad a otros diecisiete oficiales. Para noviembre de
1988 un centenar de oficiales y suboficiales quedaron fuera del arma por di-
versas cuestiones de tipo administrativo, sin contar los que estaban bajo pro-
ceso por los sucesivos levantamientos.
Pero en diciembre de 1988 se produjo una nueva rebelión militar, que tu-
vo su epicentro en el regimiento de Villa Martelli y en la que aparece, ahora
sí al frente del levantamiento, el coronel Seineldín. Se repetían las secuencias
de Semana Santa: los reclamos de los sublevados contenían el fin de los pro-
cesos judiciales y el desplazamiento de la cúpula militar; la sociedad mayori-
tariamente observaba el nuevo episodio con gran fastidio y hartazgo. Me
encontraba una vez más ante la necesidad de hacer valer de manera contun-
dente la autoridad presidencial. El intento sedicioso volvió a fracasar y sus
responsables quedaron a disposición de la Justicia.

La crisis de Villa Martelli2

Después de aplastada la rebelión de Monte Caseros, el general Caridi comen-
zó a reclamarme una amnistía y además lo hizo públicamente, sosteniendo
que debían admitirse como correctas las acciones llevadas a cabo durante el
gobierno militar. En un reportaje que concedió en enero, textualmente sos-
tuvo que la amnistía era deseable. Posteriormente, reivindicó la represión. Yo
conversé largamente con Jaunarena sobre la nueva situación y coincidimos
en que a pesar de sus dichos, que evidentemente producían daño a nuestra
posición, Caridi era necesario para la unidad del Ejército y no planteaba pro-
blemas institucionales. Llegamos a la conclusión de que su actitud de forta-
leza sobre los rebeldes podía favorecer una transición institucional exitosa,
que era lo que más buscábamos.
En el mes de febrero de 1988 sufrí un fracaso muy grave al requerir del
almirante Arosa el retiro del capitán de corbeta Alfredo Astiz. El jefe del Es-
tado Mayor de la Armada me expresó en un diálogo a solas, donde eviden-
temente se sentía muy incómodo, que él no estaba en posición de tomar esa
medida. Mi insistencia provocaría su retiro. Advertí que difícilmente otro
aceptaría su cargo con esas condiciones y esto podría convertirse en una ca-
tástrofe. Entre otras cosas, irrazonablemente, consideraban a Astiz un héroe
en la lucha contra los ingleses y su padre, además, era un capitán de navío re-
tirado que gozaba de prestigio entre sus pares.
2 En esta parte soy deudor de mi querido amigo Simón Lázara. Una buena cantidad de los
datos provienen de su excelente libro El asalto al poder (Buenos Aires, Tiempo de Ideas, 1997).
Desde luego expreso mis propias opiniones y narro algunas anécdotas que pueden resultar
interesantes.
Entre los efectos perversos no queridos que tuvieron las leyes de punto fi-
nal y obediencia debida, y una de las circunstancias más dolorosas que me to-
có vivir en d gobierno, tengo que contabilizar el desprocesamiento de Astiz y
la consecuente resolución de la Junta de Almirantes de promoverlo retroactiva-
mente al grado inmediato superior, medida que había estado suspendida mien-
tras se encontraba bajo proceso. Les pedí a Jaunarena y a Alconada Sempé que
estudiaran la posibilidad de dar de baja a Astiz por todo lo que significaba. Me
informaron que no se podía, porque se trataba de un oficial subalterno y que
las reglamentaciones indicaban que ésa era una facultad de cada fuerza.
El comandante en jefe, insólitamente, no tenía jurisdicción sobre estos
oficiales. Seguramente se trataba de un resabio de los gobiernos militares pa-
ra que cada fuerza conservara la competencia sobre su propio personal e im-
pidiera que un comandante en jefe de otra fuerza se le metiera en la propia.
En el caso de oficiales superiores es distinto, porque el Presidente tiene que
firmar los pliegos para enviarlos al Senado y tiene la posibilidad de impedir
el ascenso. En este caso se trataba de una facultad exclusiva de la Junta de Al-
mirantes y del jefe del Estado Mayor de la Armada, y lo único que podía ha-
cer yo, sin violar la ley y los reglamentos, era emitir una opinión no vinculan-
te dirigida a ellos, aconsejando que no se promoviera dicho ascenso. Se
discutió muchísimo, porque existía el riesgo político de que no fuera tenida
en cuenta la opinión del Presidente y comandante en jefe. Finalmente opté
por firmar la nota, aunque más no fuera para cumplir con un imperativo éti-
co. Lamentablemente tuvo razón Jaunarena, y la Armada no tomó en cuen-
ta mi oposición a dicho ascenso. Pensé en remover a los almirantes que ha-
bían desoído mi clara opinión sobre Astiz, pero no lo hice porque cualquier
alto oficial que los reemplazara tendría la misma posición.
Pero el caso Astiz me produjo decepciones más grandes aún, ya que si
bien era previsible la actitud de los oficiales de la Armada, no lo era la de al-
gunos dirigentes políticos. En la planta alta de un restaurante de la calle
Vicente López, entre Callao y Ayacucho, se reunieron Jaunarena y Alconada
Sempé con dos representantes del justicialismo para procurar el respaldo del
principal partido opositor ante una eventual crisis que pudiera desatarse a
raíz de mi decisión de impulsar la destitución de Astiz. El resultado de dicha
reunión fue decepcionante y patético. A cambio del respaldo solicitado, uno
de los representantes justicialistas, que era diputado nacional, pidió la renun-
cia del ministro de Economía, Juan Sourrouille. Pedir la salida de un minis-
tro para apoyar algo que tendría que haber surgido espontáneamente fue un
gesto inadmisible.
Anteriormente, otro diputado nacional opositor había pedido, después
del triunfo peronista en la provincia de Buenos Aires, "una cuota" de los co-
roneles que serían ascendidos a general, porque había un "nuevo mapa del
poder". Era una metodología política corriente que confundía la necesaria
negociación y los acuerdos que deben existir entre los partidos.
Una sucesión de amenazas de todo tipo y actos terroristas producidos
por la ultraderecha me acosaron durante todo 1988, mientras los aconteci-
mientos políticos y económicos aumentaban las dudas sobre la gobernabili-
dad del sistema. Yo pensaba, en noches de insomnio, que una nueva crisis
militar podía convertir en inviable mi gobierno, pero nunca jamás se me pa-
só por la cabeza admitir la posibilidad de una amnistía.
Mientras tanto, luego de la derrota en su idea de controlar el Ejército, los
carapintadas cambiaron drásticamente su actitud y adoptaron otra estrate-
gia: se sumaron a las críticas al gobierno y a los reclamos por la situación
económica y social del país. Poco a poco esta opción los llevó a avanzar so-
bre la política nacional, apoyar los reclamos salariales, los paros decididos por
la CGT, denostar la política educativa, denunciar las relaciones con los orga-
nismos financieros internacionales y afirmar una propuesta exageradamente
nacionalista. Asimismo procuraron establecer relaciones con grupos que la
representaban, con sindicalistas, dirigentes del justicialismo y algunos grupos
empresariales. Finalmente formarían el Movimiento por la Dignidad e Inde-
pendencia (MODIN), con el que entrarían de lleno en la política.
La nueva actitud produjo una división entre los militares disconformes
con los mandos del Ejército. El coronel Seineldín, que había criticado los le-
vantamientos de Semana Santa y Monte Caseros al considerar su seguro fra-
caso, despreciaba la política y afirmaba que no había votado nunca. Elitismo,
fundamentalismo, clericalismo ultramontano, culto por la fuerza, eran las cla-
ves de su ideología.
Cuando Carlos Menem triunfó en las elecciones internas del justicialis-
mo y se convirtió en el candidato de ese partido a la presidencia de la Na-
ción, Seineldín, acompañado por Rico, según creo, aprovechó la fama anti-
peronista de Caridi para lanzar la versión según la cual éste se disponía a
impedir el triunfo del Partido Justicialista. Simultáneamente, Seineldín se
vinculó con el candidato peronista y sus amigos.
La derrota de Cafiero significó un cambio drástico en las relaciones con
el radicalismo. Yo había mantenido una reunión en Olivos con los líderes de
la renovación: Cafiero, De la Sota, Grosso y algún otro que no recuerdo. En
esa oportunidad tomó la palabra Cafiero, quien sostuvo que si bien justicia-
listas y radicales eran distintos, debíamos procurar definir comunes denomi-
nadores que permitieran defender las instituciones y mejorar la economía del
país. Luego de un cambio de opiniones, estuvimos de acuerdo en la necesi-
dad de encontrar coincidencias, ya sean explícitas o implícitas.
El justicialismo, de a poco, giró su posición en la actitud con los milita-
res y pasó de un claro apoyo a las instituciones desde Semana Santa, hacia
una posición cada vez más crítica, tal cual se manifestó en la crisis de Villa
Martelli. Apareció el "grupo Olieros", organizado por el contador José María
Menéndez, y se estrecharon las relaciones con el grupo Bunge y Born en bus-
ca de apoyatura económica.
Con bastante claridad, Seineldín expuso silenciosamente a sus allegados
las que serían líneas estratégicas del sector fundamentalista del Ejército en re-
lación con el candidato. Se trataba de convencerlo de la probabilidad de reali-
zar un "golpe preventivo" por la conducción del arma. Se hacía entonces
conveniente lograr un cambio en los mandos del Ejército. En definitiva, ésa
fue la razón del levantamiento de Vilia Martelli en diciembre.
Durante la primera semana de diciembre se me comunicó que había
aumentado la intranquilidad en el Ejército. La SIDE me había informado
del problema. Incluso los diarios comenzaron a hablar de un posible con-
flicto de gravedad. Un elemento incidía en el ánimo de Seineldín: la Jun-
ta de Calificaciones del Ejército, al negarle el ascenso que había sido insi-
nuado por Menem al propio Jaunarena, lo colocaba en situación de pedir
su retiro.
El primero de diciembre, una unidad comando de la Prefectura Naval Ar-
gentina, conocida como Albatros, desapareció durante la noche llevándose
armas y dos camiones. Jaunarena se enteró el 8, durante un acto de despedi-
da al grupo antártico. De inmediato se puso en contacto con el jefe del Ejér-
cito, quien le afirmó que se estaba esperando "algo así".
Yo me encontraba fuera del país. Estaba en México para asisrir a la asun-
ción del presidente Salinas de Gortari. México parecía entrar en un período
de cambios, aunque las denuncias de fraude electoral habían enturbiado al-
gunas esperanzas. Yo tenía buenas relaciones con el presidente saliente,
Miguel de Lamadrid, ya que integramos el Grupo de los Seis por la paz y el
desarme mundial y nos habíamos encontrado en varias reuniones de Estado
desde que vino a Buenos Aires en 1984. Este encuentro protocolar traía una
novedad: Fidel Castro volvía a México, la ciudad que había abandonado con
el legendario Granma treinta y dos años antes.
En un almuerzo privado intenté convencerlo (ya habían comenzado la
perestroika y la g/asnost) de que iniciara un lento proceso político a través del
cual promoviera una reforma constitucional y se apoyara en las cooperativas
conservando la salud, la tierra y la educación en manos del Estado. Rápida-
mente me contestó: "Cómo hago para crear esa gran república cooperativa
y defenderme al mismo tiempo de Reagan". Yo le dije, sonriente: "Con vos
no se puede hablar. Te invito a Chascomús a comer pejerrey cuando termi-
ne tu mandato". "Y para qué vas a esperar tanto", respondió.
En la noche del viernes 2 de diciembre llegamos a Nueva York. Estaba
previsto que hablara al día siguiente ante la Asamblea General de las Nacio-
nes Unidas presidida por Dante Caputo. Al día siguiente, muy temprano,
cuando me disponía a corregir el discurso, me comunicaron que Seineldín se
había sublevado en Villa Martelli. Mientras esperaba una comunicación con
Buenos Aires, pedí hablar con el brigadier Teodoro Waldner, jefe del Estado
Mayor Conjunto, que integraba la comitiva. Al comunicarle la novedad, el
brigadier me escuchó en silencio y con gesto indignado dijo: "Lo creía un
hombre de bien. Me había prometido que nunca lo haría".
Luego de pronunciar mi último discurso en la Asamblea General de las
Naciones Unidas partimos hacia Washington, donde tenía una entrevista con
el presidente electo, George Bush. Éste nos esperó en la puerta de su casa
junto con su mujer. También estaban presentes el secretario de Estado,
George Schultz, el secretario del Tesoro, Nicholas Brady, el secretario adjun-
to para Asuntos lnteramericanos, Elliot Abrams, y el secretario de Estado,
James Baker. Naturalmente, los episodios de Buenos Aires ocuparon gran
parte de la conversación.
Comencé mi intervención muy preocupado. Afirmé que América Lati-
na había hécho un gran esfuerzo de reconstrucción democrática, pero que
en ese marco económico internacional las democracias estaban jaqueadas
por la pobreza y la desigualdad creciente. Así no habría futuro para los pue-
blos. La deuda externa agobiaba y asfixiaba las posibilidades de crecimien-
to. Dije que hasta ese momento el sistema democrático resistía, pero que el
desarrollo exigía conductas racionales, y la racionalidad era muy difícil de
mantener en un marco de pueblos desesperanzados. Por estas razones cre-
cía el populismo, que con promesas demagógicas y sin sustento encerraba
a los gobernantes y a los políticos reformadores, racionales y democráticos.
Insistí en que el principal enemigo era el populismo, que con sus promesas
ganaba elecciones pero al no cumplirlas profundizaba la crisis, el desalien-
to y la pobreza. El peligro era que los pueblos terminaran descreyendo de
la democracia y buscaran la salida ya no dentro del sistema democrático si-
no fuera o contra él. Sostuve que con el populismo no había previsibilidad,
que era inestable por su naturaleza y que resultaba difícil enfrentarlo cuan-
do no se utilizaban los mismos métodos.
Sostuve que la clave para dar solidez a las democracias reformadoras y ra-
cionales estaba en encontrar y consensuar una solución duradera frente a la
deuda externa y que esa clave la tenían los países centrales. Pedí ayuda para
que la deuda no empujara a la desesperanza que desemboca en el populismo.
Bush escuchó atento. Su pregunta se apartó del presente: " ¿Y Perón? ¿Cómo
entra Perón en su definición de populismo?". No sé por qué, pero por un
momento recordé el libro-tesis de Jeanne Kirpatrick donde afirma: "El gol-
pe de Estado de 1955 desalojó al peronismo del poder; el de 1966 cerró pa-
ra siempre sus posibilidades de retorno". Supongo que Bush insinuaba que
Perón podría haber sido populista, pero no por eso débil o inestable... Fal-
taba que agregara que con un Perón se podía negociar. Yo no quería cargar
tintas sobre el pasado, pero me pareció que Bush no demostraba mucha sim-
patía por mi definición de la democracia racional, reformadora y previsible.
Para colmo, hablamos de Cuba y yo fui absolutamente sincero en mi po-
sición. De todos modos, pensé, "la conocen perfectamente y no voy a venir
aquí en actitud mendicante". Las protocolares palabras fmales del anfitrión
fueron frías: "Con mi team estudiaremos todo lo vinculado a América Latina".
y agregó: "Pero no tengo soluciones inmediatas". Eso quería decir mucho,
como después lo comprobamos con el Fondo Monetario Internacional (FMI)
y el Banco Mundial. Yo, más serio, me sentí en la obligación de remarcar: "Só-
lo vine a traerle un mensaje y una preocupación, señor Presidente".
Mientras tanto, en Buenos Aires, Caridi aseguraba que controlaba la situa-
ción, a pesar de que se habían producido insuborilinaciones en los regimien-
tos 3 de La Tablada, 7 de La Plata y en la Compañía de Comunicaciones 10
de Arana (La Plata), todas protagonizadas por oficiales de bajo rango. Cari-
di sólo ordenó la instrucción de sumarios, puesto que sus mandos permane-
cían leales al Estado Mayor.
La situación, en realidad, era muy confusa, pero rápidamente se iba a acla-
rar. En la noche del 30 de noviembre de 1988, Seineldín ya había aterrizado en
el aeropuerto de Carrasco, Uruguay, procedente de Panamá, acompañado por
Patricio Videla Balaguer. En la mañana siguiente se encontraron en Colonia
con Enrique Grassi Susini, un oscuro dirigente ultraderechista, y en la madru-
gada del 2 de diciembre d coronel ingresó a la Escuela de Infantería y comu-
nicó a todas las unidades que desconocía la autoridad del jefe del Estado Ma-
yor, a quien acusó de "incumplimiento de los compromisos contraídos".
Casi al mismo tiempo, las unidades de La Tablada y La Plata, ya en ma-
nos de jóvenes oficiales, expresaron su adhesión. También se rebeló el gru-
po Albatros. La policía bonaerense, en tanto, detuvo a Guillermo Fernández
Gil y a su yerno, Salvador Lentini, cuando trataban de entrar a la unidad. A
las tres, Seineldín dio a conocer sus objetivos: "Fin de los juicios, ley de pa-
cificación y amnistía, nuevo rol para el Ejército, incrementos salariales y ma-
yor presupuesto militar".
Cuando el ministro de Defensa me informó lo que sucedía respondí:
"Hay que reprimir y no quiero negociación". Yo tenía la tranquilidad de que
al frente del Ejecutivo estaba el vicepresidente Víctor Martínez.
La decisión de rechazar cualquier intento de negociación tuvo que ser
acompañada por una orden explícita de autorizar el uso de la fuerza para
reprimir a los rebeldes. El ministro Jaunarena le envió al vicepresidente
Martínez el documento pertinente, para que él, en ejercicio del Poder Eje-
cutivo y como comandante en jefe, lo firmara. Víctor Martínez recibió el
documento y llamó a Raúl Alconada Sempé -que, si bien todavía era vice-
canciller, acompañaba a Jaunarena durante esos días- y le pidió que fuera a
verlo. Cuando llegó a la Casa de Gobierno, 10 hizo pasar al despacho presi-
dencial y lo recibió con una broma, diciéndole que "salvo el acta matrimo-
nial, nunca había tenido que firmar algo tan grave". Víctor Martínez, con
una gran emoción, le dijo que antes de firmar quería verlo a los ojos.
Comprendo su actitud, porque yo también lo viví. En ese requerimiento se
testimoniaba la angustia de un ser humano que tiene plena conciencia de
que un acto suyo puede costarle la vida a otro ser humano, e independien-
temente de que se tenga la convicción de la necesidad de preservar el orden
constitucional, dar la orden de abrir fuego y matar a una persona es algo que
violenta, al extremo, a toda persona bien nacida.
Cuando regresé a Buenos Aires tuve la impresión de que nos encontrába-
mos frente a una especie de tregua, porque Seineldín permanecía en Campo
de Mayo. Dirigentes políticos, sindicalistas y empresarios llegaron a la Casa de
Gobierno para manifestarme su solidaridad y recibir información. Con ante-
rioridad, en la tarde del día 2, se inició un tiroteo en tomo de la Escuela de
Infantería y se utilizaron armas pesadas. El incidente duró más de una hora y
dejó como resultado cuatro heridos. Poco después, Caridi y Seineldín se reu-
nieron secretamente cerca del puesto de comando que el jefe del Estado Ma-
yor estableció en el Parque Saavedra. Todo pareció indicar que se había esta-
blecido una tregua no oficializada hasta mi retorno. Según se me informó,
Caridi asumía los reclamos de los rebeldes y pedía tiempo para concretarlos.
En realidad, los dos requerían un plazo para definir sus adhesiones. Caridi de-
signó al general Cáceres al frente de la represión y el general Arrillaga dirigió
los disparos de la artillería y los morteros.
El 3 de diciembre, el general Caridi arribó temprano a la Casa de Gobier-
no. Junto con Jaunarena examinamos la situación. Cuando Caridi habló de
amnistía, le contesté de inmediato: "jNi pensarlo!", tras lo cual me preguntó
cómo debía actuarse frente a Seineldín. "General, usted sabe lo que tiene que
hacer", le contesté.
Yo estaba preocupado por la actitud del menemismo, pero esperaba que se
posicionara para evitar una ruptura del proceso electoral. No pude, en mi afa-
nosa búsqueda telefónica, encontrar a Menem por ninguna parte. Tuve la impre-
sión de que estaba jugando de "aprendiz de brujo". Caridi se reunió nuevamen-
te con Seineldín y le advirtió que su ataque era contra el propio gobierno.
Tiempo más tarde me entero de que en un programa de radio, Seineldín,
en los días en que se firmó su indulto, habría manifestado que Menem estaba
informado previamente de sus planes de alzarse contra mi gobierno. Si fuera
cierto, se entendería por qué me fue tan difícil ubicarlo en ese momento.
De regreso a la Escuela de Infantería, Seineldín cambió impresiones con
su segundo, Jorge Tocallino, y de inmediato abandonaron Campo de Mayo
para instalarse en Villa Martelli, que ofrecía mejores condiciones de resisten-
cia. Todos se preguntaban cómo había sido posible que salieran de Campo
de Mayo y llegaran a destino sin reacción de las fuerzas que rodeaban la Es-
cuela de Infantería. Algo estaba fallando.
En la noche del 3 de diciembre me dirigí al país para anunciar que había
"impartido las órdenes para que se sofoque al grupo insurrecto lamentando el
empleo de la fuerza y deplorando que se ponga en juego la vida de nuestros
conciudadanos". En una exposición breve critiqué severamente la "recurrente
actitud sediciosa de una fracción del Ejército", la que "provoca hechos que,
aunque minúsculos, minoritarios y absurdos, conspiran contra el esfuerzo co-
lectivo y contra el sistema de convivencia, tolerancia y libertad". Casi de inme-
diato, el Estado Mayor informó que "los rebeldes exigían cambios en el gobier-
no y autoridades nacionales, el relevo del jefe del Estado Mayor y su reemplazo
por un general elegido por ellos". Caridi las calificó de "condiciones inadmisi-
bles, porque vulnerarían la Constitución Nacional y la estructura legal".
En un comunicado, Seineldín sostuvo que la "Operación Virgen del
Valle" -así habían tenido el tupé de denominarla- carecía de motivación po-
lítica, obedecía a causas militares y sus objetivos no ponían en peligro a las
instituciones democráticas. Desde luego, muy pocos le creyeron: en ese mo-
mento, la Asamblea Legislativa, a la que convoqué una vez más, como lo ha-
bía hecho durante la crisis de Semana Santa, se pronunció unánimemente
condenando la actitud de los sediciosos, en tanto una importante moviliza-
ción popular se realizaba en la Plaza del Congreso.
La batalla no fue solamente por escrito. Nuevamente se generalizó el re-
pudio popular a la intentona y comenzaron a efectuarse movilizaciones en
diferentes puntos del país. Informada por la radio y la televisión, mucha gen-
te se dirigió hacia el complejo militar de Villa Martelli, donde la situación se
agravó con tiroteos e intentos de represión policial. Al mismo tiempo, uni-
dades blindadas comenzaron a movilizarse, por lo que Caridi ordenó el tras-
lado de tropas del interior del país.
El enfrentamiento armado parecía inevitable. Seineldín expresó que "era
impensable" que desistiera de su acción "a menos que los reclamos fuesen
aceptados". La conducción del Ejército reiteró que respaldaría con la repre-
sión las decisiones del poder constitucional. A las tres de la tarde, el Estado
Mayor anunció que había "completado el cerco" de la unidad rebelde. Lue-
go hubo dos novedades de importancia: se había rendido la Escuela de In-
fantería, mientras que la IV Brigada de Infantería Aerotransportada de Cór-
doba no acataba las órdenes de represión.
El general Cáceres, nombrado jefe de las fuerzas de represión, sin consul-
ta previa envió una nota al coronel sublevado proponiéndole un encuentro y
expresando que debía unirse el Ejército y preservar las instituciones: "Aflo-
jemos todos para el bien de la fortaleza de nuestro Ejército. Lo más feliz pa-
ra mi espíritu sería que olvidando los rencores y odios nos demos un abrazo
de reconciliación".
Seineldín aceptó y Cáceres se hizo presente en Villa Martelli, luego de co-
municar a Caridi el paso que daba y la posibilidad que se abría. Caridi, que
conocía muy bien mi posición en contra de cualquier negociación, esperó el
resultado de las conversaciones para dar el parte correspondiente. De esta ma-
nera, la búsqueda de un acuerdo se realizó exclusivamente entre los militares.
Mientras esto sucedía, Caridi hizo un gesto conciliatorio: los tanques y las
fuerzas que le respondían retrocedieron levemente sobre sus posiciones y se
alejaron de las puertas de la guarnición. Más tarde, los generales Caridi y
Cáceres tuvieron una reunión con Seineldín y Tocallino. Yo me enteré del
diálogo, aunque desconocía los términos en que se efectuaba.
Al promediar la tarde se arribó a un acuerdo. Caridi firmó junto con Sei-
neldín un acta con los puntos coincidentes, de la que sería garante el general
Cáceres. Luego se dirigió a informar al ministro de Defensa. Pero no todo ha-
bía terminado. El regimiento de Mercedes mantenía su posición rebeldes y en
las últimas horas de la tarde grupos de manifestantes reaccionaron airada-
mente ante las noticias de un posible acuerdo con los sublevados. Primero se
enfrentaron con los guardias de la unidad, los Albatros, y luego fueron muy
duramente reprimidos por la policía de la provincia de Buenos Aires y la Po-
licía Federal. El resultado fue espantoso: tres muertos y cuarenta heridos.
A la noche, por tercera vez en menos de dos años, expresé a los periodis-
tas que la crisis había concluido. El jefe rebelde estaba detenido y sería so- c;
metido a la justicia militar. A la mañana siguiente apareció Menem, a quien
hasta ese momento no había podido encontrar, y me expresó su solidaridad
por teléfono. Por supuesto, yo no estaba dispuesto a que se cumpliera un
acuerdo que había sido decidido exclusivamente por los sectores militares y
que se compendiaba en cinco puntos: desplazamiento del general Caridi, am-
nistía para los sublevados de Semana Santa y Monte Caseros, incremento
presupuestario y aumento de salarios, exclusividad de la responsabilidad so-
bre las espaldas de Seineldín, y reivindicación de la lucha antisubversiva y de
la guerra de Malvinas. De hecho, la situación de Caridi estaba definida por su
misma actitud. Decidí designar a su sucesor, el general Francisco Gassino, y
preservar al resto del mando que había acompañado al anterior titular.
En cuanto a lo demás, expresé que "el límite máximo al que llegamos fue
la ley de obediencia debida", a pesar de los reclamos militares y la insistente
presión de una parte del justicialismo. Cuando dejé el gobierno, el 8 de julio
de 1989, siete altos jefes habían sido condenados y 27 procesados por viola-
ciones a los derechos humanos, tres condenados por la guerra de Malvinas,
y estaban en curso 92 procesos y 340 sanciones disciplinarias por los tres le-
vantamientos (Semana Santa, Monte Caseros y Villa Martelli). Poco tiempo
después, el nuevo presidente los indultó.
Cabe destacar que el sector renovador del justicialismo había condenado
el levantamiento de Villa Martelli y criticado el acuerdo final. Todos los par-
tidos políticos y grupos empresariales condenaron y repudiaron la rebelión
de Villa Martelli. Pero hubo sectores en el menemismo que no tuvieron re-
paro en exhibir la posición contraria, como sucedió con Luis Barrionuevo,
que afirmó que Seineldín era "el jefe político del Ejército".
En los primeros días de enero de 1989 se formó una comisión conjunta
con el menemismo para tratar asuntos militares, de la cual fue enlace César
Arias. Todos los miércoles se realizaba un almuerzo. Patricio Videla Balaguer
introdujo a Gustavo Béliz y a Raúl Granillo acampo. Carlos Cañón se sumó
a través de sus contactos militares.
No cabe duda de que el papel de César Arias fue uno de los más relevan-
tes en estas relaciones. Así lo reconoció el propio Seineldín, respondiendo a
preguntas en el ámbito judicial, cuando sostuvo que "el doctor Arias una vez
por semana almorzaba conmigo y yo le explicaba todos los problemas, que
él llevaba al doctor Menem". Pero fue César Arias quien, posteriormente, dio
gravísimas precisiones de una extraordinaria magnitud institucional, al expli-
car que las conversaciones con Seineldín tenían por objeto asegurarse que
éste pudiera garantizar una actitud del mando superior del Ejército que no
pretendiera bloquear el eventual triunfo de Menem, sea por la vía de inte-
rrumpir el proceso electoral, sea por presionar al Colegio Electoral para con-
sagrar a otro candidato. En otras palabras, estaba reconociendo que en el ca-
so de tener mayoría de votos, pero no en el Colegio Electoral, el coronel se
constituiría en garante del respeto a la mayoría electoral. A buen entendedor,
pocas palabras.
Pero faltaba aún conocer el hecho más importante: el encuentro personal
de Seineldín con el propio Menem. Recordemos que dieciocho meses des-
pués de que asumiera la presidencia, Menem debió soportar un dramático le-
vantamiento encabezado nuevamente por Seineldín, a quien él mismo había
indultado por su participación en la rebelión de Villa Martelli. Detenido y so-
metido a proceso, el 15 de diciembre de 1990 el detenido prestó declaración
indagatoria ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas acompañado
por su defensor, el general Américo Daher. En esa oportunidad manifestó
-y luego ratificó ante la Cámara Federal en lo Criminal y Correccional de la
Capital Federal, durante el juicio público- que durante 1989, mientras se ha-
llaba detenido por su responsabilidad en el levantamiento de Villa Martelli,
se entrevistó en varias oportunidades con Carlos Menem. La primera reu-
nión se concretó fuera del lugar asignado para su detención, después de la
elección del 14 de mayo que consagró a Menem presidente de la Nación y
antes que éste asumiera el cargo.
Compartamos la versión que recoge Simón Lázara. Según Seineldín en su
declaración ante el Consejo Supremo, el diálogo con Menem se llevó a cabo
el17 de mayo de 1989 y se desarrolló de una manera cordial:

Como síntesis le planteé al doctor Menem allí la necesidad de colocar un buen ~
ministro de Defensa que tranquilizara las aguas dentro del Ejército y le pro- .'
puse al doctor ptalo] Luder, y le propuse de segundo al doctor Humberto
Romero. El doctor Menem me dijo: '~ceptado". Luego le propongo al
hombre que iba a arreglar la institución, que era el general Isidro [Bonifacio]
Cáceres. Dijo: '~ceptado. Ellos van a arreglarlo. Aceptado".
El doctor Menem, la noche del primer encuentro, me dijo: "Bueno, ¿y "
usted, señor coronel?". Y le digo: "Mire, doctor, yo ya terminé mi función. ,
Si yo termino resolviendo este problema de unidad, yo fmalizo". "No", di-
ce, "yo quiero que usted participe en mi gobierno". Entonces le digo: "Mi- ;;
re, yo ya no puedo volver a la Fuerza en actividad porque no voy a ser un
elemento de unidad". Me insiste de nuevo y yo le digo: "Bueno, ya vi que "
insistió". Le digo: "Si tiene alguna fuerza de combate, de reacción rápida ;'
de combate, yo puedo hacerme cargo, pero de retirado... Una fuerza anti-
narcotráfico, o antiguerrilla, de la que yo, de retirado, podría hacerme car-
go y comandarla".
y luego le pedí un indulto para los comandantes que están presos...
Me dijo el doctor Menem: "¿Usted no se va a enfadar si también dejo libre
a Firmenich?". y yo le digo: "Doctor, con tal de que la institución deje de
estar presa como está, que salga".

Al conocerse el contenido de esta declaración ante el Consejo Supremo, el
diario Página 12 publicó el 27 de enero de 1991 un extenso articulo en el que,
además de otras consideraciones, se expresó:

La gravedad de los hechos narrados por Seineldín es indisirnulable: entrevis-
tas clandestinas del Presidente con un militar sometido a proceso por alzar-
se en armas contra el gobierno nacional; negociaciones con él sobre el pase
a retiro a oficiales superiores y jefes del Ejército; designación de sus reco-
mendados como ministro y secretario de Defensa y como jefe del Estado
Mayor del Ejército; su intervención en la crisis que provocó el alejamiento
del primer secretario de Defensa [.. .]; la consulta acerca de facultades inde-
legables del Presidente, como la de indultar a condenados por la Justicia; la
redacción de un documento sobre reorganización militar que Menem firmó
como prueba de compromiso.
La transcripción de la indagatoria a Seineldín no sólo pone en evidencia
la promiscuidad del gobierno con los facciosos. También es ilustrativa acer-
ca del movimiento y su promotor. Aunque pretenda que no se proponía
desbaratar el sistema institucional, describe su objetivo como colocar al
Ejército en las condiciones en que estuvo antes. Es decir, apuntando con
una pistola a la nuca del poder político.

Un especialista español en el tema militar también calificó con gran dureza
esta misma cuestión:

Hay que señalar que la actuación del "menemismo" como fuerza política se
ha inscripto en la peor tradición argentina de colaboración civil con el inter-
vencionismo militar, estableciendo contactos más o menos inconfesables
con los elementos activos y de mayor capacidad "golpista" del Ejército, lle-
gando con ellos a acuerdos y concesiones cuyo alto precio antidemocrático
irara vez queda sin pagar por el conjunto de la sociedad. (García, Prudencio,
El drama de la autonomía militar; Madrid, Alianza, 1994.)


Otro golpe a la democracia: el asalto al cuartel de La Tablada

El 23 de enero de 1989 se produjo un trágico episodio que transformó la frá-
gil relación de fuerzas entre los sectores más recalcitrantes y retardatario s de
la sociedad y el gobierno democrático. Fue un suceso que asestó un golpe
devastador a mi gestión, que la debilitó considerablemente y que, por contra-
partida, alentó a grupos de poder que -aunque todavía activos- carecían de
argumentos y bases de sus tentación. El grupo Movimiento Todos por la Pa-
tria (MTP) se lanzó a una aventura criminal e irresponsable que consistió en
atacar el cuartel de La Tablada simulando que eran miembros del movimien-
to carapintada. La prédica de la derecha fundamentalista, que insistía en que
grupos subversivos de extrema izquierda se estaban preparando para tomar
el poder y establecer una dictadura, se vio confirmada por medio centenar de
jóvenes que le brindaron en bandeja el argumento que necesitaban.
La condena y el proceso de enjuiciamiento de más de trescientos milita-
res y civiles que participaron en la represión durante la dictadura militar que-
dó opacada por esta operación. La versión de que nuestro gobierno estaba
diezmando a las Fuerzas Armadas para favorecer a los grupos subversivos
obtuvo un nuevo impulso y sirvió como pretexto para que se insistiera en la
necesidad de una amnistía que liberara a los detenidos y que reivindicara a los
ex dictadores. Que el peligro de la subversión ultraizquierdista estuviera tan
latente, como, según esas usinas, demostraba el ataque al cuartel de La Tabla-
da, se debía a nuestra política de derechos humanos, incluyendo la Conadep
y el juicio a las Juntas. Nada fue tan funcional a los propósitos de los milita-
res carapintadas y de la derecha más reaccionaria como ese asalto criminal.
Realmente fuimos sorprendidos por esa aventura. Si bien teníamos infor-
mación sobre el grupo MTP, nada nos hacía presumir que podían lanzarse a
un disparate de esa naturaleza, matando a soldados conscriptos inocentes y
arriesgando a sus propios militantes. Luego comprobamos que en el grupo
atacante había muchos jóvenes que nunca habían disparado un arma y que
ignoraban hacia dónde se dirigían hasta minutos antes de iniciado el ataque.
La utilización que los dirigentes del operativo hicieron de esos jóvenes puso
de manifiesto el profundo desprecio por la vida y por el Nunca Más que tan-
to había proclamado la sociedad.
La confusión generada en los primeros momentos llevó a pensar que se
trataba de una operación carapintada, debido a que en los alrededores del re-
gimiento se hallaron volantes que alababan las figuras de Rico y Seineldín fir-
mados por un supuesto "Nuevo Ejército Argentino" que prometía "aniqui
lar al enemigo marxista".
La intención de los atacantes era emitir rápidamente desde el cuartel di- j
versos radiogramas a otras unidades militares, imitando el texto de los Pan
fletas con la sigla "Nuevo Ejército Argentino", y una vez que se afianzaran
en el copamiento del Regimiento de Infantería 3 (RI3) con una supuesta ayu-
da popular, difundirían nuevos mensajes por la red militar anunciándose co-
mo un grupo de uniformados defensores de la democracia que habían logra-
do detener un intento golpista carapintada.
De acuerdo con las investigaciones realizadas posteriormente, los he-
chos se sucedieron de la siguiente manera: una caravana de aproximadamen-
te una docena de vehículos, a cuyo frente iba un camión repartidor de be-
bidas gaseosas robado horas antes, irrumpió en el regimiento luego de
violentar el portón de ingreso. Los ocupantes de esos vehículos bajaron y
se desplazaron siguiendo un plan previamente establecido. Muchos ves-
tían uniformes militares y llevaban sus rostros tiznados para desorientar a
los ocupantes del cuartel, que creyeron que se trataba de carapintadas. Al
grito de "Viva Seineldín" y "Viva Rico" se apoderaron de la guardia y to-
maron como rehenes a los soldados. Uno de éstos, el joven Taddía, que
levantó los brazos en señal de rendición, fue muerto a mansalva por un
disparo de los atacantes.
La presencia circunstancial de un suboficial de la policía bonaerense, que
presenció el ingreso de los subversivos y avisó a sus superiores, permitió
que la policía arribara al lugar rápidamente. El primero en llegar fue un pa-
trullero a cargo del comisario García García, quien ingresó confiado al cuar-
tel para averiguar qué estaba ocurriendo. Un disparo de escopeta que lo de-
jó malherido detuvo su marcha. Horas después este oficial murió.
La agresión certificó a la policía que no se trataba de militares insubordi-
nados sino de un grupo guerrillero, y pocos minutos más tarde el cuartel fue
rodeado por decenas de unidades policiales. La acción de esta fuerza fue cru-
dal para frustrar el plan de los atacantes.
Es de imaginar el total desconcierto que produjo ese ataque. Mucho más
si se considera que en el momento de ingresar al cuartel habían arrojado mi-
les de volantes en los que se reivindicaba a los carapintadas y se llamaba a re-
sistir "la campaña radical para destruir nuestras Fuerzas Armadas". Hasta
que confirmamos que efectivamente se trataba de la sangrienta aventura de
un grupo ultraizquierdista, no cabía en nuestras cabezas que desde esa fran-
ja ideológica alguien pudiera cometer un acto tan desatinado. El primer paso
fue encargar al procurador general de la Nación, doctor Andrés D'Alessio,
que centralizara la investigación del ataque.
Mientras tanto, en el cuartel, comenzaron los enfrentamientos. En la in-
vestigación posterior, realizada por el juez federal Gerardo Larrambebere
y los fiscales Raúl Plée y Pablo Quiroga Olmos, se estableció que los sol-
dados de la guardia que se rindieron "fueron obligados por sus captores a
asomarse por las ventanas a fin de que les indicaran el lugar de donde pro-
venían los disparos". En el edificio de la Jefatura, un grupo de soldados
que se hallaban cuerpo a tierra fueron "utilizados como parapetos por los
incurso res que, a sus espaldas, disparaban contra las fuerzas militares y
policiales".
El enfrentamiento, que se extendió durante todo el día y la noche, man-
tuvo a la sociedad en un estado de angustia insoportable. En el amanecer del
día siguiente, las decenas de muertos y heridos, la destrucción de edificios y
el humo de los incendios que tQdavía se alzaba hacia el cielo brindaban un
espectáculo siniestro. La naciente democracia no se merecía esto. No había
merecido los levantamientos carapintadas, producto de la soberbia corpora-
tiva, y mucho menos merecía ahora la acción de otros iluminados que, final-
mente, pretendían lo mismo: la interrupción de un estado de derecho que
trataba de afianzarse para siempre.
Curiosamente, los dos extremos se alentaban mutuamente. Nostálgicos
de una violencia que en el pasado reciente había producido miles de muer-
tes, se cebaban otra vez con la sangre.
El ataque a La Tablada, que tanto daño produjo a las instituciones, fue mo-
tivo de las más variadas e interesadas interpretaciones. Si ya resultaba difícil
comprender los motivos que llevaron a ese grupo a actuar de una manera tan
disparatada, mucho más complejo fue establecer una versión que se acercara
a la verdad. La proximidad de las elecciones tiñó a los medios de comunica-
ción de fabulaciones que favorecían o perjudicaban, de acuerdo con ambicio-
nes muy mezquinas, a unos u otros.
Tomé otra de las decisiones más difíciles de mi vida política y decidí
trasladar me al lugar en que estaban sucediendo los hechos. A las 11.30 de
la mañana del 24 de enero arribé a La Tablada. Todavía se escuchaban al-
gunos disparos lejanos mientras recorría el cuartel en ruinas y trataba de
mantenerme firme frente al desolador espectáculo de los muertos que ya-
cían a mi alrededor. Rodeado de oficiales con los rostros tiznados que me
custodiaban, no podía creer que después de haber sorteado con éxito va-
rios alzamientos militares, un grupo de extrema izquierda hubiera empuja-
do a jóvenes inexpertos a vivir tamaña desventura sometiendo a la demo-
cracia a otra prueba de fuego.
El siguiente es el texto de los panfletos lanzados por el grupo en los al-
rededores del cuartel de La Tablada (obsérvese el grado de delirio y confu-
sión que se tenía):

Contra la campaña radical para destruir nuestras Fuerzas Armadas.
Contra la subversión marxista en el poder.
Contra el golpe de estado liberal de los generales corruptos y burocráticos
del proceso que quieren impedir las elecciones.
Damos inicio a las operaciones
Para aniquilar al enemigo marxista
Para reivindicar definitivamente la dignidad y el honor de nuestras Fuerzas
Armadas y nuestra patria.
Esto ya no es un problema interno de las Fuerzas Armadas sino de la
Nación toda.
Viva el coronel Seineldín.
Viva el teniente coronel Rico.
Viva la patria.
Nuevo Ejército Argentino

En la investigación realizada por el juez Larrambebere aparecieron algunos
latos que ilustraron acerca de las características del MTP. “A partir del nuclea-
miento orgánico y la cobertura legal que ofrecía el Movimiento Todos por la
Patria, sus más importantes dirigentes fueron conformando una estructura
Militar paralela que, planteando la lucha armada como metodología, tenía co-
mo objetivo inmediato alterar la vigencia de las instituciones establecidas por
Constitución Nacional."
Los miembros del MTP fueron ubicados por el juez en estamentos dife-
enciados: "aquellos que no sólo aparecen vinculados directamente con la di-
ección del operativo del copamiento al RI3, sino que, además, en el pasado
inmediato integraron organizaciones subversivas", y aquellos "conspicuos
dirigentes dentro de la estructura del MTP".
El fallo con el que dictó la prisión preventiva de los detenidos tomó en
cuenta el documento “Aportes para la construcción del Movimiento Revolu-
ionario de Base", secuestrado en la quinta de Graham Bell 2780 de la loca-
dad bonaerense de Moreno -que había servido de refugio a los atacantes-
respecto del cual el peritaje caligráfico permitió determinar que debajo de
la sigla MRB, en 17 oportunidades a todo lo largo del texto "se había estam-
lado originariamente la sigla MTP".
El mencionado documento remarcaba lineamientos a partir de una ca-
racterización de "los tiempos que vendrán", esto es, pasar de un marco
le legalidad institucional a uno donde el orden constitucional llegara a
quebrarse, "por lo que es necesario prever la táctica y la estrategia del
movimiento".
De la investigación judicial surgen detalles del "vasto plan insurreccional"
estructurado por el MTP, que quedó trunco con el fracaso del golpe al RI3. La
cúpula del MTP citó en la finca de Graham Bell a los militantes de base elegi-
dos para el copamiento y les informó sobre la inminencia de un golpe de Es-
tado encabezado por Seineldín y Rico. Para impedirlo, adujeron, era necesario
tomar el RI3 y hacerse pasar por carapintadas. Como la mayoría de los jóve-
nes no tenía experiencia en el uso de las armas, fueron instruidos rápidamen-
te y se les asignó el rol de combate que debía cumplir cada uno de ellos.
La Justicia secuestró un documento a uno de los atacantes en donde pue-
de apreciarse cómo se manipuló a los participantes. Sintéticamente, la estra-
tegia adoptada consistía en ocupar el cuartel, dar a conocer más tarde su
condición de militantes populares y convocar al pueblo en masa que ingre-
saría a La Tablada para desde allí partir hacia la Casa de Gobierno. El llama-
miento incluía la instauración de un "nuevo gobierno popular", la creación
de un "nuevo ejército" (milicias populares) y "hacerse cargo del poder en to-
das partes".
Para difundir esa versión, tenían preparada una proclama y contaban con
altavoces. También habían efectuado previamente el relevamiento de emiso-
ras de la Capital Federal. En realidad, los atacante s esperaban que la falacia
de los panfletos lograra engañar a todos en las primeras horas respecto a que
el golpe de mano era protagonizado por carapintadas, contando para ello
con la difusión que pudieran hacer del hecho los medios de comunicación,
que luego informarían que un grupo de militares demócratas apoyados por
el pueblo habían frustrado el golpe institucional.
El grupo estaba convencido de que este plan descabellado daría resulta-
dos, y tal era la fe en él que muchos de los atacantes dejaron a sus hijos en
casas de amigos para que se los cuidaran hasta que pocas horas después ellos
volvieran a buscarlos. Una vez consolidado el copamiento de la unidad mili-
tar elegida, la operación continuaría con la agitación popular y la convocato-
ria a marchar a la Plaza de Mayo.
El entonces jefe del Ejército, general Francisco Gassino, señaló que el
grupo planeaba marchar con algunos vehículos blindados sobre la Plaza de
Mayo para tomar el poder. Especulaban con que el engaño del ataque cara-
pintada daría resultado y que ningún militar estaría dispuesto a disparar so-
bre dos o tres tanques que, supuestamente comandados por carapintadas, se
dirigían a efectuar sus reclamos ante las narices mismas de la Presidencia de
la Nación.
Vale la pena reproducir fragmentos del texto secuestrado en los allana-
mientas a una de las fincas utilizadas para el entrenamiento de los atacantes:

El ejército de Seineldin y Rico se sublevó de nuevo. Quieren dar un golpe de
Estado. Quieren asesinar a todos los que no aceptan vivir bajo las botas. En
la medianoche de hoy, los carapintadas se sublevaron en el RI3. Allí se pre-
paraban y habían empezado a marchar sobre la Casa Rosada. Iban a asesinar
a todos los que se les opusieran. Como ya mataron a más de treinta mil com-
patriotas durante la dictadura militar. Todos sabían que los milicos conspira-
ban y preparaban esto. Pero nadie hacía nada en concreto para pararlos.
Ya estamos hartos de la prepotencia de los milicos. Hartos de sus críme-
nes y de sus robos, que después tenemos que pagar todos. Hartos de que nos
impongan la injusticia social. Hartos de que no nos dejen vivir en paz. El pue-
blo se alzó contra ellos. El pueblo de los alrededores de La Tablada ya ha re-
cuperado el cuartel sublevado. Lo dirige este Frente de Resistencia Popular que
se formó allí mismo. Tomamos las armas de los amotinados y les incendiamos
el cuartel. Basta de milicos asesinos. En Semana Santa, en Villa Martelli, can-
tábamos: "Si se atreven les quemamos los cuarteles". Los milicos empezaron
de nuevo, y esta vez sí les quemamos el cuartel de La Tablada.
Como siempre en la historia de la Patria, el pueblo hizo verdaderas proe-
zas. Al saber que los carapintadas lo habían tomado, el pueblo entró en ma-
sa al cuartel. Mujeres, jóvenes, hombres del pueblo, atacaron con revólveres,
con escopetas, con piedras y palos. Hicieron trincheras, tiraron bombas mo-
lotov. Frente a tanto heroísmo, algunos de los soldados y algunos de los Ofi-
ciales dieron vuelta sus armas y junto al pueblo participaron de la ejecución
de los oficiales traidores.
Una columna de carapintadas había salido del cuartel con rumbo hacia la Ca-
sa de Gobierno. Pero el pueblo armado levantó barricadas y luego la aniquiló.
Ahora es el pueblo el que ha ocupado la Casa Rosada. Vamos a impedir
que Seineldin, Rico y los otros traidores den el golpe de Estado. Vamos a
impedirles que remachen la injusticia social, que le impongan más hambre
todavía al pueblo. Vamos a impedirles repetir lo que hicieron en el 30, en el
55, en el 66 y en el 76.
El pueblo quiere un nuevo sistema de libertad y justicia social. Sin mili-
cos asesinos, ni políticos corruptos, ni ladrones de la patria financiera. Va-
mos a formar un verdadero gobierno del pueblo. Para que haga levantar a
los sinvergüenzas que se arrugan ante los militares. Ni de cuatro ladrones de
las mesas de dinero, que se hacen ricos a costa de nuestro sudor.
Vamos a hacer un gobierno del pueblo que garantice el trabajo, la pro-
ducción y la dignidad de la inmensa mayoría de los argentinos. Vamos a ter-
minar con este ejército que no sirve para nada, que sólo tiene coraje con la
picana eléctrica en la mano y se caga y se rinde ante los ingleses en Malvinas.
Vamos a terminar con este Ejército que sólo sirve para esclavizamos y para
asesinamos. El gobierno del pueblo declara disuelto el ejército profesional y
traidor. Ahora lo reemplaza el pueblo en armas. Los soldados y suboficiales
únanse al pueblo. Ejecuten a sus oficiales traidores. O váyanse de los cuarte-
les. El que se quede en un cuartel está con los verdugos del pueblo.
Este Frente de la Resistencia Popular exhorta a todos a cumplir con el artí-
culo 21 de la Constitución Nacional, que manda: "Todo ciudadano está obliga-
do a armarse en defensa de esta Constitución". Vamos a armamos a los cuar-
teles y a terminar para siempre con esta lacra. Vamos a imponer para siempre
en la Argentina la soberanía del pueblo, sólo la voluntad del pueblo. No hay na-
da por encima de ella en la Nación. Vamos a la Plaza de Mayo para empezar una
nueva Argentina, sin milicos traidores y asesinos, sin políticos corrompidos.
Vamos, pueblo argentino, con dignidad y sin miedo, que somos más ;
fuertes que ellos y que la historia nos da la razón. Vamos a Plaza de Mayo.
Llamamos a todos, a todos: :
A las madres que no quieren ver de nuevo caer a sus hijos bajo la repre-
sión o desaparecidos, ni vendidos por jefes cobardes en otra guerra como la
de Malvinas;
A los jóvenes que no pueden estudiar ni trabajar porque el actual sis-
tema no les da cabida y sólo se acuerda de ellos para perseguirlos en los
barrios o asesinarlos;
A los jóvenes que estudian o trabajan, pero saben que no tienen ningún
futuro, que el título que obtengan no les va a servir para nada y que van a
tener que trabajar como esclavos para malvivir; [...].
A todos, a todos convocamos a reunirse en la Plaza de Mayo para impo-
ner el gobierno del pueblo, a rodear los cuarteles, cortarles el agua y la luz,
impedir que los milicos asesinos salgan de ellos, levantar barricadas, contro-
lar las calles y los barrios, hacerse cargo del poder en todas partes, unidos
contra el golpe de Estado, unidos por la justicia social y la libertad.

Plan de emergencia
El gobierno del pueblo adopta las siguientes medidas económico-sociales
por un plazo de 120 días:
Aumento salarial del 150 por ciento para los sueldos de dos mil australes
o menos.
Aumento salarial del 100 por ciento para los que ganan tres mil australes.
Aumento del 40 por ciento para los que ganan hasta seis mil australes.
Aumento de las jubilaciones mínimas a cuatro mil australes.
Fin de todas las jubilaciones de privilegio de militares, diputados, senadores,
concejales, ministros y secretarios de Estado.
Congelamiento total de precios a la fecha. Cárcel con penas de hasta veinte
años para los que violen esa disposición y para los especuladores y acapara-
dores. Esta medida será efectivizada con el control popular directo, [...].
Para financiar este plan de emergencia y solidaridad nacional, los fondos
provendrán de:
La eliminación del presupuesto militar, ya que el Ejército ha sido reempla-
zado por las Milicias Populares del Frente de Resistencia Popular.
La expropiación de todos los bienes de José Alfredo Martínez de Hoz, y de
todos los militares que tengan más de una casa y un auto. Igual medida re-
girá para todos los dirigentes sindicales.
La expropiación de las mesas de dinero.
La suspensión de los pagos de intereses de la deuda externa.
Este plan se basa en la solidaridad de millones de argentinos, de la inmensa
mayoría de los trabajadores, productores y desocupados. Tenemos absoluto
derecho de vivir en una patria con libertad y justicia social, donde el hom-
bre sea hermano del hombre, y donde las riquezas del país puedan ser dis-
frutadas por todos, según su trabajo, su creatividad y su honradez.

Lo descabellado de este plan nos hizo pensar que semejante proclama podría
haber sido utilizada sólo como acción psicológica, ya que los objetivos eran
imposibles de cumplir en la coyuntura que se vivía en ese momento.
Sin embargo, existen algunos elementos que pudieron hacer suponer a los
atacantes que imperaban condiciones beneficiosas para producir un golpe de
esa naturaleza: circunstancias de la situación económico-social que vivíamos,
y de algunos aspectos particularmente irritantes para los argentinos, como era
r la crisis energética debido a la peor sequía de esas últimas décadas, y la lenta
solución de estos problemas que sufrían amplios sectores de la sociedad.
Imaginaron o pensaron que los ayudaría en sus planes el antimilitarismo
que existía en parte de la sociedad argentina, acrecentado por los amotina-
mientas de militares rebeldes de Semana Santa, Monte Caseros y Villa Mar-
telli, este último escasas semanas antes?
Es difícil responder a estas preguntas. Creo que el clima de agitación ge-
nerado por los levantamientos militares produjo una alucinación que se vio
incrementada por la ingenuidad de muchos jóvenes y el uso que de ellos hi-
cieron antiguos dirigentes guerrilleros que no se habían resignado a vivir en
paz. O no sabían hacerla.
Eligieron el cuartel de La Tablada tal vez debido a que era una unidad ais-
lada de otros cuarteles por su situación geográfica y especialmente beneficio-
sa por su cercanía con barriadas pobres y villas de emergencia, lo que les ha-
ría posible mejores vías de escape y mayores posibilidades de recibir el apoyo
externo necesario para el éxito del copamiento.
Nosotros contábamos con varios datos de inteligencia con anterioridad a
los hechos de La Tablada. Alrededor de seis meses antes tuvimos informa-
ción de que el grupo del MTP más radicalizado podía constituirse en una po-
tencial organización militar para llevar adelante hechos de violencia, pero
nunca de tal magnitud y tan expuestos a la represión y al fracaso.
En diferentes reuniones a nivel del Ministerio del Interior entre funciona-
rios de la Policía Federal, de la Secretaría de Inteligencia y la Secretaría de Se-
guridad Interior -esta última se ocupaba de las posibles actividades terroris-
tas y antidemocráticas- se trabajaban varias hipótesis, entre ellas la posibilidad
de que no sólo el MTP, sino otros grupos de extrema izquierda pudieran cons-
tituirse en elementos violentos con capacidad organizativa suficiente como
para cometer atentados. Se agregaban los comentarios de integrantes de gru-
pos de izquierda respecto de que algunos de los dirigentes del MTP "se habían
vuelto locos", pero esta información no provenía de actividades de inteligen-
cia, sino de la actividad política misma.
Después de eso no tuvimos más versiones hasta el día en que se produjo
el ataque. No había cálculos de las consecuencias ni de los resultados posi-
bles de una acción de esa naturaleza. No había sospechas sobre la capacidad
de la ultraizquierda de crear una fuerza tal que pudiera producir una conmo-
ción de esa envergadura, que podía hacer trastabillar y hasta voltear el orden
constitucional en la Argentina, o de producir una adhesión masiva de los ciu-
dadanos frente a un hecho demencial de ese orden. No había un cálculo de
éxito razonable frente a semejante acto de irracionalidad en ese momento.
Una de las versiones que circuló luego del ataque giraba en torno de que el
golpe de mano podía haber sido planeado desde otro país, tal el caso de Nica-
ragua o Cuba, y que varios de los agresores eran de esa nacionalidad. Nada de
ello fue cierto, pues si bien algunos de los que ingresaron a La Tablada habían
realizado varios viajes a Nicaragua, todos eran de nacionalidad argentina, salvo
uno que, creo, había nacido en Paraguay. Sin embargo, entre el material secues-
trado en diferentes allanamientos se encontraron algunas cartas intercambiadas
entre integrantes del MTP y el ministro del Interior de Nicaragua, Tomás Borge.
Meses antes, Borge había estado en el país, alojado en la casa del embaja-
dor de Nicaragua en Buenos Aires, Ariel Granera. Por las versiones ya men-
cionadas, instruí al ministro del Interior, Enrique Nosiglia, para que se entre-
vistara con Borge, con el fin de advertirle que estábamos detectando la
posibilidad de que el MTP estuviera preparando algún hecho de violencia ba-
jo el mando de Gorriarán Merlo.
Según el informe que Nosiglia me brindó de ese encuentro, la respuesta
de Borge fue que el gobierno de Nicaragua no tenía mucho que ver con Go-
rriarán. Sin embargo, Nosiglia le respondió que el MfP sí tenía mucho que ver
porque el gobierno argentino tenía información de que el terrorista argenti-
no había sido funcionario del gobierno sandinista, había asesorado en la con-
formación de la policía de Managua, había organizado y ejecutado el asesina-
to en Asunción del dictador Anastasio Somoza y, en Honduras, el de Pablo
Emiliano Salazar, alias "comandante Bravo", ex integrante de la Guardia Na-
cional de Nicaragua, líder de una incipiente contrarrevolución.
Borge se sorprendió de la información que se manejaba en la Argentina
y se comprometió a viajar a La Habana para entrevistarse con Manuel Piñei-
ro, jefe del Departamento América del Partido Comunista cubano, es decir,
el máximo responsable de las organizaciones armadas en América Latina,
también conocido como "Barbarroja", para ver si conocía la información
que le habíamos brindado. Gorriarán Merlo era buscado por las autoridades
desde 1983, cuando mediante el decreto 157 ordené la detención del militan-
te del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) por los delitos de "homici-
dio, asociación ilicita, instigación pública a cometer delitos, apología del cri-
men y otros atentados contra el orden constitucional", cometidos con
posterioridad a los beneficios otorgados por la ley de amnistía sancionada el
25 de mayo de 1973.
Algunos de los muertos o detenidos en el ataque eran militantes histó-
ricos del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) que habían te-
nido una larga experiencia en acciones armadas. El gobierno rastreó du-
rante mucho tiempo la posibilidad de la participación de extranjeros en el
ataque, pero nunca se pudo comprobar nada. El punto de apoyo para la in-
vestigación era la presencia de Gorriarán Merlo en la organización y direc-
ción del ataque.
Tras el asalto a La Tablada, el embajador nicaragüense, Ariel Granera, ma-
nifestó su solidaridad con las instituciones democráticas "en este momento
trágico que vive el pueblo argentino". Granera negó en forma terminante
que Gorriarán Merlo hubiera participado en Nicaragua en actividades oficia-
les y aclaró que el gobierno sandinista no se hacía "responsable de lo que ha-
gan ciudadanos extranjeros después de visitar Nicaragua". "Ese señor -en
referencia a Gorriarán- no ha ocupado ni ocupa función oficial en el gobier-
no de Nicaragua. En algún momento estuvo por allá, lo cual es público, en
los primeros años de la revolución, como lo hacían ciudadanos de diferentes
países, sin que esto significase que el gobierno de mi país tuviese alguna re-
lación política con ese señor."
La reaparición de grupos que se arrogaban la representación de la volun-
tad popular, cuando se estaba a pocos meses de poder ejercerla libremente,
demostraba hasta qué grado había llegado la irracionalidad de pequeños sec-
tores desvinculados de las ambiciones de paz de la sociedad argentina.
En momentos en que estábamos por dar uno de los pasos más firmes pa-
ra consolidar el sistema después de muchos años, aparecían enemigos de la
democracia, enemigos de que el conjunto del pueblo argentino protagoniza-
ra la historia. Ellos se consideraban los únicos protagonistas.
El tiempo electoral configuró un factor adicional de importancia. La ma- j
yor parte de los partidos y candidatos, especialmente el PJ y la UCeDé, opta-
ron por una táctica de ataque frontal al gobierno, buscando tal vez una capi-
talización electoral de los hechos. El cálculo de las consecuencias del
enfrentamiento no fue ajeno a los análisis políticos.
El gobierno decidió castigar con todo el peso de la ley y con todas las ga-
rantías constitucionales a los responsables del ataque. Así lo manifesté en los
considerandos del decreto 90/89, de duelo nacional en homenaje a los efec-
tivos caídos durante la represión del ataque a La Tablada:

Hechos como los sucedidos conmocionan y angustian a una sociedad que
ha elegido reglas racionales de convivencia en el marco del disenso demo-
crático y la paz social.
Quienes hoy confunden la posibilidad que brinda un sistema que abar-
ca la convivencia de posiciones políticas disímiles, con los métodos de la
violencia y de la muerte, han tenido notoria responsabilidad material e ideo-
lógica en la decadencia argentina.
El pueblo argentino aprendió a través de una dura experiencia que la
violencia no es el camino para la acción política y que la verdadera fortale-
za no está en las armas, sino en la convicción del respeto permanente a las
libertades cívicas y en la aplicación irrestricta de la ley frente a las amenazas
impuestas por métodos intolerables basados en el odio irracional.
En consecuencia, los necios personeros de la muerte, que se arrogan la
representación de los derechos del pueblo basados en mandatos que se ori-
ginan en su imaginación desviada, no han de eludir la fuerza de la ley, ni tam-
poco pueden suponer que harán recaer a la sociedad argentina en la trampa
que significó combatirlos desde la ajuridicidad.

La legalidad de la represión

Desde algunos sectores de la oposición se cuestionó la legalidad de la repre-
sión que ordené. Argumentaron que la Ley de Defensa no permitía la utili-
zación de militares en cuestiones de seguridad interna.
El ataque a La Tablada fue considerado un hecho de seguridad interior,
excluido, por lo tanto, de los dictados de la Ley de Defensa. Esa ley, en su ar-
tículo 2, limita su ámbito a las agresiones de origen externo, a la vez que en
su artículo 4 señala la diferencia fundamental que separa la defensa de la segu-
ridad, remitiendo el tratamiento de esta última a una ley que debía dictarse y
sobre la que el gobierno ya contaba con borradores casi definitivos. Era en-
tonces necesario activar el proceso legislativo de la Ley de Seguridad Interior,
y continuar, mientras tanto, por la vía de los decretos especiales para com-
plementar vacíos existentes y resolver situaciones dudosas, conservando en
todo momento la iniciativa institucional.
Las facultades del Presidente para decidir esa y toda intervención de las
Fuerzas Armadas emergen de la propia Constitución, por lo que no puede
haber una ley que restrinja y, menos, que impida su ejercicio. El Presidente es
el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas y tiene además la máxima res-
ponsabilidad en la prevención del orden constitucional. No debieron confun-
dirse, como lo hicieron algunos opositores malintencionado s, las demoras
propias de un proceso complejo y necesariamente consensuado de elabora-
ción legislativa -respecto a la Ley de Seguridad Interior- con la inexistencia
de un orden jurídico suficiente para la defensa de la seguridad interna.
Podría decirse que la inexistencia de una ley de ese tipo le restaba organi-
cidad a la respuesta del Estado. Pero ello de ninguna manera significaba que
no existiera un soporte constitucional y legislativo que permitiera una res-
puesta pronta y eficaz ante cualquier ataque de la naturaleza del producido
en La Tablada.
La Constitución nacional, la legislación penal, los códigos de procedi-
miento y, sobre todo, la Ley de Defensa de la Democracia son instrumentos
muy claros en ese sentido. Esta última es una ley que está pensada precisa-
mente para responder a las acciones de grupos terroristas. En los fundamen-
tos de la norma se ven con claridad el diagnóstico y la precisión de las defi-
niciones acerca del terrorismo, sus alcances y las formas más adecuadas para
combatirlo dentro del estado de derecho. Constituye una expresión legislati-
va de avanzada, inspirada en leyes similares existentes en todas las democra-
cias occidentales. Su artículo 7 es extremadamente preciso en cuanto a la des-
cripción de bandas armadas, como la que operó en La Tablada.
El entonces senador Antonio Berhongaray respondió con claridad a una
acusación lanzada al gobierno por la UCeDé, liderada por Álvaro Alsogaray,
por la utilización de las Fuerzas Armadas en la represión del ataque al RI3:

La actuación de las Fuerzas Armadas en La Tablada -afirmó Berhongaray
en una discusión parlamentaria- está encuadrada en el concepto de legíti-
ma defensa. Toda persona física o jurídica que se viera atacada tiene dere-
cho a defenderse, y en muchos casos la obligación de hacerlo. En el artícu-
lo 524 del Código de Justicia Militar (CJM), y en el 34, incisos 4 y 6, del
Código Penal, las Fuerzas Armadas tienen la obligación legal de defender
sus unidades. Desde el jefe de la unidad hasta el centinela son sancionados
seriamente por el CJM cuando sus actividades ponen en peligro la integri-
dad de la Unidad. La obligación de defenderla surge de la propia ley.

El 25 de enero de 1989, dos días después del cruento episodio, firmé el de-
creto de creación del Consejo de Seguridad Nacional (COSENA), que yo pre-
sidía y en el que decidí incluir a los jefes de Estado Mayor de las Fuerzas Ar-
madas, según las atribuciones que me otorgaba la Ley de Defensa. Los
fundamentos en los que me basé para su creación fueron los siguientes:
Los graves hechos acaecidos en el Regimiento de La Tablada entrañan un :
indudable riesgo para la vida y la libertad de los habitantes de la Nación. En
consecuencia, el presidente de la Nación debe ejercer en plenitud las facul-
tades que la Constitución Nacional le acuerda para el cumplimiento de los
objetivos.
Este ejercicio requerirá del Presidente la toma de las decisiones condu-
centes a prevenir, controlar y sofocar eficientemente la eventual repetición
de este tipo de sucesos.

Recordé también que en diciembre de 1987, la Mesa de Consenso formada
por doce partidos políticos había expresado que la naturaleza política y jurí-
dica del estado de Derecho otorga al poder constitucional las facultades de
disponer de todos los recursos humanos y materiales para consolidar la paz
interior.
El COSENA tenía por objeto asesorar al presidente de la Nación en los
temas que él sometiera a la consideración del organismo, vinculados con las
medidas a adoptar para conjurar todo hecho de violencia organizada.
Además, asesoraría al Presidente sobre la estrategia para la acción antisub-
versiva, la articulación de los mecanismos de seguridad y de las tareas de in-
teligencia operativa, y la coordinación de las acciones con los diversos go-
biernos provinciales.
El doctor D' Alessio, en una de las primeras reuniones, solicitó infor-
mación sobre el destino de las armas secuestradas a los terroristas, y el rol
de combate para el copamiento urdido por los del MTP, es decir, el nom-
bre de cada uno de los que ingresaron al cuartel y su tarea específica.
Si me apuré para estar presente en el cuartel cuando todavía se escuchaban
algunos disparos, fue precisamente para evitar que se produjeran episodios re-
ñidos con las garantías que ofrece el estado de Derecho. Cualquiera sabe que
en el fragor de un enfrentamiento en donde se ha visto morir a compañeros
y amigos no es improbable que se cometan, finalizado el combate, actos reñi-
dos con la ley. La Justicia existe precisamente para poner límites a las pasiones
descontroladas de los hombres, particularmente cuando actúan en situaciones
límite. A pesar de la confianza que depositaba en los mandos del Ejército, no
descartaba que pudieran producirse actos que debían evitarse.
Desoí entonces los consejos de funcionarios y amigos que trataron de de-
morar mi presencia hasta que se cumplieran todas las condiciones de seguri-
dad y me trasladé a La Tablada. Ya he dicho que tuve que hacer un esfuerzo
para mantener firme mi ánimo frente al espectáculo que presencié. Pregun-
té cuántos detenidos había, en qué condiciones estaban y dónde habían sido
alojados. Las respuestas que recibí en ese momento fueron precisas y no des-
confié de mis interlocutores. Había 31 guerrilleros y 11 militares muertos. De
todos modos, el juez Larrambebere ya había estado en el lugar y tomado co-
nocimiento de todo el episodio, así como del listado de detenidos.
Es de suma importancia destacar la celeridad y transparencia con que se ma-
nejó el doctor Larrambebere. En todos los procedimientos realizados se cum-
plió con todos los requisitos de absoluta legalidad y pulcritud de procedimien-
tos, siguiéndose a rajatabla los preceptos constitucionales de la defensa en juicio
de los acusados.
Los detenidos fueron alojados en una dependencia de la Policía Bonaeren-
se. El juez, a pesar de su jurisdicción en la provincia de Buenos Aires, decidió
trasladarlos a dependencias de la Policía Federal como una medida de seguri-
dad. La muerte del comisario García García le hizo temer que la policía
provincial pudiera intentar alguna venganza con los detenidos. El doctor
D'Alessio logró disponer en el Palacio de los Tribunales de un sector en
donde el magistrado pudiera tomar declaraciones a los terroristas.
El viernes 27, cuando el doctor Larrambebere se constituyó en las insta-
laciones, hubo un incidente entre los detenidos y los custodios de la Policía
Federal, encargados del traslado de los imputados desde el Departamento de
Policía hasta la alcaidía de los Tribunales. Uno de los presos denunció ante el
juez que los detenidos recibían golpizas y constantes malos tratos de parte
de sus carceleros, por lo que inmediatamente el magistrado inició una causa
por separado para determinar responsabilidades, tanto entre los policías en-
cargados de la custodia de los presos como del personal del Servicio Peni-
tenciario, responsable de la seguridad dentro de los Tribunales. Comprobó
que uno de los detenidos permanecía encapuchado y acostado boca abajo en
una loseta castigada por el sol, en una jornada de más de 35 grados de tem-
peratura. El juez ya había ordenado con anterioridad que los detenidos fue-
ran revisados por médicos forenses para determinar el estado de salud en
que se encontraban. Tras las denuncias concretas de malos tratos se ordenó
una nueva revisación cuyos resultados no conformaron al magistrado. El je-
fe de la Polida Federal, mi recordado comisario Juan Ángel Pirker, primer
responsable de la integridad física de los detenidos, había comprometido su
palabra para asegurar el traslado y las condiciones de detención de los mili-
tantes del MTP.
Tras la intervención del juez Larrambebere, los policías encargados de
la seguridad de los presos se retiraron del lugar en señal de protesta, dejan-
do casi sin custodia a los atacantes y a las instalaciones tribunalicias, lo que
fue solucionado rápidamente por Pirker, quien sumarió a los responsables
del hecho.
En tanto, desde el diario La República de Montevideo, el PRT había de-
l
nunciado fusilamientos y desapariciones durante la represión del copamien-
to, denuncias que eran anónimas de presuntos integrantes del PRT y .o
presuntos partícipes del ataque, hecho curioso, ya que Roberto Felicetti,
uno de los detenidos dirigentes del MTP, negó varias veces la participación
del PRT en el hecho. Desde el gobierno ordenamos investigar las denuncias
y versiones al respecto.
El procurador D' Alessio se reunió con los fiscales para analizar con de-
tenimiento todas las filmaciones realizadas por los canales y las fotos apare-
cidas en varias revistas porteñas, pero no se pudo determinar la existencia
de elementos que pudieran hacer pensar en fusilamientos o desaparición de
alguno de los atacantes. Según pudo determinarse, dos de los detenidos po-
drían haber escapado durante la confusión. Según se me informó, en un vi-
deo se vio cuando se incendiaba un edificio del cuartel bombardeado por
los efectivos de la represión. En ese momento se acercó al edificio un grupo
de comandos que ayudó a salir a los que estaban adentro. El lugar en cues-
tión era utilizado por los mandos del cuartel para retener a los conscriptos
presos por desertores. En la confusión, cuando todos salían por una de las
ventanas no estaba bien claro quién era desertor y quién integrante del gru-
po atacante.
Los mismos desertores -que estaban detenidos- señalaron al salir a quie-
nes habían asaltado el cuartel. A esos los detuvieron y se vio cómo la policía
de la provincia exigía a los gritos a los militares que matasen a los terroristas.
Los policías no sólo gritaban e insultaban sino que comenzaron a disparar
sobre los militares y los detenidos. Tanto es así que varias veces todos debie-
ron tirarse cuerpo a tierra para evitar los balazos de las fuerzas de seguridad.
Al parecer, uno de los atacantes presos estaba herido. El video sigue hasta
que el grupo se pierde detrás de unos árboles. Por eso el fiscal insistió en que
debían aparecer los dos detenidos que figuraban en esa fJlmación y que nun-
ca se volvieron a ver.
Se trataba de Iván Ruiz y de José Alejandro Díaz, quienes habrían queda-
do en poder de un oficial de apellido Nacelli. Este último reconoció haber-
los detenido y entregado a un cabo de nombre Steigman, quien testimonió
haberlos llevado a punta de fusil hacia el interior del cuartel; a continuación
estuvieron en poder del mayor Varanda, quien a su vez declaró haberlos en-
tregado a un suboficial llamado Esquivel. Este último figura en la nómina de
los muertos en el enfrentamiento, por lo que Varanda presumió que Ruiz y
Díaz se habrían fugado. El general Arrillaga, comandante de la recuperación
del cuartel, explicó que probablemente habrían escapado cuando se los lle-
vaba a la enfermería acompañados por un soldado.
En la causa que se instruyó al respecto, se pidió al Ministerio de Defen-
sa que se identificara al oficial Varanda que aparecía en el video llevándose
a los dos detenidos. El oficial fue identificado y en su declaración señaló que
los tenía en custodia y uno de ellos estaba herido. En ese momento, según
sus dichos, pasó una ambulancia que se detuvo a su lado, por lo que le pidió
al encargado del vehículo, un cabo del Ejército, que llevara al detenido heri-
do a un hospital. Le dejó los dos presos en custodia al cabo y fue a seguir
con su tarea.
El cabo declaró en la causa que en lugar de hacerse cargo de los deteni-
dos partió con su vehículo a atender a un herido grave y le dejó los atacan-
tes a un suboficial de apellido Esquivel. Este suboficial apareció muerto y
nunca se supo cómo. Existe una hipótesis de que uno de los detenidos apro-
vechó la confusión para disparar contra Esquivel y luego, con su compañe-
ro, escabullirse en medio del desorden.
Las denuncias realizadas muchos años después por el sargento ayudante
José Almada, junto a su ex contrincante Enrique Gorriarán Merlo, el 18 de
febrero de 2003, desmienten esta hipótesis y plantean que, probablemente,
los jóvenes Ruiz y Díaz podrían haber sido torturados y fusilados en "ejecu-
ción sumaria".
En ese entonces, sectores de izquierda denunciaron que faltaba otro de-
tenido cuyo alias era "Tierno". Sin embargo, poco más tarde la policía logró
ubicarlo en Río de Janeiro, y tras pedirse su extradición, fue rechazada por
considerar las autoridades brasileñas que se trataba de una acusación por un
hecho dc carácter político.
Las denuncias conocidas más recientemente, particularmente la del sar-
gento ayudante Almada antes mencionada, resultan verosímiles, particular-
mente en relación con las no completamente esclarecidas muertes de los
jóvenes Díaz y Ruiz. Corresponde a la Justicia establecer si ameritan la rea-
pertura de las llamadas "causas paralelas". Estremece pensar que se estuvo
en ese enfrentamiento en los bordes de una masacre aún mayor.

Acusaciones a funcionarios de mi gobierno

Antes del ataque, el 16 de enero de 1989, el dirigente del MTP Jorge Baños
-muerto en el asalto-, que había sido abogado del CELS durante los años
ochenta y militante de la Juventud Peronista en la década de 1970, Francisco
Provenzano, militante del ERP, Roberto Felicetti, ex jefe del Partido Intransi-
gente en Mar del Plata, y el sacerdote Antonio Puigjané ofrecieron una
conferencia de prensa para suministrar detalles de un presunto "complot
golpista" acordado entre Carlos Menem, Lorenzo Miguel y Mohamed Alí
Seineldín, denuncia que tuvo amplia repercusión en la opinión pública.
Previamente, a fines de diciembre de 1988, Baños había denunciado ante
el juez federal Alberto Piotti que los carapintadas eran "golpistas y no sim-
ples amotinados", y planteó que los sucesivos levantamientos perpetrados en
Semana Santa, Monte Caseros y Villa Martelli no tenían otro objetivo que
"dar un golpe institucional para reemplazar a Alfonsín". La denuncia del MTP
señalaba que existía un complot para desplazar de su cargo al Presidente y en
su lugar erigir al vicepresidente Víctor Martínez o, en su defecto, instalar un
gobierno provisional que concediera las demandas de los militares que se ha-
bían sublevado en Villa Martelli, bajo el mando del coronel Seineldín.
Las denuncias se basaron en testimonios de personas que declararon ha-
ber estado en contacto con militares que les habían confiado la intención de
concretar ese complot. Los integrantes del MTP informaron que se había
efectuado una reunión en la localidad bonaerense de Castelar, precisamente
en la casa de un escribano de apellido Ferrari, en la que habían participado
Menem, Seineldín y Miguel. El testigo que declaró esto señaló que, ante su
incredulidad frente a lo que le habían contado, le mostraron una foto en la
que estaban los mencionados participantes.
Tras la denuncia del MTP, tanto Carlos Menem como Lorenzo Miguel y el
abogado Flavio Ferrari negaron terminantemente cualquier participación en
los hechos denunciados, y se pusieron a disposición del juez federal Martín
Irurzún, a cargo de la investigación, para aclarar cualquier duda de la Justicia.
Por su parte, Víctor Martínez negó en forma tajante la versión, a la que cali-
ficó de "absurda", porque se hubiese tratado de "una anormalidad institucio-
nal", en tanto no descartó que se hubiesen producido contactos entre
Menem y Seineldín, porque esos actos estaban "dentro de las incoherencias
del candidato justicialista".
La decisión de Menem de aprovechar el ataque a la unidad militar para
atribuirle a mi gobierno toda la responsabilidad del hecho era tan fuerte
que las primeras declaraciones del entonces candidato del PJ al enterarse del
copamiento de La Tablada, poco después del mediodía del 23 de enero,
fueron las siguientes: "Esto es producto del incumplimiento del gobierno
respecto del pacto acordado con el coronel Seineldín". De estos dichos
surge la sospecha de que Menem -sin saber hasta ese momento que se tra-
taba de un ataque de la extrema izquierda- esperaba alguna acción de los
carapintadas que comandaba Seineldín. Las declaraciones de Menem apa-
recen en la nota publicada en la página 11 del diario La Nación del 24 de
enero, en la que se agrega que el candidato justicialista "jugaba al tenis en
el balneario Nuevo Horizonte del Sol, cerca del faro marplatense, gran par-
te de la mañana". Por su parte, en la página 10 de La Prensa del 24 de ene-
ro, Menem señaló que "el propio Presidente se encargó de decir el viernes
que no estábamos exentos de nuevos remezones en el ámbito castrense, y
aquí están las consecuencias de la falta de claridad en la conducción de las
Fuerzas Armadas".
Tras la formalidad de responder a la Justicia, luego de la denuncia de
Arias, que en el ámbito de la Presidencia o de la SIDE no existían anteceden-
tes de una supuesta "autoría intelectual" de los hechos de La Tablada, reali-
cé una serie de consideraciones sobre la cuestión:

Como presidente de la nación, y por la representación que invisto, soy el pri-
mer interesado en que las sospechas arrojadas sobre miembros de mi go-
bierno sean debidamente esclarecidas.
En caso contrario, es justo que la sociedad argentina sepa quiénes la da-
ñan, incorporando, después de la agresión criminal, la violencia de los fal-
sos conceptos.
La acción independiente de los jueces es el resguardo básico del esta-
do de Derecho.
De la incorporación de pruebas, el debate racional y la decisión funda-
da, la sociedad espera toda la luz sobre los hechos que la afectan.
Una vez más, el afianzamiento de la Justicia constituye el verdadero ca-
mino hacia la paz.
El Poder Ejecutivo Nacional siente el imperativo de expresar la volun-
tad de brindar su máximo esfuerzo en apoyo de la investigación iniciada por
V.S. a quien Dios guarde.

La denuncia realizada por Carlos Menem a través de su abogado César Arias
fue tan descabellada como la sanguinaria acción de los terroristas en La Ta-
blada. Una respuesta a la agresión del candidato del PJ la dio en forma aca-
bada mi amigo, el entonces presidente del bloque de diputados radicales, el
"Chacho" César Jaroslavsky:

La escena política del país ha estado ocupada por el desarrollo de las sensa-
cionales denuncias formuladas por el doctor Carlos Menem en relación a lo
que él consideró la complicidad o la autoría intelectual por parte de hom-
bres del gobierno de la Unión Cívica Radical, del copamiento del regimien-
to de La Tablada.
Ante la gravedad inusitada de tales afirmaciones, el presidente de la na-
ción instruyó para que se promoviera la inmediata intervención de la Justi-
cia en la investigación de tales denuncias.
El doctor César Arias, actuando como apoderado del candidato Menem,
respondió a la requisitoria del juez, y luego de solicitar prórroga de plazos,
finalmente presentó ayer la denuncia.
No hemos advertido, en una rápida lectura, la existencia de un solo cargo
fundado. A nadie se nombra como responsable de esa supuesta autoría intelec-
tual. A nadie se señala como cómplice de los hechos trágicos de La Tablada.
El citado letrado se limita a concatenar algunos sueltos periodísticos pu-
blicados en El Informador Público, libelo que debería llamarse "El mentiroso
público", y otro órgano de circulación por abono, que con similares carac-
terísticas practica el amarillaje periodístico para deshonra de la profesión.
(...)
La opinión pública ha sido burlada. Bien podía pensar el ciudadano despre-
venido, con buena fe, que "algo habría , a partir del hecho de que nada me-
nos que un candidato a la Presidencia de la República formulara tan reso-
nantes y espectaculares afirmaciones que cuidadosamente no han sido
convalidadas en el texto de la resolución del máximo organismo ejecutivo
de su propio partido. Lo que hay es nada. Absolutamente nada mas que una
penosa demostración de irresponsabilidad.
Yo espero que esto no quede impune. Yo espero y confío en un pronto
pronunciamiento del juez sobre la presentación del letrado del doctor Me-
nem, en nombre de su mandante y en el propio.
Porque estoy seguro de que el buen nombre y el honor de las personas
es un bien jurídico que el estado de derecho preserva. y que debe haber juz-
gamiento de aquellos que han levantado calumnias, que han difamado.
Pero hay otro juicio tan importante como éste que protege el derecho
de los particulares. Es el del pueblo, que debe sancionar con ejemplaridad
una actitud tan deleznable y artera como la que supone utilizar su dolor y su
indignación ante el vesánico crimen perpetrado por el terrorismo, en la in-
concebible empresa de convertir la muerte en una mercadería electoral.

Desde el entorno del candidato del PJ a la Presidencia se acusó al ministro
del Interior Enrique Nosiglia de haber mantenido encuentros con integran-
tes del MTP previos al ataque a La Tablada. Nosiglia desvirtuó así los ataques
salvajes de la oposición, dispuesta a utilizar cualquier medio para triunfar en
las inminentes elecciones:

Desde los 14 años he hecho política en mi país. Siempre pensé que el diálo-
go era uno de los medios de que disponía para resolver conflictos. Desde
esa época hablé con mucha gente y pude encontrar soluciones a muchos
problemas. Por supuesto, hubo muchos diálogos inútiles, inconducentes.
Pero no me arrepiento de ninguna de mis charlas políticas.
Yo he conocido personalmente a los señores Baños, Felicetti y Proven-
zano. Los padres de este último han sido íntimos amigos de mis padres. To-
dos ellos se manifestaron todos estos años decididos sostenedores del siste-
ma democrático aunque críticos de nuestro gobierno. Todos ellos militaban
en la superficie y mostraron señales sólidas de haber emprendido el camino de la
disputa electoral. En ese carácter he dialogado con ellos.
Niego terminantemente que los nombrados me hayan transmitido sus
intenciones. Rechazo con el mismo énfasis la simpleza mental de identificar
una charla con complicidad o complacencia. Impugno el argumento que in-
dica que sólo se habla con los amigos.

El peronismo menemista y el "carapintadismo", en absoluta connivencia
en ese entonces, afirmaron que nosotros habíamos alentado el hecho de La
Tablada para producir un golpe de Estado revulsivo con la finalidad últi-
ma de que no asumiera Menem el gobierno. La verdad es que a más"de 15
años de producido el ataque al cuartel de La Tablada no se encuentran cau-
sas suficientes que expliquen una acción suicida como la perpetrada por el
grupo del MTP. Sólo pueden hacerse especulaciones, algunas más cercanas
a la verdad que otras, pero la realidad de lo sucedido sólo puede ser recons-
truida con los distintos testimonios que se fueron brindando con el correr
de los años.
Entre las hipótesis que existen en torno del hecho se cuenta la de que se
trató de una operación de inteligencia, no sé exactamente de qué sector, des-
tinada a fortalecer a los sectores más legalistas de las Fuerzas Armadas fren-
te al carapintadismo, no sé con qué fines pero aparentemente reivindicatoria
de un sector del Ejército frente a la sociedad, además de instalar la idea de la
necesidad de las Fuerzas Armadas frente a la agresión de una izquierda vio-
lenta. Ésta es una conclusión a la que algunos observadores han arribado lue-
go de varios años de análisis y a partir de declaraciones de Gorriarán Merlo,
con sus dichos recogidos a lo largo del tiempo.
Con igual lógica conspirativa podía elucubrarse la hipótesis de que la ope-
ración de inteligencia, con una perversa maquinaria de acción psicológica a
su favor, se organizó con el objetivo de favorecer un ascenso condicionado
del candidato Menem al gobierno, en su alianza con los sectores del autode-
nominado "ejército nacional". Hay una versión muy firme respecto de que la
inteligencia del Ejército sabía de un eventual ataque del MTP. No existe ma-
nera de probarlo, pero sí muchas sospechas de que fue así. Según pudo sa-
berse tiempo después del ataque, hubo un oficial de inteligencia del Ejército
que tenía una línea de contactos con el MTP, Y les hacía creer que podía ha-
ber un golpe de los carapintadas.
Roberto Felicetti, desde la cárcel, insistió con la teoría de un posible gol-
pe de Estado. "Fuimos a luchar como pensábamos que haría cualquier argen-
tino si supiera que va a haber un golpe de Estado", señaló el integrante del
MTP, quien durante el reportaje realizado por un semanario se indignó cuan-
do se le preguntó si podían haber sido víctimas de una operación de inteli-
gencia: "De esa manera se pretende encubrir la certeza de nuestra denuncia
y hacemos aparecer como locos".

El informe de la Comisión lnteramericana de Derechos Humanos

En 1997 fue publicado el informe sobre los hechos de La Tablada elabo-
rado por la Comisión lnteramericana de Derechos Humanos (CIDH). Allí
hay conclusiones que pueden compartirse o rechazarse, pero no soslayar-
se. Durante la instrumentación de la investigación realizada por la Comi-
sión, en un trabajo que le insumió varios años, en reiteradas ocasiones se
reclamó al Estado argentino respuestas sobre algunos puntos denunciados
por los atacante s, reclamos que casi nunca fueron satisfechos. La indife-
rencia del gobierno de entonces en cuanto a ejercer la defensa del Estado
argentino frente a las denuncias de los atacantes ante el organismo inter-
nacional no fue casual. ¿Qué le importaba al gobierno de Menem defen-
der a mi gobierno?
Recién en 1997, el Estado argentino solicitó una "reconsideración de las
conclusiones" de la Comisión sobre la base de "consideraciones de hechos
que no habían sido anteriormente aducidas". El pedido resultó extemporá-
neo Y la CIDH lo hizo notar en su informe.
De todos modos, el informe de la CIDH destacó la validez legal de la re-
presión, tema que había sido cuestionado tanto desde la oposición política
durante mi gobierno, como por los representantes legales de los atacantes.
Son interesantes las conclusiones:

Los incursores participaron en un ataque armado que fue cuidadosamente
planificado, coordinado y ejecutado, una operación militar contra un objeti-
vo militar característico: un cuartel. El oficial a cargo del cuartel procuró,
como era su deber, rechazar el ataque; el presidente Alfonsín, en el ejercicio
de sus facultades constitucionales de comandante en jefe de las Fuerzas Ar-
madas, ordenó que se iniciara una operación militar para recuperar el cuar-
tel y someter a los atacantes.
Los atacantes sostuvieron que el motivo del copamiento -detener un
presunto golpe de Estado- se basó en el artículo 21 de la Constitución Na-
cional: "Empuñar las armas en defensa de la Constitución", y que por ser
su causa justa y legal, el gobierno debía asumir la plena responsabilidad mo-
ral y legal por el uso excesivo e ilegal de la fuerza para recobrar el cuartel.
Cuando civiles como los que atacaron el cuartel de La Tablada asumen
el papel de combatientes al participar directamente en el combate, sea en
forma individual o como integrantes de un grupo, se convierten en objeti-
vos militares legítimos. En tal condición están sujetos al ataque directo indi-
vidualizado en la misma medida que los combatientes.
Por consiguiente, en virtud de sus actos hostiles, los atacantes de La Ta-
blada perdieron los beneficios de las precauciones en cuanto al ataque y
contra los efectos de ataques indiscriminados o desproporcionado s, acorda-
dos a los civiles en actitud pacífica.
La Comisión no ha recibido reclamo alguno de esas personas contra el
Estado argentino donde se sostenga que ellas o sus propiedades sufrieron
daños como consecuencia de las hostilidades en el cuartel.
Cuando los incursores atacaron el cuartel de La Tablada asumieron clara-
mente el riesgo de encontrar una respuesta militar del Estado. El hecho de que
las fuerzas militares argentinas fueran superiores en número y dispusieran de
mayor poder de fuego, y que lo emplearan contra los atacantes, no puede repu-
tarse por sí mismo como violación de norma alguna del derecho humanitario.
Los guerrilleros alegaron que las fuerzas militares argentinas ignoraron
deliberadamente el intento de rendición de los atacantes cuatro horas des-
pués de comenzado el ataque, y para ello presentaron como prueba una gra-
bación de TV.
Tras observar cuidadosamente la cinta, puede verse muy brevemente
una bandera blanca en una ventana, sin embargo esta escena no está conec-
tada a alguna de las otras, ni tampoco contiene indicación del momento pre-
ciso en que ocurrió. La segunda escena muestra una imagen más amplia de
uno de los edificios en el momento en que recibe una andanada de tiros,
presumiblemente disparada por las fuerzas argentinas. Luego de observar
esta segunda escena varias veces y muy detenidamente, la Comisión no pu-
do identificar la bandera blanca que supuestamente se estaba agitando des-
de dentro del edificio por parte de los atacantes del MTP.
Empero, también la videocinta es notable por lo que no muestra. No
identifica la hora exacta o el día en que se hizo el intento putativo de rendi-
ción. Tampoco muestra qué ocurría al mismo tiempo en otras partes del
cuartel donde se hallaban atacantes. Si estas personas, por cualquier motivo,
continuaban disparando o cometiendo otros actos hostiles, las fuerzas mili-
tares argentinas podían razonablemente creer que la agitación de la bandera
blanca constituía una estratagema para engañarlas o distraerlas.
Por ende, debido a la naturaleza incompleta de la prueba sometida, la
Comisión no está en condiciones de concluir que las fuerzas armadas argen-
tinas rechazaron deliberadamente un intento de rendición de los atacante s a
las nueve de la mañana del 23 de enero de 1989. La Comisión sí puede se-
ñalar que el hecho de que hayan sobrevivido atacantes tiende a desmentir
cualquier intimación de que se haya impartido realmente la orden de no
conceder cuartel.
La videocinta es aún menos probatoria de la afirmación de los atacantes
en el sentido de que las fuerzas militares argentinas emplearon armas incen-
diarias contra los atacantes.

En cuanto a las denuncias sobre la supuesta desaparición de algunos ata-
cantes, y de eventuales fusilamientos y torturas a otros, la CIDH determinó
lo siguiente:

Se toma nota del hecho que el Estado argentino, en sus comunicaciones a
la Comisión, declinó siquiera referirse a las denuncias sobre desaparición de
personas, y mucho menos negarlas o rebatirlas. A pesar del silencio del Es-
tado sobre esta cuestión, la Comisión no considera que la información su-
ministrada por los peticionarios es suficiente para acreditar que Roberto
Sánchez, Carlos Alberto Burgos, Iván Ruiz, José Alejandro Díaz, Carlos
Samojedny y Juan Manuel Murúa hayan sido víctimas de una desaparición
forzada por parte de agentes de dicho Estado.
Aunque la evidencia del expediente conduce a comprobar que algunas
de dichas personas estuvieron detenidas por agentes del Estado luego de su
rendición, no existen elementos suficientes para establecer que las autorida-
des se hayan negado a reconocer tal privación de libertad o a informar lo
acontecido con ellos.
En ausencia de tales elementos, la Comisión no está en condiciones de
afirmar que los agentes del Estado hayan procedido al ocultamiento de los
seis cadáveres de las personas indicadas como desaparecidas en la denuncia.
En tal sentido, los propios peticionarios señalan en la misma que los res-
tos mortales de algunos atacantes estaban mezclados y que, en consecuen-
cia, resultaba imposible su identificación. Por lo tanto, la Comisión conclu-
ye que no se configuran en el presente caso los presupuestos fácticos y
jurídicos necesarios para establecer la existencia de desapariciones forzadas.
La información disponible en el expediente es suficiente para establecer
que Carlos Alberto Burgos y Roberto Sánchez fueron capturados con vida
y se encontraban en poder de agentes del Estado argentino después de ren-
dirse el 23 de enero. Teniendo en cuenta que el Estado mantuvo un absolu-
to silencio procesal al respecto, la Comisión estima que existen suficientes
elementos de convicción para concluir que los mencionados fueron captu-
rados con vida y luego ejecutados por agentes del Estado argentino.
Iván Ruiz y José Alejandro Díaz habrían quedado en poder de un oficial
de apellido Nacelli. Este último reconoció haberlos detenido y entregado a
un cabo de nombre Steigman, quien testimonió haberlos llevado a punta de
fusil hacia el interior del cuartel; a continuación estuvieron en poder del ma-
yor Varanda, quien a su vez declaró haberlos entregado a un suboficial llama-
do Esquivel. Este último figura en la nómina de los muertos en el enfrenta-
miento, por lo que Varanda presume que Ruiz y Díaz se habrían fugado.
Díaz y Ruiz fueron capturados con vida por los militares, y ante la am-
plia superioridad numérica de las fuerzas de seguridad, no se puede aceptar
la teoria de las autoridades según la cual ambos, desarmados y malherido s,
se habrían escapado luego de estar en poder de los militares.
A pesar de ser el portador de la carga de probar la inexactitud de las de-
nuncias de los peticionarios, el Estado argentino mantuvo un absoluto si-
lencio respecto a la cuestión. En consecuencia, la Comisión concluye que
existen suficientes elementos de convicción para afirmar que Iván Ruiz y
José Alejandro Díaz fueron capturados con vida y posteriormente ejecuta-
dos, luego de encontrarse bajo la custodia y el control exclusivo de los
agentes militares que recuperaron el cuartel.

En la presentación realizada por el Estado en el año 1997, considerada ex-
temporánea por la CIDH, se llegó a las siguientes conclusiones:

No existe evidencia de que Carlos Alberto Burgos y Roberto Sánchez hayan
sobrevivido y estado en poder de los militares que recuperaron el cuartel de
La Tablada. El Estado afirma que los citados atacante s habrían fallecido en
un incendio en la Guardia de Prevención del cuartel. Agrega que no hubo
una investigación especial de los sucesos relacionados con Burgos y Sán-
chez, pero que tampoco hubo denuncia alguna en la Argentina sobre la de-
tención y ejecución extrajudicial de los mismos.
En cuanto a Iván Ruiz y José Alejandro Díaz, el Estado recurre a las de-
claraciones de los soldados y oficiales en la causa Abella para señalar que el
sargento Esquivel, último militar que estuvo a cargo de los atacantes, falle-
ció de un disparo en la cabeza. El Estado efectúa una reconstrucción de los
hechos que lo lleva a concluir que Ruiz y Díaz dejaron de estar bajo la cus-
todia y control de agentes del Estado a partir de la muerte de Esquivel.
Igualmente, el Estado concluye que las circunstancias que rodearon la muer-
te de Esquivel demostrarían que fue posible la fuga de Ruiz y Díaz del cuar-
tel. Menciona además el Estado el caso de una persona de nombre Ricardo
Falca, quien habría participado del ataque, pero que fue detenido después
de cierto tiempo en Río de Janeiro, Brasil.
En el caso de Berta Calvo, el Estado cita los testimonios de cuatro mili-
tares que participaron de la recuperación del cuartel, lo que le lleva a con-
cluir que la misma se encontraba malherida en el casino de suboficiales, que
nadie la vio salir con vida con el resto, y que su muerte habría sucedido en
tal sitio debido a los disparos que le efectuó un oficial durante el combate,
cuando los atacantes tenían a un soldado como rehén.
Respecto a Francisco Provenzano, el Estado caracteriza como "llamati-
vas" las coincidencias existentes entre las declaraciones de los atacantes en la
causa judicial iniciada para averiguar las denuncias sobre la ejecución de aquél,
y destaca el hecho de que los relatos tuvieron lugar casi tres meses después de
los hechos. Contrasta el Estado tal versión con la dada por Gorriarán Merla,
y con los testimonios de varios militares, y con la autopsia de Provenzano,
concluyendo que el mismo falleció carbonizado durante el combate.
En el caso de Carlos Samojedny, las denuncias de los atacantes respecto
de su ejecución fueron hechas casi tres meses después de las primeras de-
claraciones en sede judicial. Igualmente, el Estado enfatiza que Cintia Cas-
tro, mujer de Samojedny, hizo lo propio seis meses después de los hechos.
Continúa señalando el Estado que ninguno de los atacantes vio a Samo-
jedny, sino que escucharon su voz, y que los testimonios de los militares no
hacen referencia a que éste se hubiera entregado con vida, o estado dentro
del cuartel. Concluye al respecto el Estado que la investigación realizada por
el juez fue exhaustiva, y que no permitió corroborar la denuncia sobre las
circunstancias de la muerte de Samojedny.
En el caso de Pablo Martín Ramos, el Estado señala las declaraciones de
su hermano Sebastián Joaquín Ramos respecto a que aquél vestía ropas dis-
tintas en el momento de rendirse. Toma igualmente en cuenta las declara-
ciones de varios militares que afirmaron que la persona que aparece en la fo-
to con los brazos sobre la nuca sería un suboficial de nombre Walter Teófilo
Sciares; a su vez, éste ratificó los dichos de sus compañeros diciendo que fue
obligado a salir entre los atacantes en el momento de la rendición. Conclu-
ye, por lo tanto, que no hay elementos para establecer que Pablo Martín
Ramos se rindió con vida en el cuartel de La Tablada.
Al referirse a la denuncia sobre el presunto fusilamiento de Ricardo Vei-
ga ante las cámaras de TV, [sostiene que] nunca fue realizada en sede juris-
diccional argentina; tampoco aparece tal secuencia en la cinta de video apor-
tada por los peticionarios. Cita el Estado las declaraciones de varios militares
para sustentar que Veiga no salió con ellos de la guardia de prevención, que
no fue capturado con vida por agentes estatales, y que tampoco permane-
ció bajo el control y custodia de tales agentes. La conclusión del Estado es
que Ricardo Veiga habría muerto en situación de combate, mientras evitaba
ser capturado, lo que indicaría su participación activa en el conflicto.

Siempre me incliné a creer en los testimonios de los militares que encabeza-
ron la recuperación del cuartel en cuanto a cómo se desarrollaron los suce-
sos en La Tablada, y en las posteriores conclusiones de la Justicia argentina
en el juicio a los responsables del MTP, quienes gozaron de todas las garan-
tías constitucionales de defensa en juicio.
Sin embargo, con el paso del tiempo, ante las diferentes versiones sobre
lo que realmente ocurrió en el interior de la unidad militar, y las conclusio-
nes finales a las que arribó la CIDH, debo decir que me han generado dudas
sobre las diversas situaciones que vivieron tanto quienes fueron detenidos,
como aquellos que perdieron la vida en el enfrentamiento. En 2000 recibí
una carta personal de Enrique Gorriarán Merlo, quien permanecía detenido,
en la que me expresó lo siguiente:

Doctor Raúl Alfonsín:
Pienso que debe haber llegado a sus manos una nota que le enviamos
mientras estuvo internado por el accidente el año pasado. Ahora sabemos
que está recuperado yeso, con absoluta sinceridad, nos alegra. También
pienso que ésta lo sorprenderá un poco. Yo sé de usted por cosas que son
del dominio público, por comentarios de personas de acá o del exterior
que lo conocen, y por el recuerdo de lo que me contaron Robi [Santucho]
y Benito [Urteaga] de un encuentro que tuvieron en épocas duras. Va el
saludo y el respeto.
Lo que pretendo decirle, en nombre de todos mis compañeros, es que
nosotros creemos comprender que en los años de su mandato se vivieron
momentos muy difíciles. Nos imaginamos que no habrá sido fácil lidiar con
las conspiraciones de quienes -al ver peligrar los diversos privilegios que ha-
bían conseguido durante el autoritarismo- pretendían volver al pasado. y no
dudamos que usted actuó en concordancia con los dictados de su concien-
cia y honestidad.
También para nosotros fueron días complicados; que se volvieron aún
más preocupantes cuando supimos de la relación Menem-Seineldín. Ésta
nos hizo recordar que desde aquel septiembre del 30, en que conservado-
res y militares voltearon a Y rigoyen, todos los golpes necesitaron de un
importante apoyo o consentimiento civil para poder concretarse. El peli-
gro que -por sus antecedentes- vimos en aquella alianza, fue lo que nos
decidió a actuar.
No trato en ésta de reivindicar nuestra forma de proceder, sino de ex-
presar lo que sentimos en aquel momento; sin descartar el reconocimiento
franco de errores que puedan haber existido y que trataremos de examinar
detalladamente apenas se nos presente la oportunidad, creo que será la his-
toria la que en defInitiva realizará un análisis desapasionado y justo de lo
sucedido.
Sí reivindico que lo único que nos guió fue la voluntad de resistir a nue-
vos atropellos golpistas. Nosotros, como la inmensa mayoría de los argenti-
nos, sólo pretendemos vivir en democracia, y participar de ella en paz. To-
dos hemos vivido la intolerancia política y la represión utilizada para
imponerla; en nuestro caso, todos tenemos compañeros o familiares vícti-
mas del terrorismo de Estado, y todos hemos padecido en carne propia la
brutalidad de la tortura o la inclemencia de la prisión. Por eso sabemos lo
que significa el despotismo y lo despreciamos.
Hoy, afortunadamente, esa etapa negra de nuestra historia que abarcó
desde el 6 de septiembre de 1930, hasta el 3 de diciembre de 1990, quedó
atrás. Sin embargo, nosotros, como un resabio injusto de lo sucedido, esta-
mos sufriendo la cárcel o la persecución desde hace ya once años.
Quizá nadie mejor que usted conozca la realidad política argentina del
pasado y del presente, ni cuente con los argumentos y la autoridad moral
que son necesarios para ayudar a un futuro más democrático y equitativo.
Es por ello que pienso -y pensamos- que comprenderá cabalmente nuestra
situación, y por eso me atrevo a pedirle, con todo respeto, que trate de con-
tribuir a la pronta solución de nuestro caso.
Bueno, disculpándome por molestarlo, otra vez lo saludo y un muy
buen 2000.
ENRIQUE HAROLDO GORRIARAN
Cárcel de Villa Devoto, Buenos Aires, 25 de febrero de 2000

En varias ocasiones fui consultado no sólo por las autoridades argentinas,
sino por personalidades de países latinoamericanos, si pensaba oponer al-
gún reparo a la eventual liberación de los convictos por el ataque. Siempre
respondí que estaba muy tranquilo con mi conciencia respecto de cómo
había actuado frente a esos sucesos y que no iba a interponer ningún obs-
táculo a la libertad de los presos, en algunos casos más justificada segura-
mente que en otros. Finalmente, el presidente Fernando De la Rúa deci-
dió conmutar las penas de quienes aún permanecían detenidos. Poco
tiempo después, el presidente Eduardo Duhalde decidió conceder el in-
dulto, por razones humanitarias, al último de los condenados por esos he-
chos: Enrique Gorriarán Merlo.








4. El final anticipado
Primer semestre de 1989

Un gran esfuerzo de los argentinos

EN MI DISCURSO ante la Asamblea Legislativa de 1988 dije que culminaba un
esfuerzo del pueblo argentino sólo parangonable con el llevado adelante en
las luchas iniciales, tendiente a concretar la transición más definitiva de su
historia: de la dictadura a la libertad, de la decadencia al desarrollo, del privi-
legio a la justicia, de la dependencia a su reconocimiento soberano, del cen-
tralismo al federalismo, de la arbitrariedad al estado de Derecho.
Señalé hechos positivos, tales como la transformación de nuestro merca-
do económico, comercial, técnico y cultural, por la vía de asociaciones bilate-
rales y multilaterales con Italia y España. Los acuerdos con Brasil y Uruguay,
que significaron un avance notable en nuestro camino hacia un espacio eco-
nómico regional y la integración latinoamericana.
Las reformas estructurales en los sectores petroquímico y siderúrgico, el
impulso exportador para nuestra agro industria y el inicio del proceso que
permitía asociar capitales y técnicas gerenciales a las empresas del Estado.
Concretamos el desafío de convocar a la sociedad a un Congreso Pedagó-
gico Nacional para debatir sobre un tema prioritario como el de la educación.
Buscamos erradicar la mentalidad exclusivamente asistencialista, distante
y burocrática en los programas sociales, reemplazándola por una concepción
mas cercana y participativa.
Se restablecieron las convenciones colectivas de trabajo, que funcionaron
normalmente por primera vez en muchos años.
Promulgamos la Ley de Defensa Nacional, que permitió reinsertar a las
Fuerzas Armadas en sus funciones específicas de acuerdo con el espíritu de
nuestra Constitución nacional.

Garantizamos la transparencia de las últimas elecciones nacionales, la
transmisión del mando en todas las provincias, redoblamos con éxito nues-
tros esfuerzos para ofrecer a la población argentina las mejores condiciones
de seguridad.
Alentamos y facilitamos el florecimiento cultural de nuestro pueblo, que
se materializó en una multiplicidad de manifestaciones sin precedentes.
En materia de seguridad y justicia, los acontecimientos posteriores evi-
denciaron el afianzamiento decisivo de los mecanismos propios de las insti-
tuciones republicanas para preservar la paz, la convivencia civilizada y la con-
digna sanción a todos los transgresores de nuestras normas legales y de
nuestro estilo de vida democrático.
Generamos un mecanismo político nuevo en nuestra historia regional:
el Grupo de los Ocho, con la creación de instancias de consulta y concer-
tación que permitieron avanzar un paso más en el proceso de integración
latinoamericana.
En esta conjunción de tareas, de reordenamiento y consolidación, por un
lado, y de reforma y transformación, por el otro, se concentró nuestra acción
de gobierno.
Las políticas de envergadura y el proyecto estratégico que implicaba la vo-
luntad de emerger del atraso comenzaron a plasmarse en hechos concretos:
el respeto de los derechos humanos, la libre expresión de ideas, la justicia, la
convivencia pacífica y el pluralismo político. Logramos recuperar la paz, de-
cididos a defenderla con firmeza en el marco estricto de la ley contra todo;
intento absurdo de perturbación.
Desde el punto de vista del comportamiento de la economía nacional,
sostuve que se presentaban aspectos contrastantes.
La inflación se mantuvo alta durante todo el período, al tiempo que el rit-
mo de crecimiento del nivel de actividad económica tendió a desacelerarse.
En cambio, si se atendía a la reorientación en curso de los ejes tradicionales
de desarrollo del país y la inversión en las actividades productivas, el balance
era positivo.
Así, la economía industrial dio pasos significativos en su vinculación
con los mercados internacionales, comenzando a trascender las fronteras
del mercado interno, como lo testimonia el apreciable crecimiento de sus
exportaciones.
El volumen de inversión continuó con la recuperación iniciada en el año
anterior, acumulando entre 1986 y 1987 un incremento de casi el cuarenta
por ciento, lo que permitió comenzar a revertir el descenso que produjo la
crisis de la deuda externa. El productor agropecuario recuperó condiciones
de rentabilidad. Realismo cambiario, quita de retenciones, sistemas de pre-
cios sostén y transparencia en los mercados, unidos a la implementación de
medidas que contribuían a la modernización de los sistemas de comercializa-
ción, fueron parte de las herramientas con que se implementó la política al
servicio del crecimiento agropecuario.
En lo que se refiere al crecimiento, fue convicción de nuestro gobierno
que no había posibilidades de un desarrollo sostenido si la economía argen-
tina no lograba una mayor integración a la economía mundial. La persisten-
cia en el aislamiento y la búsqueda de vanas autarquías habían ahondado la
dependencia con respecto al exterior.
Por eso, nuestro primer desafío en la política exterior fue pasar del aisla-
miento a la plena y libre inserción de la Argentina en la comunidad de nacio-
nes. Afirmé que podíamos decir con orgullo que habíamos logrado plena-
mente ese objetivo. La acción internacional de la democracia nos había
devuelto el prestigio y estrechado nuestros lazos con el mundo.
Frente a aquellos que predicaban el alineamiento como método para re-
cibir las dádivas del mundo exterior, demostramos no sólo que la dignidad
nacional era compatible con el aprovechamiento de las oportunidades exte-
riores sino que era la condición para ser respetados internacionalmente. La
idea de unimos al mundo permitía también construir un nuevo horizonte pa-
ra nuestra economía; de allí que hayamos puesto el acento en la promoción
de las exportaciones y, en particular, de las exportaciones industriales. Los
instrumentos utilizados para favorecer una mayor integración de la Argenti-
na al mundo mostraron que el abandono de la estructura semiautárquica con
la que habíamos funcionado durante décadas no tenía por qué transitar por
carriles traumáticos como había sucedido en épocas no muy lejanas.
El despertar en los sectores de la producción, aunque opacado por las di-
ficultades de la coyuntura, era, de todos modos, visible cuando se prestaba
atención a la respuesta positiva del campo y la industria.
Esta actitud buscaba transformar el comportamiento de las empresas,
merced a la puesta en marcha de nuevos proyectos, la incorporación de tec-
nologias y nuevas modalidades de gestión y comercialización. Queríamos
que esta transformación nos devolviera fuentes genuinas de acumulación y
crecimiento, fuentes que, a lo largo de una prolongada decadencia, hemos
ido perdiendo: la renta de la tierra, la renta petrolera, la oportunidad de con-
certar en el mundo negocios provechosos para el campo, la industria, los cul-
tivos regionales.
Movilizar este potencial era una de las palancas de la expansión argenti-
na. Pero había otra cuestión importante que formaba parte del costo argen-
tino: la inestabilidad económica. Largas décadas de inflación crearon un
clima poco propicio para el crecimiento, porque es difícil planificar inver-
siones y apostar al futuro en una situación dominada por la incertidumbre
y el corto plazo. Los altos costos de esta situación se tradujeron en deca-
dencia y estancamiento.
En 1985 pusimos en marcha el Plan Austral, verdadera obra maestra de
Juan Sourrouille y su equipo, como una operación destinada a hacer frente a
una coyuntura inflacionaria que se tornaba ingobernable. Pero también nos
propusimos actuar sobre los desequilibrios básicos de la economía, cuya so-
la presencia tendía a recrear la situación de inestabilidad inmediata que dicho
plan, con sus políticas de corto plazo, procuraba controlar.
El Poder Ejecutivo acababa de aprobar un plan para incrementar la pro-
ducción petrolera, que incluía el fomento a la productividad de Yacimientos
Petrolíferos Fiscales (YPF), el impulso inmediato a la producción incremen-
tal y la firma de contratos entre YPF y empresas privadas que invirtieran ca-
pital de riesgo.
En un país con recursos gasíferos de tanta magnitud como el nuestro,
desde hace décadas hemos visto cómo buena parte de esa riqueza fue ven-
teada ante la imposibilidad de canalizarla hacia los centros de consumo.
Nuestra política se orientó a incrementar el máximo aprovechamiento de
esos recursos, impulsando para ello un proceso de crecimiento acelerado tan-
to en gasoducto s como en redes.
Entre las principales obras ejecutadas mencionaré la ampliación del gaso-
ducto Campo Durán-Buenos Aires, mediante la construcción de tres nuevas
plantas compresoras; la construcción del segundo gasoducto troncal
Neuquén-Bahía Blanca-Buenos Aires, con una traza de 1.370 kilómetros; la
construcción de otros gasoductos menores para atender áreas de alto consu-
mo y la extensión de nuevas redes de distribución en numerosas localidades
del interior. También logramos la transferencia anticipada del gasoducto
Centro-Oeste a Gas del Estado.
Un país por muchas décadas replegado sobre sus propias fronteras y,
por lo tanto, una sociedad que progresivamente le dio la espalda a la nece-
sidad de competir y de capturar el progreso técnico, le reclamó al Estado
que, además de sus funciones constitucionales, hiciera muchas cosas y a
cualquier costo.
Así, el Estado debió afrontar la demanda de que se convirtiera en garan-
te de la producción y el crecimiento. Pero mientras que en los Estados mo-
dernos desarrollados esta demanda es satisfecha mediante el diseño de una
estrategia para toda la nación y con reglas de juego transparentes que movi-
lizan la iniciativa social, en la Argentina el Estado se vio llevado a hacerlo sea
a través de la creación de empresas públicas industriales, sea a través del sub-
sidio al capital privado, o haciéndose cargo de empresas quebradas. Es cier-
to que este papel dominante del sector estatal en la economía estuvo algunas
veces justificado, dado que la inestabilidad política y económica del país ge-
neraba un clima desfavorable a las inversiones de riesgo.
En una economía más integrada al mundo, que quiere crecer a partir del
poder de compra de los mercados internacionales y no vivir del poder de
compra de un sector público prácticamente en quiebra, estuvimos obligados
a asignar los fondos del Estado con el máximo de eficiencia económica y el
máximo de eficiencia social. Esto imponía establecer una atenta vigilancia so-
bre las inversiones públicas, transferir al sector privado aquellas empresas
productoras cuyo mantenimiento en manos del Estado ya no significaba un
beneficio para la comunidad, y terminar con el error de creer que legalizar la
evasión impositiva es promover la industria y que venderle caro al Estado es
defender al empresariado nacional.
Por el contrario, no puede haber mejor Estado que aquel que planifique
sus inversiones con independencia de presiones corporativas, ni mejor pro-
moción industrial que aquella que, a partir de la plataforma del mercado in-
terno, le abra a nuestros empresarios los negocios del mundo, ni mejor de-
fensa del empresariado nacional que otorgarle una protección transparente.
El Estado debe enfrentar la necesidad de garantizar la justicia social. Pe-
ro este propósito válido ha ido dejando paso a una práctica distorsionada, de-
rivada de una mentalidad meramente asistencialista.
Nuestra política social fue dirigida a modificar esta mentalidad y lograr cre-
cientes niveles de bienestar en el ejercicio práctico de la solidaridad y la parti-
cipación popular. Durante mi gobierno, la Argentina -y es bueno que se sepa-
fue el país de América Latina que invirtió mayor proporción de su producto
bruto interno en gasto y desarrollo social. Una gran parte de nuestra riqueza
se destinó a atender a los jubilados, la salud, la educación, la vivienda, la alimen-
tación del pueblo y a la promoción de su desarrollo individual y social.
Con relación a los jubilados, se convocó a la constitución del Consejo
Asesor de la Seguridad Social, integrado por trabajadores activos, empleado-
res, jubilados y el Estado, con la función primordial y perentoria de sentar las
bases de un nuevo sistema previsional argentino, proponiendo reformas a la
legislación vigente.
El gobierno había presentado un avanzado proyecto sobre seguro de sa-
lud que podía ser mejorado o cambiado, pero a pesar de los esfuerzos para
consensuar voluntades, los distintos sectores involucrados no se pusieron de
acuerdo para que millones de compatriotas pudieran proteger debidamente
ese derecho básico.
El progreso social se mide también por la calidad de la convivencia, por
la capacidad de los actores sociales de utilizar responsablemente su libertad,
de acordar sin coerción alguna la mejor forma de cooperación para el creci-
miento de todos y para asegurar la justicia social. Y a propósito de la concer-
tación y el consenso, a comienzos de 1988 convocamos a formalizar las con-
venciones colectivas de trabajo.
Todo ello pone en evidencia que no sólo había problemas y dificultades
en la economía argentina. También había señales de un despertar y de un de-
seo de renovación, de una modificación de criterios y de expectativas, a la
que no era ajeno el restablecimiento de la libre negociación entre sindicatos
y empresarios con la aprobación de la Ley de Convenios Colectivos.
En términos concretos, estos objetivos se reflejaron en programas como
el de Asistencia Básica a la Comunidad, a través del cual llegamos a más de
1,3 millón de niños de todo el país, que recibieron 1.617 toneladas de ele-
mentos escolares. Además, aseguramos un lugar a cada joven para sus estu-
dios medios y el libre acceso a la universidad.
Si no mediaban las reformas que estábamos implementando, el Estado
abarcador y universalista, que recogía y pretendía satisfacer las aspiraciones de
todos, terminaría en un Estado socialmente empobrecido y con una educación
pública crecientemente deteriorada. No había alternativas. En medio de las di-
ficultades fiscales se reconstruía una política social que garantizara la igualdad
de oportunidades o el ideal de justicia se convertiría en un recurso retórico. La
política de transformación de este campo pasaba por la reasignación del gasto
social, de manera tal que cumpliera con sus objetivos, para que llegara a quie-
nes lo necesitaban, para que no se ocultaran en él bolsones de privilegio.
La democracia heredó la agobiante carga de una deuda que, por su mag-
nitud, comprometió el porvenir de los argentinos y constituyó una formida-
ble dilapidación de recursos. Otros países hermanos enfrentaron un proble-
ma de endeudamiento de origen y magnitud similar al nuestro, pero tuvieron
al menos, como contrapartida tangible, inversiones productivas que posibili-
taron una mayor disponibilidad de bienes y servicios.
La deuda externa, como señalé, fue otro formidable obstáculo que enfren-
tamos. El tiempo transcurrido desde el comienzo de la llamada "crisis de la
deuda externa" ha probado que nuestro diagnóstico inicial, expuesto en todos
los foros internacionales, era correcto, que enfrentábamos no sólo un proble-
ma de liquidez, sino fundamentalmente un problema enraizado en profundas
razones estructurales, comunes a muchos países en desarrollo.
El endeudamiento externo de la Argentina es tal vez uno de los episodios
más trágicos de la historia económica contemporánea, porque ha sido el me-
canismo utilizado para financiar una estructura de consumo distorsionada,
un alto desequilibrio fiscal y una masiva fuga de capitales. Esta lamentable
herencia que recibió el gobierno democrático recayó directamente sobre las
espaldas de la nación, ya que en la etapa final del anterior gobierno militar la
deuda fue trasladada en su mayor proporción al sector público. Esto implicó
agravar el déficit fiscal, generar una mayor transferencia de recursos al exte-
rior a expensas de la inversión productiva y acentuar el proceso inflaciona-
rio, a través de las medidas necesarias para neutralizar el desequilibrio de las
cuentas públicas que la propia deuda produce.
La existencia de un marco externo decididamente adverso ha agravado
aún más el enorme sacrificio de nuestros países. Las tasas de interés en los
mercados internacionales fueron muy elevadas en términos reales y refleja-
ron los desequilibrio s fiscales de las grandes economías industrializadas. Los
organismos internacionales parecen creer que es más fácil reducir rápida-
mente el déficit fiscal en nuestros países que en las naciones más ricas del
mundo. Por otro lado, sufrimos las consecuencias del deterioro en los térmi-
nos del intercambio, que en el caso particular de la Argentina está más rela-
cionado con las políticas proteccionistas de los países industriales que con las
fuerzas de la oferta y la demanda.
En nuestro gobierno pretendimos una solución al problema de la deuda
externa en la que todos los actores -gobierno, deudores y acreedores, orga-
nismos internacionales y bancos comerciales- asumieran la responsabilidad
y los costos que les correspondían. Se elaboraron una serie de mecanismos e
instrumentos financieros que permitieran concertar en forma voluntaria, en-
tre deudores y acreedores, reducciones de capital y de los intereses de la deu-
da. Mencionaré unos pocos: disminución de las tasas reales de interés a nive-
les compatibles con los valores históricos, quitas concertadas sobre las deu-
das incurridas, operaciones de conversión de deuda en capital.
Ninguno de estos mecanismos podía ser descartado si brindaba alivio a
nuestros países, y era nuestra firme voluntad política actuar para que se con-
cretaran de una vez por todas. Paralelamente, debían continuar las corrientes
de financiamiento que complementaran los esfuerzos internos con miras a
consolidar el proceso de acumulación y crecimiento. Los organismos interna-
cionales debían contribuir a este financiamiento sin que ello implicara mayor
condicionalidad, al estilo neoliberal. Los recursos adicionales que resultaran
disponibles debían ser a costos y plazos más realistas, acordes a los períodos
efectivamente necesarios para crecer y estabilizar nuestras economías.
Nuestro objetivo de modernizar el país se conectaba ineludiblemente con
una solución duradera del problema de la deuda externa. Estábamos en una
verdadera encrucijada. Diversas experiencias ilustran de manera elocuente el
alto costo que implicaba la búsqueda de soluciones unilaterales al problema
de la deuda. No era nuestra intención transitarlas. Nuestra actitud fue siem-
pre la de explorar soluciones realistas y racionales.
Buscamos despejar el horizonte económico para que crecimiento y es-
tabilidad fueran, ya no sólo valores compartidos, sino posibilidades cier-
tas y perdurables para el futuro de nuestro país. Para lograr tales objeti-
vos, el problema de la deuda externa debía tener en poco tiempo una
solución integral y definitiva. Las diversas soluciones posibles fueron dis-
cutidas exhaustivamente.

El precio que tuvimos que pagar

Hay momentos en la vida de cualquier hombre en los que éste debe tomar
decisiones fundamentales. De esa decisión depende su futuro, su vida perso-
nal, la de su familia o su trabajo. Pero cuando las consecuencias de la elec-
ción de un camino u otro involucran a toda una sociedad, la trascendencia de
esa decisión tiene un peso mucho mayor. En 1989 se me planteó una disyun-
tiva de esa naturaleza. Más allá de los desacuerdos que podían tenerse con mi
gestión, existía un recalentamiento de la situación política artificialmente
producido.
Visto ahora, desde la distancia que me otorga el tiempo, confirmo lo que
creía en aquel entonces: con un siete por ciento de desocupación, con liber-
tades individuales plenamente garantizadas, con una infatigable voluntad de
diálogo hacia todos los partidos de la oposición y con la firme decisión de
entregar el gobierno a mi sucesor con el mayor espíritu de colaboración, en
esas condiciones se produjo un estallido que no dejó otro camino que acele-
rar el traspaso del poder.
Asaltos a supermercados, paros parciales cotidianos, huelgas generales,
violencia callejera, pedidos del justicialismo para que yo renunciara y discur-
sos que originaban corridas bancarias fueron el detonante. El tema del ham-
bre y la desocupación eran los principales argumentos. Pocos años después,
la administración que me sucedió llevó la desocupación al veinte por ciento,
cerraron cientos de fábricas, la marginalidad se extendió como una epidemia
social, más de la mitad de la población quedó por debajo de la línea de po-
breza y se instaló una grave corrupción. Todo eso sin que se produjera esta-
llido alguno. Veamos cómo sucedieron los hechos.
El 14 de abril se desarrollaron las elecciones. A pesar de una excelente
elección del doctor Eduardo Angeloz, resultó triunfador el doctor Carlos
Menem, quien tenía asegurado además el voto mayoritario del Colegio Elec-
toral. Inmediatamente después de conocido el triunfo justicialista, estableci-
mos los pertinentes contactos con Menem y en cuanto él designó los colabo-
radores para cada área, cada ministro puso a disposición toda la información
requerida para tratar de evitar lo que nos pasó a nosotros cuando, en 1983,
de un día para otro tuvimos que hacemos cargo de problemas sobre los que
no habíamos sido informados. En aquel entonces debimos afrontar situacio-
nes cuya gravedad se nos había ocultado y descubrir a cada paso, desde el mo-
mento en que me confiaron la banda presidencial, que el desastre era aún ma-
yor del que podíamos imaginar en nuestras pesadillas.
Yo había fijado la fecha de las elecciones, luego de consultar a los presi-
dentes de los partidos más importantes, porque me parecía que era mejor rea-
lizar la campaña antes del invierno, y porque temía que las expresiones casi
desaforadas del candidato del justicialismo terminaran por derrumbar la eco-
nomía, seriamente dañada luego de los episodios de Villa Martelli y La Tabla-
da, episodios que produjeron gran incertidumbre acerca de la gobernabilidad
de mi gestión. No puedo aportar pruebas de que en 1989 se hubiera produ-
cido lo que se llama un "golpe de Estado económico". No deben hacerse de-
nuncias sin pruebas. Pero podemos afirmar que fue un golpe de mercado.
Nosotros habíamos puesto en marcha el último intento de frenar la in-
flación a través de un plan económico sin duda más vulnerable que el Plan
Austral. Nos proponíamos llegar con una inflación de un dígito a fin de
1988. Los periodistas le dieron nombre a ese intento y lo llamaron Plan
Primavera.
Mientras llevábamos a cabo el plan, transcurría la campaña electoral.
Las encuestas empezaron a anticipar el triunfo del candidato del justicialis-
mo y todo el mundo quiso saber qué se proponía. ¿Y qué era lo que
Menem proponía a los argentinos? Por lo pronto, los 26 puntos de la CGT
-que habían sido la razón de muchas huelgas generales durante mi gobier-
no-, un proyecto realmente anacrónico, de posguerra, de aplicación impo-
sible dadas las circunstancias. Como seguramente se recordará, también ha-
blaba de "salariazo". Sostenía que se iban a bajar los impuestos y mantener
las tarifas sin aumento.
Cualquier operador económico que quisiera conservar su puesto, todo
gerente de finanzas que quisiera seguir en el cargo aconsejaba tomar posicio-
nes en dólares, y esto produjo corridas que nos obligaron a modificar sobre
la marcha el proyecto inicial. Digo esto sin perjuicio de admitir que algunos
sectores pueden haber decidido aprovechar la situación para castigar al go-
bierno. Lo que se llamó "golpe económico", imagino que quizás pueda ins-
cribirse en el consejo permanente de los bancos para que la gente comprara
dólares y también a las compras que los propios bancos hacían.
A esto deben agregarse, como un factor que generaba inquietud en la so-
ciedad, algunas declaraciones que parecían dirigidas a crear mayores proble-
mas. Por ejemplo, podemos mencionar que el entonces presidente de la Cá-
mara de Diputados informó a la prensa sobre la decisión de su partido de
hacer un blanqueo impositivo. Lógicamente, muchos dejaron de pagar im-
puestos. Hubo trascendidos sobre congelamiento de precios y muchos co-
merciantes los subieron de manera desmesurada, tomando precauciones pa-
ra evitar que una medida de este tipo los encontrara desprevenidos. Así se
formaron los conocidos "colchones", que generaron más inflación. Otros
voceros dijeron que se iban a nacionalizar los depósitos bancarios, lo que
contribuyó a incentivar la tendencia a refugiarse en el dólar.
Como puede verse, existían claros indicios de que algo grave estaba ocu-
rriendo, pero no había una denuncia posible, tal como debe hacerse: con
pruebas. Sin embargo, oportunamente informamos sobre la situación, aler-
tamos a propósito de los riesgos que se estaban corriendo, analizamos las ra-
zones y las consecuencias de todo esto. Siempre lo hicimos en público, co-
mo consideramos nuestro deber.
Nuestras preocupaciones fueron comunicadas a la opinión pública. Los
que trataban de torcemos el brazo y ponemos a su merced se toparon con
toda la resistencia posible.
Haré un esfuerzo para entrar en detalles que por momentos se borran de
la memoria. Para lograrlo tendré que citar a algunos colaboradores de enton-
ces que, como Rodolfo Terragno, tuvieron parte importante en ese trámite.
Pero debo dejar bien en claro que la hiperinflación y los problemas econó-
micos no fueron exclusivamente la causa de mi retiro anticipado.
En el seno del justicialismo, los conflictos políticos y las disputas sec-
toriales no cesaron, ni con la elección que consagró a Carlos Menem co-
mo candidato presidencial, ni tampoco con la propia elección nacional
que le daría la presidencia en un plazo corto. Si bien se produjo un pro-
ceso de recomposición interna durante la durísima campaña electoral, y
otro mayor aún después del triunfo, el grueso de los llamados "renovado-
res" mantenía sus distancias con el presidente electo. A pesar de esto, al-
gunos de sus miembros más importantes -como el presidente del bloque
de diputados, José Luis Manzano, o el apoderado nacional del PJ, Carlos
Corach- se sumaron al sector denominado "celeste", liderado por los
"tres Eduardos" (por Eduardo Duhalde, Eduardo Menem y Eduardo
Bauzá), que ganaría fama de "dialoguista y sensato" por sus actitudes, que
l trataban de evitar llegar a una instancia de confrontación irreversible con
el radicalismo.
Por su parte, otro grupo, el llamado "rojo punzó", en el que participaron
Luis Barrionuevo, Alberto Kohan, Rubén Cardozo, Julio Corzo, Antonio
Vanrell, César Arias entre otros, fue el que llevó la carga más dura contra el
gobierno radical y se hizo portavoz de las acusaciones que surgían de las usi-
nas de los servicios de inteligencia o de los grupos carapintadas y que solían
ser reproducidas por el semanario El Informador Público o por el diario La
Prensa. Representó al sector más conservador del peronismo histórico, que se
asentaba esencialmente sobre estructuras feudales en las provincias, y desde
su mismo nacimiento ejecutó fielmente un estilo político que alentaba la in-
definición ideológica del futuro Presidente.
Recuerdo que Carlos Cañón, ex apoderado del partido formado por Emi-
lio Massera en su intento político, al que diversas versiones lo habrían seña-
lado como autor intelectual del atentado contra la Fundación Argentina pa-
ra la Libre Información que yo presidía, fue nombrado director de la Central
Nacional de Inteligencia.
Cerca de los "rojo punzó" estaba el ya citado "grupo Olleros", que así fue
bautizado porque solía reunirse en una casa de la calle Ollero s, sede de la so-
ciedad Menéndez, Lynch y Nivel. En ésta, el cargo de presidente lo ocupaba
el contador José María Menéndez, quien se había retirado en 1983 como ge-
rente general de Grafa, perteneciente a Bunge y Born.
El contador Menéndez mantenía fluidos contactos con oficiales de inte-
ligencia del Ejército. En 1987 se acercó a dos hombres clave del grupo cara-
pintadas, los tenientes coroneles Enrique Venturino y Ángel León. En los
meses siguientes, esa relación se consolidó y en enero de 1988, cuando Rico
se preparaba para protagonizar el levantamiento de Monte Caseros, su pri-
mer refugio fue, como ya lo mencioné en el capítulo anterior, la quinta Los
Fresnos, propiedad de un yerno de Guillermo Fernández Gil, que era en ese
momento el tesorero de Menéndez, Lynch y Nivel.
Una pieza clave en la estrategia que requería el grupo rojo punzó era ge-
nerar un movimiento de pinzas y quebrar los apoyos al Plan Primavera. Pa-
ra ello necesitaban de importantes sectores empresariales, a los que fueron
convocando con indudable éxito a través del grupo OlIeras.
Menem vacilaba después del triunfo sobre las políticas a seguir. Pero no
era el único. El senador Eduardo Menem, uno de los negociadores en el tras-
paso del gobierno, tenía muy buena relación con César Jaroslavsky, y en uno
de sus frecuentes diálogos le comunicó que no tenían acuerdo sobre el plan
económico a aplicar.
Sin embargo, no era solamente la ausencia de un plan concreto el proble-
ma que se le presentaba al futuro gobierno justicialista. Estaban de por medio
los compromisos públicos efectuados en la campaña electoral y los conflictos
entre los sectores internos acerca del nombre del ministro de Economía. Por
una parte, se sentía la presión de Domingo Cavallo, quien desde la Fundación
Mediterránea acercaba diariamente "papeles de trabajo" y propuestas diversas.
Por otro lado, el sector político, que negociaba con el radicalismo las condicio-
nes de un posible cambio en la fecha de asunción, también aspiraba a influir
en este tema. Y los sectores empresariales, ahora interlocutores casi diarios, co-
menzaban a expresar sus esperanzas de que el nombre del eventual ministro
fuera el fruto de un acuerdo que los tuviera por interlocutores principales.
Tengo entendido que una noche, a pocas horas de la primera reunión
conmigo, Menem se sinceró ante sus amigos en el transcurso de una conver-
sación: "No sé qué hacer, ni siquiera tenemos un plan económico para hacer
frente a todo esto", dijo preocupado. Allí le propusieron un encuentro con
el equipo técnico del holding Bunge y Born para que expusieran la propuesta.
Menem no se sorprendió demasiado, dudó un segundo y contestó: "Está
bien, pero que vengan a La Rioja", a donde viajaría después de su entrevista
conmigo. Menem aceptó una nueva reunión con el holding, pero con una con-
dición que resultó sorprendente para sus interlocutores: "Esta bien -dijo-,
pero que también vaya Alsogaray".
El plan que surgió a partir de ese momento significó un giro absoluto so-
bre la posición tradicional del justicialismo y las promesas de la campaña
electoral.
Álvaro Alsogaray coincidió en lo general y Domingo Cavallo se replegó
en sus ambiciones (se le había ofrecido el Ministerio de Relaciones Exterio.
res). Los otros grandes sectores empresariales participaron del acuerdo o es-
tuvieron a la expectativa. Sin embargo, las cosas se complicaron enormemen-
te. El presidente electo, al romper bruscamente las negociaciones con el
radicalismo, terminó en un instante cualquier posibilidad de acuerdo y de im-
plementar urgentemente medidas económicas de emergencia para conjurar
la crisis, y postergó mi idea del adelantamiento de la entrega del poder, que
de concretarse de inmediato hubiera evitado lamentables episodios que vivió
el país. Comunicó su decisión en una conferencia de prensa: "No nos com-
prometeremos en las medidas a adoptar, la responsabilidad de gobernar es
de quienes están en funciones". Yo contesté con energía: "Lamentamos es-
to. En consecuencia, gobernaremos.. .".
No eran momentos para que el país soportara negativas irreductibles en el
traspaso del poder. Esto ocurría cuando las tensiones sociales, como conse-
cuencia de la hiperinflación y del discurso extremadamente demagógico del
presidente electo, habían producido prácticamente la ingobernabilidad de mi
gestión y atacaban peligrosamente al propio sistema. Yo no entendía a Menem,
que pareda arriesgarlo todo sin tener en cuenta los peligros que se corrían. Só-
lo alcanzaba a apreciar que se podía deber a de dos causas absolutamente dis-
tintas: o bien todavía dudaba acerca de la política económica a seguir o, por el
contrario, ya estaba decidido y necesitaba un gran desprestigio del gobierno pa-
ra poder implementar luego las políticas reaccionarias que vivimos.
Pero el 23 de mayo comenzó la debacle. Se asaltó un supermercado en
Córdoba y al día siguiente se realizaron catorce saqueos. También comenza-
ron en Rosario y en la Capital Federal. El 25 se extendieron al Gran Buenos
Aires, Mendoza y Tucumán. A partir del 26, los centros urbanos del país se
encontraban en estado de conmoción. Todo apareció con manifiesta sincro-
nización. Luego, los hechos llegaron a Salta, Río Negro y Neuquén, y el 31 a
La Pampa, Corrientes, Chaco, Entre Ríos y San Juan. Estábamos ante un ver-
dadero estallido social. Aún se produjeron otros saqueos e11 y el 2 de junio.
Se utilizaron camiones para derribar las puertas y panfletos que invitaban
a dirigirse a comercios donde se repartirían alimentos. Sin embargo, hasta el
día 28 de mayo teníamos la información de que la situación era "grave, pero
controlable".
El 29 se produjeron en la zona de Rosario casi sesenta hechos, algunos con
mayor violencia. A mediodía se habían extendido a toda la ciudad y los co-
mercios cerraron. Luego dejaron de circular los transportes y comenzaron
confrontaciones entre comerciantes y saqueadores, que estaban muy bien or-
ganizados. Los medios confirmaron la presencia de autos sin patente, grupos
armados y coordinadores que a través de intercomunicadores dirigían a los
grupos. La televisión exhibió la increíble pasividad de la policía provincial an-
te el destrozo de vidrieras y el robo de artículos para el hogar.
La participación de estos grupos organizados pudo observarse en distin-
tas ciudades, con vandalismo en aumento e interferencias en las comunica-
ciones policiales. También fueron interferidas las comunicaciones de la poli-
cía provincial. En Rosario, entre los vehículos que dirigían los asaltos, uno
fue identificado como perteneciente al gobierno de la provincia de Santa Fe.
El gobernador Víctor Reviglio declaró que se había verificado la presencia de
francotiradores.
Por la tarde del 29 de mayo dispuse el envío de dos mil efectivos de la
Gendarmería Nacional para sustituir a la inactiva policía provincial. En un
principio había decidido trasladarlos en aviones de Aerolíneas Argentinas,
pero se apersonó el brigadier CreSpo, y solidariamente me pidió que la Fuer-
za Aérea se encargara de la tarea, lo que acepté. El gobierno de Santa Fe
declaró el estado de emergencia y el titular del Ejecutivo, en acritud que me
extrañó, viajó a Buenos Aires para pedir ayuda para superar la situación. De-
cidí declarar el estado de sitio, decisión que comuniqué telefónicamente a
Menem, que estuvo de acuerdo. Hacia medianoche el estado de sitio era ley
y regía para todo el territorio nacional.
El 30 de mayo se produjeron los mayores hechos de violencia en Rosario
y en el Gran Buenos Aires. En Rosario hubo 44 saqueos con la misma me-
todología que los anteriores. En el Gran Buenos Aires, los actos de vandalis-
mo se multiplicaron en la zona oeste, donde también fueron atacadas casas
particulares. En La Plata se quemaban neumáticos y asaltaban locales. En
Quilmes saquearon dos supermercados importantes. La metodología seguía
siendo igual.
En la Capital sólo hubo disturbios en áreas periféricas, pero al mediodía
estalló una bomba en Sarmiento y San Martín, con un saldo de cuatro heri-
dos, mientras llamadas anónimas comunicaban que había autos con explosi-
vos. Se trataba de una clara operación de intimidación psicológica elaborada
hasta en sus mas mínimos detalles.
El 30 de mayo comenzó a actuar la Gendarmería en Rosario y detuvo a
más de mil personas, que fueron alojadas en el predio de la Sociedad Rural.
Pero aún se producían episodios en los barrios.
El 31 hubo 43 saqueos en distintas ciudades del país, aproximadamente la mi-
tad de los producidos el día anterior. En Rosario, la presencia de la Gendarme-
ría Nacional logró una calma casi total. Pero la tensión permanecía en el Gran
Buenos Aires. Se atacaban casas particulares y se destrozaban automóviles.
El 1 de junio la situación había cambiado, merced a la presencia masiva
de la policía y al apoyo de la Gendarmería. Pero el resultado de lo que había
ocurrido fue espantoso: 330 actos de saqueos o vandalismo, 22 atentados
con explosivos, 15 personas fueron muertas y una cantidad mucho mayor re-
sultó herida, entre los que hay que contar a 19 policías.
El día 2 estaban detenidas 2.012 personas. En algunos lugares se demoró
la llegada de alimentos por los destrozos ocasionados y tuvimos que clausu-
rar 34 comercios por aumentos indebidos. En Rosario y otras zonas se im-
puso el toque de queda.
El vicegobernador de la provincia de Santa Fe, Antonio Vanrell (poste-
riormente procesado por corrupción), conocía muy bien lo que pasaba, por-
que diversos grupos vinculados con él habían estructurado una fuerza muy
disciplinada en los barrios marginales, por medio de carapintadas y de la se-
guridad provincial. Menem conocía esta circunstancia, porque la militariza-
ción de la conducción política del Gran Rosario lo había disgustado. El 31 de
mayo y el1 de junio se supo que el gobernador Víctor Reviglio había reteni-
do durante dos semanas bolsas de alimentos enviadas por el gobierno nacio-
nal. La denuncia fue hecha por el propio vicegobernador Vanrell, para defen-
derse de las acusaciones que le atribuían complicidad con los hechos.
A esa altura, yo comprendí que mi gobierno resultaba casi inviable y lo
que se estaba mostrando aún en ciernes era la intención de terminar con la
política de consensos necesaria para concretar el estado de Bienestar, abrien-
do el camino a una instalación del neoliberalismo salvaje. Se quería profun-
dizar la crisis y rechazar cualquier negociación que pudiera morigerarla. Tal
cual lo sostuviera Domingo Cavallo, la "crisis necesaria" cumplió puntual-
mente su misión para abrir el camino a los cambios con la instalación de un
nuevo modelo.
El 31 de mayo nos volvimos a encontrar con Menem. Los sucesos de
esos días probaron que era evidente a todas luces que la situación no podía
continuar de esa forma y la reunión culminó en un compromiso para que el
presidente electo asumiera el cargo, sin fecha cierta, pero con la convicción
de que ésta no podía alejarse demasiado.
Yo confié al doctor Terragno la continuación del trato personal con el
presidente electo para resolver los términos del traspaso del poder. Para de-
cidir esta delegación tuve en cuenta distintas razones. Durante mi gobierno,
la provincia de La Rioja fue muy favorecida por obras públicas a cargo del
Estado nacional; el ministro Terragno había convenido con el entonces go-
bernador que estas obras se inauguraban con la presencia de ambos, es decir
que viajaba a menudo a La Rioja. Terragno ya había anticipado que Menem
iba a ganar la interna peronista. Era uno de los pocos. Según él, en ese parti-
cular y preocupante momento, Antonio Cafiero se presentaba como una con-
tinuidad institucional previsible. Menem, en cambio, era lo que hoy se llama
transgresor rompía los esquemas y ofrecía una imagen completamente desvin-
culada de lo que estábamos pasando. Agregaba un componente que, creo, de-
finió como de apelación mágica. Y me parece recordar que subrayó: "No co-
nozco la receta para destruir la magia". Ya se sabe quién y cómo ganó.
Se establecieron así las gestiones entre mi delegado y Menem. Por lo que
me informó Terragno, en una ocasión participaron además Eduardo Bauzá
y Eduardo Menem. En esa reunión, ambos exigieron que yo consiguiera la
renuncia de dos miembros de la Corte y que designara a las dos personas que
ellos propondrían, con el argumento de que necesitaban como mínimo dos
jueces consustanciados con la situación y la necesidad de tomar medidas. Te-
rragno rechazó de plano la exigencia y vino a Olivos para informarme. Rati-
fiqué su posición y recuerdo haber expresado: "Están locos".
Mientras tratábamos de lograr razonables acuerdos para la transmisión
de mando, veíamos diariamente la dureza con que se enfrentaba a nuestro
gobierno. Creo que fue Dante Caputo, hombre de síntesis muy oportunas,
quien dijo una vez: "Quieren humillarnos todo lo posible, sólo admiten que
nos vayamos escupiendo sangre". Cavallo había mantenido reuniones con
nuestros acreedores, afirmando que si no se nos exigía el pago de la deuda,
se iba a considerar que se inmiscuían en la política interna de la Argentina.
Además, como señalé, se conocieron declaraciones de prominentes diri-
gentes justicialistas que hablaban de que el dólar no tenía que estar alto, si-
no "recontra alto", que se iba a nacionalizar la banca, que se congelarían
los precios, que habría una moratoria impositiva y una nueva moneda, el
"Facundo". Desde luego, se fueron muchos dólares y hubo una merma en
la recaudación.
En tanto, seguían las negociaciones para fijar la fecha de entrega del man-
do y los modos en que se operaría el traspaso. Menem y Terragno se encon-
traron varias veces, pero procediendo con mucha discreción, de modo que
nada de esto trascendió hasta ya muy avanzadas las tratativas. Se le propuso
al presidente por asumir la integración de equipos de transición, con repre-
sentantes del gobierno saliente y el entrante, en cada una de las áreas minis-
teriales, a fin de asegurar un traspaso ordenado. Pero esos equipos nunca se
integraron, porque Menem no tenía gente o no tenía interés.
Estos encuentros se conocieron después de que José Octavio Bordón re-
chazó el Ministerio de Obras Públicas ofrecido por Menem. Entonces, los
periodistas empezaron a tejer hipótesis. Circuló la versión de que la cartera
vacante sería confiada al doctor Terragno, hecho que no era cierto. Una ma-
drugada, Terrágno recibió una llamada telefónica de Menem pidiéndole que
se vieran a las seis de la mañana en el departamento de la calle Posadas. No
era prudente, pero nadie pensó que a esa hora inusual hubiera guardia perio-
dística y Terragno fue a la cita. Para su sorpresa, en la puerta había un equi-
po de televisión. No pareció grave. Terragno creyó que los periodistas man-
tendrían el secreto para asegurarse una primicia. Se dispuso a enfrentar una
cámara y pocas preguntas.
Cuando salió, una hora más tarde, ya estaba allí todo el mundo. Acosado
por micrófonos, grabadores, objetivos, se vio forzado a decir la verdad: no
había ofrecimientos de integrar el gabinete y si los hubiera, no aceptaba. Vi-
sitaba al doctor Menem como mi delegado personal. De este modo conclu-
yeron las tratativas estrictamente reservadas. Sin embargo, no parecía un gra-
ve traspié: ya estábamos de acuerdo en la fecha para efectuar la transmisión
de mando: el 30 de julio.
Aun así se sucedían los gestos para arrinconarnos, se hacían declaracio-
nes imprudentes, se reiteraban expresiones de una frivolidad que, después,
íbamos a descubrir constituirían un estilo. Soportábamos agresiones cons-
tantes y todo esto con el país reclamando soluciones, esperanzado en el mi-
lagro prometido por el presidente electo y convencido de nuestra incapaci-
dad para resolver los problemas pendientes.
Fueron momentos de dura prueba, no sólo en lo personal, eso es secun-
dario. Estábamos sentados en un polvorín y gente caprichosa jugaba encen-
diendo fósforos.
Como dije, intenté llegar a un acuerdo con el justicialismo, con el propó-
sito de poner en marcha un plan económico que permitiera superar las difi-
cultades propias de un gobierno que se iba a través del apoyo de otro recien-
temente legitimado por las elecciones. La respuesta fue una negativa rotunda
y la exigencia de todos los partidos que integraban el Frente Justicialista de
Unidad Popular (FREJUPO) de que procediera a la entrega inmediata del po-
der. El presidente electo, en declaraciones a una cadena brasileña, sostuvo
que estaba en condiciones de hacerse cargo del gobierno en cualquier mo-
mento, que el pueblo podía cansarse y que hacía falta un gesto. Tal vez creía
que yo pensaba quedarme pegado al sillón de Rivadavia.
Al regresar del viaje a La Rioja, Terragno me informó que el lunes si-
guiente se firmaría el acta que formalizaría los términos de la entrega del po-
der a fines de julio, de cuya redacción había sido encargado.
Las cartas estaban definitivamente echadas y, apenas diez días después del
último saqueo, cansado de las permanentes contradicciones de los interlocu-
tores y preocupado por la gobernabilidad del país, asumí la decisión de anun-
ciar al país que "resignaba" el cargo. El tiempo había concluido. La crisis
avanzaba, ya estaban elegidas las nuevas autoridades y existía el riesgo de un
mayor deterioro institucional.
El 12 de junio dije textualmente:
El espacio para la acción del gobierno en funciones para los meses que res-
tan de su mandato se encuentra así demasiado acotado para enfrentar con
probabilidades de éxito problemas en los que cualquier demora acarreará
mayores padecimientos para todos.
La necesidad de preservar las instituciones de la República de los riesgos
que pudiera implicar la singularidad de esta transición política y la gravedad
de la coyuntura económica, exige reconocer que los tiempos que vivimos re-
quieren soluciones enérgicas e impostergables.
Ningún esfuerzo en este momento tendría sentido si se ponen en pe-
ligro las metas que entre todos ya hemos logrado. Y si ese esfuerzo exige
del Presidente las actitudes personales necesarias para allanar un camino
de turbulencias, esas actitudes deben adoptarse sin demora, en especial
cuando esas turbulencias crean angustias en la gente, inseguridad en los
hogares y la sensación de que de pronto un vendaval se hubiese desatado
sobre el país.
No cabe minimizar la situación por la que atravesamos ni tampoco los
efectos que está causando en la sociedad argentina, sobre todo si se tiene en
cuenta que el señor presidente electo ha dicho que está listo para asumir sus
funciones. [...]
A esta altura es una dura evidencia para todos, en especial para los que me-
nos tienen, que el espacio para el gobierno en funciones es muy chico. [...]
Cualquier demora, pues, acarreará mayores padecimientos. Con esta
convicción procuramos con el señor presidente electo fórmulas de cierta
gobernabilidad y llegamos incluso a encontrar la comprensión de los seño-
res legisladores.
La realidad que acucia a cada uno demuestra que eso tampoco fue suficien-
te. menos aún ahora cuando se han difundido reales o presuntos detalles de la
política económica en elaboración por las futuras autoridades. La información
trascendida es de tal naturaleza que todos han de comprender de qué modo ha
de repercutir sobre el ya alterado funcionamiento de los mercados. [...]
En estas condiciones y ensayando lo que creí era el mejor procedimien-
to, intenté con el doctor Carlos Menem avanzar en nuestros acuerdos como
el modo de acelerar el traspaso del poder, a fin de que sin menoscabar la
Constitución, asumiera la máxima responsabilidad, la voluntas ciudadana ex-
presada en las urnas.
Con ese espíritu, esta mañana envié al presidente electo, con mi firma,
un acta de coincidencia sobre el afianzamiento de la democracia, elaborada
sobre la base de las últimas conversaciones mantenidas con él r...]. Hasta
ahora, ese documento lleva mi firma. No pierdo las esperanzas de que el
doctor Menem estampe también la suya.
Deseo firmemente que no quede ya en lo sucesivo la menor posibilidad
de alegar que la aceleración del proceso sucesorio se está viendo trabada por
la falta de una señal indicativa del presidente en ejercicio.

En tan sólo seis meses nos había pasado de todo. Críticas aviesas del FMI,
decisión del Banco Mundial de no desembolsar un crédito que nos había
acordado- haciéndola pública, en contra de una norma habitual-. El ata-
que armado de Villa Martelli y luego La Tablada, la necesidad de enfrentar
los que algunos han considerado como un "golpe de Estado cambiario", la
injustificada suba de precios en marzo y abril, y finalmente el estallido so-
cial de mayo.
E111 de junio por la tarde se conoció una muy clara definición de Carlos
Menem: "[Aguardo] una resolución, un gesto máximo del presidente Alfon-
sín, a los efectos de que disponga la transferencia del poder antes del 10 de
diciembre", dijo en declaraciones a una cadena brasileña. El mismo día se in-
formó que el Consejo Nacional del Partido Justicialista se reuniría el día 13,
con la presencia de Menem, para considerar la propuesta sindical de exigir la
necesidad de proceder a un adelantamiento inmediato en la entrega del po-
der. La Mesa de Enlace Sindical, que había organizado Luis Barrionuevo, ex-
presó su disposición a que la CGT convocase a una huelga general y a una mo-
vilización en apoyo a esa exigencia.
Con este panorama, en la mañana del 12 de junio decidí cortar por lo sa-
no y convoqué a Terragno para que viajara a La Rioja con el objeto de entre-
vistarse con Menem y expresarle que era imposible seguir dilatando un anun-
cio concreto en cuanto a la fecha del traspaso. "Dígale que si no está de
acuerdo, de todos modos voy a asumir la responsabilidad institucional de ha-
cer el anuncio esta misma noche". Terragno abordó el avión presidencial y
arribó a la provincia antes del mediodía.
En esa situación explosiva, esa noche reuní a todo el gabinete y decidi-
mos que al día siguiente presentaría la renuncia. Hubo acuerdo general en
que no había otra alternativa. Terragno me pidió autorización para viajar a
La Rioja y comunicarle a Menem la decisión antes de hacerla pública. El12
a la mañana partió con el texto de la renuncia. Encontró a Menem reunido
con un importante ejecutivo periodístico y un armador griego. Terragno le
pidió hablar en privado y pasaron a otro cuarto. Allí le comunicó que, en vis-
ta de la situación, yo renunciaría esa noche. Menem se enojó y llamó a su
hermano Eduardo. Mientras lo esperaban invitó a todos a compartir un al-
muerzo en la misma residencia.
Cuando llegó Eduardo Menem, en reunión con éste y Terragno, Carlos
Menem dijo que no estaba preparado para asumir en ese momento. Terrag-
no le recordó que públicamente había dicho que sí lo estaba. "¿Y qué quie-
ren que diga? ¿Que no estoy preparado? Yo no puedo decir otra cosa, pero
la verdad es que yo contaba con un tiempo y ahora me veo obligado a asu-
mir de repente. [...] Ustedes saben que yo quería asumir el 17 de octubre.
Acepté el 30 de julio para hacerles un favor y así me pagan."
Inmediatamente, Menem comenzó a llamar por teléfono y a pedir que
viajaran urgentemente a La Rioja todos aquellos que iban a ser sus colabora-
dores: Cavallo, Roig, Bauzá, Dromi y Kohan. En la casa de gobierno de La
Rioja se realizó esa noche una reunión con los futuros ministros que fueron
llegando en aviones privados. Terragno fue invitado a participar para expo-
ner la situación. Mientras se realizaba la reunión, Menem ordenó preparar un
asado de tres carnes (vaca, cerdo y pollo) y le pidió a Terragno que se que-
dara a cenar. Éste se disculpó y regresó inmediatamente a Buenos Aires.
Mientras miraban el mensaje por televisión, Menem y sus futuros mi-
nistros debatieron qué hacer y cómo contestar. Algunos plantearon direc-
tamente rechazar la decisión, pero finalmente se impuso la tesis de aceptar
y buscar un acuerdo definitivo, aun cuando un primer comunicado expuso
la molestia que causaba la decisión. Al volver a Buenos Aires, Terragno re-
conoció que Menem había expresado su deseo de postergar la asunción
hasta agosto y que la falta de una solución negociada sobre la agenda mili-
tar pendiente, en particular los juicios inconclusos, era un serio obstáculo
para el justicialismo.
Las unidades básicas del oeste del Gran Buenos Aires tenían contacto
con oficiales y suboficiales del Ejército, en actividad o en retiro, que se iden-
tificaban como carapintadas. Algunas de ellas pasaron a formar parte del
Movimiento por la Dignidad y la Independencia (MODlN), que realizó las me-
jores elecciones en esa zona. En esta síntesis hay que sumar a los partidos de
ultraizquierda, que actuaron en un comienzo, pero cuando advirtieron la mi-
litarización de los episodios se replegaron rápidamente.
Otro factor que influyó en la creación del pánico colectivo fueron las eviden-
tes operaciones de acción psicológica que se realizaron durante esos días a tra-
vés de alarmantes informaciones telefónicas. La profunda convulsión social, re-
presentada esencialmente por los saqueos y el estallido de violencia urbana, cerró
virtualmente un capítulo de la historia argentina y evidenció la imposibilidad
concreta de garantizar la gobernabilidad institucional en esas condiciones.
Para la sociedad, el cambio de gobierno parecía imprescindible.
Los sectores especulativos pusieron en vilo a la nación: el problema cam-
biario y el de los precios desestabilizaron totalmente la situación económica
y crearon un claro clima de inseguridad. Esto incidió en el estallido de mayo.
Pero todas las responsabilidades, las propias y las ajenas, se transfirieron en
bloque hacia mi gobierno.
No quiero insistir sobre el cerco de las corporaciones, las imperdonables
imprudencias de algunos políticos, la presión de la banca, el hecho de que en
Estados Unidos nos habían cerrado las puertas y que la mayoría de quienes
habían terminado por comprender la posición argentina en materia econó-
mica habían desaparecido del gobierno o cambiado de funciones.
Llegué a dudar acerca de la continuidad democrática. Podía desarrollarse
una catarata de convulsiones, cuyos efectos nadie podía vaticinar con seguri-
dad. Incluso pensé que los propios triunfadores estaban actuando como
aprendices de brujo. Mi retiro anticipado fue, desde luego, muy doloroso pa-
ra mí. Pero sabía que debía anteponer a mi orgullo personal la necesidad de
preservar la democracia. Algunos amigos queridos, como Germán López,
casi me rogaron que no lo hiciera. También me dolía por ellos y por la can-
tidad de radicales que sufrirían la decisión, sobre todo los más jóvenes. Se
hablaba de huida después que habían pedido mi retiro de todas las formas
posibles. Pero a todos les dije que mi decisión, que podía ser vista entonces
como una deserción, sería considerada en el futuro como un gesto más en
defensa de las instituciones de la Nación.
Era exacta la apreciación de la carencia de espacio político, no sólo para
la continuidad del gobierno en ejercicio con el consecuente riesgo para la
gobernabilidad, sino también para nuevas demoras: en pocos días se concre-
taron los acuerdos que asegurarían al nuevo presidente la sanción de las le-
yes, así como las formas jurídicas que habrían de asegurar que fuera yo quien
entregara los símbolos del cargo, el bastón presidencial y la banda a Carlos
Menem. El 30 de junio de 1989, el secretario general de la Presidencia,
Carlos Becerra, entregó al Senado de la Nación la nota por la cual resignaba
el cargo. Ocho días más tarde, Carlos Saúl Menem juró ante la Asamblea Le-
gislativa, en el recinto de la Cámara de Diputados, y, de inmediato, recibió el
gobierno en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno. En el momento de fir-
mar el acta, algún amigo de Menem se acercó y pidió que lo hiciéramos con
su lapicera. Tenía una pluma malísima yeso, sumado al hecho de que el ac-
ta terminaba casi al final de página, lo que me obligaba a tener la mano sin
apoyo, desfiguró mucho mi firma. Alguien lo atribuyó a mis nervios.
Cuando me enteré del mensaje que el nuevo presidente leyó en el
Congreso, tuve un verdadero ataque de indignación. Acusaba a mi go-
bierno de corrupción. ¡No lo podía creer! Tiempo después expresé con
respecto a la entrega anticipada: "Eso, que para muchos fue un dolor y
una frustración, será timbre de honor para la Unión Cívica Radical, por-
que fue el precio que hubo que pagar para garantizar la democracia en la
Argentina". No creo haberme equivocado.






5. El Pacto de Olivos y
la reforma constitucional de 1994


HACER política es adoptar una concepción global de la sociedad y de su por-
venir, de la vida en común que debe caracterizar a toda nación, y luchar incan-
sablemente por llevarla a cabo, con la mente y el corazón siempre abiertos a
un constante aprendizaje. Por otra parte, la política consiste, también, en de-
sarrollar la sensibilidad, la percepción y la capacidad de respuesta a los desa-
fíos que las sociedades deben enfrentar. Estoy persuadido de que esto es po-
sible si generamos -a partir de la acción colectiva- las instituciones y los
comportamientos que contengan en sí mismos la posibilidad del cambio anti-
cipatorio y de autocorrección para poder responder a situaciones inesperadas
y desconocidas de la manera más satisfactoria, buscando compensar daños y
reparando injusticias. De ese modo se asienta el terreno para democracias só-
lidas, con instituciones enraizadas en su relación con la sociedad.
Pero hay otro punto de vista desde donde pensar y actuar la política: el de
la urgencia y la perentoriedad que imponen los momentos críticos. La verda-
dera y más profunda crisis para una colectividad se da cuando se ha cometi-
do lo irreparable. Aunque, como bien lo señala el filósofo francés Nicolás
Tenzer, no hay una esencia atemporal de la crisis. Cada una de las crisis de-
be ser apreciada en función de una época, y es por ello necesario evaluar la
gravedad específica de cada crisis y considerar la eventualidad de una acción
decisiva. La política, en este caso, adquiere un cariz más dramático y resolu-
torio: cómo hacer para que no se produzca lo irreparable, es decir, la dislo-
cación de los fundamentos comunes de nuestra sociedad, fundamentos sin
los cuales no son concebibles ni el ejercicio del pensamiento crítico ni la ac-
ción política de carácter democrático.
Cuando un determinado orden o equilibrio de poder impuesto es cues-
tionado, revisado o disuelto, la gestión democrática de la cosa pública debe
pasar fundamentalmente por una comunicación amplia entre los ciudadanos
y sus gobernantes, de modo que unos y otros se vinculen y se comprometan
estrechamente con el destino y la marcha de sus instituciones. Esto implica
una discusión guiada por principios comunes, el primero de los cuales es pre-
cisamente el consenso sobre la necesidad de edificar y garantizar la existen-
cia de una sociedad política, fuera de la cual no es posible ni el vínculo social
ni la realización de los proyectos de vida. Cuando ello ocurre, son tiempos
de política constituyente.
Este modo de concebir la política y la acción política tuvo mucho que ver
con el convencimiento que me animó, en la búsqueda de un acuerdo funda-
mental, a la firma del Pacto de Olivos y al emprendimiento reformista de nues-
tra Constitución nacional que aquel pacto posibilitó. Se trató precisamente de
una oportunidad única para evitar lo irreparable -abrir las puertas a la ilegali-
dad e ilegitimidad del poder- y para permitirnos al mismo tiempo modificar
rumbos y comportamientos más profundos, y alcanzar objetivos comunes lar-
gamente anhelados que nos habían resultado elusivos hasta entonces.
Públicamente he sostenido cuatro tesis. La primera es que la actitud que
me llevó a la firma del Pacto de Olivos es la misma que, con coherencia, sos-
tuve toda mi vida en pos de la concreción de un Estado legítimo. La segunda
es que la reforma de la Constitución se habría realizado de todos modos, aun
con nuestra oposición. La tercera, que el texto constitucional resultante hu-
biera significado una verdadera regresión para el país. La cuarta, que en ese
proceso se habría puesto en serio peligro la convivencia de los argentinos por
la pérdida de legitimidad del gobierno y de legalidad de las instituciones.
A diez años vista, y luego de atravesar y superar las tremendas crisis y ver-
daderas catástrofes gubernamentales, económicas y sociales que sufrimos en
los últimos años (en las que tanto tuvo que ver el atolladero al que nos llevó
una década hegemonizada por el modelo neoliberal y una democracia dele-
gativa que debilitó y desestructuró a la sociedad) me permito sostener algu-
nas cosas más. La primera es que logramos una reforma progresista que con
el tiempo comenzó a reconocerse en los hechos y en los dichos. La segunda
es que esa reforma, contra la mayoría de las opiniones escépticas de enton-
ces, hizo posibles instituciones más flexibles y perdurables, y permitió trazar
líneas de fuerza destinadas a trascender el horizonte de un gobierno y un li-
derazgo presidencial con límites temporales infranqueables. Y la tercera es
que esa reforma generó una dinámica positiva en el proceso político porque
instaló la idea de la democracia como deliberación, formación de consensos
y disensos, y autotransformación institucional y cultural.
Desde los inicios de la recuperación democrática se había comenzado a
afianzar la relación entre la construcción de un pacto de garantías en torno
de comunes denominadores básicos y una convergencia programática que
expresara, a partir de dicho pacto, a las fuerzas y los sectores políticos y so-
ciales identificados con una modernización progresista del país. Dentro de
esa convergencia se encontraba, como uno de los principales proyectos, la re-
forma constitucional.

Una larga transición hacia la democracia

Cuando asumimos el gobierno en 1983, los argentinos y sus instituciones ve-
níamos de una pesadilla dantesca. Frente a la violencia, la desconfianza, la de-
sunión y la indiferencia que se habían enseñoreado por largos años, nos ha-
bíamos acostumbrado a buscar refugio en la privacidad de los ámbitos más
cercanos a nuestra vida cotidiana, a nuestra familia, a la soledad de nuestros
propios esfuerzos, al aquí y ahora, como modo de defendemos de un pre-
sente amargo y un futuro incierto.
En esos largos años se redujo el espacio social en el cual transcurrían
nuestras vidas y así se fueron perdiendo lazos de unión tradicionales en nues-
tro país. Al vaciamiento económico le siguió el vaciamiento afectivo de una
sociedad en la que primaba el desamparo.
El retorno a un régimen democrático comenzaba a sentar las bases para
revertir esta situación de encierro forzoso en que vivíamos. De a poco re-
tornaban la seguridad y la normalidad necesarias para que las fronteras de la
vida cotidiana empezaran a expandirse. Sin embargo, era necesario crear las
condiciones para afianzar los valores emergentes de la solidaridad y la tole-
rancia, y recobrar así la confianza en el otro, en el prójimo, para desarrollar
un proceso de participación que se transformara en una práctica democrá-
tica cotidiana.
No se trataba de modernizar nuestra sociedad con arreglo a un criterio
de eficientismo técnico -aun considerando la dimensión tecnológica de la
modernización como fundamental-, se trataba de poner en marcha un pro-
ceso modernizador tal que tendiera progresivamente a incrementar el bie-
nestar general, de modo que la sociedad en su conjunto pudiera beneficiar-
se de sus frutos.
El tema de la modernización no era nuevo en la historia social argenti-
na. En rigor, el primer momento clásico de los procesos de modernización,
el pasaje de una sociedad tradicional a otra de auténtica posibilidad de par-
ticipación popular, ya había sido cubierto entre nosotros. Pero esa moder-
nización no sólo había agotado su capacidad expansiva sin que hubiera sido
reemplazada por otra propuesta capaz de concretarse, sino que, además,
nuestra decadencia coincidía con una verdadera mutación que se operaba en
los países centrales.
En los hechos, nuestra sociedad se transformó en una suma de agregados
sociales que acumularon demandas sobre el Estado y se organizaron faccio-
samente. El resultado de esa corporativización creciente fue una sociedad
bloqueada, un Estado sobrecargado de presiones particularistas y un regla-
mentarismo cada vez más copioso y paralizante que sancionaba sucesivos re-
gímenes de privilegio para distintos grupos.
Los costos de funcionamiento de una trama social así organizada sólo po-
dían ser financiados por la inflación, que se transformó entre nosotros en la ,
forma perversa de resolución de los conflictos. En esas condiciones, encarar
una nueva modenización como salida de una prolongada crisis Implicaba
crear, en lugar de esa sociedad bloqueada con la que culminó el ciclo prece-
dente, una sociedad flexible.
El nuevo consenso que nos propusimos construir estaba vinculado con
la puesta en marcha de un trípode de ideas-fuerza formado por la solidari-
dad, la participación y la modernización. A través de éste, debíamos asegurar
una clara definición en cuanto al respeto a los derechos humanos, la afirma-
ción de los principios del estado de Bienestar y la concreción de un latinoa-
mericanismo activo, capaz de promover procesos de integración en los órde-
nes económico, cultural y político.
La democracia sólo puede construirse con sujetos democráticos. Muy a
menudo se olvida esta verdad de Perogrullo. Una monarquía se puede cons-
rruir con un pueblo antimonárquico. Un fascismo, con un pueblo antifascista.
Pero una democracia sólo puede serIo con una ciudadanía activa y consciente
de sus derechos y responsabilidades. Yo estoy absolutamente persuadido de
que para ser un demócrata no basta con amar la libertad.
La legitimidad de la democracia presupone el respeto escrupuloso de los
derechos básicos que hacen a la dignidad humana. El primero de todos, no
interferir con la búsqueda individual del proyecto que dé sentido a la vida de
cada uno. Pero esta legitimidad también implica el deber de ayudar a los
miembros menos favorecidos de la sociedad, de aumentar la libertad de quie-
nes son menos libres.
Nosotros deseábamos combinar la dimensión de la modernización con el re-
clamo ético, dentro del proceso de construcción de una democracia estable, por-
que tanto la acción económica cuanto la acción social del estado de Bienestar
encierran una importante función normativa y regulatoria para el cumplimiento
de sus objetivos. Para ello, era necesario garantizar dos procesos distintos pero
complementarios. Por una parte, cierto grado de intervención del Estado en la
economía, buscando no sólo su crecimiento, sino también una distribución de
la riqueza y los ingresos sustentada en principios de equilibrio y justicia social.
Por la otra, asignarle al sector público una irrenunciable responsabilidad en el ac-
ceso popular a determinados bienes y servicios sociales básicos para la dignidad
y la igualdad de oportunidades de personas y familias.
Era nuestro deber construir la respuesta progresista que nuestro pue-
blo reclamaba, promoviendo una democracia social que se presentara co-
mo alternativa al modelo neoconservador que se expandía en el mundo y
rescatara una idea de justicia que atravesaba nuestra historia y se enraizaba
en principios éticos fundamentales. Si el Estado no era capaz de amparar
procesos transformadores -procesos que podían resumirse en el imperati-
vo de modernizar sin abdicar de una ética de la solidaridad-, fracasaría
también, inevitablemente, la democracia social como procedimiento, como
sistema político.
Para ser eficaces debíamos superar dogmatismos absurdos. Ya había ter-
minado en el mundo la era de las convicciones absolutas, de los mesianismos
y de los historicismos fáciles. El futuro no estaba predeterminado, pero tam-
poco era un papel en blanco donde pudiéramos diseñar en forma absoluta
nuestra voluntad. Teníamos un pasado y a partir de él podíamos y debíamos
poner cauces racionales al porvenir sin renegar de nuestra herencia pero sin
esclavizamos a ella. Ella nos ponía límites, pero desde esos límites no había
solamente un camino.
A lo largo de casi todo el siglo XX la historia argentina fue la historia de
un país cuyas relaciones sociales no estuvieron sujetas a un pacto de convi-
vencia. Las guerras internas antes de la Organización Nacional, las múltiples
luchas que precedieron el acceso al gobierno del radicalismo, la violenta res-
tauración conservadora del treinta, la irrupción del peronismo como fórmu-
la frontalmente opuesta a las expresiones políticas preexistentes y la poste-
rior revancha antiperonista constituyeron sucesivas manifestaciones de una
misma imposibilidad para convivir en un marco compartido de normas, va-
lores e instituciones, indispensable para la vigencia del Estado legítimo.
Sobre ese trasfondo histórico sólo hubo lugar, salvo breves excepciones,
para una ficción de democracia, o bien, como ocurrió las más de las veces, pa-
ra la instauración abierta del autoritarismo. En este sentido, sabíamos que, en
nuestro país la democracia recuperada en 1983 no debía ser restaurada sino
construida.
Cuando hablábamos de construcción de la democracia no era una simple
abstracción; nos estábamos refiriendo a la fundación de un sistema político
que sería estable en la medida en que se tradujera en la adopción de rutinas
democráticas asumidas y practicadas por el conjunto de la ciudadanía. Tal
era, al fin y al cabo, el principal motivo de una permanente y a veces angus-
tiada convocatoria para un consenso indispensable.
Nuestra democracia había sido desquiciada institucionalmente no sólo
por la dictadura de siete años que la había precedido, sino también por un
prolongado período de prácticas deformantes que a lo largo de medio siglo
impidieron, salvo fugaces interregnos, el pleno funcionamiento del orden
político contemplado por la Constitución. Afectados por vicios de origen,
por el mantenimiento de artificios proscriptivos, por forzados condiciona-
miento s, por abusos en el ejercicio del poder o por turbulencias internas que
terminaban por desnaturalizar la convivencia democrática, aquellos ensayos
resultaron invariablemente bloqueados.
La Unión Cívica Radical siempre estuvo de acuerdo con una reforma de
la Constitución nacional, para adaptarla a las transformaciones y las necesi-
dades políticas, económicas y sociales de la segunda mitad del siglo xx. Así
lo había resuelto la Convención Nacional del partido y así lo sostuvieron sus
diputados en el Congreso, cuando el peronismo planteó, sorpresivamente y :
sin tiempo para el análisis y el debate, la declaración de la necesidad de la re-
forma, en agosto de 1948.
En aquel debate parlamentario, los diputados del radicalismo sostuvie-
ron que la Constitución no era intangible y que una reforma era necesaria;
pero también afirmaron que no querían una reforma radical o peronista
sino que aspiraban a una "reforma argentina", realizada por todos los sec-
tores y como resultado de un extenso y limpio debate. Querían una Consti-
tución que fuese un instrumento de límites al poder, un conjunto de restric-
ciones a los que tienen la fuerza y el mando, una reforma al servicio del
pueblo y no una reforma para uso del presidente de la República y para po-
sibilitar su reelección. La declaración de la necesidad de la reforma no de-
bía ser producto de la ilegalidad; por lo tanto, la misma debía aprobarse con
el voto de los dos tercios del total de miembros de la Cámara de Diputados
y no por los dos tercios de los legisladores presentes en la sesión, como sos-
tenía entonces el oficialismo.
Para afirmar esos principios, y a pesar de las discrepancias con los obje-
tivos pretendidos por la mayoría justicialista y la ilegalidad de la declaración
de necesidad de la reforma, el radicalismo concurrió a las elecciones de cons-
tituyentes y conformó su bloque en la Convención Reformadora de 1949.
Resultaron infructuosos los reclamos y ninguna de sus observaciones fue
considerada. Ante una asamblea donde la mayoría reunía como constituyen-
tes partidarios a los principales funcionarios del régimen -cinco ministros de
la Suprema Corte, varios jueces y otras autoridades de los gobiernos provin-
ciales- que sólo pretendían sacar de allí la reelección presidencial, el presi-
dente del bloque del radicalismo, Moisés Lebensohn, anunció que la repre-
sentación de la UCR se retiraba de las deliberaciones. Terminó SQ exposición
diciendo: "El propio miembro informante de la mayoría ha confesado ante
la conciencia argentina que la Constitución se modifica en el artículo 77 pa-
ra Perón, con el espíritu de posibilitar su reelección. La representación radi-
cal desiste de seguir permaneciendo en este debate, que constituye una far-
sa. Volveremos, volveremos a dictar la Constitución de los argentinos".
La mayoría justicialista, con soberbia y en soledad, reformó la Constitu-
ción nacional en 1949. Esa Constitución, impuesta por un solo sector, im-
portó la fractura de la sociedad argentina y nos llevó a un enfrentamiento de
"todo o nada" que frustró la posibilidad de un régimen democrático con de-
rechos y garantías para todos, con alternancia en el poder y valoración de las
minorías, lo que trajo graves consecuencias y precipitó, cinco años después,
la ruptura del sistema con el golpe de 1955.
En la Convención Reformadora de Santa Fe, en el año 1957, la represen-
tación radical impulsó y logró que se sancionara el artículo 14 bis de la Cons-
titución Nacional, norma todavía vigente que consagra con rango constitu-
cionallos derechos sociales... Pero no estaban presentes los peronistas.
La etapa abierta en diciembre de 1983 fue, pues, por su origen y por las
modalidades de su desarrollo, la primera en muchos años que aparecía li-
bre de todas aquellas deformaciones. Nuestro mayor empeño en este or-
den estaba vinculado a la necesidad de apelar a la responsabilidad de los
partidos políticos, que debían recuperar plenamente su papel y su impor-
tancia como protagonistas principales del pluralismo que es inseparable de
la democracia.
Habíamos recuperado las instituciones de una sociedad que no sólo vio
destruida buena parte de su aparato productivo, sino que sufrió también,
hondamente, en su cultura, su vida cotidiana, sus hábitos mentales, su visión
del mundo, la pesada carga autoritaria que gravitó sobre el país en las cinco
décadas precedentes.
En realidad, ninguna de nuestras fuerzas políticas fue inmune en su pasa-
do a la tentación de exclusivismos discriminatorios cuyo efecto fue la traza
sobre el mapa político argentino de una línea divisoria entre elegidos y répro-
bos, entre excelsos y marginados. Esta tendencia al abroquelamiento, al ais-
lamiento sectario y autosuficiente, infectó no sólo la vida política argentina.
La misma propensión modeló en gran medida el comportamiento de los
grupos de interés sectoriales, llevándolos a privilegiar sus propios fines par-
ticulares por encima de los del conjunto nacional.
El sectorialismo entorpeció la ímproba labor de la reconstrucción nacio-
nal. Tanto nuestra vida institucional como nuestras actividades políticas y
económicas resultaron gravemente distorsionadas por esa tendencia de ca-
da grupo a totalizar sus propios intereses sectoriales. Deformaciones de es-
ta naturaleza se produjeron en el campo de los partidos y en el de los sindi-
catos, en el de la producción agropecuaria y en el de la actividad industrial,
en el militar y en el de la burocracia del Estado, expresiones todas de gru-
pos renuentes a integrarse en un todo común por el empeño de cada uno
de ellos en ser por sí mismo una totalidad, un circuito cerrado de intereses
y valores exclusivos.
Era necesario que todos aprendiéramos a fundamentar nuestras conduc-
tas, como militantes políticos o como miembros de grupos sectoriales, no
sólo en los valores y los principios que diferencian, sino también en un con-
junto más alto de valores y principios que asocian. Sin embargo, a medida
que transcurría el tiempo y las dificultades de todo tipo aumentaban, la opo-
sición tendía a endurecerse, la CGT acentuaba sus demandas, la izquierda más
drástica comenzaba a agitar sus consignas absolutistas y el FMI a incrementar
sus presiones y condicionamientos.
No íbamos a consolidar la democracia sin un pacto democrático funda-
mental que nos comprometiera a todos -partidos y sectores- a reconocer-
nos partícipes de un sistema compartido de normas que estableciera entre
los grupos, más allá de sus diferencias, una base insoslayable de solidaridad.
De ahí que los objetivos exigidos por la nueva etapa democrática incluían,
junto al rescate de las instituciones, el aprendizaje de su ejercicio. Un apren-
dizaje que, iniciado a partir de un largo período de inactividad democrática
-o actividad democrática viciada-, no podía menos que exponemos a ensa-
yos y errores, marchas y contramarchas, logros y frustraciones.
No estábamos, como dije, "restaurando" instituciones y comportamien-
tos caducos ni pensábamos en mantener el estado de cosas sobre la base de
estructuras que habían sido rebasadas por la realidad. Por el contrario, adver-
tíamos que ese ciclo de reconstrucción institucional, aprendizaje y correc-
ción, había de llevamos sin duda a descubrir la necesidad de innovar.
La Argentina le estaba ofreciendo al mundo un ejemplo de transición pa-
cífica y estaba mostrando que se podía salir del oprobio y la destrucción aun
en el marco de tremendas limitaciones y gigantescos obstáculos, sin grandes
debacles, sin violencia y con un estricto apego a la ley. El pasaje del estado
salvaje al estado de Derecho sin concesiones, sin justicia por propia mano,
sin venganza, con sensatez y equilibrio, era una realidad que se expandía por
América Latina, sentando los cimientos de un definitivo ordenamiento social
construido sobre bases de consenso y, fundamentalmente, sobre bases éticas
de justicia, paz y libertad.
Pero las dificultades de la transición eran cada vez mayores. Demandas
populares insatisfechas, carencias y atrasos tecnológicos, hábitos culturales
inapropiados tras largos anos de censura y aislamiento conformaban, mas
que un cuadro problemático, un estado de ánimo que conspiraba contra las
mejores disposiciones.
Existía, es cierto, una conciencia social renovada que todavía estaba ela-
borando la terrible experiencia del pasado reciente al mismo tiempo que
lo transitaba nuevos umbrales. Pero era incipiente y no podía afianzarse con fa-
cilidad en terreno ciertamente minado. Bastaba hacer un inventario de los
problemas y advertir el carácter novedoso de muchos de ellos para concluir
que el desafio que teníamos por delante era formidable.
Condicionados por el endeudamiento externo, el marginamiento del co-
mercio internacional y la innovación tecnológica, teníamos cabal conciencia
de que el futuro de nuestra democracia habría de correr serio peligro si no
hallábamos al mismo tiempo la manera de producir las transformaciones so-
cioeconómicas que pudieran satisfacer las demandas populares de equidad
en la distribución de las riquezas y mejoramiento en las condiciones materia-
les y espirituales de vida.
En un seminario realizado en Alemania a fines de 1981, el conocido poli-
tólogo inglés David Rock me dijo: "Usted será el próximo presidente consti-
tucional, pero veo poco futuro para la democracia". Más tarde escribiría sobre
nuestro país un interesantísimo libro, Argentina 1576-1987. Desde la colonización
española hasta Raúl Alfonsín (Buenos Aires, Alianza, 1995), en el que recuerda el
episodio y analiza con verdadero realismo la situación que vengo describiendo:

A comienzos de 1987, el destino de la nueva democracia en la Argentina si-
gue pendiendo de un hilo. El recuerdo de los horrores de los años setenta
ha dado origen más que nunca a un mayor apoyo público a la democracia
constitucional. Tal vez, estos recuerdos unan por un período indefinido a la
nación, permitiéndole resistir las tensiones que han socavado y destruido la
democracia con tanta frecuencia en el pasado. Pero todavía es demasiado
pronto para saber qué ocurrirá. El intento de ajustar cuentas con los milita-
res [...] ha despertado resentimiento y resistencia que han empezado ahora
a provocar la revuelta abierta. También los sindicatos siguen siendo poten-
cialmente capaces de lanzar un ataque contra el gobierno. Las acusaciones
de debilidad, vacilación e incompetencia [...] todavía se oyen a fines de los
años ochenta. Los adversarios extremistas de la derecha y de la izquierda es-
tán al acecho en la sombra [...]. Serias dificultades económicas que derivan
de una gigantesca deuda externa han perseguido durante toda la primera mi-
tad de la presidencia a Alfonsín [...]. Todos estos factores siguen siendo
fuentes potenciales de una renovada inestabilidad y continuamente ponen a
prueba la convicción de Alfonsín de que la participación, la negociación y el
compromiso lanzarán a la Argentina a una nueva época.

En el mensaje al Congreso del 1 de mayo de 1984 aludí -tan tempranamen-
te- de este modo a la cuestión:

Faltaríamos a la verdad si no dijéramos que el país sufre aún las consecuencias
de profundos trastrocamientos en la escala de valores y que se observan ves-
tigios de una acción corporativa como producto evidente de una época en que
cada sector pensaba egoístamente en la sola defensa de sus intereses directos.
La democracia sólo funcionará en plenitud cuando todos estemos dispuestos
a anteponer los intereses de la República a ideas particulares que resultarían es-
tériles si no se compatibilizaran con las del conjunto de la sociedad.
Con la democracia se había terminado, esta vez sí, con un verdadero vacío
de poder legítimo y se había restablecido la existencia misma del gobierno
para recrear una voluntad nacional firme y serena, sobre las bases del dere-
cho y la justicia. Sin embargo, el pasado era demasiado reciente como para
que hubiera desaparecido el peligro de una fragmentación mucho más grave
aún que la ya conocida.
En la centroizquierda, de la que formábamos parte, el Partido Intransi-
gente y un sector del socialcristianismo, arrastrados por la competencia elec-
toral, exacerbaban los cuestionamientos, mientras las distintas corrientes de
la socialdemocracia morigeraban sus criticas y parecían comprender la grave-
dad de la situación. Desde la derecha, la UCeDé mantuvo una posición desa-
fiante y por momentos agraviante. El peronismo, lanzado a la recuperación
del poder, se valía de la CGT, verdadero ariete con el que se golpeaba al go-
bierno con toda clase de "medidas de fuerza".
Se comenzó a actuar como si, en lugar de estar defendiendo a brazo par-
tido y casi desesperadamente la democracia, fuéramos nada más y nada me-
nos que la continuidad de una dictadura. Sectores de derecha e izquierda se
manifestaban al unísono en una crítica total, orientando el debate -que cada
vez más se parecía a un combate- de manera conjunta, aunque no siempre
con los mismos argumentos, contra el gobierno.
De esta manera se fue conformando un clima político muy particular que
adquiriría perfiles más duros luego del triunfo electoral del radicalismo en la
renovación legislativa de 1985, atribuible principalmente a la puesta en mar-
cha del Plan Austral. Ese clima se caracterizó por una actitud que un obser-
vador extranjero podría haber calificado como absolutamente insólita.
Dejó de haber casi discusión horizontal: a derecha e izquierda se bailaba
el minué de la galantería, para competir enseguida, en la discusión vertical,
para ver quién se quedaba con el trofeo correspondiente al más duro. Esa ac-
titud conspiraba contra el consenso indispensable para arribar a buen puer-
to en el viaje por la transición, multiplicando los riesgos y maniatando al go-
bierno. En definitiva, a la opinión pública le era escatimada la realidad de la
crisis y, llevada por la prédica opositora, tendía a atribuir todo lo malo que
ocurría en el país a errores o aun perversidades del gobierno.
Daniel Poneman, desde su visión de estudioso extranjero y con excesiva
generosidad hacia mi persona, veía estos tiempos de la siguiente manera:

En los primeros años de la democracia, Raúl Alfonsín estaba solo en el
mando. Fue el único líder que pudo guiar a la Argentina a través de esas
aguas peligrosas. Alfonsín es una rareza argentina; combina el carisma con
el impulso democrático. Respeta la ley. Más importante aún, fortalece la de-
mocracia con el pragmatismo. La democracia debe triunfar, no porque es
un ideal admirable en el plano de la abstracción, sino porque es la solución,
tal vez la única solución, de los problemas crónicos que han plagado a la
Argentina.
Sin embargo, Alfonsín no enfrenta solo su gran desafío. Su destino depen-
de del pueblo argentino. La nación entera se enfrenta con su mayor prueba:
debe dejar atrás el gobierno por cabildeo y vivir dentro de los límites de su
propia Constitución. Debe ocurrir un cambio profundo en el carácter na-
cional para que pueda establecerse con firmeza la democracia en la Argen-
tina. Hoy hay vislumbres favorables. Se están reanimando el debate político
y la expresión artística. Pero se requerirá una generación o más. Sin un fuer-
te tabú contra los golpes militares, esa generación necesaria para el cambio
será reiteradamente interrumpida, y su tarea permanecerá inconclusa.

El Consejo para la Consolidación de la Democracia
y la reforma constitucional

Consolidar nuestra democracia era una tarea que reclamaba dosis equivalen-
tes de audacia y cautela. Exigía imaginación, voluntad de crear, de inventar.
Exigía no repetir viejos esquemas y anacrónico s enfrentamientos. Exigía, por
lo tanto, un ancho abanico de profundas reformas.
El requisito básico para poner en marcha esa consolidación era la cons-
trucción de un pacto de garantías entre los protagonistas. Ese pacto demo-
crático debía incluir, como puntos centrales, el respeto de las reglas de juego
de la democracia: la libre discusión y oposición, la tolerancia de las diversas
ideas, el rechazo de todo procedimiento violento como forma de acción po-
lítica, el respeto de los derechos humanos básicos y la vigencia de una ética
cívica compartida.
Sin embargo, ese pacto de garantías era condición necesaria pero no su-
ficiente. El proyecto fundacional del Estado legítimo se basaba en el trípode
constituido por la democracia participativa, la modernización y la ética de la
solidaridad. Y esta perspectiva iba más allá de un acuerdo para no transgre-
dir las reglas del juego democrático.
Las dificultades que percibíamos para concretar consensos nos conven-
cieron de la necesidad de buscar mecanismos que contribuyeran a esos obje-
tivos, por fuera de los marcos clásicos existentes.
Con ese objetivo, e11 de diciembre de 1985 y en coincidencia con la con-
vocatoria que realicé en Parque Norte, resolví constituir el Consejo para la
Consolidación de la Democracia. Se trataba de un espacio institucional de
jerarquía que podía ser de gran utilidad para concretar un consenso más
profundo que el del pacto de garantías y que tendría por finalidad el aseso-
ramiento plural al Poder Ejecutivo en la elaboración de proyectos de trans-
formación de las estructuras del país, basados en el trípode mencionado de
la modernización de la sociedad, la ética de la solidaridad y la participación
ciudadana.
El Consejo para la Consolidación de la Democracia estuvo originaria-
mente integrado por: el brillante jurista, filósofo e intelectual Carlos Nino,
quien fuera su inteligente y eficaz coordinador; experimentados dirigentes
políticos provenientes de distintas vertientes y partidos políticos, como
Oscar Albrieu, José Antonio Allende, Ismael Amit, Leopoldo Bravo, Raúl
Dellepiane, Guillermo Estévez Boero, Oscar Puiggrós, Ángel F. Robledo,
Jorge A. Taiana, Alfredo Vítolo; personalidades relevantes de distintas áreas
del quehacer nacional como Genaro Carrió, René Favaloro, Ricardo Flouret,
Julio H. Olivera, Emma Pérez Ferreira, Fernando Storni, María Elena Walsh
y Emilio Weinschelbaum. El único dirigente radical era Enrique Nosiglia.
Algunas de las más importantes comisiones que funcionaron en el Con-
sejo fueron las de: Articulación de las relaciones y poderes políticos del Es-
tado y las organizaciones sociales, dedicada al estudio del papel que cumplen
en la sociedad las distintas organizaciones intermedias y su vinculación con
el Estado; Centro de altos estudios, encargada de analizar la creación de ins-
titutos de nivel académico superior para la educación postuniversitaria; Des-
centralización, federalismo y desburocratización, dedicada al análisis de
medidas conducentes al fortalecimiento del federalismo, para lo cual se en-
cararon estudios de mecanismos que permitieran morigerar el centralismo
administrativo; Economía y producción; Fuerzas Armadas; Medios de co-
municación social; Poder Judicial; Política exterior; Reordenamiento demo-
gráfico e integración territorial.
Las transformaciones que propiciábamos se ubicaban en tres planos
distintos.
En primer lugar, el conjunto de reformas político-institucionales que te-
nían como eje la modernización y la descentralización del Estado. Incluía-
mos en esta dimensión las reformas judicial, militar, federal y administrativa,
y la reforma tendiente a fortalecer el rol del Parlamento.
En segundo lugar, las reformas vinculadas a la estructura económica y so-
cial. Frente a las dificultades que surgían por las presiones de los organismos
internacionales de crédito, debíamos asumir la gravedad de la crisis y procu-
rar coincidir en las grandes líneas que dibujaban el perfil productivo del país,
necesitado de reconversión y no sólo de reactivación. Era necesario modifi-
car las relaciones laborales, tornándolas más flexibles y participativas. Era
preciso actualizar los regímenes previsionales e instaurar un seguro universal
de salud capaz de cubrir a toda la población.
En tercer lugar, pero con un significado estratégico primordial, había que
encarar la reforma educacional. Su eje debía ser la formación libre y autóno-
ma de ciudadanos consecuente y profundamente democráticos, y su capaci-
tación para afrontar las tareas de la modernización.
Un análisis coyuntural no permitía comprender la profundidad de estos
cambios y de manera obtusa se machacaba con la absurda idea de que con es-
tas reformas estábamos pretendiendo impulsar un nuevo "movimientismo"
con características hegemónicas. Nada más alejado de la realidad. No preten-
díamos de ninguna manera un conglomerado ideológico monocolor. Ni reem-
plazar la dinámica creadora de la competencia entre ideas y partidos por la
constitución de movimientos totalizadores. Era la hora, en ese marco de plu-
ralismo abierto por la democracia, de intentar una recomposición, una conver-
gencia de ideales y de objetivos que se plasmaran en una nueva Constitución.
Nuestro sistema institucional adolecía de auténticas fallas estructurales
que conspiraban contra una real y efectiva convivencia democrática. Podía-
mos circunscribirlas a cinco grandes problemas constitucionales: valoración
insuficiente de la legitimidad, dificultades para la gobernabilidad, escasas for-
mas de participación, excesiva concentración territorial y funcional de
competencias en la cabeza del Poder Ejecutivo nacional, y controles muy la-
xos y permisivos en favor de este último.
La Constitución expresaba un fuerte carácter presidencialista a través
del cúmulo de atribuciones conferidas al Poder Ejecutivo, consecuencia na-
tural de las ideas predominantes en la época de la Organización Nacional
en el siglo XIX.
Era opinión generalizada entre el grupo de calificados asesores del Con-
sejo para la Consolidación de la, democracia la necesidad de, pasar a un sis-
tema mixto, porque el presidencialismo, frente a cambios políticos o sociales
de importacia, impedía la canalización orgánica de las consecuentes tensio-
nes y provocaba la búsqueda de soluciones al margen de las instituciones, co-
mo bien lo conocíamos.
El Consejo sostuvo que una reforma constitucional era un gran hecho
político y no solamente un remedio jurídico sabiamente logrado. No se tra-
taba de inventar el país o contradecirlo, sino de interpretarlo y de alcanzar el
mayor consenso posible. La reforma se debatiría públicamente en un contex-
to de plena vigencia del estado de Derecho, con todo lo que ello implicaba
para el diálogo, en un clima de total libertad.
La reforma institucional que proponíamos por entonces estaba centrada
en los siguientes temas:
• Formulación de métodos y procedimientos de descentralización política
y administrativa que incorporaran formas participativas para la toma de
decisiones y el control de gestión.
• Fortalecimiento del federalismo por vía del reintegro a las provincias de
sus poderes autónomos originarios y mediante el establecimiento de ba-
ses constitucionales para la coparticipación en el sistema tributario.
• Profundización del papel institucional del municipio favoreciendo la rela-
ción directa entre el usuario y el prestatario de los servicios comunales y
públicos.
• Incorporación de mecanismos de democracia semidirecta que acentuaran
la participación política del ciudadano.
• Promoción de formas comunitarias de gestión, tales como las cooperati-
vas y las ligas de consumidores y usuarios de servicios públicos.
• Perfeccionamiento y modernización del sistema de administración de jus-
ticia, mediante procedimientos que aseguraran la rapidez y la publicidad,
sin mengua del derecho de defensa, y eliminaran fallas técnicas generado-
ras de incertidumbres y problemas innecesarios.
Necesitábamos un acuerdo institucional que no impusiera mayorías artificia-
les cuando la sociedad misma no las generaba. Necesitábamos una democra-
cia donde las mayorías fueran expresión de coincidencias concretas sobre lo
que debe hacerse para el futuro, no sólo agregaciones emocionales fundadas
en la lealtad al pasado.
Para concretar estos objetivos le otorgábamos especial importancia a la po-
sibilidad de combinar aspectos de nuestro tradicional régimen presidencialista
con dementos de los sistemas parlamentarios. En esa revisión institucional de-
bíamos contemplar la alternativa de liberar a la Presidencia de la Nación de sus
connotaciones cesaristas y de su gran carga de atribuciones. Ello permitiría dis-
tinguir la tarea de fijar las grandes políticas nacionales de la del manejo cotidia-
no de la administración, y haría posible que el Congreso tuviera una interven-
ción más directa y eficaz en la gestión y el control de los asuntos de Estado, y
que los ministros tuvieran una relación más estrecha con el Parlamento.
Me convencí de que un sistema semiparlamentario estimularía la consti-
tución de alianzas transparentes, porque éstas resultarían de la naturaleza del
sistema e inducirían actitudes conciliadoras. Este sistema tendría suficiente
flexibilidad como para tornarse más presidencialista o parlamentarista, según
el presidente reuniese o no mayoría en el Congreso, pero en ambas circuns-
tancias se protegería el normal funcionamiento de las instituciones.
El Consejo para la Consolidación de la Democracia tuvo muy en cuenta
el hecho de que una reforma de la Constitución plantea problemas de natu-
raleza técnica, política y ética. Por ello, en el análisis de la posibilidad de la re-
forma buscó el intercambio de ideas entre un campo amplio, rico, pluralista
y democrático: se reunieron innumerables antecedentes nacionales e interna-
cionales; se consultó a todo el espectro político, social y económico, insti-
tucional, gremial y académico a nivel nacional y provincial, y se formaron
cinco equipos de especialistas para que dictaminaran sobre los aspectos más
importantes de la reforma constitucional.
Entre los muchos interlocutores que tuvo el Consejo puedo recordar al
doctor Ítalo Argentino Luder, el historiador norteamericano Robert Potash,
el miembro del Consejo de Reforma Constitucional de España, Rafael
Arias, el presidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado ita-
liano, Paolo Taviani, el profesor de filosofía política y senador italiano
Norberto Bobbio, el profesor y ex canciller israelí Shlomo BenAmi, el pro-
fesor norteamericano de Ciencias Políticas Alfred Stepan, el presidente del
Instituto de Estudios Constitucionales de España, Manuel Aragón, el pro-
fesor norteamericano Robert Dabl, el ftlósofo del derecho finlandés Aulis
Aamio, el constitucionalista norteamericano Bernard Schwartz. También vi-
sitaron el Consejo la mesa directiva de la Federación Argentina del Colegio
de Abogados, los miembros de la Comisión de justicia y Paz del Episcopa-
do Argentino y de la Convención Evangélica Bautista Argentina. Se recibie-
ron conclusiones de las jornadas sobre el tema realizadas en la Facultad de
Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires y se publi-
caron sus resultados en un material de referencia y consulta ineludible para
estudiosos del país y del exterior.
Los miembros del consejo asesor expresaban entonces:

Los partícipes del debate no son sólo los partidos políticos, sino también el
gobierno en sus distintos niveles y las más variadas expresiones del queha-
cer nacional, ya que es la Nación misma, y no sólo sectores de ella, la inte-
resada en el acierto de la solución y en el consenso que se logre. La orienta-
ción política del debate debe poner el acento: a) en que se busca una
estructura del porvenir; b) en que se trata de lograr una confianza firme en
nosotros mismos y en nuestras posibilidades; c) en el carácter solidario y éti-
co que debe tener el debate institucional; d) en que la unidad nacional es un
bien prioritario; e) en la paz como respeto al derecho ajeno; f) en la libertad
como valor fundamental; g) en el significado de la igualdad ante la ley y de
la justicia social; h) en la prioridad que tienen el trabajo y la producción en
la actividad económica; i) en la necesidad de acentuar un desarrollo autóno-
mo de la economía; j) en la restauración de un sano orgullo nacional y en la
posibilidad de un razonable destino de grandeza.

Con todos estos elementos, y considerando que existía un generalizado con-
senso a favor de la necesidad y oportunidad de la reforma, el Consejo emi-
tió su dictamen. En él se aconsejaba al Poder Ejecutivo poner en marcha los
mecanismos legales para la reforma y puntualizaba los temas de la misma, su-
giriendo en cada caso la modificación a introducir.
En cuanto al alcance y procedimiento de la reforma, el Consejo sostuvo
que era necesario preservar la continuidad con el marco normativo vigente.
En ese sentido, propiciaba modificaciones parciales circunscriptas a ciertos
puntos que debían ser fijados por el Congreso Nacional, limitando a la
Asamblea Constituyente a decidir si se reformaban o no, porque la Conven-
ción Constituyente es un órgano con competencia derivada de la propia
Constitución y carece de competencia originaria. Era, por otra parte, la Cor-
te Suprema el último intérprete y custodio de la ley fundamental y, por lo tan-
to, el poder competente para juzgar la constitucionalidad de todo el proceso
constituyente, incluyendo las propias reformas.
Buscábamos un consenso amplio. Por ese motivo era conveniente y pru-
dente circunscribir los puntos de la reforma, ya que cuanto más vasta e inde-
finida fuera la propuesta de modificación, menos probable sería que conver-
gieran distintos sectores sociales en el acuerdo para cambiar el marco
normativo. Este consenso debía estar precedido de un acuerdo previo entre
los actores relevantes de la reforma, dirigido a limitar la acción de la Conven-
ción Constituyente a los puntos cuya necesidad de reforma hubieran sido fi-
jados por el Congreso.
Una primera limitación a la tarea reformadora estaba dada por el carácter
que tienen ciertos principios incluidos en la Constitución. Ellos eran, sobre
todo, los que se refieren al régimen de gobierno representativo, republicano
y federal, y los que subyacen en los derechos básicos consagrados en los ar-
tículos 14, 15, 16, 19 Y otros. Estos contenidos, denominados pétreos, fueron
considerados inmodificables.
Ninguna mayoría circunstancial podía abolir el régimen republicano y el
sistema democrático incluido en la idea de representatividad sin autodescali-
ficarse y privar a las futuras generaciones de la misma soberanía que ella ejer-
cía. Tampoco sería posible, por ejemplo, abrogar el régimen federal, ya que
la Constitución era el resultado de un pacto entre entes autónomos, que no
podrían ser disueltos o restringidos en su autonomía sin previo acuerdo en-
tre todos ellos.
Asimismo, el Consejo consideraba que debería mantenerse el carácter de
marco general de la Constitución vigente, evitando cualquier reglamentaris-
mo y detallismo que perjudicara su perdurabilidad. Los derechos y las garan-
tías contenidos en la Primera Parte -Capítulo Único- de la Constitución na-
cional forman las bases y los objetivos del Pacto de Asociación Política de
nuestra nación. Por esa razón, el Consejo consideraba que cualquier cambio
que se realizara en materia de derechos y garantías debía tener una única di-
rección, que era la de su ampliación y profundización, y jamás su limitación
o menoscabo.
Frente a la corriente conservadora del pensamiento constitucional que
pretende colocar los derechos sociales en oposición a los derechos individua-
les clásicos, el Consejo afirmaba que los primeros no son más que una ex-
tensión necesaria de los últimos. Los derechos a la vida, a la libertad de mo-
vimiento, de asociación, de culto, de expresión protegen a los individuos
contra toda interferencia a su libre elección de planes de vida. El reconoci-
miento de otros derechos, tales como los de contar con una atención médi-
ca correcta, vivienda digna, jubilación y otros de similar jerarquía, deriva de
la comprensión de que esa misma autonomía o libertad de elección de pla-
nes de vida no se logra con la mera abstención de interferir en ella por par-
te del Estado. En este sentido, los derechos sociales no son distintos de los
individuales.
La supresión del artículo segundo, referido al sostenimiento del culto ca-
tólico, y la llamada cláusula confesional del artículo 76 de la Constitución, es-
taba en sintonía con el Concilio Vaticano 11, cuando señalaba que "esta liber-
tad consiste en que todos los hombres deben estar inmunes de coacción
tanto por parte de personas particulares como de grupos sociales o cualquier
potestad humana, y ésta de tal manera que, en materia religiosa ni se obliga
a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impide que actúe conforme a
ella, ni en privado ni en público, solo o asociado con otros, dentro de los lí-
mites debidos".

La fisonomía general del sistema mixto propuesto

El Consejo sostuvo que para avanzar hacia un sistema político mixto debían
darse las siguientes condiciones:
• Elección directa del presidente: la legitimidad dada por la elección direc-
ta le permitiría cumplir las funciones de garante del sistema y de árbitro
en situaciones críticas (un parlamentarismo puro, con un presidente no
electo popularmente, debilitaría su rol en demasía).
• Genuina responsabilidad del primer ministro en la conducción política
del país y en la implementación del programa de gobierno.
• La distribución de funciones entre presidente y primer ministro debía ha-
cerse concentrando en este último la responsabilidad central de la marcha
del gobierno y reservando al presidente facultades cruciales, acotadas y
circunscriptas a la preservación de las instituciones y a la expresión de los
intereses del país.
• Creación de un órgano cuasi político y cuasi judicial: un Consejo Cons-
titucional como mecanismo para solucionar posibles conflictos de
competencia.
• Mecanismos para una expresión nítida de la voluntad del electorado: sis-
tema de elección presidencial de doble vuelta y facultad del presidente de
convocar a elecciones anticipadas.
• Instrumentación de la "censura constructiva" para evitar que el gobierno
se encuentre permanentemente desafiado. Ésta exigiría la propuesta de un
reemplazante del primer ministro que se pretendiera remover y la posibi-
lidad de convocar a elecciones anticipadas que desalentaran las censuras,
cuando no fuera claro el apoyo de la opinión pública para llevarlas a cabo.
El sistema mixto admitía la delegación legislativa debido a la complejidad
técnica que hoy tienen muchas materias en algunas cuestiones específicas.
El Consejo afirmaba que ya ocurría en la práctica y que había muchos
ejemplos en el derecho comparado: "Se trata de que el Congreso, median-
te una habilitación legal, faculte al Poder Ejecutivo a legislar sobre una ma-
teria determinada".
En cuanto al Poder Judicial, con el fin de que la Corte pudiera preservar
su rol como guardiana de derechos y garantías y último intérprete de la Cons-
titución, se consideraba conveniente otorgarle la facultad de seleccionar cuá-
les serían los casos a que se avocaría en virtud de los principios involucrados
y el interés público en juego.
Asimismo, se proponía que los principios sentados por la Corte en sus
decisiones sobre un punto de la Constitución fueran aplicados a todos los
que se encontraran en iguales condiciones, conforme lo exige el principio de
igualdad. Por consiguiente, sostenía que las sentencias de la Corte Suprema
debían ser obligatorias para los tribunales inferiores.
Además, el dictamen del Consejo proponía:
• Dar jerarquía constitucional a los partidos políticos.
• Incorporar a la Constitución la participación institucionalizada de los gru-
pos intermedios y su articulación con los órganos de gobierno a través de
un Consejo Económico y Social de carácter consultivo.
• Garantizar constitucionalmente un régimen municipal autónomo.
• Elegir en forma directa al intendente municipal de la Ciudad de Buenos
Aires.
• Analizar la posibilidad de institucionalizar la figura del defensor del
pueblo.
• Incorporar a la Constitución mecanismos de democracia semidirecta.
• Establecer que los tratados internacionales tuvieran preeminencia con res-
pecto a las leyes.
• Legitimar definitivamente la incorporación de los derechos económicos y
sociales al texto constitucional.
• Proteger a los des favorecidos en el reparto de capacidades y riquezas.
• Incentivar mecanismos que permitieran un mayor ejercicio democrático
en la empresa.
• Incorporar a los usuarios en el control de gestión y la colaboración en la
dirección de empresas públicas.
• Estimular la función social de la propiedad.
• Proteger el derecho a la privacidad (hábeas data).
De tal modo, el dictamen favorable a la reforma constitucional se plan-
teaba como una base seria, consistente y progresista. Después de ese tra- :
bajo no hubo en la Argentina proyecto serio de reforma que no lo tuvie- ;
ra en cuenta, y la que se llevó a cabo en 1994 se debió indudablemente a
su inspiración.

El acuerdo entre el radicalismo y el justicialismo

El 7 de octubre de 1986, el Consejo para la Consolidación de la Democracia
me había entregado su dictamen final sobre la conveniencia, oportunidad, al-
cances y temario de la reforma constitucional. A pesar de todos los inconve-
nientes, yo tenía confianza en la posibilidad de construir el consenso indispen-
sable a fm de concretar los cambios institucionales propuestos por el Consejo.
Pero el importante triunfo del peronismo en los comicios de septiembre
de 1987 cambió el mapa político del país y me persuadió de la necesidad de
variar la estrategia: en vez de continuar dirigiendo la campaña reformista de
manera casi exclusiva, se hada imprescindible compartir la responsabilidad
con la fuerza que se había mostrado como la primera minoría.
En el peronismo, por encima del tipo de oposición cerrada con que nos
enfrentaba, había comenzado un cambio prometedor y beneficioso para la
institucionalización del país. Un proceso de democratización interna iniciado
por un grupo renovador que encabezaba Antonio Cafiero y que, según pen-
saba yo entonces, podía llegar a cambiar las propias reglas de juego de la po-
lítica argentina, sepultando para siempre el esquema amigo-enemigo que ha-
bía destrozado durante 150 años nuestro sistema de relación política y creado
un ámbito cultural francamente negativo para el desarrollo democrático.
En su ,último gobierno, el proio Perón había reconocido ese cambio de
concepción. Como lo señalaron Silvia Sigal y Eliseo Verón,3 cuando Perón
dice "nosotros, los políticos", abre un camino que será transitado por el gru-
po renovador que advierte sensatamente el clima general del país y la nece-

3 Perón o muerte. Los fundamentos discursivos del fenómeno peronista, Buenos Aires, Hyspamé-
rica, 1986.
sidad de suplir la falta de la jefatura del movimiento por la democratización
del partido y por un impulso mayor en las manifestaciones públicas de con-
vicción democrática.
Estoy convencido de que esta actitud salvó al peronismo de su disgrega-
ción, tanto por razones vinculadas al faccionalismo interno como por la sos-
pecha persistente en la sociedad acerca de su vocación hegemónica y autorita-
ria. Para lograr sus propuestas, el grupo renovador debía formular algún tipo
de autocrítica, y Cafiero lo hizo con particular consistencia, aceptando el error
inicial del peronismo en cuanto a la valoración de la libertad y del pluralismo.
De este modo, el peronismo logró, nada más y nada menos, que la mayor
parte de quienes se le oponían estuvieran dispuestos a juzgarlo por su pro-
puesta y no por su historia. Este cambio de actitud viabilizaba la búsqueda
de un consenso indispensable para producir la reforma de la Constitución. Y
no me equivoqué. Como suele ocurrir, no fue Cafiero (al menos en cuanto a
su candidatura presidencial) quien recogiera los frutos de una estrategia que
a mi criterio no fue analizada en su real y enorme dimensión.
Ricardo Gil Lavedra, a la sazón secretario del Ministerio del Interior, im-
pulsaba las conversaciones con juristas del justicialismo inscriptos en la co-
rriente renovadora. El interlocutor inicial fue Alberto García Lema, quien de
inmediato obtuvo de Cafiero la autorización para continuar con las tratativas.
Enseguida se sumaron a las conversaciones Carlos Nino, por nuestra parte,
y Héctor Masnatta, por el justicialismo. A través de un diálogo franco y pa-
triótico, estos juristas fueron conciliando posiciones que permitían vaticinar
el arribo a una amplia coincidencia.
Se presentó una dificultad seria en la forma de elección del presidente de
la Nación, puesto que el justicialismo no aceptaba nuestro criterio de hacer-
lo a través de dos vueltas, y buscamos una solución transaccional, similar a la
que luego surgió de la reforma de 1994.
Las conversaciones mantenidas dieron resultado. El 14 de enero de 1988 se
firma el acuerdo con el doctor Cafiero, que de inmediato se hizo público. Ese
mismo día, en una de esas grandes paradojas de la historia, se producía el le-
vantamiento de los militares carapintadas en Monte Caseros. Las dos caras de
la Argentina de la transición se mostraban al unísono: por un lado, d ataque
alevoso a las instituciones; por el otro, la búsqueda de su perfeccionamiento.
Esta contradicción permanente no dejaba de acompañamos. Ningún he-
cho positivo podía tranquilizamos. Ningún éxito podía alegramos. Ningún
intervalo disminuía la tensión. Ninguna ilusión terminaba con el desasosie-
go. Ninguna solución alejaba la angustia. Ninguna noticia nos calmaba. To-
dos los flancos abiertos y la necesidad de no desesperar, y la obligación de
ser fuertes, y dudar y resolver.
Al coincidir en la necesidad de impulsar "transformaciones instituciona-
les necesarias para el bienestar del pueblo", se resolvió alentar una reunión
con los gobernadores que recogiera el espíritu del Acuerdo de San Nicolás,
promoviera un renaciente federalismo, incorporara el concepto de región in-
terprovincial y avanzara hacia un nuevo equilibrio entre la Nación y las provin-
cias para que éstas recuperaran los derechos sobre sus recursos sin descuidar
la necesaria acción solidaria de las zonas más favorecidas en favor de las más
pobres, y las exigencias propias de la unión nacional.
Se entendió conveniente, en cuanto al perfeccionamiento del sistema de-
mocrático, favorecer mecanismos que establecieran la elección directa del
Poder Ejecutivo y lo protegieran del desgaste de las cuestiones políticas co-
tidianas que no correspondieran estrictamente a la jefatura del Estado. Am-
bos partidos coincidieron en varios ejes más: flexibilizar la marcha de la ad-
ministración según las situaciones políticas y electorales cambiantes; exami-
nar el acortamiento de los mandatos; hacer más estrecha y coordinada la
relación entre el Ejecutivo y el Parlamento, permitiendo acuerdos interparti-
darios en su seno que facilitaran la agilidad y eficiencia de la administración
y su contralor por el Congreso; dotar de mayor eficacia al sistema de apro-
bación y sanción de las leyes; proveer al Poder Judicial de instrumentos idó-
neos para asegurar el efectivo cumplimiento de sus funciones, creando un ór-
gano independiente con competencia para dilucidar eventuales conflictos
entre los poderes de la Nación o entre éstos y las provincias; estimular la par-
ticipación a través de formas semidirectas de democracia y la de los sectores
sociales en las decisiones que los afectaran.
Igualmente se coincidió en que la reforma debía sentar las bases de un
"constitucionalismo social" en el que el Estado orientara y promoviera el
crecimiento económico con justicia social, preservando el legado histórico
de la libertad. Se reconoció que la organización económica debía basarse en
la propiedad privada, otorgándole jerarquía constitucional al principio uni-
versalmente aceptado de su función social.
Coincidimos en la necesidad de facilitar una mayor integración de nues-
tro país con otras naciones latinoamericanas, a fin de alcanzar un progreso
común y favorecer el crecimiento conjunto a través de la ampliación y diver-
sificación de sus respectivos mercados. En ese contexto, la integración cre-
ciente con los países hermanos de América Latina debía ser un objetivo fun-
damental. Los acuerdos que recientemente habíamos suscripto con Brasil y
con Uruguay eran pasos valiosos en esa dirección.
Durante las reuniones mantenidas se acordó también someter estas opi-
niones a los partidos a los que pertenecíamos, a las demás fuerzas políticas y
al conjunto de la sociedad, ya que una reforma de la Constitución nacional
requería la mayor suma de contribuciones con el objeto de arribar a un tex-
to consensuado con los sectores políticos y sociales más significativos.
Se consideró, finalmente, que si el Honorable Congreso de la Nación
acogía "favorablemente la iniciativa de una reforma que [versara] sobre los
puntos estrictamente preestablecidos en la convocatoria, sería deseable que
la elección de la Asamblea Constituyente se efectuara simultáneamente con
la de las autoridades nacionales en el año 1989 y que sus trabajos finalizaran
antes de la asunción del nuevo gobierno".
El documento conjunto recogía las iniciativas propuestas en el dictamen
del Consejo para la Consolidación de la Democracia. De manera especial,
abría el camino a la división de funciones entre jefe de Estado y jefe de Go-
bierno al señalar la necesidad de proteger al Poder Ejecutivo del desgaste de
las cuestiones políticas cotidianas; se indicaba la convergencia de flexibilizar la
marcha de la administración según las situaciones políticas y electorales cam-
biantes y de hacer más estrecha y coordinada la relación entre el Ejecutivo y el
Parlamento, permitiendo acuerdos interpartidarios en su seno que facilitaran
la agilidad y eficiencia de la admirustración y su contralor por el Congreso.
En cuanto al federalismo, la creación de regiones, el acortamiento de los
mandatos, la elección directa, la función social de la propiedad, el constitu-
cionalismo social, las mejoras al Poder Judicial y la agilización de los trámites
legislativos, las coincidencias entre ambos documentos son totales.
Por eso se puede afirmar que así como el dictamen del Consejo constitu-
ye la base de la Reforma de 1994, el acuerdo radical-justicialista de 1988 es el
trampolín que nos llevaría, ya veremos de qué manera, al Pacto de Olivos.
En cumplimiento de lo resuelto en el documento, solicité al radicalismo
que se expresara al respecto. El Comité Nacional de la UCR constituyó una
comisión especial que se expidió en la reunión celebrada en la ciudad de Cór-
doba, el18 de febrero de 1988, siendo aprobada por los presidentes de dis-
tritos, convocados para su consideración, y, posteriormente, por los cuerpos
partidarios. La comisión estuvo integrada por Alfredo Orgaz, Carlos Nino,
Marcelo Stubrin, Ricardo Gil Lavedra, Fernando De la Rúa y Jorge Vanossi,
y produjo despacho de conformidad con lo establecido en el acuerdo.
El documento del partido comenzaba con una afirmación categórica:

La Constitución de 1853 constituye el marco de referencia de la unión de
los argentinos, pues en ella se establecen los principios básicos de nuestra
convivencia. La propia Constitución prevé su adaptación a nuevas exigen-
cias de la vida social a través de un procedimiento de reformas cuyo ejerci-
cio constituye, precisamente, el acto más perfecto de respeto a la voluntad
constitucional.
La enmienda parcial de la Constitución es para la Unión Cívica Radical
una de las piezas fundamentales del proyecto de democratización y moder-
nización que el gobierno nacional está implementando desde 1983. Esta
modificación permitiría consolidar el sistema democrático al hacer más fle-
xible el funcionamiento del gobierno, abrir nuevas formas de participación
de los ciudadanos en las decisiones que los afectan, promover la descentra-
lización fortaleciendo las autonomías de las provincias y de los municipios,
y estimular la vigencia de una ética de la solidaridad a través del perfeccio-
namiento de la protección de los derechos individuales y sociales.

En consonancia con el dictamen del Consejo para la Consolidación de la De-
mocracia, se proponía:

Modificaciones al sistema político: flexibilizar la rigidez del sistema presi-
dencialista desconcentrando las funciones de gobierno en un primer minis-
tro y su gabinete, designados por el presidente, con responsabilidad frente
al Parlamento. Elección directa del presidente, jefe del Estado, por mayoría
absoluta por un período de cuatro años.
Reformas al Congreso de la Nación y al trámite legislativo: agilizar la ac-
tividad del órgano legislativo tanto en sus funciones de contralor como en
el procedimiento de sanción de las leyes. Crear una nueva clasificación de las
leyes que contemple procedimientos y diferentes jerarquías según su finali-
dad; un bicameralismo más diferenciado; ampliación por parte del Senado
de sus funciones de Consejo obligatorio al presidente de la Nación e inter-
vención inicial en aquellas materias vinculadas a la preservación de las auto-
nomías provinciales.
Reformas atinentes al federalismo: garantizar a las provincias los recursos
provenientes de sus bienes naturales y de la coparticipación impositiva, sin
descuidar la necesaria solidaridad interprovincial, a fin de que se reconozca a
cada habitante el acceso a las mismas oportunidades y a la misma calidad de
vida cualquiera sea el lugar del territorio donde resida. Promover un proceso
de descentralización a nivel provincial y municipal, garantizando plena auto-
nomía de los municipios. Elección directa del intendente de la Capital Fede-
ral y normas sobre la autonomía política de la ciudad de Buenos Aires.
Reformas a la parte doctrinaria: reconocer los derechos sociales sobre la
base del principio de igualdad de oportunidades, evitando incurrir en fór-
mulas declaratorias y asegurando su operatividad, pero sin limitar la posibi-
lidad de que en cada momento histórico los órganos que emanan de la so-
beranía popular decidan sobre los medios más adecuados para hacerlos
efectivos. Concretar la ya consagrada función social de la propiedad.
Participación: adoptar el plebiscito, el referéndum, la convocatoria y la
iniciativa popular; reconocimiento constitucional de los partidos políticos.
Tratados internacionales: incorporar normas constitucionales al proceso
de integración latinoamericana y, a ese fin, establecer la facultad de delegar
competencias en órganos o entes supranacionales o comunitarios.
Reforma de la Constitución: flexibilizar el procedimiento de su reforma
reconociendo el carácter rígido de nuestra Constitución. Utilizar el referén-
dum constitucional aprobatorio como una herramienta útil para la expre-
sión del consenso de la ciudadanía.

En pocas palabras: la Unión Cívica Radical apoyó en todas sus partes el dic-
tamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia.
Mientras la coyuntura política transitaba por otros carriles y dificultades,
la discusión sobre la reforma tenía su propio desarrollo. Oscar Alende ade-
lantaba un importante grado de coincidencia el 3 de marzo de 1987 en el dia-
rio La Nación:

Deben consagrarse formas semidirectas de democracia; la consulta y la par-
ticipación de las entidades intermedias productoras y laborales, la vigencia
de los derechos humanos y las garantias personales; consagrar la función so-
cial de la propiedad; bregar por la unidad latinoamericana y su integración
económico-financiera; reafirmar la defensa del patrimonio nacional y la pre-
servación de los bienes, recursos y servicios estratégicos de interés nacional
y promover el crecimiento económico y el premio al trabajo y la producción,
preservando el legado fundacional de la emancipación y la libertad.

El 5 de marzo de 1987, Cafiero explicaba su posición respecto del pacto fe-
deral y de la reforma:

El pacto federal no debe ser entendido como condición jurídica previa a la re-
forma constitucional, pero sí como condición política inexcusable. (...) En
cuanto a los poderes reservados, las provincias reclaman revertir la acumula-
ción de funciones asumidas indebidamente por el gobierno nacional. Desean
participar en los regímenes de exploración y explotación de los recursos na-
turales provinciales y en la fijación de regalías adecuadas que contemplen el
agotamiento de los no renovables, las garantías para su liquidación y el cobro.
Proponen impulsar el proceso de regionalización, preservando la unidad na-
cional y atendiendo a la integración latinoamericana, y adoptar estímulos que
favorezcan la creación de regiones. Respecto de poderes concurrentes, se pro-
pugna trasladar la enseñanza de nivel medio a la jurisdicción provincial; reco-
nocer el derecho de las provincias de promover la discusión de sus manifes-
taciones culturales por los medios de comunicación; la federalización de los
fondos del sistema de salud, atendiendo al lugar donde se generan los recur-
sos y las necesidades de las provincias de menores ingresos. [...] En cuanto a
los poderes delegados, se propende a crear comisiones o consejos como ór-
ganos de integración general en materias clave de la acción del gobierno cen-
tral que tengan directa incidencia o administren recursos de las provincias, es-
pecialmente en lo que hace al manejo de la moneda o el crédito.
En cuanto a la reforma constitucional, de todas las razones expuestas
durante los últimos años para fundamentarla, he privilegiado, al impulsar un
texto consensual, una de ellas: el establecimiento de la confianza y la fe en
las posibilidades históricas de la nación. [...] La sanción de una nueva Cons-
titución tiene sin duda una gran carga simbólica, que no puede desdeñarse
como instrumento de cambio para la sociedad. Representa también la má-
xima institucionalización de un modelo de país, que alumbre el camino pa-
ra el largo plazo y, por tanto, sirva de guía para resolver los problemas co-
yunturales. [...] La futura reforma debería cumplir varios objetivos. En
primer término, consolidar la democratización del sistema político. [...] for-
talecimiento del papel parlamentario, permitiendo una mayor eficacia del
sistema de sanción y aprobación de las leyes, estableciendo una adecuada
conexión con el Ejecutivo. La reforma debe también inspirarse en los prin-
cipios del constitucionalismo social, reivindicando que el Estado oriente y
promueva el crecimiento económico con justicia social, preservando el lega-
do histórico de la libertad. La organización económica debe basarse en la
propiedad e iniciativa privada, reconociéndose su función social, contando
con la colaboración del área social y pública.

Por supuesto, Alvaro Alsogaray se oponía y afirmaba en La Nación, el 4 de
marzo de 1988, que la reforma de la Constitución era inconveniente e ino-
portuna. En realidad, como en todos los casos, se trataba de una defensa del
liberalismo económico y no, precisamente, del liberalismo político.
Otra vez la dirigencia radical le salió al paso. En esa oportunidad, Juan
Manuel Casella escribía en La Nación del 7 de marzo de 1988:

Hay una relación directa entre la Constitución, la realidad sociopolítica y el
futuro. La Constitución debe partir de lo existente, incluyendo en ello los
objetivos que la sociedad considera valiosos, con el propósito de orientar el
cambio en el sentido deseado. Atendiendo al carácter esencialmente dinámi-
co y cooperativo del sistema democrático, es importante incluir en el deba-
te constitucional la idea de futuridad, y en el texto los andariveles jurídicos
formales que conduzcan hacia una transformación racional y consentida.
Vale la pena mencionar expresamente el tema de la reelección, porque es
una cuestión que contribuyó a politizar y oscurecer el debate. Mucha gente
interpretó que la propuesta de eliminar la previsión constitucional que im-
pide la reelección perseguía el propósito de otorgarle espacio al presidente
Alfonsín para que continuara al frente del gobierno más allá de 1989. El te-
ma ha quedado definitivamente zanjado a partir de la manifestación pública
del presidente descartando su postulación aun en el caso de que se elimine
la prohibición. En cuanto a la oportunidad de la reforma: la experiencia his-
tórica desde la Carta Magna hasta la Constitución nacional de 1853 demues-
tra que ningún pacto constitucional, expreso o tácito, fue alcanzado sin al-
gún nivel de conflicto, y nunca existió el perfecto estado de equilibrio social
que buscan los epígonos de "la" oportunidad. Detrás de este argumento
suele esconderse la oposición sistemática al cambio. El aparente respeto sa-
cramental por el texto constitucional vigente puede ser, también, una forma
de provocar su incumplimiento por obsolescencia.

Aunque el acuerdo con el justicialismo aseguraba ampliamente el consenso
requerido por el artículo 30 de la Constitución, y teniendo en cuenta que el
debate estaba abierto en todas las direcciones, era nuestro deber impulsarlo
y procurar definir alguna forma de compromiso más o menos general, antes
de poner en marcha el mecanismo reformista. Con ese propósito, el 30 de
junio de 1988 el ministro del Interior, Enrique Nosiglia, convocó a los parti-
dos políticos con el objeto de analizar el tema institucional. Estaba previsto
que participaran todos los partidos políticos nacionales con representación
parlamentaria y los partidos provinciales que ejercieran el gobierno en sus
respectivos distritos. Entretanto, se habían producido las elecciones internas
del Partido Justicialista. El candidato ganador y, por lo tanto, candidato a pre-
sidente de la Nación, Carlos Menem, acompañó al doctor Cafiero a la reu-
nión en el Ministerio del Interior para considerar la reforma, en la ronda de
consultas a que he hecho referencia. En la posterior conferencia de prensa,
Menem marcó ya su preocupación por la figura del primer ministro.
La situación había dado un vuelco inquietante. Si bien Cafiero continua-
ba al frente del justicialismo y del gobierno de la provincia de Buenos Aires,
era evidente que su autoridad había sido seriamente afectada por su derrota
interna. Dadas las características del peronismo, su gestión al frente del Con-
sejo Nacional se vería muy afectada por la presencia de un candidato electo,
que de inmediato procuraría manejar todos los resortes del partido.
El problema que más me preocupaba era que se había producido una de-
rrota del sector renovador del justicialismo, con el que encontrábamos más
afinidades y con el que habíamos venido manteniendo las negociaciones. Sin
embargo, estaba convencido de que el triunfo del sector histórico del pero-
nismo, con sus conocidas peculiaridades en el manejo del poder, hacía nece-
saria más que nunca la reforma de la Constitución para garantizar la conso-
lidación de un Estado legítimo.
De modo que decidí seguir adelante con el esfuerzo. Entretanto, el radica-
lismo había elegido su candidato con muy poca discusión interna: Eduardo
Angdoz. También yo quedaba en una situación distinta. De ahí en adelante
debería consultar con el candidato de la UCR los aspectos más estratégicos del
accionar político.
El 6 de septiembre del 1988, a un año de las elecciones, en una casa par-
ticular nos reunimos reservadamente Carlos Menem, Eduardo Angeloz, An-
tonio Cafiero y yo. Nos acompañaban Eduardo Bauzá, Ricardo Gil Lavedra
y Alberto García Lema. Pasamos revista a una agenda que llamamos "Temas
a resolver" y llegamos a acuerdos fundamentales, ante un Menem extrema-
damente silencioso.
Las coincidencias fueron las siguientes:
1. Conveniencia de la reforma de la Constitución.
2. Dicha reforma debía ser parcial y consensuada.
3. En un pacto político debían concertarse la oportunidad, la metodología y
los contenidos.
4. La reforma debía estar restringida a la parte orgánica, a los aspectos fede-
rales y levemente a la parte dogmática.
5. Debía promoverse:
-La atenuación del régimen presidencialista.
-La desconcentración constitucional de facultades entre jefatura de Es-
tado y de Gobierno.
-La designación y remoción del jefe de Gobierno por el presidente y
censura parlamentaria.
-El acortamiento del mandato.
-La elección directa.
-La eliminación de la limitación del número de ministros.
-La mejora del procedimiento de sanción de las leyes.
-La flexibilización del régimen de reformas.
-La creación del Consejo Constitucional.
-La introducción de principios del constitucionalismo social.
-La función social de la propiedad.
-El fortalecimiento de las garantías individuales.
-El hábeas corpus.
-El amparo.
-La incorporación de nuevos derechos: en relación con el medio am-
biente, el consumidor, etc.
-La tutela de los derechos constitucionales.
-La introducción de formas semidirectas de democracia: plebiscito, re-
feréndum, etc.
-La participación consultiva de entidades intermedias (Consejo Econó-
mico Social).
-La defensa de la Constitución.
-El estado de sitio declarado exclusivamente por el Congreso.
-Eliminar el requisito de la confesionalidad.
-La constitucionalización de los partidos políticos.
-Aspectos federales: autonomía municipal, regionalización, interven-
ción por decisión del Congreso.
-La autonomía municipal.
-La integración latinoamericana y la jerarquización de los tratados
internacionales.
Se acordó realizar una segunda reunión para discutir el procedimiento a se-
guir, que en la agenda aparecía así: 1) pacto político como resultado de la
mesa de partidos a convocarse luego de la ronda de consultas que definiera
el procedimiento y el texto de la enmienda; 2) envío del proyecto al Congre-
so; 3) elección conjunta de constituyentes con la de presidente y vicepresi-
dente; 4) limitación de la Convención en el tiempo de pronunciamiento (dos
meses) y por el mecanismo de adopción de decisiones (el alcance fijado por
el Congreso y las decisiones de la Constituyente, obviamente, mayoría abso-
luta de sus miembros); 5) reunión de los constituyentes a principios de julio
hasta fines de agosto. Finalmente aparecía, por primera vez, un tema impor-
tante: la entrega anticipada del poder al gobierno que ganara las elecciones
del 89. En efecto, en la agenda se mencionaba esa posibilidad con el propó-
sito de efectuarla juntamente con el juramento de la nueva Constitución; pe-
ro tanto Menem como Cafiero se manifestaron en contra.
Menem mantuvo a lo largo de la reunión una actitud entre reticente y dis-
tante. Daba la impresión de que no quería comprometerse y de estar un tan-
to incómodo. Tres días después de la reunión, el viernes 9 de septiembre, tu-
vo lugar el acto convocado por la CGT en la Plaza de Mayo, que terminó en
violentos desmanes que fueron sofocados por la policía. No sé a ciencia cier-
ta si la provocación provino del peronismo o de sectores de ultraizquierda
decididos a perturbar la incipiente campaña electoral.
A raíz de la actuación policial, el candidato justicialista arriesgó una hipó-
tesis temeraria por la que pretendió vincular me a una suerte de autogolpe.
Era lo que me faltaba. Había arriesgado todo para afianzar la democracia en
nuestro país y, de pronto, el candidato que de acuerdo con las últimas elec-
ciones tenía mayores posibilidades de triunfo insinuaba que yo podía estar
propiciando tirar por la borda la tarea de cinco años durísimos al servicio de
la libertad de los argentinos. Fue un agravio inadmisible.
El domingo 18 de septiembre, la prensa recogió declaraciones de Carlos
Menem en las que se manifestaba en contra de la institución del primer mi-
nistro y relativizaba las posibilidades de la reforma constitucional. Desde Mi-
ramar lo fustigué duramente. Pocos días después reiteró declaraciones en
sentido distinto de la solución arribada en el acuerdo con Antonio Cafiero.
El 20 de septiembre, la Comisión de Reforma Constitucional del Conse-
jo Nacional del Partido Justicialista, creada en respuesta a los requerimientos
formulados por el Ministerio del Interior, despachó su dictamen. Estaba in-
tegrada por César Arias, Juan Carlos Maqueda, Héctor Masnata, Héctor
Massini y Alberto García Lema. Y el dictamen sostenía que la reforma era
necesaria desde dos puntos de vista: uno proyectivo y otro legitimador. De
este modo se hacia eco de las palabras del general Perón:
La reforma deberá receptar en normas jurídicas d sentimiento de revolución
pacífica que anida en todos nosotros, dentro de nuestra tradición y nuestras
costumbres. Ése fue el espíritu humanista con que se encaró la reforma cons-
titucional de 1949, cuyos principios asentados en la esencia misma de la reali-
dad cultural, política, social y económica de la nación deberán realizarse, pues
como la Constitución debe perdurar en el tiempo, debe incluir el sentido de
la evolución dd mundo gue nos tocará vivir en el año 2000. [...]
La necesidad legitimadora está destinada a despejar la incertidumbre que
acecha nuestro estatus constitucional. La ilegitimidad de la abrogación de la
Constitución de 1949 y las enmiendas de 1957 justifican una reforma cons-
titucional para purgar los vicios jurídicos emergentes.

En cuanto a la oportunidad, sostenía ambiguamente que si bien puede decir-
se que lo necesario también es oportuno, "la apreciación final sobre el mo-
mento de realizar la reforma está sujeta a una apreciación política concreta".
El dictamen de la Comisión de Reforma Constitucional del Consejo Na-
cional del Partido Justicialista pretendía la reformulación del Preámbulo "con
el objeto de sintetizar el contenido de un proyecto nacional canalizador de
las energías nacionales que le permita a la Argentina incorporarse con iden-
tidad propia en el próximo siglo". En cuanto a las Declaraciones, Derechos
y Garantías, proponía que la forma de gobierno a adoptar por la Argentina
fuera "democrática, representativa, republicana, federal y social". El fin del
gobierno era alcanzar un "estado de Justicia" como instancia superadora del
"estado social de Derecho".
Sostenía la necesidad de "constitucionalizar el derecho a la igualdad",
promoviendo y asegurando la igualdad de oportunidades y la no discrimina-
ción. Proponía la prohibición de la usura y la inclusión de normas sobre ré-
gimen financiero. Propiciaba la incorporación de los principios de progresi-
vidad, no confiscatoriedad y capacidad contributiva en el sistema tributario,
así como "la defensa constitucional de la calidad de vida". Debía establecer-
se la función social del capital y de la actividad económica y garantizarse la
autonomía de decisión en cuestiones vinculadas al desarrollo y la incorpora-
ción de nuevas tecnologías.
Mientras avanzaba a grandes trancos sobre la parte dogmática, el peronis-
mo retaceaba su respaldo a los cambios instrumentales y pragmáticos. Se
oponía a la creación del cargo de primer ministro, estableciendo que debía
mantenerse el régimen de gobierno presidencialista, aunque flexibilizando su
funcionamiento. y propiciaba la reelección ilimitada de los cargos electivos.
Finalmente, afirmaba que debía definirse que la exigencia del artículo 30 de
la Constitución estaba referida a los dos tercios de los legisladores presentes.
El dictamen ponía en evidencia los cambios operados en el justicialismo
a raíz de los resultados de la elección interna. Se observaba una clara preven-
ción con respecto a la introducción del sistema semiparlamentario y, por otra
parte, abría un abanico de temas que, aunque pudieran ser motivo de coinci-
dencias en el campo programático para definir una acción de gobierno, eran
de dudosa incorporación constitucional y requerían, sobre todo, un estudio
minucioso.
Era evidente que, sin perjuicio de la enunciación de criterios compatibles
con las ideas del radicalismo y el propio dictamen de su comisión constitu-
cional, en las definiciones señaladas comenzaban a jugar argumentos muy
vinculados a la campaña electoral. Pero lo más grave era que desnaturalizaba
la esencia del despacho del Consejo para la Consolidación de la Democracia
al oponerse al sistema semipresidencialista. Ni siquiera admitía algunas mo-
dificaciones que atenuaran nuestro hiperpresidencialismo. Al contrario, al
propiciar la reelección ilimitada lo potenciaba aún más.
Mientras tanto, las tensiones iban en aumento y cada vez quedaba más
claro que el clima político que se vivía era absolutamente incompatible con
la discusión serena sobre la reforma, y podía significar un salto al vacío que
yo no estaba dispuesto a hacer dar a la naciente democracia argentina. No
se podía confiar en ninguna clase de compromiso bajo esas condiciones.
Discutí el problema con Eduardo Angeloz y llegamos a la conclusión de que
no debíamos seguir adelante con el proceso de reforma de la Constitución.
A nuestro candidato le preocupaba una campaña electoral que pivoteara so-
bre el tema del primer ministro en un país de tradición presidencialista co-
mo el nuestro.
Luego de conversaciones con Nosiglia, Nino y Gil Lavedra, decidí dar
por terminadas las tratativas y comunicarlo a los presidentes de los partidos.
Nunca olvidaré la consternación y el desaliento de Carlos Nino cuando le ex-
pliqué mi intención de abortar un proceso en el que había participado con
alma y vida. En su rostro podía verse la frustración por las décadas de disen-
sos durante los cuales los argentinos nos negamos a nosotros mismos las ga-
rantías del Estado legítimo.
El 28 de septiembre, el ministro del Interior comunicó la decisión a los
partidos políticos:

En momentos en que el pueblo argentino se encuentra empeñado en afian-
zar la democracia y en dejar atrás un pasado decadente a través de la refor-
mulación de su modelo productivo, uno de los hechos que más conspira
contra la obtención de esos propósitos es la existencia de una fuerte puja de
intereses sectoriales y una notable fragmentación de opiniones políticas
acerca de los remedios más aptos para alcanzarlo. A nuestro criterio, y so-
bre la base de la experiencia recogida en estos años de restauración demo-
crática, las circunstancias apuntadas no son fruto del azar, sino que derivan,
en buena medida, de la misma estructura y funcionamiento de nuestro sis-
tema político.
Por esa razón, y con el objeto de modernizar las instituciones del país,
el señor presidente de la Nación inició hace más de tres años el comienzo
del estudio de una reforma parcial de la Constitución nacional. La idea fun-
damental, por todos conocida, consistía en superar la rigidez extrema de
nuestro sistema político que alienta una confrontación permanente entre los
partidos, y establecer, como lo han hecho la totalidad de las democracias
modernas, uno más flexible que permita la coparticipación y responsabili-
dad de las distintas fuerzas políticas en los programas de gobierno. En sín-
tesis, avanzar hacia la instancia mediadora de los regímenes pluralistas, es de-
cir, una democracia consensual. Considerando que una eventual reforma
constitucional en el marco de este proceso de transición debía surgir de
coincidencias muy profundas, se efectuó en el ámbito de este Ministerio, du-
rante los meses de julio y agosto pasados, una ronda de consultas con los
partidos políticos nacionales con representación parlamentaria y con los de
distrito que ejercen actualmente gobiernos de provincia, sobre la convenien-
cia de iniciar un debate respecto de la necesidad, oportunidad y alcance de
una modificación constitucional y del régimen electoral y de partidos políti-
cos. En esas reuniones se reflexionó acerca de la necesidad de fortalecer el
rol de los partidos, introduciendo reformas en su régimen legal y financie-
ro. De igual modo, se estableció la posibilidad de perfeccionar la legislación
electoral vigente, a fin de adecuarla a ciertos requerimientos que la época y
la práctica aconsejaban. En cuanto a la actualización de las normas consti-
tucionales en búsqueda de una mayor eficiencia en el funcionamiento insti-
tucional, se planteó la necesidad de flexibilizar nuestro régimen presidencia-
lista desconcentrando las funciones del Poder Ejecutivo, de mejorar y
agilizar el procedimiento de sanción de las leyes, de acortar la excesiva du-
ración de algunos mandatos, de permitir que el pueblo eligiera por sí mismo
a sus representantes, etc. Todas estas cuestiones fueron abordadas por los
partidos políticos que coincidieron, en su casi totalidad, en la necesidad de
introducir modificaciones, aun cuando expresaron distintos puntos de vista
respecto del contenido de éstas y del momento más oportuno para realizar-
las. Como corolario de la ronda, se encomendó al Ministerio la puesta en
funcionamiento de dos mesas técnico-políticas, integradas por representan-
tes de los partidos a fin de discutir eventuales reformas a la ley de partidos
políticos y del régimen electoral, por un lado, y a la Constitución nacional,
por el otro. Luego de ello, el señor presidente de la Nación ha mantenido
también conversaciones con los presidentes de los partidos mayoritarios y
.candidatos presidenciales. De todas estas reuniones y consultas, así como de
las numerosas declaraciones públicas efectuadas sobre el particular, ha sur-
gido con claridad un amplio consenso sobre la necesidad y conveniencia en
general de una reforma constitucional. Empero, pareciera que la propia di-
námica de confrontación de un período preelectoral torna dificultosa la rá-
pida concreción de iguales coincidencias en lo que se refiere a su oportuni-
dad. En estas condiciones interpretamos que, en principio, no se encuentran
reunidos los extremos indispensables para posibilitar una reforma constitu-
cional sin riesgo de agudas controversias que, en lugar de servir a los fines
buscados, podrían incrementar las tensiones políticas que hoy se viven.
No obstante estas dificultades, debemos los argentinos proseguir en es-
ta búsqueda del diálogo constructivo.

Como se observa en el tenor de la nota, dábamos por concluido el intento
de reformar la Constitución antes de las elecciones. Pero hacíamos cono-
cer que estábamos decididos a continuar con la tarea de concretar consen-
sos para facilitar la reforma. Continuábamos con el diálogo, es decir, con
la política.
Pero se estaban produciendo procesos complejos. La responsabilidad de
resguardar el sistema recayó exclusivamente en nosotros. Debimos sopor-
tar en soledad el alzamiento militar del coronel Seineldín en diciembre de
1988; en enero se produjo la cruenta incursión en el regimiento militar de La
Tablada, que fue utilizada por voceros del justicialismo para atribuirle res pon-
sabilidades a mi gobierno; se llevó adelante una prédica contraria a los intere-
ses del país sobre los acreedores externos; se profundizó una campaña elec-
toral desorbitada que prometía simultáneamente el "salariazo", la disminución
de los impuestos y el congelamiento de las tarifas. Finalmente, la hiperinfla-
ción terminó de generar las condiciones psicológicas y materiales para la fu-
tura aplicación del plan neoconservador.
Como ya lo expliqué en el capítulo anterior, después del triunfo del Parti-
do Justicialista con Menem como candidato en las elecciones de mayo de
1989, fueron inútiles nuestros intentos de lograr acuerdos básicos para una
transición ordenada del gobierno. La respuesta fue un generalizado pedido de
entrega anticipada del poder por parte de todos los partidos integrantes del
frente victorioso, del propio presidente electo, de la CGT y de sectores empre-
sarios. Mientras tanto, se produjeron los actos de vandalismo que ya narré.
En esas condiciones llegué a la conclusión de que la solución correcta era
acceder a lo que se me pedía y anticipar la entrega del poder. Lograba así,
por primera vez desde que regía la ley del sufragio obligatorio, entregar la
presidencia a otro ciudadano elegido por el pueblo, de diferente partido po-
lítico. Era poco para mi amor propio, pero estoy convencido -y así lo repe-
tí incansablemente- de que fue un acontecimiento central para la historia de
nuestro país porque habíamos logrado alcanzar el más preciado de nuestros
objetivos.
Luego vendrían las preguntas invertidas. Adentro del país: "¿Qué le pasó
durante los últimos seis meses?". Desde afuera:" ¿Cómo hizo para aguantar
cinco años y medio?". y por supuesto, la correspondiente autocrítica, junta-
mente con la inclinación de algunos dirigentes de mi partido a "hacérmela"
exageradamente. Pero ésa es otra historia.

Atravesar la década del noventa:
tolerancia y discrepancia frente a Menem

Las presiones neoconservadoras habían cobrado una fuerza extraordinaria
en numerosos países desde hacía varios años y naturalmente incidían negati-
vamente en nuestro país. Este fenómeno no era fácilmente advertido en mu-
chos sectores de la sociedad.
Con el acceso de Ronald Reagan a la presidencia de Estados Unidos, en
los inicios de la década del ochenta, esa tendencia había adquirido una con-
siderable preponderancia en el pensamiento dominante y se extendía con te-
mible velocidad. A ese fenómeno había que agregarle el endeudamiento ma-
yúsculo del país durante la dictadura militar, que nos había llevado a la cesa-
ción de pagos. Las negociaciones con el FMI y otros organismos internacio-
nales de crédito -embebidos por las teorías neoconservadoras-, se hacían
más difíciles por la condicionalidad de los préstamos que otorgaban.
No obstante, no había una real conciencia de la crisis y, por el contrario,
quienes debían estar junto a nosotros apoyando y fortaleciendo al gobierno
para conformar un frente común ante los embates de los poderes económi-
cos, se obstinaban en poner obstáculos que dificultaban nuestra labor. Los
últimos meses de nuestro gobierno fueron complejos porque la crisis se
agudizó y los problemas sociales -muchos de ellos reales y otros creados ar-
tificialmente- fueron interesadamente aprovechados por aquellos que pro-
curaban la muerte súbita del estado de Bienestar. El objetivo era dejar libre
el camino para la imposición de políticas reaccionarias que difícilmente hu-
bieran sido aceptadas por los argentinos de no mediar la experiencia de la
hiperinflación.
En los primeros tiempos del gobierno encabezado por Menem, los pro-
blemas económicos se adueñaron de las preocupaciones de los argentinos,
naturalmente inquietos con el rebrote de la hiperinflación durante el perío-
do que le tocó al ministro Erman González. En sus primeros discursos, el
presidente reiteraba una y otra vez que le habíamos dejado un país en esta-
do de tierra arrasada con bolsones de corrupción, y hacía de este falaz ar-
gumento un escudo protector para llevar adelante medidas a todas luces im-
populares y traumáticas.
Después de haber ocupado la primera magistratura, yo no podía perma-
necer callado mientras se aplicaban las políticas neoconservadoras que em-
pujarían a la nación hacia el sitio en el que finalmente la dejaron. La convic-
ción de que el neoliberalismo que se estaba implementando conduciría a la
Argentina hacia un callejón cerrado cuyos moradores eran capitales de rapi-
ña y no capitales de producción, especuladores mafiosos y no empresarios
preocupados por el progreso, endeudamiento externo de dudosa legitimidad
y no préstamos para el desarrollo, esa convicción me llevó a hacer un esfuer-
zo por informar y tratar de contribuir para que la sociedad fuera consciente
de que se estaba produciendo un gigantesco cambio cuyo resultado no era el
que esa sociedad esperaba.
No recuerdo que otro político realizara una prédica de este tipo. Y en mi
caso, el esfuerzo se hacía muy duro. Cada vez que formulaba una crítica o
sencillamente un desacuerdo, el gobierno respondía utilizando la televisión y
las radios oficiales mediante una campaña destructiva en la que no escatima-
ba la ofensa y el sarcasmo. Simultáneamente, los medios de comunicación
que estaban comprometidos con el nuevo proyecto me exigían silencio y no
me "autotizaban" el uso de la palabra.
Durante nuestro gobierno tuvimos una oposición inclemente y exaspera-
da que no toleraba que la mayoría de los ciudadanos nos hubiera dado su vo-
to. Cuando se invirtieron los roles, nosotros decidimos plantear una oposi-
ción leal, constructiva, útil para el diálogo y la convivencia, capaz de afirmar
el sistema democrático que habíamos recuperado pocos años antes.
Pero cada crítica que formulábamos era utilizada para crear la imagen de
una oposición intolerante y poco democrática. Todo lo que decíamos se dis-
torsionaba para mostramos como resentidos, en una acción psicológica que
hasta prendió en ciertos dirigentes de la oposición. No se admitía que aun en
el correspondiente papel de la oposición tendíamos la mano para colaborar
en aquello que considerábamos justo. La catarata de denuestos parecía de-
mostrar que el gobierno aspiraba a una república del silencio.
Nadie podía afirmar que la nuestra fuera una oposición que dificultara el
ejercicio de gobierno. Firme, pero constructiva, siempre fue respetuosa de
los límites de la tolerancia. Pero fueron tiempos difíciles los que nos tocó vi-
vir. Algunos se conformaban con denundar los hechos de corrupción. Era
necesario, pero no suficiente. Porque no se trataba, solamente, de un proble-
ma de conductas en la aplicación del modelo. Había que combatir el mode-
lo, porque el neoconservadurismo llegaba con fuerza incontenible al país.
De la mano de la 1egitimadón popular llegaba mostrando a la hiperinfla-
ción como justificativo absolutorio para los más conturbados y como corro-
boración de las profecías catastrofistas, para los iniciados.
Partiendo de una filosofía del cinismo, generadora de resignación, el nue-
vo modelo propuso en nuestro país una democracia elitista que desalentaba
la participación y la búsqueda de la igualdad; se apoyó en una concepción del
Estado mínimo, que únicamente debía ocuparse de la seguridad; confundió
la libertad individual con el mercado libre; reprobó el gasto social, por injus-
to, fútil y peligroso; impulsó una educación socialmente discriminatoria que
conspiró contra la movilidad social, y, finalmente, aceptó la manipulación de
la opinión pública, como única forma de viabilizar políticas regresivas.
En la Argentina se incorporaron las tesis neoconservadoras con caracte-
rísticas extremas y dramáticas. Se exhibió una clara falta de convicción de-
mocrática, a través de graves avances sobre los poderes Judicial y Legislati-
vo y el manejo de la información y difusión pública. Se produjo una seria
distorsión de los organismos vinculados a los controles republicanos. Se in-
terrumpieron los programas sociales que hubieran limitado los efectos más
perniciosos del ajuste sobre los sectores populares, aun sabiendo que su per-
manencia no hubiera significado ningún obstáculo para la aplicación de un
plan económico de austeridad. Se sometió la educación, así como la salud, a
criterios fiscales de coyuntura. Se destruyeron las fuentes de financiación del
sistema previsional. Se produjeron privatizaciones desatinadas que afectaron
el interés nacional y desatendieron los reclamos de los usuarios, y se perdió
la decisión nacional en materia de política exterior.
Estas políticas condujeron a la concentración económica y a la concen-
tración del ingreso, al debilitamiento de importantes sectores industriales y al
desmantelamiento de otros con la consiguiente desocupación, a la pérdida de
rentabilidad en el campo, a la inserción en el mundo por las importaciones y
no por las exportaciones, a la pobreza extrema de los grupos más desprote-
gidos y a la pauperización de la clase media. Esto generó hechos de conse-
cuencias irreversibles. Implantó una cultura distinta producto de una seudo-
modernización basada en la desigualdad y en la exclusión. Era la contracara
del proyecto que nosotros habíamos impulsado durante nuestra gestión.
y se produjo, además, una curiosa simbiosis: la de un seudoconservadu-
rismo, congregado entonces en la UCeDé y otros partidos provinciales, con el
populismo que desde entonces no tuvimos dudas en calificar como "de de-
recha". La combinación tuvo una fortaleza desconocida en la vida política ar-
gentina. En ese momento sostuvimos que enfrentar la situación y construir
una nueva alternativa de poder no podía quedar en manos de un solo parti-
do político. Era necesario lograr una convergencia de diversos sectores polí-
ticos, sociales y económicos, con el propósito de constituir una alianza sufi-
cientemente fuerte como para estar en condiciones de enfrentar a la que
había construido la reacción.
En el inicio de la campaña reeleccionista ya había comenzado en el país
una verdadera involución jurisprudencial. La Corte Suprema, ampliada a ins-
tancias de las necesidades del gobierno en 1991, fue permitiendo progresiva-
mente que el Poder Ejecutivo decidiera sobre cuestiones de clara competen-
cia legislativa: amplió de manera absolutamente inadmisible la validez
constitucional, hasta ese momento acotada, al permitirle al Poder Ejecutivo
el uso de atribuciones legislativas, aun sin que el Congreso se las hubiera de-
legado explícitamente. Avaló el abuso inimaginable del ejercicio de compe-
tencias legislativas por parte del Poder Ejecutivo sin ley que 10 convalide, ale-
gando "razones de necesidad y urgencia", y consideró que si el Congreso, en
ejercicio de las facultades constirucionales que le son propias, no procedía a
la derogación de la norma, era porque tácitamente la había aprobado.
El resultado ya lo conocemos: cuando en toda la historia constirucional
de la Argentina apenas se habían dictado poco más de una veintena de de-
cretos de necesidad y urgencia, el Poder Ejecutivo se lanzó a la redacción de
cientos de ellos, en claro abuso de sus atribuciones.

Nuestra política reformista

En anteriores reflexiones he distinguido entre el Estado justo, que subsume la
moral en la política y se legitima en abstracciones tales como la Nación, la
historia o el ser nacional, el Estado del realismo político, que relega los conteni-
dos morales a la vida privada y los desconoce en la búsqueda del poder, y fi-
nalmente el Estado legitimo, que reconoce una permanente y dramática tensión
entre política y ética como base de una legitimación racional periódicamente
reclamada.
En la Argentina hemos conocido versiones más o menos cercanas a es-
tas variantes de la filosofía política: los gobiernos militares se relacionan con
la primera categoría; los inmediatamente posteriores a la Organización Na-
cional y los peronistas, a la segunda, y, finalmente, los radicales, a la tercera.
La vinculación del gobierno con la variante del realismo político quedó
en evidencia en una cantidad de medidas caracterizadas por la clara preten-
sión de suprimir cualquier clase de trabas al ejercicio de su poder: designa-
ciones de jueces a tono en todos los niveles, desmantelamiento de los con-
troles republicanos, pretensión de gobernar a través de decretos de necesidad
y urgencia generosamente admitidos por la Corte Suprema, manejo tenden-
cioso y abusivo de los medios de información. Las ideas neoconservadoras
a las que adhería el gobierno se inscribieron claramente en la concepción eli-
tista de la democracia y el Estado mínimo y desertor, según nuestra visión.
La alianza entre populismo y neoconservadurismo produjo un híbrido in-
comprensible para los argentinos: un Estado fuerte para el ejercicio discrecio-
nal que contuviera a la oposición a través de los diversos canales que otorgan
el poder y la propaganda. Y; a la vez, un Estado escuálido en su autonomía de
decisión. Un Estado que gerenciaba intereses particulares.
A medida que se avanzaba en la aplicación de estas teorías, más me con-
vencía de la necesidad de limitar los poderes del Presidente. Y fue la Unión
Cívica Radical la que comenzó a hablar nuevamente de la necesidad de la re-
forma. Expresamos entonces que debía propiciarse una mayor gravitación
parlamentaria en la decisión política del Estado, la inclusión del primer mi-
nistro, una moderna organización legislativa y una reforma federal.
La Convención Nacional de la UCR reunida en Mar del Plata en octubre
de 1990 aprobó el texto que impulsaba la reforma institucional, que incluía
la reforma de la Constitución nacional, con los objetivos básicos de: descen-
tralizar las funciones del poder; establecer sistemas de participación directa
de los ciudadanos y sectores sociales; flexibilizar el régimen presidencial
promoviendo un papel más activo del Congreso en la formación y el con-
trol del gobierno; modernizar el Poder Legislativo para tornar más ágil y efi-
ciente su actividad, tanto en el procedimiento y la sanción de las leyes, co-
mo en sus funciones de contralor; reafirmar la independencia del Poder
Judicial, asegurando una política presupuestaria que le dé autarquía y garan-
tice su pleno funcionamiento, modernización y eficiencia; promover mayor
transparencia, publicidad e imparcialidad en la designación de magistrados;
modificar las leyes de procedimientos haciendo realidad las prescripciones
constitucionales de inmediato; publicidad y fácil acceso a la protección jurí-
dica a fin de que el Poder Judicial sea custodio fuerte, ágil e independiente
de los derechos individuales.
Estas ideas estaban en consonancia con las que había formulado el
Consejo para la Consolidación de la Democracia durante mi gobierno. El
radicalismo se mostraba consecuente con sus ideas y su propuesta, mien-
tras el justicialismo evidenciaba los vaivenes derivados de sus distintos pro-
yectos de poder.
Recién a fines de marzo de 1992, el propio Presidente lanzó la idea de
la reforma, con el propósito, según explicó, de buscar una síntesis entre el
constitucionalismo liberal y el constitucionalismo social, además de lograr
el reconocimiento constitucional de los partidos políticos, facilitar la inte-
gración regional, defender el federalismo y establecer la elección directa del
presidente.
El Consejo Nacional del Partido Justicialista se reunió de inmediato y se
pronunció unánimemente en favor de la reforma de la Constitución. Era, a
todas luces, evidente y reconocido que el objetivo gubernamental no era otro
que el de lograr la reelección del presidente Menem.
La campaña para la reelección presidencial comenzó en ese verano de
1992, en Punta del Este, cuando los turistas argentinos leyeron la frase que
un avión inscribía entre las nubes: "Menem 95". Simultáneamente, camisetas
blancas con la misma inscripción en grandes caracteres celestes fueron rega-
ladas en todas las playas argentinas. Era el peor comienzo: se trataba de una
reforma ad honorem con el propósito de reelegir a Menem.
Se insinuaba así la estrategia del partido oficialista de afianzar el neocon-
servadurismo, ansioso por concentrar todavía más la economía y la privati-
zación del poder político, reelegir al presidente dentro del mismo esquema
hiperpresidencialista argentino y crear una Constitución nacional adaptada a
los intereses de grupos económicos y a las ambiciones hegemónicas en el
plano político.
La política es deliberación, discusión, diálogo, estructuración de consen-
sos y reconocimiento de los disensos para buscar superarlos en fórmulas de
convivencia. y era muy claro que los responsables del gobierno del doctor
Menem llevaban adelante un proyecto global y totalizador, que no sólo vincu-
laba su absoluta intransigencia al campo económico, sino a la íntegra activi-
dad del Estado: las medidas que se tomaban en cualquier área de gobierno de-
bían ser compatibles con un modelo que, como tal, pretendía abarcarlo todo.
Prueba de ello era que el Ministerio de Economía, fortalecido por la ab-
sorción de otros departamentos, comenzó a funcionar como auditor doctri-
nario de todo el gobierno y de las provincias y a utilizar diversos mecanis-
mos para llevar adelante una política de premios y castigos que rápidamente
logró, no sin rebeldías, un alineamiento cada vez más estricto y sofocante.
Estaban matando a la política a través de una estrategia hegemónica que, vis-
lumbrábamos, tendría gravísimas consecuencias.
Las primeras víctimas fueron las economías regionales, la educación, la
salud pública y las pequeñas y medianas empresas, pero también sufrieron las
grandes. Luego, el conjunto de derechos sociales. Y en el listado de objetivos
venían las jubilaciones y la eliminación de empleos. El Estado había lanzado
ya una ola de privatizaciones realizadas con el más absoluto desprecio hacia
la transparencia administrativa. Grandes negocios que movían cifras multi-
millonarias fueron creando un grupo dominante que acumuló fuerza econó-
mica, y naturalmente un gigantesco poder político que ataba de pies y manos
a la sociedad frente a futuros reclamos. Los medios acompañaron con elo-
gios lo que sucedía. Lo obtenido por la venta del activo público sirvió para
ocultar una inflación que estaba agazapada.
No había discusión política seria y profunda en esa Argentina sumergida
en la marejada neoconservadora. Al saturarse los canales de diálogo, impedi-
dos por la vocinglería frívola de quienes aplaudían las privatizaciones sin que
importara cómo se hacían, la oposición no lograba hacer oír su voz. Los
campeones de una Argentina presuntamente moderna imponían un capita-
lismo sin rentabilidad en vastos sectores de la producción y un enorme re-
torno en los servicios privatizados con mercados cautivos.
Se produjo así un fenómeno inédito en nuestra historia. Si en la primera
época del peronismo, sus aliados eran los trabajadores y en buena medida la
Iglesia, mientras que los principales enemigos eran los "capitalistas" y Esta-
dos Unidos, ahora todo se trastocaba. La CGT procuraba disimular los efec-
tos del plan económico sobre sus representados y Estados Unidos alternaba
elogios y cumplidos con reprimendas públicas, unos y otras profundamente
paternalistas.

El reformismo justicialisla

El 15 de abril de 1992, una comisión de juristas para la reforma constitucio-
nal designada por el Partido Justicialista produjo su primer dictamen. Parti-
cipaban de ella Eduardo Menem, César Arias, Carlos Corach, Roberto
Domínguez, Roberto Dromi, Alberto García Lema, Carlos Pares, Adolfo
Rodríguez Saa y Hugo Rodríguez Sañudo. Había en la letra muchos aspectos
similares a los que se manifestaron a raíz de la consulta formulada por nues-
tro gobierno, pero una diferencia fundamental: se agregaba un capítulo ten-
diente a dar fuerza constitucional al ideario neoconservador en boga. Es con-
veniente recordarlo:

Está instalada la decisión política de la reforma del Estado. Leyes de la Na-
ción disponen la descentralización, la privatización, la concesión, la desre-
gulación y la reconversión del sector público. El gobierno, consecuente-
mente, está produciendo esas modificaciones en la estructura estatal. Es
imperioso, en ese sentido, darle estabilidad constitucional a los principios
y objetivos de la reforma del Estado para garantizar la irreversibilidad del
camino ya recorrido; asegurar que el camino a recorrer continúe en la mis-
ma dirección y resguardar, en la nueva cláusula del progreso, que el esfuer-
zo solidario de la comunidad sea justo, tanto en los sacrificios como en los
beneficios.

Se pretendía efectuar una reforma de la Constitución a la medida de la es-
trategia neoconservadora, que estableciera en la Carta Magna de los argen-
tinos la irreversibilidad del camino recorrido y garantizara que el que falta-
ba transitar continuara en la misma dirección. Querían imponer a nuestro
pueblo un conjunto de disvalores reaccionarios propios de sociedades inso-
lidarias y atomizadas.
En el capítulo de Declaraciones, Derechos y Garantías se suprimía la in-
tención de adoptar una organización "democrática, representativa, republi-
cana, federal y social". Por supuesto, no se hablaba de temas que se marca-
ron con fuerza en el proyecto del Consejo para la Consolidación de la
Democracia. Tampoco se mencionaba la necesidad de garantizar el ejercicio
de los derechos sociales, familia, ancianidad, juventud, niñez y mujer. No se
hablaba de la calidad de vida, de la preservación de los recursos naturales y
del medio ambiente, de la defensa de usuarios y consumidores ni de la fun-
ción social de la propiedad.
La Argentina tiene amargas experiencias sobre los intentos constitucio-
nales impuestos por un sector de la sociedad y resistidos por el otro: en el
siglo XIX, las Constituciones de 1819 y 1826, rechazadas por los federales;
en el siglo xx, la Constitución de 1949, rechazada por la oposición, y la re-
forma de 1957, rechazada por el justicialismo. Repetir esas experiencias nos
llevaría a un camino sin salida. Ése fue, entre otros, mi argumento -a pesar
de una fuerte campaña opositora- en el que advertía con todos los acentos
posibles sobre el desencadenamiento de procesos que podían culminar en
la pérdida de la legalidad, con el consiguiente riesgo para las instituciones
de la Nación.
Pero no se observaba en el clima del debate público una conciencia aca-
bada de lo que el gobierno estaba poniendo en juego con su intento reelec-
cionista. El 7 de julio de 1993 se presentó finalmente el proyecto de refor-
ma del bloque justicialista, cuya firma encabezaba Carlos Juárez, con
reservas parciales de los senadores Augusto Alasino, José Octavio Bordón,
Oraldo Britos, Antonio Cafiero, Julio Humada, Mario Fadel, Olijela del
Valle Rivas y Carlos Snopek. No los acompañó en esa ocasión el senador
Alberto Rodríguez Saa.
Ese proyecto recogía muchos aspectos del dictamen del Consejo para la
Consolidación de la Democracia, que por otra parte había sido tenido muy
en cuenta en casi todos los demás proyectos de reforma presentados al Con-
greso en esos años: jury de enjuiciamiento para los magistrados inferiores;
elecciones presidenciales y senatoriales directas; disminución del término del
mandato de los senadores; prolongación del período de sesiones; control le-
gislativo sobre la vigencia del estado de sitio; simplificación del trámite de
sanción de las leyes; sanción ficta; veto parcial; eliminación de la cláusula con-
fesional; reducción del mandato a cuatro años; reelección presidencial; elec-
ción directa del intendente de la ciudad de Buenos Aires; convocatoria al
Congreso en caso de intervención a una provincia; supresión del número de
ministros; autarquía del Poder Judicial; autonomía política y económica de los
municipios; integración regional de las provincias; preservación del medio
ambiente; reconocimiento de los partidos políticos; formas de democracia se-
midirecta; sistema de enmiendas a un solo artículo; reconocimiento de com-
petencias delegadas a los organismos internacionales de integración; hábeas
corpus y amparo; acceso a la protección de la salud; defensa del usuario y el
consumidor; promoción del acceso a la cultura, la ciencia, la investigación y
la innovación tecnológica; regulación de los reglamentos de necesidad y ur-
gencia; cláusula para el progreso; derecho a la información; auditoría general
de la República; defensor del pueblo; Consejo de la Magistratura.
El senador Britos planteó una reserva en la que expresaba que "el libre
mercado puede garantizar eficiencia económica pero no justicia social, que
es el concepto que sí debería ser incluido en la Constitución nacional". Es
que era tan evidente la intención de imponer un modelo económico atado a
preceptos constitucionales que algunos legisladores del partido oficial tam-
bién reaccionaron.
El 7 de septiembre se inició el debate y la mayoría del Senado volvió so-
bre una misma línea marcada desde el Ejecutivo: la pretensión de "asegurar
la reforma del Estado". Vale decir, hacerla irreversible, impedir rectificacio-
nes futuras.
¿Con la elaboración de qué disposiciones se pretendía asegurar la refor-
ma del Estado? ¿Cuáles eran sus límites? Nadie podía saberlo. No surgían las
respuestas ni del texto del proyecto, ni de la exposición de motivos, ni del
propio debate.

El intento de reglamentación del artículo 30

Pero desde el punto de vista institucional había un tema gravísimo que dio
origen a disensos casi definitivos en nuestro país, de esos que sólo se produ-
cen cuando se coloca a los pueblos frente a lo irreparable. Se trata de la in-
terpretación que pretendía darse al artículo 30 de la Constitución, que esta-
blece que para declarar la necesidad de su reforma se requieren dos terceras
partes, al menos, de los miembros del Congreso.
Este tema había sido uno de los motivos de impugnación de la Conven-
ción Constituyente de 1949 convocada según el criterio de que no se trataba,
de acuerdo a la Constitución, de los dos tercios de la totalidad de los miem-
bros de cada Cámara sino de los presentes. Como el oficialismo carecía de
los dos tercios en la Cámara de Diputados, aunque pretendía obtenerlos en
el Senado, preparaba el terreno para sortear el impedimento constitucional.
Uno de los antecedentes citados en la búsqueda de justificaciones fue la
reforma de 1860, en la que no jugó para nada el artículo 30, en ninguna de
sus partes, porque tampoco se tuvo en cuenta el impedimento de la prohi-
bición de modificarla hasta transcurridos diez años de su dictado: en la
práctica, se trataba de la construcción de la República Argentina. Desde el
punto de vista de la doctrina constitucional, estábamos, en realidad, frente
a una nueva Constitución. Otro argumento fue el de la reforma de 1866,
aduciendo que en la Cámara de Diputados hubo presentes 29 legisladores,
sobre un total de 50, según se afirmó, olvidando que los diputados en ejer-
cicio eran sólo 32.
El ministro del Interior, Gustavo Beliz, y el senador Alasino sostenían
que sólo se requerían los dos tercios de los presentes. En esos días se produ-
jeron episodios vergonzosos que hirieron profundamente el prestigio de las
instituciones argentinas y que suscitaron escandalosas sanciones de leyes im-
portantes con quórum dudoso, y el incumplimiento del mandato partidario
en el Colegio Electoral de Corrientes.
En medio de estos escándalos se produjo uno más, y sumamente alar-
mante: el diputado Francisco de Durañona y Vedia, a pedido del justicialis-
mo, y acompañado por Jorge Aguado, Juan José Manny y Álvaro Alsogaray,
presentó un proyecto de ley que en su artículo 5 establecía: "La proporción
indicada en el artículo 30 de la Constitución sobre la votación es de las dos
terceras partes de los miembros presentes en la sesión en cada Cámara".
Como un fantasma al que es imposible desalojar, el pasado se nos venía
encima nuevamente. Retrocedíamos al año 1949, cuando se hizo la Consti-
tución sólo con los peronistas, o a 1957, cuando se la hizo sin los peronistas.
Reaparecía la confrontación ineludible y permanente, el desconocimiento, ya
no a la legitimidad, sino a la legalidad de un gobierno. Reaparecía la división
permanente y enconada.
El debate se postergó para después de las elecciones de renovación par-
lamentaria del 3 de octubre de 1993, en donde el justicialismo eligió como
eje de la propaganda la reelección del presidente y obtuvo el 42 por ciento
de los votos, muy por encima del 30 por ciento que logró el radicalismo. El
20 de noviembre se reanudó la deliberación en el Senado, sobre la base de un
acuerdo logrado con el senador Leopoldo Bravo, principalmente dirigido a
cumplir sus deseos de preservar los sistemas de elección del presidente y vi-
cepresidente de la Nación y de los senadores; desde luego, estableciendo la
posibilidad de la reelección, con períodos de cuatro años.
Inmediatamente se convocó a un plebiscito no vinculante para el día 21
de noviembre a fin de que los argentinos se expidieran sobre la convenien-
cia o no de modificar la Constitución. El gobierno lograba así que la discu-
sión sobre la reforma girara alrededor de la reelección, sin dar lugar a un de-
bate serio acerca de sus contenidos.
El plebiscito actuaba exactamente en sentido inverso al espíritu de la
Constitución, que al exigir la mayoría calificada del artículo 30, reclamaba la
estructuración de un consenso genuino, de amplia base participativa, que de
ninguna manera podía expresarse en una división general de la ciudadanía en
un voto por sí o por no, aunque no fuera vinculante.
Como lo he sostenido siempre, entendía que una reforma constitucio-
nal exigía acentuar los consensos, incluyendo más que excluyendo a la opo-
sición, e intentando generalizar esos consensos. En materia constitucional,
el principio de prevalencia absoluta de una circunstancial mayoría no podía
ser aceptado. El plebiscito, en el que unos ganaban y otros perdían, signi-
ficaba violentar estos principios y bloquear los mecanismos de concerta-
ción entre todos los sectores involucrados para que pudiera construirse un
amplio consenso.
Por otra parte, el plebiscito sólo consultaba a la ciudadanía sobre la nece-
sidad y oportunidad de la reforma, hecho que carecía de sentido. Los ciuda-
danos podían estar de acuerdo con la reforma, pero no con su contenido. O
podían votar en forma negativa por la incertidumbre que generaba la puesta
en marcha del mecanismo de reforma constitucional sin el previo acuerdo de
las principales fuerzas políticas. Es por eso que sólo cabía utilizar el plebisci-
to en materia de reforma constitucional con el fin de consultar al pueblo
sobre la entrada en vigencia de una reforma ya acordada, como sucede en
Estados Unidos o en la provincia de Buenos Aires, y no para poner en mar-
cha el mecanismo de la reforma sin especificar el sentido de la misma.

La discusión en el radicalismo

Mientras tanto, e113 de octubre se había realizado en la sede de la UCR la reu-
nión entre su Mesa Directiva y la del Consejo Nacional del Justicialismo, pre-
sididas por Mario Losada y Eduardo Duhalde. El propósito del justicialismo
era realizar una tardía ronda de reuniones con el fin de consensuar la reforma.
La Mesa Directiva había citado para esa misma noche una reunión reser-
vada en la localidad de Ranelagh a la que concurrimos Mario Losada, Luis
León, Osvaldo Álvarez Guerrero, Federico Storani, Juan Manuel Casella,
Leopoldo Moreau, Sergio Montiel, Fernando De la Rúa, Jesús Rodríguez,
Enrique Mathov, José Genoud, Raúl Baglini, Melchor Posse, José Zavalia,
Mario Negri, Alfredo Orgaz, Horacio Jaunarena y yo.
En esa oportunidad me opuse a la reforma tal cual se planteaba. No obs-
tante, sostuve que si se lograba una Constitución similar a la proyectada por
el Consejo para la Consolidación de la Democracia, aunque significara la
posibilidad de la reelección del presidente, deberíamos cambiar nuestra posi-
ción. "Déjenme soñar -dije-. Si fuera posible hacer una reforma en la que se
pudiera incorporar el proyecto del Consejo, creo que aceptaría."
Días después, la Mesa Directiva del Comité Nacional, juntamente con
las de la Convención y de los bloques legislativos, se pronunció en una de-
claración que lleva el sugestivo título de "Antes de que sea tarde", en cuya
redacción había intervenido Ricardo Gil Lavedra, quien había tenido espe-
cial cuidado en no dejar cerrado el camino a algún tipo de solución acor-
dada, así como en ratificar una vez más el apoyo del partido al dictamen
del Consejo.
Cuando se convocó al plebiscito, el radicalismo pareció desmoronarse.
Unos y otros tomábamos distintas posiciones. El gobernador de Río Negro,
Horacio Massaccesi, se había pronunciado por la reelección y convocado a
una consulta al pueblo de su provincia. El gobernador de Chubut, Carlos
Maestro, insinuaba su deseo de encaminarse en la misma dirección. Desde
Catamarca, el gobernador Castillo, si bien no se definía a favor, anticipaba
que no militaría en contra de la reelección. Por su parte, el gobernador de
Córdoba, Eduardo Angeloz, consideraba altamente riesgosa la competencia
electoral y sostenía la necesidad de actuar con respecto al plebiscito como si
nada ocurriera con el propósito de deslegitimarlo. Otros se pronunciaban de-
cididamente por el no y, finalmente, otros, por la abstención activa, con cam-
paña y fiscalización, o pasiva, sin control y sin proselitismo.
El 28 de octubre, la Mesa Directiva del Comité Nacional, juntamente con
el plenario de presidentes de distrito y la Mesa Directiva de la Convención
Nacional, frente a las diversas posiciones, al repudiar la convocatoria se vio
obligada a "facultar a cada distrito para que instrumente la forma que estime
más conveniente a los efectos de materializar la descalificación del plebiscito
como medio para viabilizar la reforma de la Constitución". En cuanto al ple-
biscito, la Convención Nacional ratificó la posición de la Mesa Directiva del
Comité Nacional, que obtuvo 105 votos contra el proyecto que sostenía el
rechazo activo, que logró 82 votos. Las distintas actitudes del radicalismo en
las diversas provincias permitían anticipar que en muchas de ellas ni siquiera
se controlaría la elección. Esto no podía sino provocar un triunfo estruendo-
so del oficialismo.
En todas las declaraciones de los organismos nacionales del radicalismo,
ya surgieran ellas del Comité, de los bloques legislativos o de la Convención,
se sostuvo en primer lugar la necesidad de reformar la Constitución nacional
y en segundo lugar se predijo un futuro trágico para el país y su democracia
si se persistía en la pretensión de realizar la reforma de la manera planteada
por el oficialismo.
Fue en esas circunstancias que envié una carta en la que expresaba mis
propias preocupaciones y perplejidades a los presidentes de los bloques le-
gislativos, Raúl Baglini y José Genoud. Allí, entre otras cosas, expresaba que
en diversas oportunidades había manifestado públicamente mi total oposi-
ción a la realización de una consulta popular en torno de la reforma consti-
tucional. Ya se habían pronunciado, en el mismo sentido, prestigiosas perso-
nalidades, tanto políticas como académicas, que advirtieron claramente los
innecesarios riesgos institucionales que acarrea una medida de esa naturale-
za. Y seguía diciendo:

No obstante, el gobierno ha decidido efectuar la mencionada encuesta po-
pular el próximo 21 de noviembre, prosiguiendo el bochornoso camino que
ha escogido para tratar de obtener, a cualquier precio, la posibilidad de la
perpetuación en el poder del actual presidente de la República. El país no
merece que se subalternice ni que se degrade de ese modo la cuestión cons-
titucional. El tratamiento de la ley en el Senado, declarando la necesidad de
la reforma y la obtención de los votos que hicieron mayoría, ha resultado un
espectáculo escandaloso y hasta grotesco. El texto sancionado por los sena-
dores, introducido en d debate pocos minutos antes de la votación, se ase-
meja a un cheque en blanco otorgado a la Convención Constituyente, a tra-
vés de la sola mención del número de un conjunto de disposiciones que se
desea reformar. Ni siquiera hay certeza de que éstas sean las enmiendas de-
finitivas, pues el propio presidente de la Nación ha manifestado que la Con-
vención podía corregir muchas de las concesiones a las que se vio obligado
el oficialismo para poder obtener los votos que le hacían falta. No es nece-
sario agregar nada para comprender la aventura constitucional que se quie-
re hacer correr a la Nación.
El país no admite más desencuentros y no desea revivir los salvajes an-
tagonismos que nos dividieron durante tanto tiempo. La consolidación de la
democracia requiere, por el contrario, que las fuerzas políticas superen las
desavenencias, que busquen las coincidencias mínimas que logren enfrentar
con éxito los verdaderos desafíos que nos presenta el fin de siglo. Dentro de
este marco, la Constitución nacional debe ser la prenda de unión de los ar-
gentinos, d conjunto básico de las grandes reglas de juego de la democra-
cia, admitidas y respetadas por todos los sectores políticos y sociales. El go-
bierno conoce sobradamente la vocación reformista de los hombres de la
Unión Cívica Radical. También sabe cuáles son las enmiendas constitucio-
nales que entendemos verdaderamente necesarias para la modernización
institucional del país.
El gobierno se encuentra ante una opción crucial y definitiva. Si lo ani-
ma el deseo genuino de encarar con seriedad y responsabilidad la cuestión
constitucional, pienso que debe encontrar a la UCR presta para discutir y de-
batir los mejores modos para afianzar la democracia argentina, dotándola de
racionalidad, previsibilidad y certeza jurídica. En cambio, si persiste en el
rumbo seguido hasta el presente, el de la extorsión, el de la presión, el de la
búsqueda desenfrenada de los objetivos sin reparar en límites, hallará a la
UCR dispuesta a enfrentar decididamente la prepotencia y el abuso de po-
der, defendiendo las instituciones de la República. Es necesario que predo-
mine la templanza y la madurez en este último instante, pues de lo contra-
rio se ocasionará un grave daño a la necesaria convivencia política entre el
gobierno y la oposición, dividiendo artificialmente al país.

La carta tenía la intención de que los presidentes de los bloques auscultaran el
pensamiento de los legisladores sobre la mejor forma de resolver el difícil pro-
blema institucional que se nos planteaba. En consecuencia, directa o indirec-
tamente fue conocida por varios de ellos. Creo que predominó la perplejidad.
De inmediato, conversé con el doctor Baglini sobre la situación del bloque de
diputados, verdaderamente preocupante en virtud de las manifestaciones a fa-
vor de la reforma de los gobernadores de Río Negro y Chubut, así como de
otros dirigentes, en el mismo o similar sentido. Él me aseguró que, hasta ese
momento, el bloque actuaba disciplinadamente, pero que de ninguna manera
podía garantizar el mismo comportamiento luego de un plebiscito adverso:
parecía mentira, por lo infantil del argumento, pero la campaña tendiente a
presentar la oposición a la reforma como una proscripción había logrado sus
efectos y la situación incomodaba a algunos correligionarios.
Hablé con Ricardo Gil Lavedra y le expliqué mis serias dudas acerca de
la situación institucional y partidaria, analizamos la urgencia de tomar un ca-
mino y le pedí que reanudara sus contactos de la época del proyecto del Con-
sejo para la Consolidación de la Democracia con los doctores García Lema
y Masnatta.
El problema que más me mortificaba era que aún faltaban unos días pa-
ra que asumiera la presidencia del Comité, que tenía asegurada, aunque los
amigos que estaban en otra posición consideraban que no, lo que complica-
ba todavía más el problema. Por otra parte, debía actuar casi en soledad,
puesto que cualquier filtración de la noticia podía echar todo a perder. De to-
dos modos, no podía esperar, porque el plenario del Comité Nacional esta-
ba fijado para el día 12 y el plebiscito estaba convocado para el 21. Si espe-
raba a actuar como presidente del partido, no habría tiempo para llevar a
buen término las tratativas para levantar la consulta.

La reunión

Finalmente me decidí y solicité que se nos procurara una entrevista con el pre-
sidente de la Nación, lo más rápidamente posible. La reunión tuvo lugar el 4 de
noviembre en la casa de Dante Caputo, quien estaba en el extranjero. Llegué
acompañado por el titular del partido, Mario Losada, y por Enrique Nosiglia.
Menem estaba con Eduardo Bauzá, Eduardo Duhalde y Luis Barrionuevo.
Directamente planteé la propuesta, en coincidencia con Mario Losada: yo
creía que si volvíamos al acuerdo logrado con Antonio Cafiero obtendría la
conformidad de mi partido para la reforma de la Constitución. Puse especial
énfasis en la necesidad de limitar las facultades presidenciales. Estuvimos de
acuerdo en comenzar la discusión sobre la base de las coincidencias a que ha-
bíamos arribado con el doctor Cafiero, el levantamiento del plebiscito y la no
consideración del proyecto del diputado Durañona y Vedia sobre la interpre-
tación del artículo 30 de la Constitución.
Consideramos que la reunión debía mantenerse en reserva porque el Pre-
sidente necesitaba tiempo para advertir a sus senadores y diputados del giro
de los acontecimientos, y yo el necesario para asumir la titularidad del radi-
calismo y ponerme en contacto con los principales dirigentes.
Al doctor Gil Lavedra le pedí que con total urgencia y absoluta reserva
tomara contacto con García Lema y explorara las posibilidades de seguir
avanzando en la línea de las coincidencias de 1988. Más tarde me comunicó
que había hablado con García Lema y que había acordado entregarle un do-
cumento con el punto de vista del radicalismo, para comenzar a discutir. Ya
había preparado un borrador que discutimos en ese momento. Así nació el
documento llamado "Bases de coincidencias", que constituyó el pliego de re-
querimientos que efectuó el radicalismo para avanzar en el acuerdo que po-
sibilitara la reforma.
Ese documento resumía las ideas radicales de años anteriores e incorpo-
raba otras, como el Consejo de la Magistratura, producto de la política del
gobierno sobre la independencia de los jueces. Allí estaba el jefe de Gabine-
te con responsabilidad frente al Parlamento, atenuación del presidencialismo,
aunque con mayores facultades de gobierno y no sólo de administración, la
elección directa del presidente con segunda vuelta, los tres senadores por
provincia elegidos de modo directo, el aumento de la extensión del período
de sesiones ordinarias, el mejoramiento del procedimiento de sanción de las
leyes, la creación del Consejo de la Magistratura como órgano plural para de-
signar a los jueces, el jury de enjuiciamiento para removerlos, la creación de
una Corte Constitucional para resolver los conflictos entre poderes y efec-
tuar un control de constitucionalidad tanto preventivo como para remediar,
la ubicación del Ministerio Público como órgano extrapoder, formas de de-
mocracia semidirecta, diversos aspectos federales como la redistribución de
ingresos fiscales entre la Nación y las provincias, la regionalización, la auto-
nomía municipal, la determinación de que las intervenciones a las provincias
correspondían al Congreso, la elección directa del intendente de la ciudad de
Buenos Aires, la integración regional y la jerarquía de los tratados, los órga-
nos de control, etc. Como puede advertirse, la gran mayoría de estos puntos
constituirían la base de la reforma del 94.
El 7 de noviembre dirigí una carta a los delegados al Comité Nacional que
habían comprometido su apoyo a mi candidatura a presidente del partido,
explicando mi posición ante el problema de la reforma, para que todos la co-
nocieran con anterioridad a la elección. No obstante, el diario Ambito Finan-
ciero, en su edición del 8 de noviembre, informó de la reunión. Supe que ha-
bía ocurrido lo peor. Creo que con tan sólo 48 horas más hubiera podido
evitar un desencuentro que adquiriría características de extrema confronta-
ción. El 12 debía elegirse presidente del Comité Nacional. Sabía que conta-
ba con el apoyo de los delegados necesarios, pero también se había produci-
do un amplio movimiento en busca de un candidato de consenso en contra
de mi postulación, que había generado un clima de rispidez interna que tuvo
influencia decisiva en las actitudes de quienes se opusieron a la estrategia que
desarrollábamos.
No tengo derecho a suponer que quienes se opusieron no estaban ins-
pirados, al igual que yo, por consideraciones patrióticas. De hecho, lo afir-
mo. Lo que sí digo es que el clima de confrontación interna había creado el
ambiente propicio para la exasperación. Había comenzado un proceso que
me tuvo en vilo durante ocho meses y que fue uno de los más angustiantes
de mi vida.
En el transcurso de esa nerviosa semana, Gil Lavedra se reunió un par de
veces con García Lema, una de ellas juntamente con Jorge Reynaldo Vanos-
si en la casa de éste. El acuerdo iba tomando forma.
En la madrugada del sábado 13 de noviembre asumí la presidencia del
Comité Nacional y amplié la comisión de discusión del pacto. A Gil Lavedra
lo acompañarían Antonio Berhongaray, Enrique Paixao y Amoldo Klainer y,
si hubiera aceptado, también el doctor Vanossi. Se reunieron ese mismo día
en la casa de Klainer y, por primera vez, Vanos si se mostró molesto y expre-
só su decisión de no participar más en las negociaciones.
Por la noche, en la sede de la Fundación Argentina para la Libertad de In-
formación (FUAU), que presido, entonces ubicada en la calle Ayacucho 132,
informamos a miembros de la Mesa Directiva sobre la marcha de los acon-
tecimientos y discutimos el borrador del acuerdo: se había procurado hacer-
lo más corto y genérico, aludiendo a todos los temas, pero de manera más
global, para permitir avanzar sin mayores desacuerdos.
En la mañana del domingo 14, tuvo lugar la última reunión preparatoria
en el estudio de Gil Lavedra. Estaban presentes el propio Gil Lavedra, Klai-
ner, Paixao, García Lema, Corach y Yoma. Por la tarde concurrí a la residen-
cia de Olivos acompañado por Genoud y Baglini, presidentes de los bloques
legislativos, y los nuevos miembros de la Mesa Directiva, Massaccesi, Casti-
llo y Berhongaray. Al Presidente lo acompañaban Eduardo Menem, Eduar-
do Bauzá, Carlos Ruckauf, Duhalde, Corach y García Lema.
A continuación se firmó el documento que desde entonces se llamaría
"Pacto de Olivos": "En el día de la fecha se reunieron el señor presidente de
la Nación y presidente del Partido Justicialista, doctor Carlos S. Menem, y el
señor presidente de la Unión Cívica Radical, doctor Raúl R. Alfonsín, con la
finalidad de examinar temas relativos a la reforma de nuestra Constitución
nacional".
Se trataba de recuperar, con toda claridad, el pensamiento vertido en el
documento firmado durante mi gobierno con el justicialismo y la reunión
mantenida con la presencia de los doctores Menem y Angeloz. Se trataba
también de incorporar las principales enmiendas propuestas por el Consejo
y ratificadas reiteradamente, tal cual se ha visto, por el radicalismo, con la sal-
vedad de que no se introducirían modificaciones a las Declaraciones, Dere-
chos y Garantías de la primera parte de la Constitución. Después buscaría-
mos la forma de incorporar los nuevos derechos.
Se procuraba así una reforma que consolidara el sistema democrático,
perfeccionara el equilibrio entre los poderes del Estado, fortaleciera los ór-
ganos de control y garantizara la prevalencia de la idoneidad, por encima de
cualquier otro motivo de selección.

Las disposiciones a reformar, en función de los acuerdos que se vayan al-
canzando y a las propuestas que se reciban de otros partidos o sectores po-
líticos o sociales, una vez que sean aprobadas por los órganos partidarios
pertinentes, constituirán la base de coincidencias definitivas algunas y suje-
tas otras, en cuanto a su diseño constitucional, a controversia electoral. Los
temas incluidos en dicha base de coincidencias quedarían acordados para su
habilitación al momento en que el Honorable Congreso de la Nación decla-
re la necesidad de la reforma. Asimismo, se establecerán los procedimientos
que permitan garantizar el debido respeto para esos acuerdos.

Al día siguiente me invitaron a una reunión los principales empresarios del
país para expresarme su reconocimiento por la actitud que había asumido,
sosteniendo que se trataba de una decisión democrática al servicio de la Na-
ción. El encuentro se realizó en la casa del ingeniero Sanmartino. Era evi-
dente que habían percibido la gravedad de la situación que podía haberse
generado si se llevaba adelante la reforma unilateralmente, con implicancias
muy serias para la economía del país. Mientras hablábamos, me repetía a mí
mismo: ellos lo han advertido. No es posible que dejen de entenderlo mis
correligionarios.
"¿Qué podemos hacer para ayudar?", preguntó uno de los empresarios.
"Convenzan a La Nación", contesté risueñamente. Sabía que el diario de
Mitre, aunque apoyaba al gobierno y aplaudía su gestión económica, con-
sideraba intocable la Constitución de 1853-1860, como acostumbraba
mencionarla.
En realidad no percibí ningún apoyo, pero la reunión sirvió para que des-
de el oportunismo político se inventara la leyenda que me asociaba a una
suerte de confabulación para trabajar por la consolidación de un plan econó-
mico que rechazaba absolutamente y cuya posible institucionalización había
sido, precisamente, una de las razones que me habían inducido a acordar la
reforma. Esa misma semana visité la sede del Comité Nacional del Partido
Demócrata Cristiano y llegamos a un acuerdo que se expresó en un docu-
mento que firmamos en ese momento.
Inicié tratativas con el Partido Socialista Democrático, pero aunque al
principio supuse que podrían ser exitosas, finalmente debí interrumpirlas. Sa-
bía que enfrentaba la oposición del diputado Héctor Polino, quien me había
expresado con sincera alarma que el justicialismo no cumpliría con el com-
promiso. Éste fue el argumento que gravitó en quienes descontaban que yo
no podía estar en nada espurio.
Debo reconocer que aunque hice lo imposible por explicar esta decisión,
muchos sectores quedaron convencidos de que se había producido un quie-
bre de la coherencia radical y también una ruptura del compromiso asumido
con la ciudadanía. No hubo ruptura de ningún compromiso, porque estaba
de por medio la defensa de la democracia, objetivo consustanciado desde
siempre con la lucha del radicalismo.
Mientras tanto, la discusión entre los juristas de ambos partidos continua-
ba diariamente en el Salón Gris del Senado.
El debate acerca de los contenidos del acuerdo continuó a través del
doctor Berhongaray, al que designé coordinador del grupo; Gil Lavedra, Pai-
xao y KIainer. Se sumaron también en ocasiones Genoud, Baglini, Alfredo
Orgaz y Raúl Galván. Después, y de manera permanente, lo harían Jorge De
la Rúa y Antonio Hernández. Representaban al justicialismo Cafiero, García
Lema -que a través de las negociaciones realizadas durante mi gestión había
demostrado sus conocimientos del tema constitucional y una actitud franca-
mente positiva en la búsqueda de acuerdos básicos-; Corach, Bauzá y Eduar-
do Menem. Todos ellos actuaron con lealtad e hicieron honor a los compro-
misos contraídos. A la representación del justicialismo se sumaron el senador
Juárez y los diputados Maqueda, Matzkin y Piotti.
En esas reuniones se fueron afinando los puntos del Pacto de Olivos en
un documento que se llamó, precisamente, "Puntos de acuerdo de las comi-
siones de juristas". El esquema que se utilizó era el conocido: un núcleo de
coincidencias que debía aprobarse o rechazarse en un todo y temas habilita-
dos para que la Convención Constituyente se pronunciara.
Los "Puntos de acuerdo" fueron sometidos a la convención partidaria de
Santa Rosa, La Pampa, en la que se suma a nuestra posición el gobernador
Angeloz y en la que tiene lugar un debate durísimo. El sector minoritario ha-
bía decidido pelear con la mayor fuerza posible, sin atender a los resultados
de la votación, ni mucho menos avenirse a la sanción de algún proyecto con-
sensuado. Alrededor de doce horas duró el debate y durante las doce perma-
necí en el recinto, comprobando, con más tristeza que fastidio, que las posi-
ciones eran absolutamente irreductibles y que los argumentos subían de
tono, mientras una barra agraviante daba cuenta al país, a través de la televi-
sión, de la envergadura de nuestros enfrentamientos.
En algún momento recordé la ley de obediencia debida, la entrega anticipada
del gobierno... Debía pagar el precio de la defensa de la democracia y estaba dis-
puesto a hacerlo más allá de las consecuencias personales que me acarreara.
La resolución, que entre otras cosas instruía a los legisladores nacionales
de la UCR para que votaran positivamente el proyecto de ley que declaraba la
necesidad de la reforma de la Constitución sobre la base de las tratativas ya
iniciadas y los acuerdos a los que finalmente se arribara, se aprobó con una
mayoría holgadamente superior a los dos tercios. El proceso legislativo de la
reforma estaba en marcha.
No obstante, uno de los temas que más me P!eocupaba era el de la Corte
Suprema, por la falta de garantías que implicaba para el proceso de la reforma,
porque en definitiva le correspondería decidir acerca de la validez del mismo.
Era conveniente una renovación en la integración de la Corte que asegurara su
imparcialidad, aunque dejamos claramente establecido que no pretendíamos
radicales en las nuevas designaciones pero que debíamos ser consultados en
cuanto a las condiciones de idoneidad e imparcialidad que se requerían.
Finalmente hubo acuerdo acerca de los nombres de los doctores Héctor
Masnatta, Gustavo Bossert y Guillermo López. Ninguno radical, a pesar de
lo cual se habló de "toma y daca". De todos modos, las dificultades para lle-
var adelante el objetivo propuesto eran manifiestas y dependían de la dispo-
sición y voluntad de los componentes de la Corte, como quedó demostrado
por el hecho de que solamente se produjeron dos renuncias. Este episodio
fue muy criticado, porque se dijo que lesionaba la independencia del Poder
Judicial. Pero quienes así opinaron se olvidaban de todas las críticas que ha-
bían merecido diversas sentencias de la Corte Suprema precisamente porque,
a través de su composición, había perdido esa independencia, y que era eso
lo que queríamos corregir.


El contenido del Pacto

El 13 de diciembre de 1993, casi cuarenta días después de la primera reunión,
firmamos el acuerdo con el presidente de la Nación en la Casa Rosada.
Estaban presentes Eduardo Menem, Ruckauf, Matzkin, Bauzá, Corach y
García Lema por el justicialismo, y Genoud, Galván, nuevo presidente del
bloque de diputados, Berhongaray, Hernández, Gil Lavedra, Paixao y KIainer,
por el radicalismo.
En el documento se delimitó un núcleo de coincidencias básicas, com-
prensivo de las disposiciones a modificar, así como de su sentido, y otra se-
rie de temas sujetos a las propuestas que efectuaran las distintas fuerzas po-
líticas y, obviamente, a la respectiva contienda electoral.
Las coincidencias básicas indicaban la necesidad de:
• Crear el cargo de jefe de Gabinete de Ministros, nombrado y removido
por el presidente de la Nación, con responsabilidad política ante el Con-
greso, el que podría removerlo mediante un voto de censura.
• Reducir el mandato del presidente y del vicepresidente de la Nación a
cuatro años, con reelección inmediata por un solo período, considerando
el actual mandato presidencial como un primer período.
• Eliminar el requisito confesional para ser presidente de la Nación.
• Establecer la elección directa de tres senadores, dos por la mayoría y uno
por la minoría, y reducir los mandatos de quienes resulten electos a cua-
tro años.
• Establecer la elección directa por doble vuelta del presidente y del vice-
presidente de la Nación.
• Establecer la elección directa del intendente de la ciudad de Buenos Aires
y su calidad de autónoma.
• Regular la facultad presidencial de dictar reglamentos de necesidad y
urgencia.
• Regular el ejercicio de facultades delegadas por el Congreso, las que de-
berán limitarse a materias determinadas de administración o de emergen-
cia pública y con plazos fijados para su ejercicio.
• Agilizar el trámite de discusión y sanción de las leyes, reduciendo a tres
las intervenciones posibles de las Cámaras.
• Limitar la promulgación parcial de las leyes, exigiendo que la misma no
altere el espíritu y la unidad del proyecto sancionado por el Congreso.
• Extender las sesiones ordinarias del Congreso, las que se llevarán a cabo
desde el 1 de marzo hasta el 30 de noviembre de cada año.
• Establecer procedimientos de aprobación de ciertas leyes en general en
plenario y en particular en comisiones, excluyendo la sanción ficta de pro-
yectos legislativos.
• Crear el Consejo de la Magistratura, el que seleccionará, mediante concur-
so público, a los postulantes a las magistraturas inferiores y los elevará en
duplas o temas al Presidente, administrará los recursos y ejecutará el pre-
supuesto de la administración de justicia, ejercerá facultades disciplinarias
y decidirá la apertura del procedimiento de remoción de magistrados.
• Establecer que la designación de los jueces de la Corte Suprema la hará el
presidente de la Nación, con acuerdo del Senado, por mayoría absoluta
del total de sus miembros o por dos tercios de los miembros presentes.
• Remover a los miembros de la Corte Suprema por juicio político y a los
demás jueces por un jurado de enjuiciamiento.
• Control del sector público nacional en sus aspectos patrimoniales, econó-
micos, financieros y operativo s por el Poder Legislativo cuyo examen se
sustentará en los dictámenes de la Auditoría General de la Nación, la que
tendrá autonomía funcional y cuya presidencia será reservada a una per-
sona propuesta por el principal partido de la oposición legislativa.
• Establecer que de los proyectos de ley que modifiquen el régimen electo-
ral y de partidos políticos deberán ser aprobados por mayoría absoluta del
• total de los miembros de cada una de las Cámaras.
• Establecer que la intervención federal será facultad del Congreso de la
Nación. Si la decretara el Poder Ejecutivo Nacional durante el receso, si-
multáneamente deberá convocar al Congreso para su tratamiento.
Se establecieron, además, mecanismos jurídicos y políticos para garantizar la
concreción de los acuerdos, especificándose que la declaración de necesidad
de la reforma indicaría en un artículo la totalidad de las reformas incluidas
en el núcleo de coincidencias básicas, las que deberían ser consideradas de
una sola vez y entendiéndose que la votación afirmativa importaba la incor-
poración de la totalidad de los preceptos propuestos, y la negativa, el recha-
zo en su conjunto de esas reformas.
También se sostuvo que la declaración de la necesidad de la reforma es-
tablecería la nulidad absoluta de todas las modificaciones, derogaciones y
agregados que realizara la Convención Constituyente que se apartaran de los
términos del acuerdo. La determinación de la citada cláusula de garantías
provocó las críticas y el debate en la Convención Constituyente.
Se establecieron, también, los puntos que debían ser habilitados por el
Congreso para su debate por la Convención Constituyente:
• Fortalecer el régimen federal: competencias, regiones, coparticipación, ju-
risdicción, gestiones internacionales.
• Establecer la autonomía municipal.
• Incorporar la iniciativa y la consulta popular como mecanismos de demo-
cracia semidirecta.
• Definir mecanismos que abran la posibilidad de establecer el acuerdo del
Senado para la designación de funcionarios de organismos de control y
del Banco Central.
• Actualizar las facultades del Congreso.
• Establecer la Defensoría del Pueblo.
• Definir al Ministerio Público como órgano extrapoder.
• Definir facultades del Congreso respecto del pedido de informes, inter-
pelación y comisiones de investigación.
• Crear institutos para la integración y jerarquía de los tratados internacionales.
• Regular constitucionalmente a los partidos políticos, el sistema electoral y
la defensa del orden constitucional.
• Preservar el medio ambiente.
• Crear un Consejo Económico y Social con carácter consultivo.
• Garantizar la identidad étnica y cultural de los pueblos indígenas.
• Definir mecanismos para la defensa de la competencia, del usuario y del
consumidor.
• Consagrar expresamente el hábeas corpus y el amparo.
• Implementar la posibilidad de unificar la iniciación de todos los manda-
tos electivos en una misma fecha.
Recuerdo que uno de los problemas que más costó resolver fue el de la do-
ble vuelta. Tuve una reunión personal con Eduardo Menem y, luego de una
larga discusión, llegamos a un acuerdo. No se efectuaría la segunda elección
si el candidato obtenía el 45 por ciento de los votos, o si llegaba al 40 Y lo-
graba diez puntos de ventaja sobre su inmediato seguidor. Me pareció que el
sistema era más compatible con la idiosincrasia argentina.
Eran, como se puede ver, los mismos criterios sustentados por el Conse-
jo para la Consolidación de la Democracia en el proyecto de reforma cons-
titucional presentado siete años antes. Así se llegaba al 29 de diciembre de
1993, día en que d Congreso de la Nación estableció la necesidad de la re-
forma de la Constitución.

Los valores de la reforma

¿Qué valores se propuso defender la UCR en las tratativas vinculadas a la re-
forma de la Constitución?
En primer lugar, me explayé bastante acerca de la necesidad de proteger
la democracia y evitar el desastre de la pérdida de legalidad. En consecuen-
cia, con ese objetivo, se sintetizó la lucha por defender todos los valores
vinculados a la democracia. Pero quiero detenerme en los valores que tuvi-
mos en cuenta en la discusión de las enmiendas constitucionales, que cons-
tituyen la filosofía política que impulsó nuestro accionar.


La Justicia

He dicho que pretendíamos la instalación del Estado legítimo. ¿Qué signifi-
ca esto? Que deseábamos incorporar normas que, sin menoscabo para la li-
bertad, promovieran y aseguraran una mayor igualdad. También queríamos
incorporar en la política y, consecuentemente, de acuerdo con las ideas que
hemos venido explicando, en la sociedad, un orden moral fundamental que
vinculara cada vez más la ética al derecho y a la política, y ésta a la sociedad
a través de la teoría del consenso. Valores que son, para utilizar la descrip-
ción de Germán Bidart Campos, aquellos "que hacen buena y deseable la
convivencia social, o sea los que se realizan en y por las conductas sociales
del hombre".
Ya dije que uno de los valores mejor establecidos en la Constitución de
1853 era el de la Justicia, en cuanto a la preservación de los derechos indivi-
duales frente a terceros y frente al Estado. Pero aun en este aspecto limitado
de la Justicia, se había operado una deformación de la práctica política que la
había desnaturalizado. Era necesario producir cambios sustanciales en el sis-
tema de designación y remoción de los jueces y en la organización del Minis-
terio Público, p'a.r'a. que los fiscales no estuvieran determinados por las órde-
nes del Poder Ejecutivo. También era posible perfeccionar, dándole jerarquía
constitucional, al hábeas corpus y al amparo, estableciendo el hábeas data y
resguardando el secreto de las fuentes de información periodística. Según
Bidart Campos, el Preámbulo de la Constitución impone "el deber de afian-
zar la justicia: no se trata solamente de afianzar el funcionamiento correcto
del Poder Judicial l...]. Se trata, además, de procurar la realización del valor
justicia por parte de gobernantes y gobernados en sus conductas sociopolí-
ticas. Visto así el valor justicia, el deber de afianzarlos alcanza a todos los ór-
ganos de poder [...] y también a los particulares".
Sin embargo, la enunciación del Preámbulo, supuesto que se acepte la
tesis del maestro Bidart Campos, no parece tener mucho que ver con el
espíritu ni con el contenido de la Constitución del 53, en tanto, salvo la
modificación del artículo 14 bis, no encontraríamos cláusula alguna que
obligara a defender el valor de la justicia distribucionista o social. Aunque
se pueda coincidir en que se encuentra en el marco de la "holgadísima
franja de posibilidades y de opciones que la Constitución habilita", se ha-
cía necesario incorporar normas que expresamente complementaran el ar-
tículo 14 bis.
Por ese motivo, la reforma se ocupó de: otorgar a todos los habitantes el
derecho a gozar de un ambiente sano y apto para el desarrollo humano; es-
tablecer los derechos de los consumidores y usuarios de bienes y servicios, y
garantizar su participación en los organismos de control; la calidad y eficien-
cia de los servicios públicos; el control de los monopolios; garantizar el res-
peto a la identidad de los pueblos indígenas; impulsar el desarrollo humano,
el progreso económico con justicia social, la generación de empleo, la forma-
ción profesional de los trabajadores y la investigación y el desarrollo científi-
co y tecnológico; promover el crecimiento armónico de la nación, y políticas
diferenciadas que tiendan a equilibrar el desigual desarrollo relativo de las
provincias; garantizar los principios de gratuidad y equidad de la educación
pública estatal, y la autonomía y autarquía de las universidades nacionales; fa-
vorecer la integración latinoamericana; la creación de la figura del defensor
del pueblo, en el ámbito del Congreso de la Nación.


Derechos humanos

Sin derechos del hombre no habría política.
No coincido con Marx cuando afirma de manera excluyente que "los de-
rechos del hombre, derechos del miembro de la sociedad burguesa, no son
otra cosa que los del hombre egoísta separados del hombre y de la colectivi-
dad". Sin embargo, la crítica marxista acierta cuando expresa su aversión a
una "descomposición de la sociedad en individuos, debido a la hipertrofia de
los intereses privados",
Tiene razón Bidart Campos cuando sostiene que en la base de nuestra
Constitución subyace una filosofía de los derechos humanos -que obliga al
Estado a darles cobertura suficiente y, por consiguiente, tienen categoría de
bien jurídicamente tutelado- y define la esencia de nuestro sistema democrá-
tico. "Seguramente, este lineamiento tuvo en los autores de nuestra Consti-
tución de respaldo de una ideología especulativa que daba razón del porqué,
y esa ideología especulativa era el ius naturalismo. Pero la Constitución no
exige adhesión a esta ideología especulativa, como sí la impone hacia la ideo-
logía práctica favorable a los derechos del hombre."
De todos modos, en esta materia, la reforma produjo un salto espectacu-
lar al dar jerarquía constitucional a los tratados internacionales sobre dere-
chos humanos; garantizar la igualdad del hombre y la mujer; promover me-
didas de acción positiva que garanticen la igualdad real y de trato y el pleno
ejercicio de los derechos humanos, en especial a los niños, mujeres, ancianos
y discapacitados; impulsar un régimen de seguridad social para el niño y la
madre; proteger a toda persona contra cualquier forma de discriminación, y,
en general, a través de las medidas que hemos analizado tendientes a garan-
tizar la justicia.

La Constitución reformada: un taller de forja
para la democracia argentina

Una sociedad es abierta -dice Bidart Campos- cuando alimenta el pluralis-
mo de grupos, de ideas, de actividades; cuando acoge el diálogo; cuando la
convivencia se desarrolla en libertad; cuando en ella pueden surgir y difun-
dirse opiniones públicas, aun contrarias entre sí; cuando hay acceso a la in-
formación; cuando hay publicidad de los actos públicos; cuando la estratifi-
cación social no está esclerosada ni endurecida, sino, a la inversa, cuando hay
movilidad y labilidad; cuando las funciones sociales de la prensa, de los me-
dios de comunicación, de expresión y de información no se monopolizan
herméticamente por parte de sujetos privilegiados.

Una década es poco tiempo para evaluar la trascendencia de un proceso
constitucional en la historia de un país. Sin embargo, la lectura retrospectiva
de estos diez años permite ratificar que la reforma de la Constitución Nacio-
nal concretada en 1994 ha sido uno de los hitos más importantes de la vida
política e institucional de la Argentina contemporánea.
Prácticamente en el umbral de un nuevo siglo, la Nación necesitaba mo-
dernizar el contenido de la Carta Magna y lo hizo en un marco de pluralis-
mo, tolerancia y convivencia política que no hubiéramos imaginado unas dé-
cadas atrás y de un modo en que ni siquiera la coyuntura política de ejercicio
de gobierno de entonces permitía vislumbrar nítidamente.
Toda la sociedad estuvo representada en la Convención Reformadora
convocada a tal efecto, a través de hombres y mujeres libremente elegidos
que desarrollaron, a lo largo de intensos 90 días, entre junio y agosto de 1994,
una singular experiencia de discusión, confrontación de ideas y de propues-
tas, actividad fecunda, disenso y cooperación. El trabajo desplegado en la
ciudad de Santa Fe por los 301 convencionales, representantes del más am-
plio arco ideológico, partidario, social, profesional y geográfico de la Argen-
tina democrática es, en sí, un capítulo que merece un tratamiento histórico
específico y deja el legado de una experiencia aleccionadora.
Allí se plasmaron, en su sentido más explícito, la virtud del acuerdo y el
compromiso por sobre las diferencias más drásticas, la capacidad de cons-
truir el consenso sobre las reglas de juego, los principios básicos, las condi-
ciones de ejercicio de los derechos fundamentales y el funcionamiento de las
instituciones, y, al propio tiempo, la posibilidad de afirmar y cimentar identi-
dades políticas claras y distintas unas de otras, disensos marcados, modelos
contrapuestos de gobernar el país y de responder a las demandas, intereses y
anhelos de su gente, concepciones encontradas sobre la política y la econo-
mía en un contexto histórico e internacional que se encontraba dominado,
todavía, por la ideología de la globalización capitalista y el derrame del libre
mercado a escala planetaria.
La deliberación reformista alcanzó el propósito para el que fue convo-
cada al introducir modificaciones que adecuaron el cuerpo normativo al
conjunto de necesidades y demandas de este tiempo, resguardando el espí-
ritu, los principios y la parte dogmática de la antigua Constitución de 1853
y recogiendo las enseñanzas de varias décadas de inestabilidad, atropello y
ajuridicidad.
Se trató sin dudas de una reforma progresista, destinada a trascender lar-
gamente el objetivo político inmediato que animaba a la primera minoría re-
presentada por el gobierno nacional: la reelección presidencial.
Pero el trámite de la convención reformadora tuvo resultados adicionales,
seguramente no imaginados por muchos de sus propios protagonistas. Fue,
en efecto, una verdadera ágora, un taller de forja de la democracia argentina
donde se reivindicó el lugar de la política como diálogo, como espacio de for-
mación de consensos y disenso s, de identidades y de proyectos. Creo que se
dio allí, como un capítulo fundamental de la transición democrática iniciada
diez años antes, un ejemplo de auto transformación y aprendizaje cuyo resul-
tado, si se lo atiende en toda su dimensión, no podía ser otro que el de echar
a andar, más tarde o más temprano, nuevas y renovadas expresiones de la po-
lítica nacional.
Las resistencias ante el cambio, lo recordamos, fueron enormes. También
fue grande la tentación de darle un sustento restringido, inmediato o superfi-
cial, así como la pretensión de limitar el emprendimiento reformista al carác-
ter de exclusivo instrumento a la medida de ambiciones o intereses persona-
les, sectarios o adscriptos a un determinado proyecto político y económico.
Había que lograr un cuidadoso equilibrio para que no se malversara esta
aspiración por la que tanto habíamos luchado y trabajado durante años. Ha-
bía que desatar cantidad de nudos construidos por prevenciones y ambicio-
nes encontradas. Había que evitar, finalmente, que esas distorsiones, que
operaban tanto dentro del campo de quienes abogaban por la reforma como
de quienes se oponían tajantemente a sus términos, pudieran frustrar o des-
virtuar la oportunidad histórica que se nos presentaba.
En el transcurso de la labor en comisión y en el recinto de sesiones se fue-
ron desarmando, una a una, las prevenciones más justificadas. Todos los blo-
ques permanecieron hasta el último día, aun para exponer su oposición más
frontal, debatiendo cada uno de los temas fundamentales de la República: el
derecho a la vida y los derechos humanos, la división y el control de los pode-
res, el federalismo y el desarrollo regional, la libertad de prensa y sus nuevos
desafíos como producto de la revolución de las telecomunicaciones, la demo-
cracia semidirecta y el nuevo rol de las entidades intermedias, la defensa de
las identidades culturales y del eco sistema, la introducción de los consejos
económico-sociales y la jerarquía de los tratados internacionales. Todas las
voces tuvieron la posibilidad de ser oídas y las más diversas posturas y tradi-
ciones filosófico-jurídicas y políticas se vieron involucradas en una dinámica
de intercambio, estudio, cotejo de posiciones y argumentación racional, que
afirmaron aún más la legitimidad y la representatividad que el hecho institu-
cional de por sí había logrado.
Ello supuso además el apartamiento de un modelo "decisionista" de de-
mocracia, en el que la discusión y el conflicto eran considerados disfuncio-
nes y obstáculos para la toma de decisiones y en el que no se contemplaban
visiones alternativas al discurso único del neoliberalismo. Por el contrario, se
vivió una aproximación a un modelo deliberativo de democracia, capaz de in-
corporar el disenso y el debate como atributos y a la participación y el com-
promiso con los resultados de dicha participación como requisito de la deci-
sión justa y de su implementación satisfactoria.
De este modo, a mi entender, se apuntalaron las bases de un Estado legí-
timo, cuyo atributo radica en el hecho de constituir una organización e insti-
tucionalización de la discusión pública y de la construcción del consenso,
más confiable que cualquier otra para acceder a las mejores soluciones. Las
exigencias de este ideal democrático se satisfacen en la medida en que el
procedimiento se aproxime lo más posible a una discusión y decisión racio-
nal, mayor cantidad de intereses estén representados en igualdad de condi-
ciones, más libres sean sus participantes para expresar y fundamentar sus
posiciones, más se esfuercen las partes en justificar tales posiciones en prin-
cipios generales, más directa sea la toma de decisiones y más amplio sea el
consenso que se forme como resultado del proceso deliberativo.
Queda claro que se trató de una tarea compartida y, precisamente, una
de las principales consecuencias transformadoras que ha tenido la reforma
constitucional de 1994 es haber podido plasmar una nueva forma de convi-
vencia política entre mayorías y minorías, entre los poderes Ejecutivo, Le-
gislativo y Judicial, y entre la Nación y las provincias. En otros términos, el
mejoramiento del sistema presidencial de gobierno y de la forma de organi-
zación del poder -aunque el hiperpresidencialismo entonces dominante no
lo dejara ver con claridad- estaba apuntando a demarcar el fin de las preten-
siones hegemónicas, de la arrogación de mayorías absolutas y de prevalen-
cia de los antagonismos irreductibles,
Cabe reseñar, una vez más, los adelantos que introdujo la reforma,




Límites al presidencialismo

Para desconcentrar los poderes del presidente de la Nación, la reforma intro-
dujo límites en la cantidad y calidad de sus competencias, distribuyéndolas o
haciéndolas compartir con el jefe de Gabinete de Ministros, el Congreso y
las nuevas instituciones que se incorporaron a la Constitución. En este sen-
tido, es importante hacer hincapié en los siguientes aspectos que se incorpo-
raron al texto constitucional:
• Se desconcentran los poderes del Presidente con la creación de la figura
del Jefe de Gabinete de Ministros, con responsabilidad parlamentaria, al
que se le asigna la administración general del gobierno,
• Se limitan las facultades del Presidente en. relación con la designación de
los ministros de la Corte Suprema, de los Jueces de los tribunales inferio-
res y de los miembros del Ministerio Público, que no dependerá del Po-
der Ejecutivo ni del Poder Judicial.
• También se limitan las facultades del Presidente para designar a los fun-
cionarios a cargo de los organismos de control. Se pone a la cabeza de
una Auditoría General, dependiente del Congreso de la Nación, a un
miembro de la oposición designado por el Parlamento.
• Se limitan las facultades del Presidente para dictar decretos de necesidad
y urgencia y de arrogarse facultades legislativas.
• Desaparece la facultad del presidente de nombrar al jefe de Gobierno de
la ciudad de Buenos Aires.
• Se restringen las facultades presidenciales de intervenir las provincias.
Con esto solo, la reforma significó una verdadera alternativa al modelo ins-
titucional caracterizado por el abuso de los decretos legislativos, la sumi-
sión de la Justicia y la manipulación de los organismos de control. La
atenuación del presidencialismo, su objetivo principal, es un hecho incon-
trovertible en el nuevo texto constitucional.



El jefe de Gabinete de Ministros

La reforma incorporó la figura del jefe de Gabinete de Ministros, elegido
por el Presidente y responsable políticamente ante el Congreso. Con esta
institución se introduce una nueva figura constitucional que tiene a su car-
go el despacho de los negocios de la Nación, ejerce la administración ge-
neral del país y refrenda y legaliza, junto al ministro del área correspon-
diente, los actos del Presidente por medio de su firma, sin cuyo requisito
carecen de validez. Además, es responsable de la recaudación de las rentas
de la Nación y la ejecución del presupuesto nacional. En este sentido, di-
rige la acción del gobierno en materia económica al determinar los meca-
nismos para la percepción de los impuestos y al llevar a cabo las obliga-
ciones gubernamentales respecto de su inversión. Efectúa, asimismo, los
nombramientos de los empleados de la administración pública; entre ellos,
los de los subsecretarios y directores generales de todas las áreas del Po-
der Ejecutivo. Coordina, prepara y convoca, también, las reuniones de
gabinete, a las cuales preside en ausencia del Presidente. y ejerce las fun-
ciones y atribuciones que el Presidente le delegue. Concurre a las sesiones
del Congreso y participa en sus debates sin voto. Presenta al Congreso una
memoria detallada del estado de la Nación y produce los informes y expli-
caciones verbales o escritos que cualquiera de las Cámaras solicite al Po-
der Ejecutivo.
La incorporación del jefe de Gabinete de Ministros flexibiliza el régimen
político y contribuye a solucionar los problemas de gobernabilidad genera-
dos por el hiperpresidencialismo. Prevé que cuando existiera una situación
de bloqueo entre el Presidente y el Congreso, el jefe de Gabinete con respon-
sabilidad parlamentaria podría ser un puente a través del cual institucionali-
zar un gobierno de coalición, puesto que el Presidente va a estar obligado, en
tal caso, a acordar con la mayoría opositora del Congreso la persona que ocu-
pe dicho cargo para poder gobernar.
Al exigir que el gobierno cuente con un respaldo parlamentario, la fun-
ción del jefe de Gabinete incrementa la legitimidad y representatividad del
gobierno. De la obligación de concurrir en forma mensual al Congreso para
informar sobre la marcha del gobierno, surge claro que no se trata de un me-
ro funcionario administrativo y que se le otorgan importantes responsabili-
dades políticas. La presencia periódica del jefe de Gabinete en el Congreso
da raigambre constitucional al principio republicano de informar acerca de
los actos de gobierno.
La escena política puede ser protagonizada, de este modo, de manera
principal, por el Presidente y el jefe de Gabinete, sin superposición ni me-
noscabo de sus respectivas investiduras. Esta novedad representó una verda-
dera transformación en la concepción institucional, ya que el poder político
deja de estar concentrado únicamente en la figura presidencial. Se abre la po-
sibilidad de que la competencia política pierda su carácter de "juego de suma
cero", ya que el incentivo a los acuerdos y coaliciones legislativas ofrece la
posibilidad de una mayor participación a los partidos que no se encuentran
en el ejercicio directo del gobierno.
Por otra parte, los partidos que no acceden a la presidencia pasan a tener
injerencia en la formación del gobierno a través de la posibilidad de votar una
moción de censura para remover al jefe de Gabinete, si bien se precisará pa-
ra ello una mayoría calificada. Esta mayor injerencia parlamentaria puede cul-
minar en la integración al gobierno de estos grupos políticos opositores.
Asimismo, la mera posibilidad de que disminuya la dinámica de confron-
tación limita el bloqueo interpoderes que se produce cuando un partido o
conjunto de fuerzas opositoras gana la mayoría en ambas Cámaras o en una
de ellas. En el esquema y la cultura presidencialistas, como es sabido, ello se
producía cuando la dinámica de la competencia política imperante de "des-
gastar al adversario" llevaba a que los rivales trataran de obstaculizar su ac-
ción en forma sistemática, a que los legisladores intentaran obstruir la ges-
tión de gobierno e impedir la sanción de las iniciativas presidenciales. Como
respuesta, el Presidente buscaba el desprestigio del Congreso alegando su
ineficacia y lentitud y salvaba el escollo mediante el dictado de decretos de
necesidad y urgencia.
Con la nueva Constitución se pueden superar esas dinámicas perversas,
ya que el jefe de Gabinete se presenta como un nexo interpoderes que ex-
presa el consenso -o al menos el compromiso- entre los órganos elegidos
por el pueblo. Si el gobierno no contara con respaldo parlamentario en am-
bas Cámaras, deberá cogobernar con la mayoría legislativa que, en caso con-
trario, podrá censurar a quien ocupa el cargo. Teniendo en cuenta el poder
que al jefe de Gabinete le otorga el refrendo de los actos del Presidente, a és-
te no le va quedar otra salida que un gobierno de coalición. Si, en cambio,
cuenta con respaldo legislativo, podrá gobernar sin inconvenientes bajo el
estricto control de la oposición. Lo que nunca podrá hacer, con el nuevo di-
seño constitucional, es gobernar desde la excepcionalidad, atento a que cual-
quiera de sus dos institutos (decretos de necesidad y urgencia y legislación
delegada) requieren la aprobación del Congreso, en la que la mayoría legisla-
tiva opositora de una de las Cámaras hará sentir su peso.
En un sistema hiperpresidencialista es muy difícil lograr amplios consensos
para superar situaciones de crisis. Ello es así puesto que nadie quiere integrar
un gobierno donde los aciertos serán del Presidente y los errores, de los miem-
bros extrapartidarios de su gabinete. La nueva dinámica permite romper ese
círculo vicioso del presidencialismo latinoamericano, que puede resumirse en
estos seis tiempos: a) derrota electoral parlamentaria del partido oficialista, b)
pérdida del consenso del Presidente, c) confrontación interpartidaria, d) blo-
queo institucional interpoderes, e) crisis y parálisis del sistema, t) caída del sis-
tema. En ese modelo, el presidente que resultaba vencido en las elecciones y
perdía el respaldo parlamentario debía seguir en esas condiciones al frente de
la más alta magistratura constitucional y sin poder para gobernar. La figura del
jefe de Gabinete permite cortar ese declive en el punto c) y evitar sus sucesivas
y traumáticas consecuencias, ya que la oposición tendrá la oportunidad de ocu-
par ese lugar y asumir el compromiso con políticas específicas de gobierno.
Bajo la nueva Constitución, en el caso de una derrota electoral del parti-
do oficialista, la oposición no tiene necesidad de especular con el derrumbe
a plazo del jefe de Estado. No convendrá jugar a "todo o nada" y se podrá
dar la necesaria confrontación de fuerzas políticas sin que se genere, por ello,
la paralización de los poderes del Estado. Esta mejora sustancial en la esta-
bilidad del sistema, sin que haya actores institucionales comprometidos en el
desgaste permanente de los otros, debería traducirse en una mejora signifi-
cativa de la otra variable de la gobernabilidad del sistema político: la eficacia
de estos actores para llevar a cabo sus programas gubernamentales. No es-
tando ocupados exclusivamente en golpear a su rival, las energías políticas
podrán volcarse mejor al diseño de políticas, al fortalecimiento de la gestión
estatal y a dinamizar los organismos de control.


Facultades colegislativas

Previo tratamiento en acuerdo de gabinete y aprobación del Poder Ejecuti-
vo, éste envía al Congreso los proyectos de ley de Ministerios y de Presupues-
to Nacional. Dicta los actos y reglamentos necesarios para el ejercicio de sus
atribuciones, refrenda los decretos reglamentarios de las leyes, los reglamen-
tos de necesidad y urgencia en las materias permitidas, los reglamentos dele-
gados, los decretos que dispongan la prórroga de sesiones del Congreso o la
convocatoria a sesiones extraordinarias y los mensajes del Presidente que
promuevan la iniciativa legislativa.


Los decretos de necesidad y urgencia y la delegación legislativa

En nuestro país existe una antigua tradición constitucional, ratificada por la
jurisprudencia, que sostiene que el Presidente está facultado a dictar decre-
tos legislativos fundados en la necesidad y la urgencia. Más allá de la opinión
que se pueda sustentar al respecto, los decretos de necesidad y urgencia han
pasado a constituir actos conforme a derecho. Aun la doctrina más pruden-
te y limitada en este sentido ha avalado, así, la legalidad de los mismos, si bien
sujeta a una serie de restricciones.
Sin embargo, como es bien sabido, el gobierno justicialista del presiden-
te Carlos Menem hizo uso y abuso de estas facultades de una forma que no
tuvo precedentes en nuestra historia. Por ello es que uno de los puntos prin-
cipales que se buscó fijar en la reforma constitucional fue precisamente una
delimitación explícita de las mismas.
En primer lugar, se fijó el principio general de que el Poder Ejecutivo en
ningún caso, bajo pena de nulidad absoluta e insanable, podrá emitir por de-
recho propio disposiciones de carácter legislativo. La reforma estableció que
no podrán dictarse decretos de necesidad y urgencia que regulen materias pe-
nales, tributarias, electorales o del régimen de partidos políticos.
En segundo lugar, se limitó expresamente su dictado a circunstancias ex-
cepcionales en las cuales no se puedan utilizar los trámites previstos por la
Constitución para la sanción de las leyes. Estas circunstancias están fijadas
por la existencia de una emergencia significativa y una necesidad súbita que
imposibilite que los cometidos estatales se cumplan por los medios ordina-
rios del procedimiento legislativo. Si dichas circunstancias excepcionales no
existieran, los jueces deberán declarar la nulidad del decreto.
En tercer lugar, se estableció que deberá constituirse una Comisión Bica-
meral Permanente, a la que se someterá el decreto respectivo para su consi-
deración, la que deberá elevarlo al plenario de cada Cámara para su "expre-
so tratamiento". Esto significa que el Congreso deberá aprobarlo
expresamente, no existiendo sanción ficta del mismo. En otras palabras, se
invierte completamente lo sostenido por la Corte Suprema de la llamada
"mayoría automática" a partir de 1991. El trámite y el alcance de la interven-
ción del Congreso deben quedar establecidos por ley, y dicha ley será incons-
titucional si distorsiona el sentido de la cláusula constitucional que apunta a
limitar la facultad de dictar decretos en materia legislativa y a exigir una rati-
ficación expresa del Congreso para que el decreto no pierda validez.
Del mismo modo, la limitación constitucional de la delegación legislativa
implicó una restricción de los poderes que el Presidente ha asumido históri-
camente en nuestra práctica constitucional, avalado por el Poder Judicial y el
Congreso (cuando éste funcionaba normalmente). Como principio general, la
reforma estableció la prohibición de la delegación legislativa, con las únicas
excepciones admitidas de tratarse de "materias determinadas de administra-
ción o de emergencia pública" y con "plazo determinado para su ejercicio".
El jefe de Gabinete debe, en tal caso, refrendar los decretos delegados en las
situaciones permitidas.
En los años noventa, la Corte Suprema de la "mayoría automática" am-
plió notablemente las atribuciones del Poder Ejecutivo para ejercer funcio-
nes legislativas delegadas por el Congreso. Con la reforma, se volvía a la an-
tigua doctrina, más restrictiva en la materia.
También se modificaron algunas de las funciones colegislativas del Presi-
dente. Generalmente, se entiende que ellas son cuatro: iniciativa de ley, inter-
vención en los debates del Congreso por intermedio de los ministros del ramo,
veto y promulgación de la ley. La primera de ellas fue limitada, ya que se com-
parte con el jefe de Gabinete. Pero lo más importante fueron las modificacio-
nes en cuanto a la facultad de vetar parte de una ley y promulgar el resto, tam-
bién conocida como promulgación o veto parcial En primer término, se dejó
sentado que las leyes desechadas parcialmente no podrán ser aprobadas en la
parte restante, lo cual significa que ante el veto parcial, el Poder Ejecutivo de-
berá reenviar al Congreso el proyecto de ley en su totalidad. En segundo lugar,
se le otorgó rango constitucional a la jurisprudencia citada, sin incurrir en las
extremas deformaciones de la última etapa, en la que se produjeron vetos par-
ciales que contradecían abiertamente la voluntad del legislador: si el texto veta-
do constituyera una parte escindible del resto y la aprobación de este último no
alterase el espíritu ni la unidad del proyecto sancionado por el Congreso, en-
tonces podrá sancionarse parcialmente la ley. Pero, en tercer lugar, para deter-
minar la validez de esta promulgación parcia1, se aplicará el procedimiento de-
terminado para la aprobación de los decretos de necesidad y urgencia, lo cual
significa que la última palabra acerca del acto del Poder Ejecutivo la tendrá el
propio poder constitucional afectado, es decir, el Congreso.


Fortalecimiento de los mecanismos de control

El fortalecimiento de los mecanismos de control se concretó en la reforma
a través de las siguientes modificaciones e innovaciones:
• Responsabilidad política del jefe de Gabinete, con la obligación de asistir
mensualmente al Congreso, alternativamente a cada una de las Cámaras,
para informar sobre la marcha del gobierno, y la posibilidad de ser inter-
pelado, a los efectos de una moción de censura, por el voto de la mayo-
ría absoluta de los miembros de cualquiera de las Cámaras, así como de
ser removido por el voto de la mayoría absoluta de los miembros de ca-
da una de las Cámaras.
• Control externo de la administración pública, a cargo de un organismo
con autonomía funcional y dependencia del Congreso. La presidencia de
dicho organismo, asimismo, queda a cargo de una persona propuesta por
la principal fuerza política legislativa opositora.
• Establecimiento del Ministerio Público como un organismo autónomo e
independiente del Poder Ejecutivo.
Del mismo modo, contribuyen a mejorar los mecanismos de control otras
modificaciones contenidas en la reforma, como ser: la institucionalización
constitucional del defensor del Pueblo, la participación de los usuarios en los
organismos de control de los servicios públicos, la introducción de mecanis-
mos de democracia semidirecta, el fortalecimiento del federalismo y la jerar-
quía constitucional de los tratados internacionales, innovaciones más abajo
reseñadas.


Creación del Consejo de la Magistratura

Uno de los objetivos básicos de la reforma fue otorgarle independencia e
idoneidad al Poder Judicial y contrarrestar los persistentes intentos de parti-
dizar o politizar la administración de justicia. A tal efecto, se incorporó a la
Constitución Nacional un Consejo de la Magistratura integrado por repre-
sentantes de los órganos políticos, de los jueces, de los abogados y persona-
lidades académicas y científicas, que tiene a su cargo:
• La selección de los jueces, elevando temas de candidatos para ocupar las
magistraturas judiciales federales, con excepción de los jueces de la Cor-
te Suprema de Justicia. Los candidatos pasan a ser seleccionados a través
de concursos públicos, y una vez realizadas las propuestas de designación,
el Presidente sólo podrá elegir de esas temas conformadas por el Conse-
jo al candidato cuyo pliego elevará a consideración del Senado para so-
meterlo a su aprobación, la cual se realizará en sesión pública.
• La administración del Poder Judicial, cuidando el buen uso de los recur-
sos presupuestarios asignados y procurando que los jueces se limiten ex-
clusivamente a impartir justicia y no a resolver cuestiones administrativas.
El Consejo de la Magistratura es, además, titular de la potestad disciplinaria de
los jueces y los funcionarios y empleados judiciales, y debe encargarse de la
emisión de los reglamentos relacionados con la organización del Poder Judi-
cial y todos aquellos que sean necesarios para asegurar la independencia de los
jueces y la eficaz prestación del servicio de justicia. Decide, asimismo, la aper-
tura del procedimiento de remoción de los magistrados que nomina. La for-
mulación de la acusación por mal desempeño por un órgano que combina el
equilibrio preciso entre legitimidad democrática y profesionalismo técnico
permite una mejora sustantiva en el mecanismo de remoción de los jueces.
Salvo para los ministros de la Corte, para quienes continúa la institución del
juicio político, la reforma define que la remoción de los magistrados se hará
por Tribunales de Enjuiciamiento especialmente constituidos al efecto.


La designación de los jueces de la Corte Suprema

Para garantizar la imparcialidad e idoneidad de los magistrados que accedan
al máximo tribunal de la Nación, la reforma establece que los miembros de
la Corte Suprema de Justicia serán designados por el Presidente con acuerdo
de los dos tercios del Senado, en sesión pública convocada a tal efecto. Ésta
es una modificación de gran importancia, ya que excepto situaciones de ma-
yoría abrumadora a favor de un partido político determinado, se requerirá la
formación de un amplio consenso para obtener las nominaciones.


El Ministerio Público como órgano extrapoder

Una de las reformas más significativas fue la que estableció un Ministerio Pú-
blico extrapoder, órgano independiente, autónomo y autárquico, cuya misión
es promover la actuación de la Justicia para defender la legalidad y los inte-
reses generales de la sociedad. Las reformas al Poder Judicial se complemen-
taron así con la garantía constitucional a la independencia del Ministerio
Público. De esta manera, se buscó impedir que mediante instrucciones pro-
venientes del Poder Ejecutivo se lesionara la seguridad jurídica o se preten-
dieran impunidades para los funcionarios públicos.
Entre las funciones que le competen al Ministerio Público se encuentran
las de representar y defender la causa pública en todos los casos y asuntos en
que su interés lo requiera, promover y ejercer la acción pública en las causas
criminales y correccionales, velar por el cumplimiento de las leyes, los decre-
tos y reglamentos y demás disposiciones que deben aplicar los tribunales, pi-
diendo el remedio de los abusos que notare.
Se estableció que el Ministerio Público debe estar integrado por un procu-
rador general y un defensor general de la Nación, los que serán designados y re-
movidos en la misma forma establecida para los miembros de la Corte Supre-
ma. Hasta entonces, la Procuración General de la Nación no se encontraba
prevista en la Constitución; su creación y reglamentación provenía de una ley.
Cabe señalar que según la práctica constitucional argentina, el funciona-
rio que se encontraba a cargo de la Procuración siempre era designado por
el Presidente con acuerdo del Senado, a semejanza de los magistrados, lo que
permitía deducir la existencia del juicio político o la renuncia como únicas
posibilidades para el cese anticipado de sus funciones. Sin embargo, el Poder
Ejecutivo de ese entonces había removido por decreto al procurador gene-
ral, nombró tres procuradores también por decreto y recurrió al mismo ins-
trumento para removerlos del cargo.


El funcionamiento del Congreso Nacional

La falta de funcionamiento del Congreso y los extensos períodos de receso
han impactado negativamente en el equilibrio institucional de poderes de dos
maneras principales: por un lado, el Poder Ejecutivo utilizaba el período de
sesiones extraordinarias para fijar una agenda cerrada de temas de tratamien-
to sin que los parlamentarios pudieran introducir otras iniciativas; por otro
lado, los períodos de receso justificaban la proliferación de decretos de nece-
sidad y urgencia, el uso de legislación delegada y las intervenciones federales
por decreto. La nueva Constitución amplió en cuatro meses el período ordi-
nario de sesiones: en lugar del 1 de mayo al 30 de septiembre, como era has-
ta entonces, debe prolongarse desde el1 de marzo hasta el 30 de noviembre.
El Congreso se ve fortalecido en su papel de contralor del Ejecutivo por
el informe mensual que debe dirigir a los parlamentarios el jefe de Gabinete.
La introducción de esta práctica busca dotar al Congreso del papel central en
la deliberación de las políticas y el control de los actos del Poder Ejecutivo.
Coloca al gobierno -el jefe de Gabinete y los ministros- en una relación más
directa con los legisladores y facilita las interpelaciones ministeriales, casi
siempre retaceadas por las mayorías.
Con la idea de subsanar la lentitud del procedimiento de sanción de leyes, la
reforma redujo las intervenciones posibles de las Cámaras de cinco a sólo tres.

La Cámara de origen podrá por mayoría absoluta de los presentes aprobar el
proyecto con las adiciones o correcciones introducidas o insistir en la redac-
ción originaria, a menos que las adiciones o correcciones las haya aprobado
la Cámara revisora por dos terceras partes de los presentes. En este último
caso, el proyecto pasará al Poder Ejecutivo con las adiciones o correcciones
de la Cámara revisora, salvo que la Cámara de origen insista en su redacción
originaria con el voto de las dos terceras partes de los presentes. (Artículo 81,
Capítulo Quinto de la Constitución de la Nación Argentina.)

La reforma también estableció importantes innovaciones en el Senado nacio-
nal. El objetivo era otorgarle mayor representatividad política de forma tal
que pudiera actuar más genuinamente como expresión de los intereses pro-
vinciales y no de sus oligarquías y grupos de poder. Para ello, se estableció,
en primer lugar, acortar de nueve a seis años el mandato prolongado de los
senadores así como la elección directa de los mismos, en lugar de como se
hacía hasta entonces, por las legislaturas provinciales. En segundo lugar, se
dispuso la incorporación de un tercer senador por provincia, correspondien-
te al partido o fuerza política que obtenga el segundo lugar en número de vo-
tos. La presencia de senadores por la minoría supone una representación más
cabal de la ciudadanía de cada provincia, una defensa más franca de los inte-
reses provinciales, no siempre evidenciada por razones de compromiso po-
lítico, y el uso más eficaz del Senado como caja de resonancia para la denun-
cia de cualquier tipo de anomalías institucionales, económicas o sociales.


La reelección presidencial acotada y
los cambios en el sistema electoral

Al introducir la elección directa de los más importantes cargos del sistema
constitucional argentino, la reforma buscó mejorar la legitimidad del siste-
ma democrático. y creo que así lo hizo.
El Presidente pasó a ser elegido en forma directa en lugar de por un Co-
legio Electoral, como había sido hasta entonces. Además, se buscó garanti-
zar que el presidente que ganara una elección dispusiera de un importante
apoyo popular estableciendo la doble vuelta en caso de que los candidatos no
hubieran alcanzado una mayoría sustantiva. La introducción del ballottage sir-
ve a dos propósitos: en primer lugar, es útil para desempatar preferencias po-
líticas muy parejas, cuando ninguna de ellas alcanza la mayoría indiscutida; en
segundo lugar, permite que la ciudadanía exprese sus preferencias negativas
respecto de algún candidato y que se formen amplias coaliciones, aseguran-
do a un grupo importante de electores la elección del "segundo mejor", en
caso de que su candidato de preferencia pierda en la primera vuelta.
Se buscó establecer para ello una regla clara y bien ponderada que facili-
tara esta segunda elección o ballottage. Como expliqué, la misma consistió en
que si alguna fórmula obtuviera más del 45 por ciento de los votos válidos
afirmativamente emitidos, en virtud de haber alcanzado casi la mayoría ab-
soluta de las preferencias positivas, no necesitara para su proclamación de
una segunda vuelta. Por iguales razones, y para limitar las preferencias nega-
tivas y que se impusieran desmedidamente sobre las positivas, se fijó que si
una fórmula alcanzara el 40 por ciento de las adhesiones políticas en la pri-
mera vuelta, y obtuviera una diferencia mayor a diez puntos porcentuales, la
segunda vuelta tampoco se llevaría a cabo.
La segunda vuelta opera, así, como un incentivo cooperativo entre las dis-
tintas fuerzas políticas, sobre todo para las mayoritarias, las que deben asu-
mir compromisos con minorías políticas afines para ganar una elección pre-
sidencial y lograr consensos más amplios en caso de acceder al gobierno. En
otras palabras, la llegada al poder presidencial puede implicar acordar progra-
mas de gobierno con distintas fuerzas afines.
Asimismo, la reforma acortó la duración del mandato del presidente de la
Nación de seis a cuatro años con la posibilidad de ser reelegido inmediata-
mente por un solo período más. Este punto, la reelección presidencial, como
es archisabido, fue el que más resonancia pública y controversias suscitó en
la discusión y el acuerdo de la reforma de 1994. Fue su circunstancia histó-
rica posibilitante, debido a que ésa era la obsesiva intención del oficialismo
gobernante y tiñó gran parte del debate político de aquel momento. Esto nos
obligó a abordar la cuestión haciendo un doble esfuerzo de contención, por
un lado, y de avance institucional por el otro.
En primer lugar, el acortamiento de mandato presidencial venía a re-
solver uno de los más serios problemas del presidencialismo en nuestra
historia. El mandato otorgado al Presidente era excesivamente prolonga-
do. Frente a cambios en las preferencias y expectativas populares se afec-
taba no sólo la estabilidad institucional, sino también la legitimidad de la
investidura. Al no reflejar adecuadamente el consenso cambiante, las ex-
pectativas frustradas acerca del gobierno no recaían exclusivamente so-
bre el Presidente sino que se trasladaban al sistema democrático en su
conjunto.
En segundo término, la posibilidad de que el entonces Presidente pu-
diera aspirar a un segundo mandato, considerando el vigente como prime-
ro, debe ser analizada en el contexto global de la reforma constitucional
realizada. El peligro de que se consolidara una hegemonía antidemocrática
fue superado por las importantes reformas al sistema de separación y equi-
librio de poderes. De tal modo, la reelección del Presidente -producto de
una mayoría circunstancial y un innegable respaldo popular que tal manda-
to acreditaba en aquel momento- no generaría peligro alguno en un con-
texto institucional en el que se ponían límites al presidencialismo, se am-
pliaba la legitimidad del sistema político, se establecían mecanismos de
control efectivos.

Autonomía de la Ciudad de Buenos Aires

La reforma constitucional permitió concretar la autonomía de la Ciudad de
Buenos Aires y la dección de un jefe de Gobierno directamente por el pue-
blo de la ciudad. No es necesario abundar en las implicancias históricas de
haber podido dar epílogo a una rémora político-institucional que se arrastra-
ba desde los mismos orígenes de la organización nacional. Ya en los últimos
años, d gobierno por delegación que ejercían el intendente y el Concejo De-
liberante resultaba totalmente insuficiente, no sólo desde el punto de vista de
su efectividad sino también de su legitimidad. No hace falta tampoco recor-
dar los desarreglos y tremendos descréditos que se infligieron a las institu-
ciones de gobierno de la Capital Federal sin que pudieran actuar debidamen-
te los controles y mecanismos de renovación democrática.
La reforma de 1994 dio estatuto constitucional a la autonomía porteña,
abrió las puertas a su propio proceso constituyente y a sus nuevas institucio-
nes de gobierno.


Fortalecimiento del régimen federal

Se procuró, asimismo, el fortalecimiento de las autonomías provinciales y del
régimen federal, al establecerse un régimen de coparticipación impositiva fle-
xible tendiente a asegurar a las provincias el contar con los ingresos imposi-
tivos que legítimamente les pertenecen en un marco de justicia, solidaridad y
equidad interregional, para lo cual se les otorgó la facultad de controlar su
ejecución.
Se dio precisión al régimen de competencias entre la Nación y las provin-
cias respecto de la prestación de servicios, tales como la defensa del medio
ambiente, la educación, la salud y los servicios de previsión social y, en gene-
ral, de las atribuciones concurrentes. Se trasladaron a la jurisdicción provin-
ciallos establecimientos de utilidad nacional, limitando la facultad del Con-
greso a dictar las leyes necesarias para el cumplimiento de fines específicos.
Se avanzó hacia un federalismo de cooperación y de consenso entre las
diversas provincias, posibilitando la creación de regiones, como un camino
de integración que tienda a superar las insuficiencias económicas que mu-
chas de ellas padecen. La regionalización que la reforma introdujo como
modelo posible está estrechamente vinculada con la idea de desarrollo au-
tónomo del interior del país y de las economías regionales, con el objetivo
de potenciar mutuamente sus posibilidades de crecimiento y prestación de
servicios e iniciar el camino para superar situaciones de extrema dependen-
cia del gobierno nacional.
Con el mismo propósito se facultó a las provincias para celebrar conve-
nios internacionales, en tanto los mismos no afectasen las atribuciones que
le corresponden al gobierno federal y no sean incompatibles con la política
exterior de la nación. Se determinó, además, entre las facultades del Congre-
so, establecer un banco federal, con atribuciones para emitir moneda y, de
tal modo, se propició incorporar al Banco Central a representantes de las
provincias.


Autonomías municipales

La reforma estableció que las provincias deben asegurar la autonomía muni-
cipal y reglar su alcance en el orden institucional, político, administrativo, eco-
nómico y financiero. De esta forma, se reconoció a los municipios una esfe-
ra de competencia propia, sustraída a la acción del Estado nacional y los
estados provinciales, para cuestiones como la prestación de los servicios pú-
blicos, la gestión y el planeamiento urbanístico, la regulación y administración
del dominio público municipal y la determinación, recaudación e inversión de
sus propios ingresos.
Esta autonomía permite que los municipios tengan atribuciones para darse
su organización político-administrativa y para el ejercicio del poder de policía
en materias que le son propias o concurrentes: tránsito, políticas sanitarias, pre-
servación ambiental, control de pesas y medidas, higiene, código de faltas y to-
das aquellas cuestiones en las cuales resulte conveniente la descentralización de
las funciones estatales de administración, a los efectos de que los asuntos loca-
les sean resueltos directamente por los inmediatamente interesados, principal-
mente en el establecimiento de prioridades en educación y salud.


Mecanismos de democracia semidirecta

La reforma introdujo en la Constitución mecanismos de democracia semidi-
recta para incorporar a la ciudadanía en el proceso de toma de decisiones co-
lectivas, facilitando una participación que fuera más allá de la intermediación
de los representantes y profundizara la deliberación en busca de consensos y
soluciones.
Dos fueron los instrumentos incorporados: la iniciativa popular y la con-
sulta popular. Por la primera se garantiza la vía de petición ciudadana a tra-
vés de la presentación de una propuesta o un proyecto de reforma legislati-
va acompañando como requisito el aval de un cierto número de firmas. La
petición así formulada obliga a que los legisladores se avoquen a su trata-
miento. El segundo instrumento, la consulta popular, permite someter a con-
sideración de la ciudadanía una medida legislativa de gran importancia, gene-
ralmente muy controvertida, para que sea el cuerpo electoral de la nación el
que se expida al respecto.


El defensor del Pueblo

La reforma otorgó rango constitucional a la Defensoría del Pueblo, cuya fun-
ción es defender y proteger los derechos humanos y demás derechos y ga-
rantías individuales ante actos de la administración, cuyo ejercicio controla.
La Defensoría del Pueblo tiene legitimación procesal, es un órgano indepen-
diente instituido en el ámbito del Congreso Nacional, cuenta con inmunidad
en el ejercicio de sus funciones y no recibe órdenes de ninguna autoridad.
Debe investigar, criticar, hacer públicas sus opiniones por diversos medios,
recibir denuncias y trasladarlas al Congreso o a los tribunales, y proponer las
medidas correctoras que considere necesarias.
Jerarquía de los tratados internacionales e
integración latinoamericana

La reforma dio jerarquía constitucional a los preceptos contenidos en los
principales tratados internacionales relativos a derechos humanos. Esto sig-
nificó que los avances producidos en materia de protección de los derechos
individuales en el plano internacional, así como los mecanismos instrumen-
tados para su protección, fueran incorporados con ese nivel a la legislación
nacional. Para medir la importancia de la incorporación constitucional baste
advertir que ello impide que en nuestro país se apruebe cualquier legislación
que admitiera, por ejemplo, la pena de muerte.
Asimismo, en sintonía con las corrientes más progresistas del derecho in-
ternacional, la reforma autorizó al Congreso a aprobar tratados de integra-
ción que deleguen competencias y jurisdicción a organizaciones supraestata-
les que respeten el orden democrático y los derechos humanos. Cuando se
trate de países latinoamericanos, la aprobación de dichos tratados requerirá
la mayoría absoluta de los miembros de cada Cámara. En cambio, con otros
Estados, primero deberá declararse la conveniencia de su aprobación y apro-
barse después de 120 días, con las mismas mayorías.
Se facilitaron, de esta manera, los procesos de integración regional, el
Mercosur, en primer lugar, cuya eficacia requiere de órganos de competencia
supranacional para resolver los conflictos entre particulares de las diferentes
naciones o de éstas entre sí, así como para articular más ágilmente la norma-
tiva que rige para los países involucrados y procurar su ejecución coordinada.


Rango constitucional a los partidos políticos y
defensa del sufragio obligatorio

A partir de la reforma, la Constitución dice que los partidos políticos son ins-
tituciones fundamentales de la democracia y garantiza su organización de-
mocrática, los derechos de las minorías, el acceso a la información pública y
la difusión de sus ideas. Señala, además, que el Estado debe contribuir a su
financiamiento y a la capacitación de sus dirigentes, así como obliga a los par-
tidos a hacer público el origen de sus fondos.
Al establecer este reconocimiento general, institucionalizó el rol de los
partidos como asociaciones de ciudadanos que ejercen su actividad libre-
mente, como instrumentos fundamentales para incrementar la participación
política con el fin de cooperar en la formación de la voluntad popular para
determinar la política nacional. Resulta de fundamental importancia esta ga-
rantía otorgada por la Constitución para la difusión de las ideas de los parti-
dos políticos, que conlleva la obligación del Estado de asegurarles espacios
equitativos en los medios masivos de comunicación.
Es cierto que durante los últimos años, los partidos políticos mayoritarios
y tradicionales de nuestro país sufrieron sus más graves crisis y quedaron al
borde mismo de su colapso o fractura. También es cierto que en gran parte
de los casos debe reconocerse que no supieron enfrentar con éxito los em-
bates de la "antipolítica" y quedaron a la defensiva frente a la ola de una fal-
sa modernización de la vida pública. Entretanto, surgieron nuevas expresio-
nes que no llegaron a construir espacios políticos perdurables, y la sociedad
argentina pudo advertir que no hay otra manera de hacer y vivir la democra-
cia que no sea con partidos políticos y con un sistema de partidos políticos
arraigado en la problemática social e institucional.
En tal sentido, la reforma constitucional de 1994 sirvió, también, para fre-
nar las pretensiones hegemónicas y movimientistas de las corrientes o lideraz-
gos neopopulistas que proliferaban en esa época con intenciones de instalar un
modelo aberrante de democracia delegativa, autoritaria y sin partidos.
Asimismo, la reforma estableció la obligatoriedad del voto, en el marco
del pleno ejercicio de los derechos políticos, con arreglo al principio de la so-
beranía popular. La importancia de esta cláusula se comprueba cuando se re-
cuerda la aparición de numerosas expresiones que abogaron por la supresión
de la obligatoriedad establecida por ley. Es conocida la extraordinaria inci-
dencia que tiene el voto voluntario en los resultados electorales, favorecien-
do siempre a los sectores más aventajados económicamente de la sociedad y,
por lo tanto, a los candidatos y las fuerzas que abogan por un modelo de de-
mocracia elitista y sin participación.


Defensa del orden constitucional

La reforma incorporó a la Constitución normas para su propia defensa, al es-
tilo de las que ya existían en la Ley de Defensa de la Democracia. Era necesa-
rio incluir en ella disposiciones que disuadieran de violentar el sistema demo-
crático y para ello debía establecerse cuáles serían las consecuencias de estos
atentados y cómo deberían tratarse los actos que tuvieren lugar durante una
interrupción institucional, una vez restablecida la democracia.
Se estableció, así, que quienes atentaran contra el sistema democrático
tendrían la pena correspondiente a la figura de "infames traidores a la Pa-
tria", inhabilitado s a perpetuidad para ocupar cargos públicos y excluidos de
los beneficios del indulto. Las mismas sanciones les corresponderán a los que
usurparen funciones previstas para las autoridades designadas constitucio-
nalmente y sus acciones serán imprescriptibles. Los actos cometidos por los
usurpadores serán nulos y frente a cualquier poder sedicioso les asiste a los
ciudadanos el derecho de resistencia a la opresión.


Preservación del medio ambiente

La reforma estableció que todas las personas tienen el derecho de habitar en
un ambiente saludable, ecológicamente equilibrado y adecuado para el desa-
rrollo de la vida y la preservación del paisaje y la naturaleza. Tienen, asimis-
mo, el deber de conservar dicho ambiente. Para ello, le otorgó marco legal a
un sistema que otorga responsabilidades políticas y jurídicas a las generacio-
nes presentes en función de la preservación de opciones de desarrollo para
las generaciones futuras.
Se estableció que es deber del Estado garantizar que la población viva
en un ambiente sano y libre de contaminación, en donde el agua, el aire y
los alimentos satisfagan los requerimientos de desarrollo adecuado a la vi-
da humana. Asimismo, que las autoridades deben proveer a la preservación
del patrimonio natural y la diversidad biológica así como a la información
y educación ambientales. La Constitución protege al país de cualquier in-
tento de utilizarlo como repositorio de residuos de origen externo, prohi-
biendo el ingreso de residuos actual o potencialmente peligrosos y de los
radiactivos.


Reconocimiento de la identidad de los pueblos indígenas

El anterior inciso 15 del artículo 67 de la Constitución nacional, que estable-
cía que el Congreso debía "conservar el trato pacífico con los indios y pro-
mover la conversión de ellos al catolicismo" se encontraba des actualizado en
todos sus aspectos. Los pueblos indígenas son preexistentes al nacimiento de
las provincias y a la formación del Estado nacional. Sin embargo, la protec-
ción de su identidad no había sido reconocida en nuestro ordenamiento
constitucional, superado por los avances legislativos que habían realizado el
Congreso nacional y algunas legislaturas provinciales, así como por los con-
venios internacionales.
Debía combatirse cualquier exclusión, restricción o preferencia discrimina-
toria basada en el origen étnico y, además, adoptarse todas las medidas necesa-
rias para asegurar los derechos de los pueblos indígenas que habitan nuestro
país, tomando en cuenta y respetando su diversidad, identidad étnica y cultural,
y la propiedad de las tierras comunitarias que habitan. Así quedó establecido.


Defensa del usuario y del consumidor

Los consumidores y usuarios de bienes y servicios quedaron expresamente
protegidos en sus derechos a la salud, la seguridad y en sus intereses econó-
micos, a una información adecuada y veraz, así como a la libertad de elección,
a un trato digno y equitativo y a la educación para el consumo. Asimismo, las
autoridades quedaron obligadas a proveer a la defensa de la competencia con-
tra los monopolios, a la calidad y eficiencia de los servicios públicos y a la
constitución de asociaciones de consumidores y usuarios, así como a la par-
ticipación de éstas en los marcos regulatorios correspondientes.


Garantías para derechos fundamentales

Se incorporaron figuras explícitas y mecanismos idóneos para asegurar la ga-
rantía real de los derechos fundamentales, como el hábeas corpus y la acción
de amparo. Era necesario consagrar el rango constitucional de estos medios
judiciales de tutela y el establecimiento de la responsabilidad penal, civil y ad-
ministrativa de los funcionarios que dicten o ejecuten dichos actos o incurran
en omisiones contrarias a la Constitución y a las leyes que garantizan los de-
rechos individuales. A partir de la reforma, el afectado, el defensor del Pue-
blo y las asociaciones que propendan a esos fines podrán interponer la acción
de amparo contra cualquier forma de discriminación y en cuanto a la protec-
ción del ambiente, la competencia, los derechos del usuario y el consumidor.
Se constitucionalizó el derecho de hábeas corpus, inscripto en nuestra juris-
prudencia, por el cual cuando el derecho lesionado sea la libertad física, o se
hayan agravado ilegitimamente las condiciones de detención, o en caso de de-
saparición forzada, la acción podrá ser interpuesta por el afectado o por cual-
quiera en su favor, y el juez deberá resolverla de inmediato, aunque estuviera
vigente el estado de sitio.
Asimismo, se estableció el hábeas data, por el cual cualquier persona pue-
de interponer la acción de amparo con el fin de tomar conocimiento de los
datos referidos a ella, así como de su finalidad, que consten en registros pú-
blicos o en los privados destinados a proveer informes, y exigir, según los ca-
sos, su supresión, rectificación, confidencialidad o actualización.
También se efectuó un importante avance en el respeto a la libertad de
prensa al establecer, a manera de excepción de la norma general relacionada
con el hábeas data, que no podrá afectarse el secreto de las fuentes de inves-
tigación periodística.

Igualdad de las mujeres

La legislación había incorporado al derecho positivo un mecanismo tendien-
te a facilitar la participación política de la mujer, estableciendo que las listas
de diputados deberían tener un mínimo determinado de componentes de
distintos sexos. Entre los argumentos que se habían utilizado para oponerse
a lo que dio en llamarse la "ley de cupos" sobresalía el que alegaba que se
violaba la igualdad prevista en el artículo 16 de la Constitución nacional. La
reforma estableció que "la igualdad real de oportunidades entre varones y
mujeres para el acceso a cargos electivos y partidarios se garantizará por ac-
ciones positivas en la regulación de los partidos políticos y en el régimen
electoral", con lo que quedó definitivamente salvada esa objeción.
En el mismo sentido se expidió en cuanto a las atribuciones del Congre-
so, en su inciso 23, al establecer que le corresponde al mismo promover me-
didas de acción positiva que garanticen la igualdad real de los derechos reco-
nocidos por la Constitución.


Gratuidad de la educación y afirmación de la identidad cultural

La reforma estableció que es responsabilidad indelegable del Estado garan-
tizar la gratuidad y equidad de la educación pública, que ésta debe promover
los valores democráticos y la igualdad de oportunidades y posibilidades sin
ningún tipo de discriminación. En igual sentido, determinó que debe garan-
tizarse la autonomía y autarquía de las universidades nacionales.
Finalmente, encomendó al Congreso el dictado de leyes que protejan la
identidad y pluralidad culturales, así como la libre creación y circulación de
las obras, el patrimonio artístico y los espacios culturales y audiovisuales, con
lo que abrió el camino a una legislación moderna y acorde con los grandes
debates sobre el papel de las industrias culturales y los medios de comunica-
ción masiva en el desarrollo de las propias identidades, el intercambio con
otras culturas y su proyección exterior.

Mi propio trabajo

Deseo hacer unos breves comentarios sobre la actividad que realicé en la
Constituyente, quizás llevado por un dejo de amor propio. En primer lugar
había insistido en un reglamento que estableciera que cualquier moción de
orden se votara cuando hubiera quórum, para evitar levantamientos sorpre-
sivos de la sesión, y que el plenario pudiera funcionar cuando lo hadan las
comisiones, con determinación de hora para votar. Las sesiones podían co-
menzar con quórum menor. Bregué para que las sesiones fueran largas y pro-
puse muchas veces en las reuniones de labor que nos reuniéramos los sába-
dos. Mi desesperación era que se agotara el tiempo sin considerar el temario.
Finalmente, sólo quedó sin considerar el Consejo Económico y Social.
Se me eligió como presidente del bloque de la UCR y como vicepresi-
dente a Jorge De la Rúa. El presidente de la Constituyente fue Eduardo
Menem, de impecable comportamiento. Lo acompañó como vicepresi-
dente Ramón Mestre.
Tuve asesores extraordinarios, como los disdpulos de Carlos Nino, y mi
amigo Fernando Nadra. Los sábados nos reuníamos con los primeros y prepa-
rábamos una buena cantidad de proyectos, que no presenté con mi firma por-
que no me pareda correcto hacerla como presidente del bloque, ya que podía
obligar a su aceptación, pero hubo varios amigos que lo hicieron por mí.
En cuanto a las decisiones que tomé o propuse que se tomaran en ese
proceso, es imposible demostrar cuál hubiera sido el desarrollo de los acon-
tecimientos de haber hecho lo contrario. ¿Hubiera sucedido algo que no su-
cedió? ¿Hubiera dejado de producirse algo que efectivamente ocurrió? La
historia contrafáctica y los juegos de la historia virtual son interesantes ejer-
cicios para los investigadores, analistas y, eventualmente, también para los ac-
tores, pero difícilmente sean útiles para poner de acuerdo las miradas contra-
puestas de cada momento importante del pasado.
En el caso del Pacto de Olivos sucede lo mismo. Dije entonces que no
podía refutar categóricamente a quienes suponían que exageré los peligros
que entrañaba la falta de un acuerdo básico, así como tampoco podía demos-
trar que se equivocaban quienes pensaban que el país estaría institucional-
mente mejor si no se hubiera concretado. De todos modos, era igualmente
cierto que nadie podía demostrarme, por las mismas razones, que estaba
equivocado.
Sin embargo, al menos en el plano lógico, llevaba alguna ventaja a mis de-
tractores de entonces, ya que tenía argumentos fuertes para demostrar algo
que difícilmente podía discutirse: se corría el riesgo de que de todas formas
se reformara la Constitución, y que se lo hiciera en una dirección reacciona-
ria, lo que nos ponía en el camino de discutir la legalidad y legitimidad de las
decisiones institucionales y hubiera significado una regresión tremenda.
Pero, además, debí responder a otro argumento reiterado hasta el cansan-
cio por parte de quienes suponían que estábamos en condiciones de impedir
aquella reforma y, consecuentemente, me imputaron una suerte de coautoría
de la reelección de Carlos Menem y de todo lo malo que le ha acontecido al
país desde entonces. Quienes sostuvieron esto antes y después, no compren-
dieron la compleja trama de intereses que el neo conservadurismo vernáculo,
consustanciado con el modelo neoliberal en pleno auge en el mundo, desa-
rrollaba en el país. Estaban modificando el funcionamiento institucional de
la República en función de sus intereses particulares.
Lo he reiterado en varias oportunidades: en pleno despliegue de un
modelo hegemónico que consideramos depredador para el país, alcanzamos
una Carta Magna que es, además de un reaseguro de la convivencia pluralis-
ta, una carta de derechos y mandatos para trabajar hacia el futuro con nues-
tras ideas, proyectos y programas en pos de una sociedad mejor.
Estoy convencido de que la revisión de aquella tarea reformista es una
cantera con testimonios apreciables para entender cuán profundo y cuán fér-
til fue el proceso que permitió alcanzar una Constitución más moderna y
más justa para todos los argentinos. Los resultados inmediatos, es cierto, fue-
ron visibles y concretos sólo en algunos de sus puntos principales: la auto-
nomía de la Ciudad de Buenos Aires y la elección directa de su jefe de Go-
bierno; la reelegibilidad del presidente en ejercicio por un período sucesivo
único de cuatro años; la elección directa de la fórmula presidencial, con in-
corporación de la segunda vuelta si no estuviera definida una mayoría clara;
la elección directa de los senadores y la inclusión de un tercer senador por la
minoría de cada provincia; la creación del Consejo de la Magistratura.
Otros resultados importantes no se llegaron a evidenciar en las prácticas
políticas y en el mejor funcionamiento institucional porque no existió una
voluntad en ese sentido por parte de la mayoría justicialista que gobernaba
en aquel entonces, la cual, en lo esencial, mantuvo una fllosofia del poder
fuertemente conservadora, presidencialista y decisionista asociada tanto a
una de las vertientes que conformaron su tradición histórica como a la pro-
pia experiencia de gobierno y el estilo de su liderazgo, asociado con la impo-
sición de las reformas económicas que recetaba el modelo neoliberal.
Es cierto que las limitaciones de los poderes presidenciales no se cum-
plieron como lo mandaba la Constitución y que la figura del jefe de Gabine-
te fue subalternizada. Pero es cierto también que ello fue posible porque
aquel gobierno mantuvo una mayoría parlamentaria, al menos hasta fines de
1997, Y porque luego, la dinámica de las prácticas políticas siguió atada a una
cultura arraigadamente presidencialista, hasta el derrumbe del malogrado go-
bierno de la Alianza, a fines de 2001.
La reforma constitucional, en tal sentido, ha tenido implementación y
cumplimiento parcial. Todavía no ha dado por completo sus frutos y dejó
abiertas materias pendientes de tratamiento legislativo, reglamentación jurí-
dica o implementación política. Entre ellas, cabe mencionar las formas de
democracia semi directa, como la consulta popular, la coparticipación fede-
ral y la regionalización, la construcción de un renovado y fortalecido siste-
ma de partidos políticos que expresen genuinamente a las distintas trayecto-
rias y afinidades ideológicas y al más amplio espectro social, y las nuevas
formas de representación colectiva, la defensa de la competencia y la regu-
lación medioambiental, entre otras.
Esto hace de nuestra Constitución reformada una verdadera plataforma
programática para la agenda de nuestra democracia de cara al siglo XXI. Si
aprovechamos las enseñanzas de aquella movilización de energías y encuen-
tro de voluntades que confluyeron en la deliberación constituyente y se plas-
maron en la Carta Magna que hoy nos rige, tendremos excelentes posibilida-
des de que su plena vigencia sirva, efectivamente, para mejorar la vida de la
gente, corregir vicios y deformaciones de nuestro sistema político y ampliar
los espacios de la ciudadanía dotando a la democracia de capacidad de trans-
formación social y herramientas de desarrollo económico y humano, y para
garantizarle a nuestro país posibilidades ciertas de ser una nación solidaria y
soberana.
Los cauces para ello fueron trazados y resistieron las distintas y difíciles
pruebas de validación histórica, de un siglo a otro. Veinte años ininterrumpi-
dos de transición, crisis y consolidación institucional, transformaciones so-
ciales y cambios epocales nos permiten encarar estos desafíos con herra-
mientas teóricas y prácticas, con experiencia Y- vocación superadora. En
definitiva, con una renovada voluntad política colectiva que le tocará a las
nuevas camadas de dirigentes políticos saber interpretar y traducir en proyec-
tos, horizontes, utopías y realizaciones colectiva.
Considero que del conocimiento, la discusión y asunción cabal de la re-
forma constitucional de 1994, de las principales modificaciones introducidas
y de los mandatos y reformas pendientes depende en gran medida que los
argentinos podamos emprender con éxito la formidable tarea de asegurar la
libertad, dotar de funcionamiento pleno al estado de Derecho y dar conteni-
do concreto a la igualdad de oportunidades. Esto es, de organizar la Nación
como un Estado legítimo y una república democrática moderna, integrada a
la región y con capacidad autónoma en el mundo globalizado.






6. Quince años después:
los indultos y la nulidad de las leyes


EL 6 DE OCTUBRE de 1989, el presidente Carlos Menem firmó cinco decre-
tos de indulto que beneficiaron a 220 militares y 70 civiles, entre ellos los
responsables de la guerra de Malvinas, los oficiales presos por los levanta-
mientos carapintadas y los máximos dirigentes de la organización Montone-
ros. Aquel perdón presidencial liberó de la prisión a Mohamed Ali Seineldín
y a Aldo Rico, quienes tendrían luego dispar inserción pública en la política
nacional. El primero, liderando un último levantamiento militar a sangre y
fuego, eficazmente aplastado por el general Martín Balza en cumplimiento
de las órdenes de un presidente que finalmente se dio cuenta de la clase de
personajes con los que había pactado. La trayectoria de Rico en el justicia-
lismo es por demás conocida. También se beneficiaron por el indulto presi-
denciallos ex montoneros Fernando Vaca Narvaja, Roberto Perdía, Rodolfo
Galimberti y Oscar Bidegain; los ex generales Leopoldo Galtieri, Reynaldo
Bignone, Albano Harguindeguy, Luciano Menéndez, Santiago Riveros y
Cristino Nicolaides; el ex brigadier Basilio Lami Dozo, y el ex almirante Jorge
Isaac Anaya.
Al año siguiente, el 28 de diciembre de 1990, Menem anunció una segun-
da batería de indultos, que dejó sin efecto las condenas que debían cumplir
por delitos de lesa humanidad los ex dictadores Videla, Massera, Agosti,
Viola, Lambruschini, Camps y Ricchieri. También fueron beneficiados por
ese indulto otros condenados por crímenes cometidos durante el gobierno
de Isabel Perón, como Norma Kennedy y Mario Firmenich, condenado a
treinta años de prisión. Y a pesar de que el artículo 86 establece que el Pre-
sidente sólo puede firmar indultos en la medida en que sea coherente con el
artículo 95 que prohíbe su interferencia en juicios aún pendientes, el ex ge-
neral Suárez Mason y José Martínez de Hoz, que estaban bajo proceso, tam-
bién fueron beneficiados. En total, los indultos llegaron a 400. El doctor Me-
nem ha explicado que su intención fue pacificar el país. Pero, en verdad, a
muy pocos hombres de armas les interesaban esas condenas. Se clausuró, en-
tonces sí, de manera taxativa la prosecución de las causas judiciales pendien-
tes, al tiempo que se interrumpió el enorme esfuerzo desarrollado durante
los años precedentes para que la Justicia hiciera su tarea. Aunque el pueblo
repudió estos indultos, creo que ese repudio no guardó proporción con la
gravedad de la medida adoptada ni con la dureza exhibida contra las leyes
dictadas durante mi gobierno. Había sido tan intensa la campaña contra esas
leyes de caducidad de la instancia y obediencia debida, que los indultos que
dejaban en libertad a los principales responsables de los crímenes cometidos,
aunque merecieron la crítica de las organizaciones de derechos humanos, no
tuvieron una gran repercusión.
Trece años más tarde, desde el comienzo de la gestión del presidente
Néstor Kirchner, comenzó a plantearse la posibilidad de la nulidad de las le-
yes de obediencia debida y punto final, y ello me obligó a hacer pública mi
posición, pues en modo alguno quería que se cometiera una nueva injusticia
y agravio a la memoria de los argentinos. El nudo de la cuestión, a mi mo-
do de ver, era que bajo la pretensión de "volver a fajas cero" con los proce-
sos judiciales, se desandara no sólo en aquellos caminos que se vieron inte-
rrumpidos en la sanción y condena de las violaciones a los derechos
humanos sino también en aquellos que habían podido culminar, efectiva-
mente, con el establecimiento de las responsabilidades penales.
En agosto de 2003 envié una carta a los presidentes de los bloques radi-
cales parlamentarios en el Senado y en la Cámara de Diputados de la Nación.
A pocos meses de cumplirse veinte años de democracia, con las institucio-
nes afianzadas y con la absoluta subordinación de las Fuerzas Armadas al po-
der presidencial, todo había cambiado. Más allá de la crisis social y económi-
ca que todavía padecemos -y que estoy seguro de que habremos de superar-,
hoy la sociedad argentina puede mirarse en el espejo y observar una sustan-
cial transformación: ya no admitirá nunca más el retorno a un régimen dic-
tatorial. No es poco el cambio, luego de medio siglo de golpes de Estado.
Naturalmente, no pretendo atribuirme tan profunda transformación. Pero
creo haber contribuido en la medida de mis posibilidades.
Éste es el contenido de la carta:
En estos días se ha reinstalado un conflicto de poderes que involucra a la
Corte Suprema de Justicia, al Congreso de la Nación y al Poder Ejecutivo
Nacional. En primer término, resulta fundamental que los tres poderes de-
ben actuar dentro del ámbito que la Constitución nacional les atribuye, sin
avanzar sobre las competencias de los demás, resguardando el respeto recí-
proco que se deben y ajustando sus actos estrictamente a la ley.
Además, hemos podido leer sobre la voluntad de importantes funciona-
rios nacionales de obtener la declaración de nulidad de las leyes llamadas de
punto fmal y de obediencia debida. Según expresiones periodísticas, éstas
serían las razones que provocaron la "corrida" en las Fuerzas Armadas cu-
yas cúpulas aparentemente estaban solicitando a la Corte que no lo hiciera.
Sobre esto no voy a opinar, salvo sostener que se trata de facultades ex-
clusivas del Presidente, si bien me atrevo a expresar cierta extrañeza por la
magnitud de los relevos y a lamentar que algunos hombres brillantes hayan
tenido que pasar a situación de retiro.
Contradictoriamente se sugiere, tanto por funcionarios como por perio-
distas, que entre las causas más sensibles que se hallan a estudio de la Cor-
te Suprema de Justicia, y que podrían constituir materia de presión, se en-
cuentra la declaración de nulidad de esas leyes.
Aunque estoy convencido de que en su momento eran válidas e indis-
pensables para proteger los derechos humanos para el futuro, el análisis de
la validez o nulidad de estas dos leyes debe hacerse hoy al margen de una
puja o conflicto de poderes, y resolverse conforme a la íntima convicción de
los máximos responsables de los poderes de la República,
El señor Presidente, si llegare a la conclusión de que estas leyes no debie-
ron existir nunca, podrá poner en conocimiento del señor procurador gene-
ral de la Corte mis declaraciones sobre las condiciones en que fueron pro-
mulgadas estas normas, especialmente el temor de perder la democracia, para
que este funcionario evalúe si ellas inciden en la validez de las normas y la
posibilidad de efectuar una presentación ante la Corte Suprema de Justicia.
La Corte Suprema de Justicia deberá dictar sentencia conforme a sus
convicciones y a las constancias y antecedentes del proceso.
Reitero que como máximo responsable en la sanción y promulgación de
ambas leyes no me sentiré desautorizado ni agraviado, y como siempre,
aceptaré lo que la Justicia decida de acuerdo a derecho.
Como se advertirá, deseo compartir con ustedes y, a través vuestro, con
los demás miembros de los bloques de la Unión Cívica Radical, estas refle-
xiones sobre la eventual declaración de nulidad de estas leyes, al tiempo de
renovar el compromiso inclaudicable del radicalismo con la vigencia de la
Constitución, y particularmente en este caso, con la división de los poderes
que sostienen una república.
Sin entrar ahora en discusiones de tipo jurídico, analizadas ya por impor-
tantes académicos, en su momento la Corte Suprema de Justicia declaró que
las leyes eran constitucionales.
Pero ahora, según entiendo, se plantea que dichas leyes serían no sólo
inconstitucionales sino también "nulas", porque, de acuerdo con reglas con-
suetudinarias del derecho internacional, los delitos de "lesa humanidad" o
"contra la humanidad" deben ser siempre castigados, y nada puede oponer-
se a ello, ni la prescripción, ni el perdón, ni ninguna clase de amnistía.
Esta línea de pensamiento, como ustedes saben, viene desde fines de la
Segunda Guerra Mundial con los procesos de Nuremberg y Tokio, y tuvo
una consolidación extraordinaria en la década del noventa con los tribuna-
les ad hoc para la ex Yugoslavia y Ruanda, con el proceso de extradición de
Pinochet, con la apertura de procesos en Europa por delitos contra la hu-
manidad cometidos en Latinoamérica y con la creación de la Corte Penal In-
ternacional para juzgar precisamente esos delitos.
No sé cómo se va a resolver este conflicto entre una norma internacio-
nal que se dice imperativa para todos los Estados y el derecho de los pue-
blos a "autodeterminarse", a decidir el mejor modo de resolver sus transi-
ciones democráticas. En América del Sur, casi todas las transiciones se
efectuaron con alguna forma de pacto con los dictadores. No las critico, pe-
ro afirmo que en la Argentina, no.
Además se actuó de una manera que no reconoce antecedentes históri-
cos, en la búsqueda de penalizar las violaciones anteriores. Todas las nacio-
nes modernas europeas se han construido a partir de amnistías tan amplias
que comprendieron, en su momento, a nazis, fascistas, franquistas, colabo-
racionistas, y a represores de Argelia, del Congo, de Indonesia, de Angola y
de Mozambique.
Reparen ustedes en todas las leyes de amnistía que se han dictado en
Europa del Este luego de la caída del Muro de Berlín. Ex profeso dejé para
el final de la lista al Reino Unido, al que podríamos recordarle su pasado co-
lonial en la India, en China, en Medio Oriente, en Zambia, y más actual-
mente en Irlanda.
En algunas oportunidades, incluso las Naciones Unidas han legitimado
la sanción de leyes de amnistía, como ocurrió en Haití, en El Salvador o en
Sudáfrica. ¿Son nulas todas esas amnistías? ¿Las sociedades están obligadas
siempre a castigar, aunque de esa manera fracase el establecimiento de la
democracia? Éstas son las preguntas de un debate que creo alcanza al mun-
do entero.
En nuestro país, resolver esta cuestión está en manos de los jueces, quie-
nes deberán analizar estos problemas a la luz de nuestras propias reglas cons-
titucionales y de los compromisos internacionales que ha asumido el país.
Hay ahora un presidente nuevo y la convicción que transmite sobre la con-
solidación del sistema democrático. Según él lo ha dicho, estas leyes no de-
berían existir, y entonces tal vez impulse la declaración de nulidad de las
mismas para borrar los efectos derivados de dichas leyes. La derogación no
impide los efectos, por el principio de irretroactividad de la ley penal, pero
la declaración de nulidad equivale a declarar que las leyes nunca existieron.
Pienso que si el Presidente tiene voluntad y decisión, y está convencido
de que las leyes son nulas, debería actuar de acuerdo con sus convicciones.
En última instancia, él podría estar completando algo que muchos argentinos
deseábamos pero, como en mi caso, considerábamos inviable si a la vez que-
ríamos resguardar la libertad y la vida de todos los ciudadanos y ciudadanas.
Yo he dicho muchas veces que impulsé la aprobación de ambas leyes,
aunque no me gustaran, porque entendía en ese momento histórico que te-
nía la obligación de preservar la libertad, de preservar la autoridad democrá-
tica y de sancionar un régimen jurídico inequívoco que recogiera lo que ha-
bía anticipado durante mi campaña sobre las conductas paradigmáticas.
Reitero que la ley tenía como fin limitar la responsabilidad a la máxima
autoridad militar; pero admito que la urgencia y la insistencia estuvieron con-
dicionadas por una realidad amenazante para la estabilidad de la democracia.
Una de las cosas que se aprende con dureza en el ejercicio del poder es
que la política es, entre muchas otras cosas, una opción entre costos.
Lo reitero, la decisión de enviar ambos proyectos de ley al Parlamento,
y su posterior promulgación, fueron realizadas en ejercicio de mi voluntad,
aunque debo reconocer que actué condicionado por las circunstancias que
he descrito y, fundamentalmente, por el temor de perder la libertad y la de-
mocracia de los argentinos.
No estoy diciendo algo que sea novedoso. Todos saben las tremendas
dificultades que tuvimos que enfrentar en estos temas durante mi gobierno.
Por eso puedo decir que el actual presidente puede promover un cambio de
actitud: depende de su voluntad política de hacerla y de su convicción de
que la democracia argentina está definitivamente consolidada. Sin ir más le-
jos, están los pedidos de extradición que han hecho los jueces extranjeros
que pretenden enjuiciar estos hechos. Si así lo considera, el Presidente po-
dría revisar la posición que se ha tenido hasta el presente.
Muchos creen que si la Corte Suprema de Justicia de la Nación declarara
nulas las leyes me provocaría un daño moral o de cualquier otro tipo. No es
eso lo que se debe tener en cuenta. Yo tuve la responsabilidad máxima cuan-
do ocupé la presidencia, y tuve que hacer algunas cosas que no me gustaron
pero que estuvieron destinadas a preservar valores superiores. Esto último,
obviamente, no pretende ser una excusa de los errores que he cometido.
Hoy, el pueblo argentino ha elegido un nuevo presidente al que todos
queremos que le vaya muy bien, y le ha conferido la responsabilidad de di-
rigir el país. Él deberá decidir, en el ámbito constitucional, si en la Argenti-
na es necesario o no preservar estas leyes, y si decide que no lo es, significa-
rá que la democracia está definitivamente consolidada. Tener la prueba de
esta consolidación me hará sentir el hombre más feliz de la tierra.
Si alguien tiene que ir a la cárcel, lo decidirá la Justicia. No estará rom-
piendo ningún pacto de impunidad porque nunca lo hubo. Se habrán supe-
rado las debilidades que me llevaron a impulsar dichas leyes. Hoyes su res-
ponsabilidad y lo respaldaré al Presidente si hace una cosa u otra.
Seguiremos luchando por el imperio de la justicia en una democracia
consolidada, en la Nación y en todas las provincias, sin ninguna excepción.
La Argentina sintió que vivía, y efectivamente vivió, una de las crisis más
profundas de su historia. Se habló de que se estaba frente al abismo, se ha-
bló de caos, de anarquía, e incluso se habló de disolución nacional.
Pero lo cierto es que las sociedades y las naciones, por un conjunto de
razones difícil de describir, renuevan sus esperanzas a pesar de las dificulta-
des e imposibilidades que parecen rodearlas o cercarlas. No temo equivocar-
me si digo que percibo en los argentinos un renacimiento de esa esperanza.
Es como si sintiéramos que estamos abandonando una etapa.
Por eso es que me he permitido transmitir estas reflexiones, porque es-
ta cuestión de la que hemos hablado no se ha cerrado. Creí que se cerraría
y no fue así. El pasado una y otra vez vuelve sobre nosotros. Afortunada-
mente no se perdió la democracia ni los represores han vuelto a actuar, co-
mo muchos legítimamente temieron, pero el pasado de alguna forma sigue
condicionando el presente.
Siento que, como un actor de esa historia, estoy en la obligación de
transmitir mi pensamiento, reconocer circunstancias que a lo mejor permi-
ten encontrar una solución distinta a la que intenté, aunque con el mismo
fin: consolidar la democracia.
A lo mejor sea éste el último anclaje con un pasado que debemos rom-
per para darle fuerza a la esperanza renacida.

Posteriormente, frente a manifestaciones equivocadas del presidente Kirchner,
aludiendo a que tales leyes fueron extraídas bajo extorsión del poder militar a
mi investidura, debí emitir otro comunicado, una segunda declaración, preci-
sando que no hubo tal "extorsión" en el momento de impulsar aquellas leyes.
"Como protagonista principal de las circunstancias históricas que rodearon la
sanción y promulgación de esas leyes, creo necesario señalar que nadie me ha
extorsionado ni lo hizo con el Congreso de la Nación, y que las decisiones
adoptadas por mi gobierno jamás fueron el resultado de un pacto con los dic-
tadores." Ratifiqué de esa forma lo que había declarado ante el juez federal
Claudio Bonadío: "Promulgué esas leyes en función de la defensa, en el me-
diano y largo plazo, de las libertades y de los derechos humanos de los argen-
tinos, lo que constituye d centro de mis convicciones". En ese orden de ideas,
recordé que:
Durante la campaña electoral de 1983 manifesté siempre mi decisión de dis-
tinguir la responsabilidad de quienes dieron las órdenes, de la situación de
quienes las ejecutaron. En función de ello, durante mi gobierno fueron so-
metidos a juicio, por decisión presidencial, y condenados a prisión por la jus-
ticia, los integrantes de las juntas militares, responsables máximos de la repre-
sión ilegal. Esta situación no tiene precedentes en el mundo. Muchos otros
responsables seguían sometidos a juicio al final de mi gobierno. Varios me-
ses antes de los acontecimientos de Semana Santa fue sancionada la ley de
punto final; a su vez, la decisión política de sancionar la ley de obediencia
debida fue anunciada públicamente en el discurso que pronuncié en Las
Perdices, Córdoba, con anterioridad a esos episodios.

A la anulación de las leyes de obediencia debida y punto final le siguió el
pedido parlamentario para que la Justicia declarara la inconstitucionali-
dad de los indultos concedidos por el presidente Menem a los jefes mili-
tares procesados y condenados. Y tras ello, la decisión presidencial de re-
memorar el vigésimo octavo aniversario del último golpe de Estado, el 24
de marzo de 2004, reintegrando el predio y edificio donde funcionó la
ESMA al gobierno de la Ciudad de Buenos Aires para erigir allí un Museo
de la Memoria.
Sin embargo, estas importantes decisiones, animadas seguramente por los
más compartidos y extendidos ideales y sentimientos de justicia, defensa de
los derechos humanos, lucha contra la impunidad y cultivo de la memoria
histórica, resultaron mellados por una actitud reivindicativa y una interpreta-
ción de nuestro pasado que nuevamente recayó en el sectarismo, el soslayo y
la omisión interesada, y, sobre todo, la pretensión de que nada se hizo duran-
te veinte años para conocer, investigar y sancionar los horrores de la dicta-
dura. Fue muy doloroso para mí escuchar de boca del Presidente aquel pedi-
do de perdón "por los silencios de la democracia" frente al terrorismo de
Estado. Una muy desafortunada manera de trazar bisagras históricas borran-
do las conquistas y los hitos que permitieron avanzar en el camino de la re-
paración y en el trazado de un futuro verdaderamente distinto.
Pero además se insiste sobre la misma idea de que las leyes del perdón,
que ya me ocupé de analizar en su contexto, "borraron con el codo lo que se
escribió con la mano", aludiendo al juicio a las Juntas. Creo que he dejado
suficientemente demostrada la falta de buen discernimiento y falsedad histó-
rica que encubre dicha aseveración. Una vez más: los máximos responsables
del terrorismo de Estado fueron juzgados y condenados durante mi gobier-
no y permanecieron, durante todo mi mandato, cumpliendo sus condenas.
Me opuse siempre, por mi parte, a la sanción de cualquier forma de indulto
o perdón para ellos.
Por último, no resisto la tentación de dejar que hable por mí Carlos Nino,
querido amigo y exigentísimo colaborador, en su libro Juicio al mal absoluto:
Hubo pocas instancias en la historia del mundo, y ciertamente ninguna en
Latinoamérica, de persecución de quienes fueran los responsables por vio-
laciones masivas de derechos humanos. La Argentina hizo justamente eso y,
en forma aún más notable, llevó a cabo esta tarea sin un ejército invasor y
sin ninguna división de las fuerzas armadas apoyando los juicios, contando
sólo con su capital moral. Dadas estas circunstancias, la investigación y la
persecución de los abusos a los derechos humanos realizadas por el presi-
dente Alfonsín se sostuvieron milagrosamente bien.
El resultado fue el producto de acciones no coordinadas de varios agen-
tes independientes, y casi todo lo que podría requerirse moralmente bajo las
circunstancias, un ejemplo de lo que Bernard WilIiams llama suerte moral.
Los juicios contribuyeron a crear una conciencia pública acerca de los ho-
rrores que pueden ocurrir cuando la democracia y el estado de derecho son
dejados de lado. El presidente Alfonsín fue capaz, además, de lograr estos
resultados, sin poner a las instituciones democráticas bajo una excesiva ten-
sión debido a las reacciones de los militares. Consecuentemente, los milita-
res cambiaron gradualmente su forma característica de discurso, aceptando
una visión menos holística de Nación y una visión menos elitista epistémi-
ca acerca de sus necesidades.


Siempre es útil recordar

Es justo reconocer que, aun en medio de las más graves crisis, prevaleció a
lo largo de los últimos años el instinto de preservación de la democracia re-
cuperada, la reconstrucción de sus valores fundamentales y la noción del es-
tado de Derecho. Si es así, estaríamos retornando el camino iniciado en 1983,
alejándonos definitivamente del "país al margen de la ley" que tanta violen-
cia y muerte produjo en la Argentina, y consolidando la democracia, en res-
guardo de la libertad y en la búsqueda simultánea de la igualdad.
La consolidación de la democracia requiere de la vigencia de los derechos
humanos, y comprende los derechos y garantías contemplados en la Consti-
tución nacional. Muchos políticos, periodistas y opinadores volvieron recu-
rrentemente sobre la cuestión al hablar de la necesidad de proteger los dere-
chos humanos de las víctimas de la inseguridad, contraponiéndolos a los

derechos humanos de los posibles victimarios, pretendiendo que se desco-
nozcan las garantías procesales de los sospechosos, como si éstos no tuvie-
ran el derecho de defensa, el beneficio de la inocencia y el de la duda, consa-
grados en el artículo 18 de la Constitución nacional. Sigo creyendo en aquella
teoría de Sócrates de que es mejor padecer la injusticia que cometerla. En es-
te sentido debemos advertir sobre los riesgos que vuelven detrás de deman-
das y ofertas de orden y seguridad que se asemejan a los discursos que abrie-
ron el camino al horror. La preocupación debe ser mayor cuando estas
expresiones de intolerancia se manifiestan electoralmente a través del apoyo
a candidatos identificados con la violación de los derechos humanos.
Siempre es útil recordar cómo se perdió la democracia en nuestro país;
recordar también hasta dónde una parte importante de la sociedad pudo re-
sistir, encontró los canales de expresión o prestó su consentimiento en lo que
pasó durante los años de violencia política y más específicamente durante la
última dictadura militar. No admito que todos tengamos la misma responsa-
bilidad, ni del mismo grado ni del mismo tipo, porque hubo algunas perso-
nas, civiles y militares, que fueron especialmente responsables en los hechos
atroces que se cometieron y fundamentalmente en la degradación del estado
de derecho, en el sostenimiento de la última dictadura militar, defendiéndola
en los medios de comunicación, en los organismos internacionales de crédi-
to o en las Naciones Unidas. Me producen un fastidio especial las actitudes
de quienes se beneficiaron económicamente con la represión y el "orden"
impuesto por la dictadura y luego se colocaron con una gran arrogancia en
el lugar de fiscales de la República. Es necesario recordarlo, sin rencores ni
indulgencias.







Texto completo del discurso pronunciado en
la cena de camaradería de las Fuerzas Armadas,
el 5 de julio de 1985


TENGO nuevamente el honor de presidir esta mesa de hombres de armas pa-
ra evocar un nuevo aniversario del nacimiento de la Patria. Por haber vestido
durante cinco años el uniforme del Ejército Argentino, a una edad en que los
principios e ideales calan hondo en el alma, no me siento en absoluto ajeno
a las inquietudes, tristezas y esperanzas de ustedes, y por ser hoy comandan-
te en jefe de las Fuerzas Armadas, las asumo con absoluta responsabilidad.
Como en los días de la guerra de la Independencia, como en los días de
nuestros gloriosos padres fundadores, civiles y militares estamos afrontando
juntos un desafío histórico del cual depende en gran parte nuestra vida como
Nación. Atacados sin piedad por la crisis más importante de nuestro tiempo,
no sólo optamos por defendemos sino también por pasar a la ofensiva.
El objetivo no es simplemente sobrevivir. Si hemos tocado fondo, desde
allí debemos tomar fuerzas para emerger como país plenamente soberano.
Sabemos que no podemos ser jamás un país plenamente soberano sin
irrumpir en el indispensable proceso de modernización de todas nuestras es-
tructuras y sin integramos al mundo civilizado que hoy nos mira asentados
en los valores que ese mundo reconoce: la legitimidad y el orden.
En la República Argentina comienza a cerrarse una etapa, la etapa de ese
pasado que nos aplastaba, y se inicia una nueva, donde todos miraremos ha-
cia adelante, cada uno en el cumplimiento de nuestro deber.
Las Fuerzas Armadas argentinas no han podido sustraerse a la situación
generalizada de estancamiento, aun de retroceso, que desde hace cincuenta
años afecta a las instituciones nacionales. Además, la situación militar que
hoy vivimos es la resultante de una suma de circunstancias cuyos aspectos
negativos vale la pena señalar.
El largo período de paz y tranquilidad que el país disfrutó desde comien-
zos del siglo hasta la década del setenta, generó desajustes importantes que a
su tiempo no fueron corregidos y gravitan pesadamente todavía hoy.
El progresivo desinterés de los gobiernos por los temas de la defensa na-
cional y de la política militar, pese a que éstas fueran asumidas como propias
por las Fuerzas Armadas, dejó a la República sin esas políticas durante más
de sesenta años.
Cuando ese largo período terminó abruptamente, el país se enfrentó a
una situación de convulsión interna límite, a un grave conflicto con Chile y
a una guerra sin que, paradójicamente, el gobierno de facto que protagoni-
zó esos hechos tuviera definida una política de defensa ni una clara políti-
ca militar.
La instrucción, el reequipamiento, el perfeccionamiento jurídico, el mejo-
ramiento de los planes de carrera y, en suma, todo cuanto hace a la necesa-
ria revitalización y modernización quedó postergado, cediendo paso a otros
atractivos, que dieron pábulo a la progresiva burocratización y al acrecenta-
miento del macrocefalismo en detrimento de la capacidad operacional.
El entusiasmo profesional se resintió sobre todo en el estrato de las jerar-
quías superiores, que inevitablemente fueron concentrando su interés en las
cuestiones de política interna y alimentando el proceso de las deplorables in-
tervenciones militares en el gobierno.
Una deformada concepción de la seguridad nacional -a su turno- fue el
factor generador de pesadas deformaciones orgánicas, funcionales y aun
conceptuales, que desde el punto de vista del estado de derecho resultaron
las más graves.
De este modo se introdujeron nuevas deformaciones, entre las que debe
señalarse una verdadera hipertrofia de organismos y personal de inteligencia
reñida con la verdadera función técnica específica.
Lo más grave es que todas estas deformaciones se concretaron con el ol-
vido del principio de la unidad de comando, en el contexto de tres fuerzas
no integradas, independientes, con atribuciones a veces superiores a las del
Estado mismo, y en ocasiones con marcadas rivalidades entre sí.
El conflicto con Chile en 1978 obligó a un cambio de rumbo brusco y
sorpresivo, que, en definitiva, tampoco logró afirmar el escalón superior de co-
mando, y el control interfuerzas, y casi sin solución de continuidad, sin previ-
sión alguna, sin instrucción conjunta, sin equipamiento adecuado, sin prepara-
ción de ninguna especie, protagonizamos la guerra de las islas Malvinas.
Ustedes, señores, mejor que nadie conocen y son absolutamente cons-
cientes del profundo caudal de enseñanza de todo orden que emana de la do-
lorosa herida abierta en el sentimiento de todos los argentinos.
Actualmente, debemos admitir que la magnitud de la tarea por realizar es
de tal envergadura que no resolveremos nuestros problemas militares con los
estrechos márgenes conceptuales de una reestructuración ni de una reorga-
nización y menos aún de un redimensionamiento de las fuerzas.
La tarea implica e involucra a cada uno de esos pasos pero reclama más
aún. Por ello los invito a que de aquí en adelante definamos nuestro reto co-
mo una real y verdadera reforma militar, que ni más ni menos de eso se tra-
ta, si verdaderamente queremos dotar a la Nación de las fuerzas armadas que
la situación requiere.
Fuerzas que reclaman una dimensión y disposición acorde con nuestras
reales posibilidades, necesariamente integradas en un sólido equipo de em-
pleo conjunto, modernizadas sobre la base de nuevos planes de carrera que
otorguen mejores integrantes de nuestros cuadros y reequipadas con los me-
dios técnicos más eficaces y modernos.
Nuevas fuerzas que en definitiva garanticen acabadamente la integridad
territorial de nuestro vasto país en el marco de la estrategia que claramente
surge de nuestra actual situación.
La reforma militar, con el objetivo superior que acabamos de definir, de-
berá procurar un nuevo tono moral en el marco del absoluto respeto al or-
den institucional, alimentado por el entusiasmo profesional que proporciona
la convicción de sumarse cada uno, individualmente y en conjunto, al gran
proyecto de la reconstrucción nacional.
La reforma militar así concebida es la política militar que este gobierno
se considera obligado a aplicar y es la mejor respuesta a la situación crítica
que en muchos sentidos sufren las Fuerzas Armadas y sus integrantes.
Como comandante en jefe no ignoro la cantidad y la magnitud de los es-
collos de toda naturaleza que este programa de reforma implica, pero tam-
bién sé de la vitalidad, el entusiasmo profesional y la imaginación de ustedes,
los que reconozco como las mejores garantías del éxito.
Soy consciente -y es mi deseo que lo sea la ciudadanía toda- de la mag-
nitud del esfuerzo desarrollado por los cuadros de las Fuerzas Armadas y en
especial por el señor jefe del Estado Mayor Conjunto y los señores jefes de
Estado Mayor específicos para superar con voluntad y verdadera vocación
militar las limitaciones y obstáculos que la penuria económica nos impone.
Un comportamiento ejemplar en el marco de una obligada austeridad no
hace sino confirmar las expectativas que nos alentaron cuando, desde el co-
mienzo de nuestra gestión, expresamos nuestra convicción de que la relación
entre el comandante y sus hombres partía del concepto de obediencia, en-
tendida como un adecuado balance entre la libertad libremente cedida y la
autoridad decididamente ejercida. Relación que se nutre también en la idea
de lealtad concebida como camino de ida y vuelta que vincula espiritualmen-
te a superiores y subordinados en la misión de defender la soberanía y las ins-
tituciones de la Nación.
Este comportamiento es absolutamente necesario en la hora actual, por-
que creo que no exagero si digo que la Argentina afronta hoy el mayor desa-
fio de su historia: el de su propia reconstrucción a partir de un estado de pos-
tración y decadencia que la ha corroído en todos los órdenes.
Aunque el aspecto económico de la reconstrucción aparece hoy en pri-
mer plano por la dramaticidad de sus apremios, esto es sólo parte de una ta-
rea global que nos obliga a realizar, replantear y reformular hábitos estructu-
rales, formas de convivencia y nodo s de articulación entre los distintos
sectores de la sociedad.
Todos los componentes de nuestra vida comunitaria fueron cayendo a lo
largo de las últimas décadas en un proceso de decadencia y desintegración tal
que nos obliga ahora, que nos impone hoy, la ineludible obligación de enca-
rar la reconstrucción en términos necesariamente globales.
Cualquier intento de reconstruir un sector estará condenado al fracaso
si lo encaramos aisladamente y no se inserta en un esfuerzo por reconstruir
el todo.
Tenemos en realidad que reformular el país, ponemos en claro con noso-
tros mismos sobre el modelo de Nación que deseamos.
Si se me pidiera que definiera en pocas palabras el componente clave del
proceso histórico que nos llevó a nuestro actual estado de postración, yo lo ca-
racterizaría como una progresiva pérdida de nuestro sentido de la juridicidad.
Durante los últimos cincuenta años, y en todos sus sectores, el país ha
vivido cultivando crecientes proclividades a la acción directa, al atajo antiju-
rídico, a la violencia explícita o implícita.
Lo que define a una sociedad como una totalidad integrada es la presen-
cia de un tablero de juego común a todos, reconocido por todos y respetado
por todos, es decir, la conciencia generalizada de que nuestras acciones e in-
teracciones deben sujetarse a normas válidas para todo el cuerpo social.
El todo social se desintegra de hecho cuando aquel tablero se desdibuja
y pierde presencia, cuando los grupos internos del conjunto tratan de alcan-
zar sus propios fines al margen del orden jurídico o cuando se proponen fi-
nes que sólo son alcanzables mediante una violación de la juridicidad regula-
dora de la sociedad global.
En esta pérdida del sentido jurídico y del sentimiento de integración so-
cial que sólo en la juridicidad puede fundarse, han desempeñado un papel de
relieve los golpes de Estado.
Tales apelaciones a la acción directa han plagado a la historia del país en
el último medio siglo. Un exceso de simplismo ha llevado a definirlos como
golpes militares, expresión en la que aquella propensión a ignorar la juridici-
dad y subvertir las normas integradoras de la sociedad aparece imputada a un
solo sector del país, librando de responsabilidades a los demás.
Esta visión del golpe de Estado carece de asidero en la realidad. Si nos
atenemos a ella en la interpretación de nuestra historia reciente nos conde-
naremos a no entender la trama íntima de nuestra decadencia y por lo tanto
a no saber qué hacer para superarla.
Los golpes de Estado han sido siempre cívico-militares. La responsabilidad
indudablemente militar de su aspecto operativo no debe hacemos olvidar la
pesada responsabilidad civil de su programación y alimentación ideológica.
El golpe ha reflejado siempre una pérdida del sentido jurídico de la socie-
dad y no sólo una pérdida del sentido jurídico de los militares.
Sería absurdo, en consecuencia, esperar que la superación del golpismo
provenga de una autocrítica militar o de una acción de la civilidad sobre los
militares.
La superación del golpismo sólo puede provenir de una reflexión global
de la sociedad argentina sobre sí misma. Éste es el único criterio realista e
históricamente objetivo que puede servimos de punto de partida para el es-
fuerzo por reconstruir reflexivamente la unidad de la Nación.
Incurriríamos también en una injusticia y en un error interpretativo de
nuestra historia reciente si consideráramos que sólo en los golpes de Estado
se ha reflejado la pérdida del sentido jurídico.
Esta decadencia de nuestra conciencia legal ha encontrado también gra-
ves vías de expresión en regímenes formalmente constitucionales.
Las prácticas fraudulentas, los abusos de poder, la idea de que el carácter
mayoritario de la fuerza podría autorizar a ignorar los derechos de las mino-
rías, fueron también en nuestro pasado componentes de la propensión a la
violencia y a la acción directa. También esto forma parte de los escombros a
partir de los cuales debemos encarar ahora la reconstrucción del país.
En este contexto histórico, caracterizado por lo que podríamos denominar
una cultura de la ajuridicidad, surge durante las últimas décadas el terrorismo.
Es cierto que este fenómeno respondió en no escasa medida a modelos
extranjeros y a consignas ideológicas de otras latitudes, pero sería un craso
error limitar a estos modelos y estas consignas la explicación de la presencia
y la extensión que cobró en la Argentina.
El terrorismo, una de las formas más crueles y sanguinarias de la acción
directa, se nutrió también entre nosotros de aquel vasto contorno estructu-
ral volcado a la ajuridicidad.
La arbitrariedad del fraude, el abuso del poder, el autoritarismo, el sojuz-
gamiento de las minorías, la acción directa golpista, componentes todos de
un cuadro general de violencia implícita o explícita, configuraron el disolven-
te cuadro cultural que, prácticamente con toda la sociedad argentina involu-
crada en él, sirvió de aliciente interno al crecimiento del terrorismo.
Combatir al terrorismo sin atacar ese cuadro cultural, o peor aún, comba-
tirlo a partir de ese cuadro, resulta estéril. Puede acabar con él momentánea-
mente, pero dejará en pie las condiciones para su reaparición.
La lucha contra el terrorismo, pues, sólo puede rendir frutos si se la en-
cara como una lucha interior a nosotros mismos, a todos nosotros, una lu-
cha de toda la sociedad argentina contra las raíces de su propia degradación
cultural.
No se puede superar al terrorismo dejando en pie las demás expresiones
de la ajuridicidad. O caen todas ellas en bloque, o el terrorismo seguirá laten-
te entre nosotros.
Nada más erróneo que reclamar la supervivencia de estructuras, conduc-
tas o prácticas autoritarias como forma de prevención contra el terrorismo.
Hacerlo significaría regalarle al terrorismo las condiciones de su propia re-
producción.
El camino por seguir es precisamente el inverso. Emprender una gigan-
tesca reforma cultural que instaure entre nosotros un respeto general por
normas de convivencia que garanticen los derechos civiles, que generalicen
la tolerancia, resguarden las libertades públicas, destierren de la sociedad ar-
gentina el miedo. Todo eso se llama democracia. La única alternativa a una
cultura de ajuridicidad es una cultura democrática. Si se lucha contra el te-
rrorismo a partir de la democracia y en defensa de ella, la victoria estará ase-
gurada sin necesidad de llegar a extremos dramáticos, porque tendrá delan-
te de sí un terrorismo débil, aislado y desnutrido, desprovisto de un contor-
no cultural ajurídico que lo provea de justificativos y fortalezca su capacidad
de reclutamiento.
Vastos sectores de la sociedad argentina cayeron durante los últimos años
en el trágico error de creer que sacrificando la democracia se creaban mejo-
res condiciones para combatir la plaga terrorista. Lo que se logró por esa vía
fue cambiar al terrorismo el signo, incluir en otras áreas la crueldad, la vio-
lencia y el desprecio por la vida que se pretendía combatir en él.
Erigir la acción directa del Estado como alternativa de la acción directa
del terrorismo implica inevitablemente copiar, asimilar, absorber, internalizar
en el propio Estado y en quienes lo controlan las metodologías y la cultura
de la violencia que teóricamente se aspira a suprimir. Librar la lucha en esos
términos es librarla al precio de dejarla sin sentido.
La consolidación de la seguridad interna, pues, en la medida en que se en-
tienda por ella seguridad contra la violencia, seguridad contra el miedo, segu-
ridad contra el abuso del poder, la arbitrariedad y la prepotencia sólo puede
garantizarse mediante la instauración plena de la juridicidad democrática, no
sólo en el ordenamiento institucional interno del Estado sino también en la
conciencia de los argentinos. La juridicidad así instaurada no podrá echar raí-
ces ni alcanzar su necesaria plenitud si empieza a ignorarse a sí misma, en el
enjuiciamiento del pasado.
Conocemos perfectamente que hay quienes confunden justicia con ven-
ganza, y que se mueven en la aún desarticulada sociedad argentina fuerzas
disgregadoras que pretenden hacer creer que no son hombres los que están
sentados en el banquillo de los acusados, sino las propias Fuerzas Armadas
de la Nación. Quiero dejar perfectamente sentado que quienes así actúan
agravian a las instituciones de la Nación y a la propia investidura presiden-
cial, ya que por disposición constitucional el Presidente ejerce al comando
supremo de las fuerzas.
Hablamos de nuestras Fuerzas Armadas. Aquellas que aún antes de nacer
demostraron en agosto de 1806 la actitud para defender la América del Sur
de la invasión británica. Aquellas que cuando retornaron los últimos grana-
deros de las campañas en Chile y en Perú tenían de la América toda el reco-
nocimiento de haber trascendido las fronteras del naciente Estado indepen-
diente sin más propósito que el de asegurar la libertad de los pueblos
hermanos.
Pero si grave resulta que en el seno de la sociedad civil aparezcan aque-
llas tendencias que nunca cobrarán vigor, gravísimo resulta que vaya a saber
en el curso de qué desvaríos o prisioneros de qué fanatismos surjan en el se-
no mismo de nuestras fuerzas, hombres que promuevan idéntica confusión.
Decididamente no pueden permanecer entre nosotros. Debemos evitar su
presencia deletérea y corruptora. Porque todos sabemos que los casi 170
años transcurridos desde e19 de Julio de 1816 están llenos de encuentros y
des encuentros, y de luces y sombras, de alegrías y llantos, pero el objetivo
deseado y los modos de acción para su consecución, siguen siendo para las
Fuerzas Armadas los mismos que están ínsitos en el Acta de la Independen-
cia: "Volcar la profundidad de nuestros talentos y la rectitud de nuestras in-
tenciones para alcanzar la libertad llenos del santo orden de la justicia".
Es necesario impedir nuevas deformaciones. Hace muchos años que
nuestra sociedad ha entrado en crisis. Fueron sus diversos componentes po-
líticos, económicos y organizativos los que engendraron conductas de en-
frentamiento al margen de las normas constitucionales y de las instituciones.
Este proceso se fue agravando con el correr del tiempo y es natural que
ello ocurriera en un país donde el crecimiento fue reemplazado paulatina-
mente por el achicamiento
Las Fuerzas Armadas no pudieron naturalmente permanecer incólumes
como brazo armado al servicio del Estado legítimo en la defensa exterior; se
pretendió convertirlas en brazo armado de poderes ilegítimos para ser utili-
zadas con fines que poco o nada tenían que ver con la defensa de la patria.
Se había desquiciado la economía, pero también el Estado y mucho más
todavía el tejido social del país. Las Fuerzas Armadas no pueden ser parte nor-
mal de las instituciones cuando esas instituciones pierden vigor y no cumplen
su cometido. No es cuestión ahora de repartir culpas y responsabilidades. No
es nuestra tarea. Tampoco será -pienso-la de los historiadores que deben re-
construir objetivamente la ilación y el sentido de los hechos ocurridos.
Sabemos todos que esos períodos turbulentos y decadentes de la historia,
las incitaciones a la quiebra constitucional y al autoritarismo, partieron desde
diversos ámbitos de la sociedad argentina.
En un país que en lugar de avanzar retrocedía se retrogradaron todas las
instituciones.
Los hombres de armas, en lugar de defensores de la comunidad nacional,
llegaron a convertirse en sus dirigentes y sus administradores, lo cual consti-
tuye la negación de la esencia misma del papel de las fuerzas armadas en una
nación civilizada, moderna y compleja. Incluso cuando un militar tiene éxito
en su gestión de gobierno, se ha transformado en un político y ha dejado de
ser un militar.
Ésta no podía ser una propuesta válida para toda la institución.
Podemos y llegaremos a ser un país moderno y en marcha. Con ese mar-
co las Fuerzas Armadas tendrán también un papel moderno y creativo. Nun-
ca más serán instrumentos de poder utilizados ilegítimamente sino institucio-
nes cabales del Estado.
Integradas por ciudadanos que, entre todas las vocaciones y funciones
posibles, han elegido la de poner su vida al servicio de la defensa de la vida
de todos. Y esa ofrenda de la vida debe encontrar una contrapartida digna en
el resto de la sociedad, una sociedad libre, democrática y en crecimiento. Es
lo que todo militar dispuesto a defenderla se merece. ¿Cómo pedirle a un
hombre que juegue su vida por la injusticia, por el autoritarismo, o por el em-
pobrecimiento?
Una vida humana vale más que eso. Es el supremo valor de nuestra civi-
lización y sólo debe ser sacrificada por valores e intereses sociales que se co-
rrespondan con esa dignidad. Así ocurre en los grandes y viejos países de
Europa Occidental, de los que proviene nuestra herencia cultural y el origen
de buena parte de nuestros habitantes.
Constitución, patria, progreso, hogar, desarrollo y solidaridad social. Va-
lores básicos para los militares que orgullosamente han asumido la misión de
defender esas nobles comunidades nacionales. Nosotros debemos brindar a
nuestros militares la misma posibilidad de orgullo y dejar sepultadas para
siempre en la historia otras épocas en que la decadencia y la tiranía no depa-
raban la posibilidad de papeles dignos a ninguno de los argentinos, incluso a
los militares.
La endeblez de la sociedad argentina, la decadencia de sus instituciones, el
achicamiento de su aparato productivo y el debilitamiento de los mecanismos
naturales de la cohesión social arrastraron a todos sus integrantes a una lucha
confusa por la supervivencia. Esa situación fue también caldo de cultivo para el
sufrimiento y la promoción de grupos que bajo el signo de la protesta contra la
injusticia y el desorden pretendieron instaurar un nuevo orden autoritario.
Muchos jóvenes argentinos cayeron en la trampa mortal del terrorismo y
nuestra atribulada sociedad sólo pudo responder con una represión que no
estaba respaldada por ideales enraizados en una realidad consistente y veraz.
Eran hijos de la mentira y por eso fueron víctimas fáciles de nuevas mentiras.
Asumamos todos la responsabilidad de esa tragedia, como también asu-
mimos la tragedia de los militares que tuvieron que defender principios de-
jados de lado en la práctica efectiva por esa misma sociedad. En muchos paí-
ses europeos asolados en años recientes por el terrorismo, vimos cómo la
respuesta de las instituciones fue firme, segura, eficaz, sin que se alterarse en
lo más mínimo la vigencia de la legalidad. Ello fue así porque eran socieda-
des sólidas donde los valores de la democracia y de la convivencia civilizada
eran sentidos por la mayoría abrumadora de los ciudadanos como realidades
palpables y vivientes. Hombres de las fuerzas del orden, de la justicia, de las
instituciones, que eran fuertes porque la sociedad era fuerte. Porque la demo-
cracia no era una propuesta, sino el marco cotidiano en el que todos estaban
acostumbrados a vivir y al que querían defender a toda costa, con la cara con-
vicción de que la democracia sólo se defiende con métodos democráticos y
que lo contrario sólo sería ceder al enemigo.
Esta clara voluntad determinó el fracaso y la derrota de los enemigos de la
democracia. Éstos sucumbieron políticamente por la firmeza con que fueron
enfrentados dentro de los estrictos marcos legales. Pero también por el aisla-
miento y por la indignación que habían suscitado en todo el cuerpo social.
Los embates del terrorismo sorprendieron a nuestro país en una situa-
ción muy diversa. En una situación donde no reinaba la confianza en las ins-
tituciones. Donde predominaba la regla bárbara del "sálvese quien pueda" y
donde todos los grupos estaban empeñados en la defensa de sus intereses
sectoriales. Doctrinas disolventes y autoritarias de las más opuestas orienta-
ciones pretendieron durante décadas confinar a los militares entre los lími-
tes absurdos de una dicotomía todavía más absurda: ser los salvadores o los
enemigos de la patria, cuando los militares en una sociedad moderna y de-
mocrática son nada más y nada menos que ciudadanos armados en la defen-
sa de sus valores y de su ordenamiento legal y político, frente a las amena-
zas externas.
Debemos recuperar sin vacilaciones ese alto sentido de la función militar,
como parte de la vida cívica. Los militares son ciudadanos en plenitud, que
por noble vocación y noble decisión adoptan la misión de preparar y organi-
zar la defensa común de la patria y del Estado republicano.
Su función se desvirtúa cuando falla el sistema, cuando entra en crisis y
se desquicia. La acción de las Fuerzas Armadas pierde entonces su sentido.
Vacilan sus cimientos éticos. La más alta lección de moral militar frente a es-
te tipo de situaciones nos la ha legado el más grande soldado de nuestra his-
toria. José de San Martín fue grande por su talento estratégico y por su pa-
triotismo, por su espíritu de entrega a la causa nacional, pero lo fue también
por su insobornable adhesión a las bases fundamentales de la ética castren-
se. No pudo concebir jamás la función militar sino como un servicio inte-
gral en defensa de la patria. Cuando se alejó de nuestro país lo hizo precisa-
mente para no desvirtuar su misión como hombre de armas al servicio de
las instituciones republicanas. Se iniciaba en aquel momento un período do-
loroso de nuestra historia, en el que las Fuerzas Armadas se transformaron
en los cuerpos armados de las distintas facciones sociales y políticas en pug-
na yeso repugnaba profundamente a la conciencia ética militar y republica-
na del Libertador.
Una vez superada esa etapa de confusiones y de desgarramiento, la reor-
ganización nacional devolvió a las Fuerzas Armadas a su función institucional.
Nuestras Fuerzas Armadas modernas estaban destinadas a ser como en
todo país civilizado, una parte fundamental del aparato del Estado. Nuestras
Fuerzas Armadas modernas fueron hijas de la Constitución y de las leyes.
La Constitución y las leyes de la República determinaron su existencia,
sus funciones y su sentido. Cuando no rige la Constitución y se relativizan las
leyes, cuando se altera el principio de la división de poderes y de la represen-
tatividad popular de los mandatarios, las fuerzas armadas dejan de ser el bra-
zo armado de la Nación. Podrán obrar mejor o peor, fomentar el desquicia-
miento o contribuir a su superación, pero en la práctica operan como grupos
autónomos de ciudadanos armados.
La Constitución fija muy sabiamente que el presidente de la Nación es el
comandante supremo de las Fuerzas Armadas, determinando así la plena in-
serción de ellas como parte del Estado.
Cuando no hay presidente de la Nación elegido tal como lo determina la
Constitución, las Fuerzas Armadas quedan acéfalas y pierden automática-
mente su carácter de institución estatal.
Por ello la defensa a ultranza de la Constitución debe ser para el militar la
defensa de su propia dignidad, del carácter ético y social de su función, de su
papel como integrante legítimo de la comunidad en el ejercicio de una mi-
sión específica.
Los argentinos no podemos seguir remendando estructuras perimidas,
retocando comportamientos antiguos, repitiendo las mismas acciones ante
los viejos problemas. Hemos puesto una bisagra a cincuenta años de deca-
dencia, estamos decididos a construir el país que nos merecemos y para ello
es necesario que tengamos siempre presente que vamos a transitar un largo
camino de transición, en el que se entremezclan la Argentina que muere y la
Argentina que nace.
Permanentemente vamos a encontramos ante encrucijadas en las que te-
nemos que elegir entre un camino que nos conduce al pasado, al retroceso
histórico, a la cristalización de nuestro movimiento y otro que marcha hacia
el futuro, y que permite vislumbrar un horizonte de concordia y progreso.
En esta marcha nueva de los argentinos, es preciso también que tenga-
mos presente la necesidad de marchar juntos a un mismo paso, ciudadanos
armados y ciudadanos desarmados. Civiles y militares insertados como lo es-
tán en un mismo camino, en una misma esperanza, con un mismo destino.
Ha sido muy larga y muy trágica la historia de desencuentros que hemos
padecido. Divisiones en el campo civil, ineptitud y falta de coraje en las diri-
gencias, irresponsabilidad a veces en quienes alcanzaron el honor de condu-
cir una institución fundamental de la República y la condujeron hacia cami-
nos que jamás debimos haber aceptado los argentinos. Hubo falta de apego
a la ley y a las instituciones y hubo subversión en la escala de valores de nues-
tra nacionalidad. Y esa honda crisis moral, cada uno con su grado de respon-
sabilidad, debemos asumir que nos alcanzó a todos. A quienes refugiados en
intereses mezquinos fueron a buscar el apoyo de las armas para imponer su
voluntad y quebrar la voluntad del pueblo y sus instituciones. Y a quienes
aceptaron silenciosamente la imposición de la fuerza y la violencia.
A quienes apelaron al odio y al terror como arma de lucha política ensu-
ciando valores anhelados y derramando la sangre de nuestra juventud y tam-
bién a quienes utilizaron los mismos métodos para combatirla.
Los argentinos dijimos basta a aquella pesadilla. Y cerramos un capítu-
lo nefasto de nuestra historia sobre la base de la justicia, el esclarecimiento
y la verdad.
También aquí cabe ahora la apelación a la conciencia de cada argenti-
no, cualquiera haya sido su ubicación frente a la triste experiencia que vi-
vimos, en el sentido de realizar un agudo ejercicio de autocrítica y sanea-
miento moral.
Estamos construyendo desde los escombros los cimientos de una Argen-
tina moderna. Y construir un país moderno es también reconstruir nuestras
Fuerzas Armadas en su papel específico y en su inserción definitiva en el se-
no de la sociedad. De otra forma no podemos pensar en un futuro mejor, en
un nuevo proyecto de Nación en camino de crecimiento y libertad. Sólo lo
alcanzaremos a través de una efectiva y definitiva acción común, en la que to-
dos vamos a ser parte.
Nos toca como dirigentes y como hombres de una generación que ha su-
frido los embates de la violencia y de la destrucción, asumir la responsabili-
dad de construir una nueva nación reencontrada con los valores que le die-
ron origen.
Nos toca responder satisfactoriamente a las demandas de las generacio-
nes jóvenes que se niegan a aceptar las respuestas ambiguas y las posterga-
ciones en sus anhelos de justicia. Los vemos avanzar decididos hacia un fu-
turo mejor. Decididos a borrar definitivamente de nuestra historia los
enfrentamientos estériles y los comportamientos autoritarios, las razones de
la fuerza por sobre las ideas, la obediencia ciega, o la manipulación de sus
conciencias y de sus actos.
Han visto pelear a sus padres, han recibido una larga secuencia de desa-
ciertos, proyectos trunco s y esperanzas rotas, como conflictiva herencia de
un país maltratado. No les supimos dar respuestas y fueron embarcados en
experiencias de odio y terror que llevaron la agresión y la violencia hasta el
paroxismo. Jamás la Argentina sufrió tanto como en el último decenio. Jamás
como en los últimos años se abandonaron a su suerte tantas voluntades de-
jando caer o aplastando los brazos de una Argentina que luchaba por rena-
cer. Jamás, entonces, fue tan necesario como hoy el reconocimiento de la ver-
dad, la admisión de los errores, el rechazo de formas y procedimientos que
ahora y siempre debemos evitar.
Ya no hay más espacio para aquel pasado. Hemos terminado para siem-
pre con el autoritarismo y las decisiones unilaterales que subvirtieron nues-
tro orden institucional, y restablecimos el orden constitucional republicano y
democrático, como único marco en el que personas e instituciones pueden
desenvolverse y desarrollar a pleno sus capacidades.
Es mucho, mucho más de lo que a veces percibimos lo que hemos avan-
zado en este segundo año de vida en libertad. Pero debemos tener viva con-
ciencia también de cuán profundas han sido las heridas inflingidas al cuerpo
social de la nación. No alcanzan las normas jurídicas, no alcanzan los actos
de gobierno, no bastan las voluntades de los dirigentes, para reparar las he-
ridas del pasado que dejamos atrás. ..
Hemos producido hechos inéditos y auspiciosos que sirvieron para mos-
trar que esta vez la verdad, la justicia y la defensa de la dignidad humana no
son esperanzas abstractas.
Ahora es necesario que marchemos juntos desde el corazón mismo de la
sociedad, hacia la reconciliación definitiva de los argentinos, con un sentido
enaltecedor de justicia basado en la ética social.
Yo no creo en los puntos finales establecidos por decreto. No se cierran
capítulos de la historia por la sola voluntad de un dirigente, cualquiera sea la
razón que lo anime.
Pero sí es fundamental que exista conciencia y consenso en torno a esto:
es la sociedad misma la que en un acto de severa contrición y reconocimien-
to de su identidad está recogiendo la experiencia del pasado y comienza a de-
cidirse a encarar el futuro con la mirada hacia adelante, con el paso decidido,
con humildad y con osadía.
Mirar hacia adelante significa responder con un noble acto de concepción
ética a las esperanzas de aquella juventud que no quiere volver a ser nunca
más carne de cañón. Es no permitir que se pretenda aborregar nuestra savia
joven o encarrilarla hacia el escepticismo y la frustración.
Es colocar por encima de todo el valor de la vida y de la convivencia en
un pueblo reconciliado. Es establecer responsabilidades jurídicas y morales
en la memoria colectiva de nuestra sociedad. Es la cuota de arrepentimiento
asumida por cada uno, por cada sector.
Y bien, podemos ponemos a trabajar para adelante. No más violencia.
No más justicia por propia mano y alejada de la ley. No más prepotencia e
intolerancia en la Argentina de hoy. No cerramos la puerta de nuestra histo-
ria. No tratamos con superficialidad o condescendencia a quienes tengan que
asumir responsabilidades ante la historia y ante la sociedad.
No hacemos política en beneficio de uno u otro sector.
Estamos nada más ni nada menos que intentando consolidar este tránsi-
to de un pueblo unido hacia su dignidad. y para ello es fundamental que ha-
ya reconciliación.






Testimonio del ministro de Defensa
Horacio Jaunarena acerca de los acontecimientos
de Campo de Mayo (abril de 1987)


ME VOY A REFERIR exclusivamente a los hechos acontecidos en la tarde y no-
che del sábado y en la mañana del domingo, que son de mi conocimiento di-
recto por haber sido protagonista.
Por intermedio de Facundo Suárez, por ese entonces a cargo de la SIDE,
se había organizado una reunión en el Edificio de la Fuerza Aérea; iban a par-
ticipar monseñor Medina (vicario castrense), el brigadier Crespo, Facundo
Suárez y el teniente coronel (RE) Vila Melo, quien decía representar a Rico.
Por expreso pedido del Presidente participé de esa reunión en razón de que
se pensaba que yo estaba en condiciones de interpretar mejor el pensamien-
to presidencial en una reunión tan delicada. En el encuentro, Vila Melo hizo
conocer las exigencias de Rico, que eran -según le manifesté- claramente ina-
ceptables. En atención a ello, en ese momento resolvimos que yo tuviera una
entrevista con Rico en Campo de Mayo, lugar al cual me trasladé en helicóp-
tero, previo conocimiento y consentimiento del Presidente.
Una vez allí, y acompañado por el general Vidal, nos ubicamos en un ám-
bito presuntamente neutral, en donde se presentaron Rico, Venturino y una
fuerte custodia de hombres armados y vestidos de fajina.
A mi pedido, la custodia se retiró, por lo que quedamos Rico, Venturino,
el general Vidal y yo.
La impresión que tuve en ese momento es que, si bien el que llevaba la
voz cantante era Rico, el mentor que lo alimentaba era Venturino. De todas
maneras, y luego de largas discusiones por momentos muy ásperas, pudimos
resumir el petitorio de Rico en cinco puntos: 1. pase a retiro del general Ríos
Ereñú y su reemplazo por otro a elegir de una lista de cinco generales que
allí se me exhibió; 2. solución "política" (es decir, amnistía) de las secuelas de
la represión de la guerrilla; 3. cese de la campaña contra las Fuerzas Arma-
das por parte de los medios de comunicación; 4. aumento sustancial del pre-
supuesto de las Fuerzas Armadas; 5. no sancionar a los protagonistas de los
hechos de Semana Santa.
A estos requerimientos contesté:
1. Que el general Ríos Ereñú ya había solicitado su retiro y que no se acep-
taba la pretensión de que el nuevo jefe del Estado Mayor fuera electo de
la lista que se me presentaba (el general Caridi, designado luego, no esta-
ba en ella).
2. Que el gobierno ya tenía una decisión tomada con respecto a este tema y
que ya la había anunciado el doctor Alfonsín en un discurso emitido po-
cos días antes en la localidad de Las Perdices, provincia de Córdoba. Lo
que yo personalmente lamentaba es que ahora esa decisión ya tomada por
el gobierno iba a ser interpretada como consecuencia de la presión de los
revoltosos. No obstante, se seguiría con lo que ya estaba decidido.
3. Que en una democracia, el gobierno no dirige los medios de comunica-
ción, de manera que sobre el tema no se podía hacer nada y que el movi-
miento que estaban llevando adelante no hacía otra cosa que destruir aún
más el prestigio de las Fuerzas Armadas.
4. Que la situación presupuestaria no podía resolverse exclusivamente mi-
rando a las Fuerzas Armadas, sino también a los requerimientos de otros
sectores de la sociedad tan dignos de protección como ellas.
5. Que la Justicia estaba interviniendo y, por lo tanto, sería ésta la que en de-
finitiva resolvería sobre sus responsabilidades.
Finalmente le hice saber a Rico que había una muchedumbre cada vez más
inquieta, que la situación podía tomarse incontrolable para el propio gobier-
no y que las consecuencias iban a ser lamentables, mucho más para aquellos
a los que él estaba acaudillando, por lo que le requería que cuanto antes de-
pusiera. su actitud.
Luego de una discusión áspera entró en razones y me dijo que necesi-
taba esa noche para persuadir a sus camaradas que estaban muy exaltados,
por lo cual requería tiempo hasta el día siguiente a las 10 de la mañana pa-
ra entregar me la unidad formada y subordinada al gobierno constitucional.
Así se acordó, razón por la cual me retiré e informé acerca de la situación
al Presidente.
Horas más tarde, el propio Rico se trasladó a la sede del Estado Gene-
ral del Ejército e informó al general Ríos Ereñú que a la mañana siguiente
haría entrega de la unidad en la forma que le había anticipado al ministro
de Defensa.
Al día siguiente (mañana del domingo) me trasladé a Campo de Mayo.
Cuando llegué me encontré con una situación absolutamente diferente a la
esperada: Rico se presentó acompañado por una docena de hombres arma-
dos y en actitud amenazante. Yo me hallaba solo con mi ayudante, y sin
mucha posibilidad de comunicarme con el exterior, rodeado de gente visible-
mente fuera de control. En ese contexto, Rico me dijo que yo le había men-
tido, que "lo había corrido con la vaina", porque esa noche él se había ente-
rado de que el gobierno estaba dispuesto a dar la amnistía a todos aquellos
que intervinieron en la represión de la guerrilla, y que yo había querido ha-
cerme el héroe ante los ojos de un Presidente que estaba dispuesto a conce-
der mucho más de lo que yo había manifestado.
Frente a ello, le pregunté de dónde había sacado semejante despropósito.
Me manifestó que se lo había dicho el intendente de San Isidro, quien había
estado en Campo de Mayo luego de que yo me hube retirado. Le pregunté si
él apreciaba la diferencia entre la palabra del ministro de Defensa y la del in-
tendente de San Isidro, y me contestó que frente a este doble mensaje él que-
ría que fuera el propio Presidente el que le dijera lo que realmente el gobier-
no estaba dispuesto a hacer.
Dadas estas circunstancias, al advertir que todo lo que se había avanzado
había quedado destruido y apreciando que la situación se agravaba a medida
que pasaban los minutos, me comuniqué con la Casa de Gobierno. Hablé
con uno de los edecanes del Presidente, al cual en medio de mi indignación
y furia le manifesté que, gracias al caos y a los dobles mensajes que emitían
quienes posiblemente querían ayudar, habíamos llegado a la situación en que
estábamos y que no veía otra alternativa más que el Presidente viniera y rati-
ficara cuál era la intención del gobierno constitucional.
Luego de ello marché a la Casa de Gobierno cuando ya AIfonsín iba a
partir hacia Campo de Mayo.

Junio de 2004






A manera de epílogo
La gestión de gobierno de Raúl Alfonsín:
desafíos y respuestas


Es una verdad probada por la experiencia histórica que
en este mundo sólo se consigue lo posible si una vez y
otra vez se lucha por lo imposible.
MAX WEBER

ACABAMOS de cumplir veinte años de la recuperación de la democracia, cuan-
do ello de diciembre de 1983 salimos del momento más oscuro y doloroso
de nuestra historia del siglo xx, marcado por la ruptura institucional que vio-
ló la República, por la represión política e ideológica criminal, con el país
económicamente arrasado, la cultura y la libertad de expresión sofocadas, y
la sociedad herida, enfrentada y sometida por el régimen militar que se había
impuesto en 1976, en el contexto de una desatada subversión homicida y el
accionar de los grupos irregulares de las tres A.1
En el mensaje presidencial de ese día a la Asamblea Legislativa, Raúl
Alfonsín decía:

Hoy asumimos el gobierno de la Nación cuando está sumida en la crisis qui-
zá más grave de su historia. Pero los dolores que hemos vivido nos dejaron
lecciones que no podemos ni debemos olvidar. [...] Por la libre voluntad del
pueblo argentino, tengo el honor y la responsabilidad de asumir la presiden-
cia de la República. Los hombres y mujeres de mi patria me honraron con-
fiándome ese cargo con una esperanza: la de recuperar la Nación para la vi-
da, la justicia y la libertad.


Para esta recuperación nos proponía a todos los argentinos "llevar a cabo una
cruzada horizontal y vertical de democratización sobre la base de una acción
renovada de los partidos políticos, de las asociaciones intermedias y de cada
uno de los ciudadanos, en forma de permitir que los sistemas de fuerzas que
anidan en la sociedad argentina se articulen en una convivencia pacífica y crea-
dora". Y agregaba el compromiso de su "gobierno [el cual] no se cansará de
ofrecer gestos de reconciliación, indispensables desde el punto de vista ético e
ineludibles cuando se trata de mirar hacia adelante. Sin la conciencia de la
unión nacional -afirmaba- será imposible la consolidación de la democracia;
sin solidaridad, la democracia perderá sus verdaderos contenidos". El presi-
dente invita al diálogo, a la búsqueda y la construcción de consensos como
metodología para procurar la edificación de un Estado legítimo, que constitu-
yó siempre su prédica y determinó la conducta permanente en la acción polí-
tica y en el ejercicio del gobierno por parte de Raúl Alfonsín.2 Estaba pi-
diéndole al pueblo que se asumiera como actor para construir la sociedad
deseada, que sólo mereceremos si somos capaces de forjarla nosotros mismos.

La consolidación de la democracia

La consolidación de la democracia, la unión nacional, la reconciliación de la
sociedad mirando siempre "hacia adelante" fueron los objetivos irrenuncia-
bles que dieron origen a los más cruciales empeños y difíciles decisiones a lo
largo de toda la gestión del presidente Alfonsín. Él enfatizó el alcance de la
palabra consolidación, la cual, al referirse a la democracia

no puede evocar en la Argentina ideas de conservación, de respeto al statu
quo ni sólo de restauración; debe evocar, al contrario, cambios, transforma-
ciones, innovaciones. Consolidar la democracia en nuestro país es una tarea
audaz; de ninguna manera resignada. Exige imaginación, voluntad de crear,
de inventar; exige todo menos repetir viejos esquemas y anacrónicos enfren-
tarnientos. Exige, por lo tanto, un ancho abanico de reformas profundas. El
requisito básico para poner en marcha esa consolidación imaginativa de
nuestro incipiente régimen democrático es la institución de lo que cabe lla-
mar un pacto de garantías entre los protagonistas y en general entre todos
los actores del quehacer político; el ejercicio de la democracia exige el res-
peto generalizado de un conjunto de reglas de juego, sin el cual ninguna po-
lítica responsable es posible.

El país necesitaba protagonizar una verdadera gesta ciudadana, cambiar mu-
chas concepciones y prácticas culturales, y fue convocado para ello. Pero no
todos lo comprendieron y, lo que es más grave, muchos se opusieron activa
y sistemáticamente a asumir tal compromiso, generando confrontaciones
traumáticas. La fuerza inercial de muchos factores negativos de la crisis he-
redada, los intereses y las presiones ejercidas por distintos y numerosos ac-
tores sociales, la concepción tan arraigada de tratar siempre de derrotar al
atto como manera de llegar al poder como alternativa y las profundas frac-
turas que habían sido producidas en la comunidad nacional obstaculizaron el
camino y desnudaron una realidad adversa.

Dar testimonio

El gobierno tuvo fracasos, pero también iniciativas desafiantes y éxitos a
señalar. Hoy la historia parece detenerse sólo en los primeros. Pero si, ci-
tando a Borges "la verdad histórica no es lo que sucedió, es lo que juzga-
mos que sucedió", y teniendo en cuenta que lo que no está escrito no exis-
te, es importante dar testimonio a partir del conocimiento de los hechos tal
como fueron vividos y de las percepciones y convicciones íntimas del prin-
cipal protagonista, para poder ubicarnos informadamente y formar nues-
tro juicio independiente. Ésta ha sido una antigua y reiterada sugerencia
mía al ex presidente de la Nación, quien, en el momento de decidir poner
esos sucesos en las páginas precedentes, me concedió el honor de hacer, a
la manera de epílogo, un análisis en el que recorriera algunos de los aspec-
tos que considero significativos en su gestión de gobierno. Me referiré
entonces a las realizaciones y los proyectos que nos permitan entender e in-
terpretar mejor los desafíos de la época y las respuestas que se plantearon
frente a ellos. No se tratará, de ningún modo, de presentar un examen ge-
neral de las políticas que puso en marcha el gobierno de Raúl Alfonsín, si-
no, apenas, de señalar algunos hitos que marcaron el sentido y los princi-
pios que las sustentaron y las condiciones de su realización. Habrá,
seguramente, algún solapamiento con temas tratados por el autor, pero
considero necesario presentar aquí este todo interrelacionado. Ello dejará
más en claro el contexto y permitirá visualizar más acabadamente las res-
tricciones, las insuficiencias, los logros, los caminos abiertos, así como las
propuestas visionarias no realizadas.

Un gobierno de transición

Para comenzar, es necesario advertir que el gobierno que se instalaba era la
transición desde una dictadura que se desalojaba, hacia una democracia
naciente respaldada por el voto mayoritario de una ciudadanía esperanzada.
Se venía a restaurar la República, a sentar las bases para el progreso y el de-
sarrollo de una sociedad moderna en medio de una profunda crisis que abar-
caba todos los aspectos de la vida nacional. No se trataba de un simple cam-
bio de gobierno que iniciaba una nueva gestión, era un momento
fundacional, de gestación de una Argentina diferente, de construcción de
una nación plenamente soberana que debía deshacerse de una pesada heren-
cia para proyectarse hacia el futuro, para construir la democracia como siste-
ma de vida y de convivencia.


No a la impunidad

El Poder Ejecutivo, apenas asumido, convocó al Congreso Nacional a reunir-
se en sesiones extraordinarias y le envió un conjunto de proyectos de ley vin-
culado con las violaciones a los derechos humanos que había padecido el país,
para su tratamiento inmediato. Entre las más importantes se encuentra la de-
rogación de la llamada "ley de autoamnistía", sancionada por decreto de la
Junta Militar justo antes de dejar el poder, por la cual se declaraban "extingui-
das las acciones penales emergentes de los delitos cometidos con motivación
o finalidad terrorista o subversiva", y se extendían sus beneficios "a todos los
hechos de naturaleza penal realizados en ocasión o con motivo del desarrollo
de acciones dirigidas a prevenir, conjurar o poner fin a las referidas activida-
des terroristas o subversivas, cualquiera hubiere sido su naturaleza o el bien
jurídico lesionado". La propia existencia de este decreto-ley y su contenido
constituyen una admisión de culpa por la acción del terrorismo de Estado uti-
lizado amplia e indiscriminadamente contra el terrorismo subversivo y el res-
to de la población. Por la ley 23.040, primera sancionada por el gobierno de-
mocrático, fue derogado y declarado insanablemente nulo.
Otras leyes incluyeron: la derogación de las leyes de facto que regulaban
el procedimiento contra el terrorismo; la derogación de las normas que po-
sibilitaban el sometimiento de civiles para su juzgamiento por tribunales mi-
litares en períodos de conmoción interior; la derogación del cuerpo de dis-
posiciones por las que el gobierno podía expulsar del país a extranjeros por
causas políticas o ideológicas. Paralelamente, se promovió la ley de protec-
ción del orden constitucional y de la vida democrática, elevando el antiguo
delito de rebelión a la categoría de atentado al orden constitucional, y penan-
do la amenaza pública de cometer estos hechos.
Una pieza fundamental fue la modificación del Código de Justicia Militar,
que estableció hacia adelante la limitación de la competencia de los tribunales
militares en los delitos de esa naturaleza, correspondiéndoles a los tribunales or-
dinarios el juzgamiento de los delitos comunes cometidos por los militares.
Siguiendo el principio del juez natural de la causa, se permitió la actuación de
los primeros para el juzgamiento de los hechos acaecidos en el pasado, pero se
introdujo una disposición según la cual sus resoluciones o su falta de diligencia-
miento serían apelables ante la Cámara Federal. Se generó así un nuevo recurso
de apelación que podían interponer tanto el acusado como la parte acusadora
para ser atendido por los tribunales civiles comunes a todos los argentinos. El
proyecto contenía los tres niveles de responsabilidad ampliamente difundidos
por el presidente en su campaña electoral: la de los que planificaron, decidieron
y dieron las órdenes de la represión, la de los que se extralimitaron en la ejecu-
ción de las operaciones antisubversivas, y la de los que cumplieron órdenes en
función de la obediencia debida a sus mandos militares, inducidos al error y ba-
jo la presión de las circunstancias.3 En la tarea parlamentaria, a través de modi-
ficaciones producidas en el Senado, se eliminó la eximente de la obediencia de-
bida.4 Se promovieron, además, la revisión de las condenas a civiles dictadas por
tribunales militares, y se derogó la competencia de esos tribunales para delitos
comunes cometidos por personal militar o de seguridad, con lo que se puso fin
a un sistema de privilegio vigente desde la época colonial.
Entre las primeras medidas tomadas por decreto se ordenó la prosecu-
ción de las causas penales contra los jefes guerrilleros de las organizaciones
terroristas acusados de homicidio, asociación ilícita, instigación pública a
cometer delitos, apología del delito y otras causas que pudieren surgir. Del
mismo modo, se establecieron las causas penales contra los integrantes de
las tres juntas militares por los delitos cometidos en su acción represiva, que
fue calificada como "terrorismo de Estado" en el texto del decreto corres-
pondiente. Posteriormente, nuevos decretos ampliarían esas acusaciones a
los altos jefes de cuerpos de Ejército como Luciano Benjamín Menéndez y
Carlos Suárez Mason, el jefe de policía Ramón Camps, y de la jefatura de la
Escuela de Mecánica de la Armada, de triste memoria. Simultáneamente,
mediante otro decreto se creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición
de Personas (Conadep). Por otra parte, se procedió a desmantelar el apara-
to represivo existente, se derogó la doctrina de seguridad nacional y se
discutió el rol de las Fuerzas Armadas para la democracia, el que quedó fi-
nalmente plasmado en la Ley de Defensa sancionada en 1988.
Es fundamental el reconocimiento de la acción desarrollada por la Cáma-
ra Federal en el juicio de los comandantes de las tres Fuerzas Armadas y por
la Conadep en la investigación del terrorismo de Estado, porque ellos constituyen
la condena penal de los principales responsables, en el primer caso, y
la condena moral de todos los que intervinieron a través del conocimiento
que se tiene de sus nombres, de la metodología utilizada y de las redes de
centros de secuestro, tortura y muerte en que actuaron, en el segundo caso.
La altísima significación de estos hechos no ha tenido la debida valoración
de la sociedad argentina, contrario sensu a lo que sucede en muchos otros lu-
gares del mundo.5
La Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas fue creada por el
presidente Alfonsín, el 15 de diciembre de 1983, con la misión de esclarecer
los dolorosos hechos sucedidos en el país durante la época de implantación del
terror, recibir las denuncias de desaparecidos y secuestros de personas realiza-
dos entonces y producir un informe, que sería público, del resultado de su la-
bor. La Comisión fue presidida por el prestigioso escritor Ernesto Sábato y es-
tuvo integrada por Ricardo Colombres, René Favaloro (quien renunció),
Hilario Fernández Long, Carlos T. Gattinoni, Gregorio Klimovsky, Marshal T.
Mayer, Jaime R De Nevares, Eduardo Rabossi y Magdalena Ruiz Guiñazú, y
los diputados nacionales Horacio H. Huarte, Santiago M. López y Hugo
Piucill. Actuaron como secretarios Raúl Aragón, Graciela Fernández Meijide,
Alberto Mansur, Daniel Salvador y Leopoldo Silgueira.
En el prólogo del informe, comienzan expresando:

Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que
provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda. Así
aconteció en Italia, que durante largos años debió sufrir la despiadada ac-
ción de las formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos simila-
res. Pero esa nación no abandonó en ningún momento los principios del de-
recho para combatirlo, y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los
tribunales ordinarios, ofreciendo a los acusados todas las garantías de la de-
fensa en juicio; y en ocasión del secuestro de Aldo Moro, cuando un miem-
bro de los servicios de seguridad le propuso al general Della Chiesa tortu-
rar a un detenido que parecía saber mucho, le respondió con palabras
memorables: "Italia puede permitirse perder a Aldo Moro. No, en cambio,
implantar la tortura".

Por el contrario, para los dictadores argentinos -en quienes estaban au-
sentes la ética ciudadana y el respeto a las nobles tradiciones sanmartinianas
de las instituciones a que pertenecían- esto constituía un mero prejuicio y el
fin justificaba los medios, tesis todavía sostenida y reiteradamente reivindica-
da por algunos sectores de las Fuerzas Armadas.
La tarea de la Comisión fue ímproba. Recibió a varios miles de denuncian-
tes individuales e institucionales, libró alrededor de 1.300 pedidos de informa-
ción a instituciones de las Fuerzas Armadas, a distintas policías provinciales y
a la Policía Federal, y a diversos organismos públicos y privados involucrados.
Muchos no fueron respondidos y a menudo hubo que recurrir al presidente
de la Nación cuando las instituciones militares alegaban el carácter reservado
o secreto de los datos requeridos para negarse a suministrarlos. En sus archi-
vos hay denuncias de aproximadamente 600 secuestros que se habrían produ-
cido antes del 24 de marzo de 1976, fecha en que asumió la Junta, y se regis-
traron 8.960 personas que estarían desaparecidas a la fecha de realización de
su tarea. Se presentaron 1.086 casos al Poder Judicial, y gran parte de la evi-
dencia relevada fue decisiva en el desenvolvimiento de los juicios.
El informe final, entregado al presidente el 20 de septiembre de 1984, lle-
va el título sugestivo de Nunca más.6 Al término de su prólogo se lee:

Con tristeza, con dolor hemos cumplido la misión que nos encomendó en
su momento el Presidente Constitucional de la República. Esa labor fue
muy ardua, porque debimos recomponer un tenebroso rompecabezas, des-
pués de muchos años de producidos los hechos, cuando se han borrado de-
liberadamente todos los rastros, se ha quemado toda documentación y has-
ta se han demolido edificios. [...] Las grandes calamidades son siempre
aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama que en toda su historia su-
frió la Nación durante el período que duró la dictadura militar iniciada en
marzo de 1976 servirá para hacemos comprender que únicamente la demo-
cracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella
puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura hu-
mana. Únicamente así podremos estar seguros de que Nunca más en nuestra
patria se repetirán los hechos que nos han hecho trágicamente famosos en
el mundo civilizado.

La misión había sido cumplida cabalmente. Hoy la sociedad sabe, la sociedad
argentina y el mundo han juzgado, y este juicio forma parte de la memoria
colectiva.
En relación con el juzgamiento de los integrantes de las tres Juntas Mi-
litares, cabe preguntarse si la decisión de someterlos a la jurisdicción de los
tribunales militares fue o no acertada. Esta decisión era jurídicamente co-
rrecta, pero tenía también una razón política profunda, que era la de posi-
bilitar a las Fuerzas Armadas que ellas mismas se pusieran del lado del De-
recho, que lavaran las manchas que ensuciaban el prestigio de las
instituciones a que pertenecían, y que se reconciliaran con la sociedad de
la que habían quedado separadas por una brecha profunda. Lamentable-
mente, el mensaje no fue valorado y la ocasión no sólo fue perdida sino
que la actitud pertinaz de negar la verdadera naturaleza de los hechos acae-
cidos tuvo un alto costo en la historia conflictiva de ese período. Los pro-
cesos se desarrollaban morosamente, con un ritmo que se oponía al
propósito central de hacer justicia y cerrar la llaga abierta, tal como lo re-
clamaba la sociedad y lo esperaba el Poder Ejecutivo. El Consejo Supremo
de las Fuerzas Armadas producía prórrogas sucesivas. Ante esta situación,
en abril de 1985 se puso en marcha la cláusula de apelación prevista en la
reforma del Código de Justicia Militar, y la Cámara Federal de Apelaciones
en lo Criminal y Correccional se hizo cargo de las actuaciones. El juicio fue
oral y público y pudo ser seguido por todos los interesados y por la pren-
sa nacional e internacional.
La sentencia, dictada el 9 de diciembre de 1985, condenó a Jorge Rafael
Videla y a Emilio Eduardo Massera a prisión perpetua e inhabilitación abso-
luta perpetua; a Roberto Eduardo Viola a 17 años de prisión e inhabilitación
absoluta perpetua; a Orlando Ramón Agosti a 4 años y medio de prisión e
inhabilitación absoluta perpetua; a Armando Lambruschini a 8 años de pri-
sión e inhabilitación absoluta perpetua, todos ellos con destitución del ran-
go militar. Fueron absueltos Oscar Domingo Rubens Graffigna, Leopoldo
Fortunato Galtieri, Jorge Isaac Anaya y Basilio Arturo Lami Dozo, en rela-
ción con los delitos que se investigaban. El fallo ordenaba, además, a los
Tribunales Militares investigar a los oficiales superiores que ocuparon las
jefaturas de zonas y subzonas y a todos aquellos que hubieran tenido respon-
sabilidades operativas en las acciones contra la subversión. Pocos días des-
pués, la Corte Suprema de Justicia ratificó la sentencia.
Se trató de un ejemplo del debido proceso y de las garantías de la defen-
sa en juicio que perdurará como un paradigma sin antecedentes en el mun-
do. El presidente Alfonsín rompió de este modo una tradición de 170 años
de amnistías en el país, desde la primera producida el 30 de septiembre de
1811 por el Primer Triunvirato.7
Otros fallos de la Cámara Federal condenaron a varios militares procesa-
dos como los generales Ricchieri y Camps y al comisario Etchecolatz. Se pro-
dujo también sentencia contra el jefe guerrillero Firmenich.
Tanto la sentencia de la Cámara como el informe de la Conadep hicieron
aflorar más evidentemente la resistencia de las Fuerzas Armadas a los enjui-
ciamientos y su actitud reivindicativa, iniciada ya en enero de 1984. La retó-
rica los llevaba a acatar, pero su actitud era de desobediencia cada vez más
abierta a la presentación de sus miembros en las citaciones a los juicios. Por
otra parte, una falta de homogeneidad en los criterios aplicados por los jue-
ces, y de operatividad en los resultados esperados dilataban los procedimien-
tos y contribuían a exacerbar los conflictos. En busca de una respuesta a es-
ta situación y para mitigar las tensiones existentes, se sancionó en diciembre
de 1986 la ley de extinción de las acciones penales, mal llamada de "punto fi-
nal", con la que se trató de poner un límite en los casos a juzgar y acortar los
tiempos de la justicia, cerrándose la posibilidad de nuevas presentaciones en
un plazo de sesenta días. Más allá de lo bien fundada o no de esta expectati-
va y de la naturaleza misma de la ley que era rechazada por una parte de la
sociedad, el resultado no fue el esperado. Una avalancha de nuevas denuncias
y una celeridad que no habían mostrado hasta ese momento los jueces ac-
tuantes, citando masivamente a declarar, conspiró contra el propósito. Sería
seguramente muy ilustrativo analizar el comportamiento de los tribunales en
ese período y establecer si se asumieron o no los compromisos que eran ne-
cesarios por parte de cada uno de los actores de la sociedad, en este caso los
jueces intervinientes, en la búsqueda de la justicia y para contribuir a la con-
solidación de la democracia y de la reconciliación nacional. Lo que es indu-
dable es que la situación siguió agravándose, como lo probó el levantamien-
to del teniente coronel Aldo Rico en Semana Santa, acantonado en Campo
de Mayo entre el 15 y el 19 de abril de 1987. Aquí se puso más en claro aún
que el Ejército no estaba en condiciones o no quería actuar. Sin duda se con-
jugaban ambas cosas, porque el acto mismo configuraba una ruptura de los
mandos. Pero, aun así, los superiores seguían convencidos de la necesidad de
reivindicar lo que consideraban una "gesta" equivalente a las guerras de la in-
dependencia, y se mostraban renuente s o impedidos de actuar. Los efectivos
del Cuerpo de Ejército II, conducidos por el general Ernesto Alais, que ha-
bía decidido movilizarse hacia la provincia de Buenos Aires, detuvieron su
marcha y nunca llegaron a destino. El domingo de Pascua, representantes
gubernamentales y dirigentes de distintos partidos políticos daban su apoyo
y acompañaban al presidente en la Casa de Gobierno. Los que nos encontrá-
bamos allí pudimos ver las entradas y salidas de los comandantes y com-
probamos que ninguno trajo o comprometió soluciones efectivas para termi-
nar con el episodio. Cuando el brigadier Crespo, comandante de la Fuerza
Aérea, resolvió acompañar al presidente Alfonsín al haber éste decidido en-
trevistarse con los jefes en rebeldía, lo hizo para resguardar, como dijo, la se-
guridad del presidente. La posterior ley de "obediencia debida", cuyo envío
al Congreso había sido anunciado con anterioridad a estos hechos,8 retoma
el criterio de los tres diferentes grados de responsabilidad originariamente
planteados por el presidente. La ley fue declarada constitucional pero, pese a
los antecedentes y a la real situación de su sanción, se transformó en otro
motivo de conflicto entre el presidente y la sociedad.9
Es aquí donde debe plantearse un análisis racional y objetivo: ¿contribu-
yeron estas normas a evitar el retroceso en el difícil camino de democratiza-
ción que se estaba transitando?, ¿es la posición principista la única y ex-
cluyente manera de considerar los sucesos vividos entonces? Éstos son los
temas que por su naturaleza requieren el testimonio del autor de este libro, a
cuyo propósito sirve. 10 Lo dejo aquí planteado, consciente de su gravedad y
del costo que tuvieron las leyes aprobadas en la pérdida de apoyo de una par-
te de la ciudadanía, del uso poco esclarecedor que se ha dado a este tema mu-
chas veces, de la vigencia que aún tiene el debate abierto en la sociedad y, por
lo tanto, de la necesidad de mayor y mejor información que nos permita la
posibilidad de ubicamos en el contexto y la circunstancia para evaluar y en-
tender las decisiones adoptadas, con una actitud equilibrada que el tiempo
transcurrido debiera favorecer.
Se impone una reflexión desapasionada. Existen tres posibilidades para
resolver el grave problema de las violaciones a los derechos humanos por
parte de los países que las han padecido. La primera es el olvido, a través de
la inacción o de una ley de amnistía que, por ejemplo, en Uruguay se resol-
vió mediante consulta popular a la ciudadanía, que votó por el olvido y la
reconciliación, seguramente bajo la influencia de lo que estaba pasando en
ese momento en nuestro país.11 Otra posibilidad es el procesamiento de to-
dos los involucrados en las acciones represivas, lo que no ha sido hecho ja-
más, con lo que se pone en evidencia la existencia de cuestiones políticas y
jurídicas de difícil o nula resolución. Finalmente, la condena de los princi-
pales responsables, a través de la cual los delitos cometidos no quedan im-
punes, que ha sido la vía elegida por el gobierno de Raúl Alfonsín. En 1987,
el presidente le decía a un destacado periodista: "Usted no debe olvidar que
todo, absolutamente todo lo que yo hago, pasa por un test esencial: ¿sirve o
no sirve al objetivo de la estabilidad política?". Y respecto a este doloroso
tema agregaba:

Vamos a tener que acostumbramos a vivir por mucho tiempo con la idea de
que hay una discusión pendiente en el país, la discusión referida al compor-
tamiento militar durante el Proceso. Esta cuestión no está zanjada en la Ar-
gentina. [...] Pero [...] hay posibilidades de encontramos en posiciones de de-
fensa del estado de Derecho, en un sentido de justicia: de equidad y de amor.
Pero insisto en que no será fácil seguir este canúno de reconciliación y en
que el debate permanecerá abierto por mucho tiempo.12

El posterior indulto del presidente Menem le robó a la ciudadanía la justicia
que había reclamado y que consideraba necesaria, y desdibujó la imagen y la
importancia de lo que se había conseguido.13 Luego de siete años de prisión,
entre diciembre de 1983 y diciembre de 1990, los principales responsables
del genocidio recuperaron la libertad y se interrumpieron los juicios en mar-
cha existentes en ese momento,14 incluyendo los de más de cuarenta altos je-
fes procesados que no fueron alcanzados por la ley de obediencia debida. Pe-
ro no se puede olvidar que ese juicio existió, que hubo sentencia firme y
cumplimiento parcial de la condena, y que muchos procesos se estaban sus-
tanciando, habiéndose dicho en aquel momento categóricamente no a la im-
punidad para todos los involucrados de ambos lados.
Desde entonces ha habido importantes avances en el derecho internacio-
nal. La Argentina ha suscripto el Tratado de Roma de 1998,. por el que se
creó la Corte Penal Internacional en 2001, que mira hacia adelante y carece
de efectos retroactivos. Anteriormente, en 1995, se había aprobado la Ley
24.584 de ratificación de la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crí-
menes de Guerra y de Lesa Humanidad, presentada por el senador Hipólito
Solari Yrigoyen, cuya comunicación a Naciones Unidas acaba de ser realiza-
da por decreto del Poder Ejecutivo en agosto de 2003.15 En esta misma fe-
cha, el Congreso Nacional le otorgó rango constitucional a esta Convención,
al igual que el que tienen los restantes convenios de derechos humanos reco-
nocidos por la reforma de 1994. En ella se establece una excepción al prin-
cipio de la irretroactividad. Por otra parte, las leyes de extinción de las accio-
nes penales y de obediencia debida han sido declaradas nulas por el Poder
Legislativo, medida que requiere el examen de constitucionalidad de la Cor-
te Suprema de Justicia.
Ese debate que había quedado abierto durante todos estos años, hoy ha
entrado en una nueva etapa. En ella es fundamental que las legítimas aspira-


ciones de justicia, y no la venganza, puedan conjugarse con el respeto y las
garantías del estado de Derecho, con la búsqueda de la reconciliación nacio-
nal, y con el imprescindible afianzamiento de la democracia.

Los derechos humanos

El tema de los derechos humanos, tanto hacia adentro como hacia afuera del
país, marcó todo el gobierno de Alfonsín con una acción permanente en su
defensa y preservación, como así también mediante una amplia legislación
originada en el Poder Ejecutivo y en proyectos de varios legisladores. En pri-
mer lugar se destaca la sanción, en 1984, de las leyes que ratifican convenios
internacionales: la Convención Americana de Derechos Humanos (pacto de
San José de Costa Rica); la Declaración Universal de Derechos Humanos; el
Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales; el Pac-
to Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y el Protocolo Facultativo
del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de las Naciones Uni-
das. Junto con la Convención Internacional sobre la Prevención y la Sanción
del Delito de Genocidio y los otros acuerdos o tratados ratificados por nues-
tro país, todos ellos adquirieron posteriormente categoría constitucional en
la reforma de 1994, constituyendo un hecho que por sí mismo, tal como afir-
mara el eminente constitucionalista Germán Bidart Campos, validaba la re-
forma constitucional.
Un capítulo especial es el referido a los derechos de la mujer, un campo
en el que se produce un avance importantísimo en la lucha permanente pa-
ra establecer la igualdad de hombres y mujeres. En el orden internacional se
ratifica la Convención contra todas las Formas de Discriminación contra la
Mujer, en la que se establecen sus derechos y los mecanismos de protección
de los mismos. En el orden interno, un conjunto de leyes nacionales fue san-
cionado, contándose entre las más importantes: el divorcio vincular,16 que
cumplía con una amplia demanda de una parte numerosa de la población y
que tuvo como resultado inmediato la legalización de millares de vínculos fa-
miliares preexistentes que eran legalmente considerados irregulares; la no
obligatoriedad de usar el nombre del esposo por parte de la mujer casada,
que les permitió a éstas optar por mantener su apellido de nacimiento; la pa-
tria potestad compartida o autoridad de los padres -como prefiere llamarla
su autora-17 que, reclamada y discutida durante décadas, había sido objeto in-
cluso de un veto presidencial,18 y cuya ausencia era .fuente de dificilísimos
problemas matrimoniales con graves consecuencias sobre los hijos; la igual-
dad de los hijos matrimoniales y extramatrimoniales; el derecho a los servi-
cios y a la disposición de información sobre planificación familiar. En la es-
tructura ministerial fue creada la Secretaría de Desarrollo y Familia, en cuyo
ámbito de gestión se ubicó una Subsecretaría de la Mujer, desde donde se di-
namizó toda la acción del gobierno en la materia.
En lo político, la ley conocida como "de cupo" modificó la Ley Electoral
de la Nación19 estableciendo la obligatoriedad de que todos los partidos po-
líticos, a los efectos de oficializar sus listas, deberán tener mujeres en un mí-
nimo del 30% de los cargos a elegir, en puestos con posibilidad proporcional
de resultar electas. Se trata de una norma de discriminación positiva con el
objeto de resolver la discriminación negativa ejercida históricamente en per-
juicio de la mujer política para obtener nominaciones de representación; un
comportamiento con el que se dejaba afuera a la mitad de la ciudadanía, ig-
norando a numerosísimas mujeres con militancia política acreditada y desa-
provechando sus capacidades. La aplicación de la norma en la última década
ya está mostrando la importancia, no sólo cuantitativa sino cualitativa, del
compromiso político asumido por las mujeres y de su eficiente desempeño
de las responsabilidades que le asigna la sociedad. Se trata de un cambio, es-
ta vez sin retorno, de la más amplia integración de la mujer a la vida política
nacional, aunque queden todavía muchas rémoras para corregir y remover.

La política exterior y la paz

La Argentina debía salir de una situación de aislamiento y desconfianza pro-
vocada por un gobierno ilegítimo, responsable de las flagrantes violaciones a
los derechos humanos denunciadas en todo el mundo y de la alienada aven-
tura de la guerra de las Malvinas que había agregado aún más desprestigio al
país. Romper ese aislamiento fue uno de los objetivos inmediatos: "La políti-
ca exterior que venimos desarrollando es ampliar el número y el espectro de
nuestros interlocutores. Estamos convencidos de que mientras más puntos
de apoyo tenga la Argentina en el mundo, menos dependiente será. y la con-
dición que queremos asegurar es que esos puntos de apoyo no sean erráticos
movimientos del azar o mero producto de la coyuntura", anunciaba el presi-
dente en su mensaje al Congreso en 1984. Al presentar el análisis sobre la
situación del país lo mostraba colocado "frente a dos ejes fundamentales de
las relaciones internacionales contemporáneas: el de las tensiones que han ca-
racterizado al mundo de la posguerra entre los dos agrupamientos estratégi-
cos resultantes de distintas concepciones sociales, políticas y económicas, y el
de las difíciles relaciones que mantienen los países del Norte desarrollado con
los pueblos en vías de desarrollo del Sur". Consecuentemente con este análi-
sis, se evitó la adscripción a un bloque determinado en el conflicto Este-Oes-
te, mediante la ubicación por fuera de cualquiera de éstos para reducir o eli-
minar los riesgos de confrontación y por la búsqueda de un diálogo más
amplio con los países en desarrollo para compartir esfuerzos en los foros in-
ternacionales en la lucha por los problemas del crecimiento, de la discrimina-
ción en el comercio internacional y por la construcción de un mundo más
justo. El 27 de diciembre de 1983 se firmó el acuerdo entre el Gobierno y las
Naciones Unidas sobre cooperación argentina con los países en desarrollo a
través de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) y
el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). El estableci-
miento de una cooperación Sur-Sur dinámica y diversificada fue otro instru-
mento puesto en marcha con el mismo propósito. Quedaron de este modo
definidos los principios generales de una política amplia y abierta en todas las
direcciones, sin ataduras ni prejuicios, y con presencia constructiva en todos
los foros internacionales.
Mirando hacia d interior de nuestra sociedad y debido a la necesidad de su
propia pacificación, en marzo de 1984 se firmaba en Ginebra un Acuerdo con
el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) y
con el Comité Intergubernamental de las Migraciones para viabilizar su inter-
vención con el fin de facilitar el retorno de los exiliado s argentinos.
En el camino de la paz, la integración latinoamericana constituyó una me-
ta importante, que no sólo serviría a la finalidad de cooperación para encon-
trar respuestas con}untas de naturaleza económica y afirmar la presencia con-
tinental en la comunidad internacional, sino también para contribuir a la so-
lución de viejos conflictos entre nuestros países. El 23 de enero de 1984 se
firmó la Declaración Conjunta de Paz y Amistad entre la Argentina y Chile,
que ponía término a los enfrentamientos que nos separaban por las cuestio-
nes limítrofes pendientes cuya solución debía buscarse por las vías legales, las
cuales se activaron inmediatamente. Junto con Perú, Brasil y Uruguay se lle-
vó adelante una acción de pleno apoyo al Grupo de Contadora con el pro-
pósito de reforzar las propuestas latinoamericanas para lograr una solución
negociada en el conflicto de América Central, sobre la base de respetar el
principio de no intervención y autodeterminación de los pueblos, de promo-
ver y reforzar el establecimiento de sistemas democráticos plurales que ase-
guren el derecho de éstos a vivir con libertad y justicia, y de condenar toda
forma de expansión de las confrontaciones que pudiera colocar la situación
de estos países en los términos del enfrentamiento Este-Oeste.
La solidaridad y el compromiso para la solución y la prevención de los
conflictos mundiales llevó a la Reunión de Paz y Desarme realizada por los Je-
fes de Estado de México, Grecia, India, Suecia, Tanzania y Argentina -el
Grupo de los Seis- que se realizó en enero de 1985, en Nueva Delhi, en la que
se alegó contra todos los medios de destrucción del ser humano, incluidas las
acciones de la sociedad contra el propio planeta, y se convocó a todas las na-
ciones del mundo a "ganar la batalla por la vida".
El presidente Alfonsín, en ocasión del Año Internacional de la Paz de
Naciones Unidas, expresó la concepción amplia que sustentaba.20 Asumien-
do que así como el desarrollo es el nuevo nombre de la paz, y que el respe-
to a los derechos humanos, la justicia y el estado de Derecho son condicio-
nes igualmente necesarias, afirmaba:

No puede haber paz sin pan suficiente. Y paz es el alimento, la vivienda, la
salud, la educación, el trabajo digno y remunerado, la asistencia a los despo-
seídos. Paz es la cultura manifestada en todas las expresiones de la acción
humana y la libertad que nos hace personas en condiciones de opinar, de de-
cidir, de crear y construir. La defensa incondicional de los derechos huma-
nos, la lucha contra todos los racismos y segregaciones y el hogar para los
refugiados. Paz para el mundo es detener la carrera armamentista y es con-
jurar las fuerzas que pueden desencadenar un holocausto nuclear y llevar a
la autodestrucción de nuestro planeta. En una palabra: la paz y la justicia de-
ben encontrarse y estrecharse en un mismo camino por el que los pueblos
particularmente acuciados por la urgencia debemos marchar juntos. Un
mismo sendero que abra espacio al entendimiento y el crecimiento compar-
tido y logre implantar un orden internacional más justo en las relaciones in-
ternacionales y en los acuerdos económicos, políticos y culturales.

Pero la construcción de la paz, un estado que parece no ser natural al hombre,
requiere "formar al hombre de paz", como lo advertía Juan Bautista Alberdi.
De allí surgió la institución de la Jornada Argentina para la Paz, aprobada por
ley nacional, para las escuelas primarias y secundarias del país y la obligación
de incluir el tratamiento del tema de la paz en la enseñanza nacional.
En el terreno particularizado del grave conflicto de Medio Oriente -to-
davía vigente-la política se sustentó sobre la base del respeto a la integridad
de los Estados del área y a la soberanía de sus pueblos, aplicando tres prin-
cipios prioritarios para una solución global del problema: el respeto por la
existencia de Israel, cuyo pueblo tiene el inalienable derecho a vivir en paz;
el respeto a la aspiración del pueblo palestino para forjar libremente su des-
tino en su propia tierra; el respeto por la integridad territorial del urbano.
En relación con los conflictos territoriales existentes en nuestro país, dos
fueron los grandes temas de la agenda de la política internacional: el Trata-
do de Límites con Chile en el Canal del Beagle, y la reclamación de los de-
rechos argentinos sobre las Islas Malvinas al Reino Unido. Los dos asuntos
se llevaron adelante sobre la base de negociaciones pacíficas, que comporta-
ron un cambio en el carácter de las relaciones con cada uno de los dos paí-
ses involucrados.
En el problema de límites con Chile en la región austral se aceptó la
propuesta de la negociación realizada por el Papa Juan Pablo II, admitida
por ambos países, en la que se dejó a salvo el principio de división oceá-
cica de ambas soberanías. El Tratado de Paz y Amistad entre el gobierno
de la República Argentina y el gobierno de la República de Chile fue firma-
do en la Ciudad del Vaticano el 29 de diciembre de 1984. El acuerdo tuvo
una amplísima aceptación por nuestra ciudadanía, manifestada en el plebis-
cito realizado para convocar su apoyo y aprobación. La conclusión del con-
flicto abrió la puerta a una política de reciprocidad en lo económico y cul-
tural y, muy especialmente, en las vinculaciones físicas entre dos naciones
hermanas, con una rica historia compartida, y unidas ahora -no separadas-
por una extensísima frontera.
Respecto a las Islas Malvinas, el objetivo planteado fue "su recuperación
y la definitiva afirmación del derecho de nuestra Nación a su integridad te-
rritorial soberana" por la vía exclusivamente diplomática, reclamándose el
cumplimiento de las resoluciones vigentes de la Asamblea General de las
Naciones Unidas, en particular la Resolución 2.065 (lograda por la diploma-
cia del presidente Arturo Illia)21 y su complementaria, la Resolución 37/9,
que exhortan a la negociación directa. La votación que llamó a las partes a
negociar sobre todos los temas en disputa fue de 107 votos a favor y 4 vo-
tos en contra. Sin embargo, el cumplimiento de este mandato no ha sido
asumido todavía. Las graves secuelas de la infausta guerra en la población
malvinense y su percepción de las relaciones con la Argentina, la negativa de
Gran Bretaña a considerar la cuestión de la soberanía y, luego, la ineficaz y
poco elegante política de "seducción" de la década de 1990, mantienen casi
congelados los avances en el tratamiento del tema, el cual ha vuelto a ser
planteado por el gobierno del presidente Néstor Kirchner en el Comité de
Descolonización en los términos de la misma resolución de las Naciones
Unidas. Esta reciente negociación muestra una orientación de continuidad
del enfoque adoptado entonces, que confirmaría la bondad del camino em-
prendido por el primer gobierno democrático.

La democratización sindical

Una manifestación siempre presente de Raúl Alfonsín es que nuestra marcha
hacia la democratización global del país tiene que pasar necesariamente por
la democratización sindical.
En su primer mensaje presidencial afirmaba el propósito de "restablecer la
función primordial del sindicato, asegurando que éste sea realmente represen-
tativo [siendo] condición indispensable para esos objetivos garantizar la esencia
democrática en la organización sindical en todos sus niveles". Se trataba de ga-
rantizar la presencia del pluralismo ideológico, contrapuesto al sectarismo de-
formante y a la apropiación del sindicalismo por una parcialidad política.
Con esta finalidad envió al Congreso Nacional el proyecto de ley de Reor-
denamiento Sindical, estableciendo su Régimen Electoral para lograr una
pronta normalización sindical, por la que se convocaba a elecciones genera-
les en todas las asociaciones gremiales de trabajadores, incluidas las de dele-
gados en los lugares de trabajo, en comisiones internas o en cuerpos simila-
res en todo el territorio del país, bajo el contralor de la Justicia Electoral. El
proyecto consagraba el principio de mayoría y minoría en la conformación
de los cuadros directivos en todos los niveles, en los cuales debía estar repre-
sentada la minoría con un tercio de los elegidos, siempre que ésta alcanzara
el 25% de los votos emitidos. Se buscaba, además, ampliar la participación
sindical de todos los afiliados, para que los elegidos surgieran por la decisión
de la mayoría, libremente convocados.
Las autoridades sindicales entonces en funciones estaban constituidas bá-
sicamente por los representantes con mandato prorrogado con posterioridad
al 24 de marzo de 1976 en 611 asociaciones profesionales y por aproximada-
mente 300 comisiones transitorias designadas durante el Proceso,22 o por in-
terventores o delegados normalizadores de aquel gobierno. Para facilitar la
elección de las nuevas autoridades en un clima de libertad garantizada, con
igualdad de oportunidades para todos y con la máxima participación, el pro-
yecto preveía la designación de delegados y la convocatoria inmediata de és-
tos en todas las agrupaciones existentes y preexistentes de cada asociación,
para que los afiliados propusieran los integrantes de la Junta Fiscalizadora
Electoral correspondiente, debiendo fijar enseguida la fecha y lugar de las
elecciones para las nuevas autoridades sindicales en todos los estamentos.
El proyecto fue aprobado en la Cámara de Diputados y pasó al Senado
para su consideración. Pese a los arduos trabajos realizados y a las modifica-
ciones admitidas en la búsqueda del consenso, y cuando éste parecía logra-
do, la votación resultó finalmente negativa por un voto. El extenso debate
realizado fue interesante y, por qué no decirlo, también preocupante por al-
gunas de las argumentaciones utilizadas con reiteración.
Las razones del rechazo se centraron en la negativa a admitir la función
reguladora del Estado en la organización sindical, como si no se tratara de
instituciones de carácter público, y en la negativa a aceptar la inclusión de las
minorías en los órganos de gestión. Aunque las argumentaciones transcu-
rrieron por diversos andariveles y existen matices en los discursos de la opo-
sición, vale la pena recoger algunas intervenciones ilustrativas de varios re-
presentantes de la oposición. En el debate del Senado se interpreta que exis-
te una "preocupante tendencia por parte del gobierno a desvalorizar la uni-
dad, homogeneidad y verticalidad como atributos propios de la condición
gremial", y se afirma que "el carácter disgregador del proyecto de ley de
reordenamiento sindical se patentiza cuando pretende imponer la represen-
tación de las minorías en los grupos de dirección ejecutiva". O se agrega que
"la pluralidad sindical, el horizontalismo, el transplante del arco ideológico
al seno de las conducciones obreras, son factores que dispersan y debilitan,
lo mismo que la introducción de las minorías". Se reivindica, sin eufemis-
mos, al describir la organización histórica del sindicalismo y la unificación de
la Confederación General del Trabajo (CGT), el carácter político y su adscrip-
ción partidaria: "¿Qué cosa podría ser este movimiento si no era peronista?
Si fue Perón quien le dio su estructura".23
El rechazo a la sanción de esta ley fue el primer fracaso del gobierno del
presidente Alfonsín. Fue también la primera manifestación de la oposición ce-
rrada y hostil del sindicalismo, que se reconocía y actuaba en función política
de un peronismo excluyente. En este papel asumió una acción permanente de
obstrucción, más allá y por encima de los legítimos intereses de los trabaja-
dores y de los del país en su conjunto, que, en una situación de crisis hereda-
da y con una sociedad compleja, necesitaba dar respuesta a difíciles proble-
mas y desafíos para los cuales su concurso positivo hubiera sido importante.
Los alcances y contenidos de la libertad sindical, la pluralidad y la repre-
sentatividad democráticas constituyen temas para un debate nacional que de-
biera hacerse sin prejuicios, sin la preeminencia de los intereses particulares
y patrióticamente, es decir, con el espíritu de servir al progreso y el bienestar
de todos.

Comer, el derecho a la vida

En el momento de llegar Raúl Alfonsín al gobierno, alrededor del 15% de la
población presentaba situaciones de pobreza alarmantes. Para cubrir sus ne-
cesidades más apremiantes, que comenzaban por la alimentación, se decidió
actuar en el menor tiempo posible y se puso en marcha el Plan Alimentario
Nacional (PAN), cuyo aspecto más visible fue la caja de alimentos entregada a
1.300.000 hogares. La elección de esta modalidad, luego de analizar experien-
cias anteriores en otros países, se basó en una concepción que pone a la fa-
milia en el centro del pensamiento radical como unidad fundamental de la
sociedad. En este ámbito, la madre resultaba el eje sobre el cual giraba cada
familia, por lo que ella fue elegida como la titular preferente en el sistema, y
la alimentación se compartía en el seno del hogar contribuyendo a la cohe-
sión y a la autoestima. La distribución de la caja de alimentos -cuyo conteni-
do se adaptaba, en lo posible, a las costumbres alimenticias de cada región del
país y a ciertas producciones locales que eran de este modo estimuladas- se
hizo básicamente desde centros que se instalaron en escuelas, en clubes ba-
rriales y en parroquias, utilizando el conocimiento directo obrante en estas
instituciones para definir la población a alcanzar.
El programa no fue de naturaleza estrictamente asistencial y pasiva, sino
que adoptó una pedagogía de participación e incorporación del esfuerzo pro-
pio a la resolución de otras carencias. A título de ejemplo se puede citar el
Programa Guardapolvos para Escolares, que las madres cosían, o planes
diversos de provisión de medicamentos. También se desarrollaron otros pro-
gramas de ejecución de estructuras de servicios, como algunos operativos de
autoconstrucción de viviendas en situaciones de emergencia, hechas en co-
laboración con la Secretaría respectiva y, el más importante de ellos, el Pro-
grama Pro Agua, que permitió colocar varios miles de kilómetros de caños
de distribución mediante el suministro de los materiales y la autoayuda de las
comunidades beneficiarias, llevando agua a 600.000 familias.
La concepción del PAN tal como se ejecutó, además de dar satisfacción a
necesidades fundamentales, trató de reforzar el tejido social de importantes
grupos de la comunidad marcados por las carencias y la marginación, devol-
viéndoles el derecho a una vida digna. La supresión del plan que se hizo en
el gobierno siguiente, con un reemplazo transitorio por unos discutibles bo-
nos y un total vacío posterior, dejaron abierto el camino al deterioro de las
condiciones de estas familias, a las que se agregaron nuevas víctimas de la ex-
clusión, generando el gravísimo problema social de la Argentina de hoy, se-
veramente empobrecida y carenciada.

La vivienda un bien social

El albergue es una necesidad básica de cada individuo y de su familia, y el
acceso a una vi el artículo 14bis.24 De ahí la responsabilidad del Estado para darle cum-
plimiento y para la creación, a lo largo del tiempo, de mecanismos institu-
cionales con esta finalidad. En 1965 en la presidencia de Humberto Illia,
se creó la Subsecretaría de Vivienda de la Nación, se destinaron recursos
presupuestarios, y en 1972 se estableció el Fondo Nacional de la Vivienda
con recursos especiales destinados a ese fin,25 los que eran administrados
por la entonces Secretaría de Vivienda, responsable de fijar la política, con
sentido federal, mediante planes que debían ser ejecutados por los Insti-
tutos de la Vivienda existentes en cada una de las provincias.
Cuando Raúl Alfonsín llegó al gobierno, en el país existía un déficit abso-
luto estimado en 1.500.000 viviendas, considerando aquellas situaciones que
requerían la construcción de una unidad de vivienda nueva; debían proveer-
se además otras soluciones para distintos tipos de déficit, como créditos de
ampliación, mantenimiento, provisión de servicios.26 Teniendo en cuenta la
grave situación social, se consideraba el incremento anual del déficit, por
simple crecimiento vegetativo de la población carenciada, en 75.000 unida-
des anuales. Con este escueto y aproximativo análisis, queda en evidencia que
la respuesta para eliminar el déficit acumulado más estas nuevas demandas
en el término de una generación (veinte años) hacía necesario poder cons-
truir 150.000 viviendas por año como promedio, o sea que era imprescindi-
ble planificar, con una tendencia creciente, las metas deseables para lograr
ese objetivo. Las carencias habitacionales se correspondían con el mapa de la
pobreza, con una alta incidencia porcentual en las provincias más rezagadas,
y con cifras muy elevadas concentradas en el conurbano bonaerense.
La situación que se encontró mostraba graves defectos en la concepción
de las respuestas al problema, mala asignación de recursos, e ineficiencias de
gestión. El Estado Nacional contaba con dos instrumentos de financiación:
el Banco Hipotecario Nacional (BHN) y el Fondo Nacional de la Vivienda
(FONAVI). A pesar de la importancia de los recursos públicos de este último
y de los financiamientos otorgados por el primero, puestos en juego duran-
te una década, la respuesta cuantitativa era insuficiente para paliar el déficit.
El BHN, históricamente financiado en forma preferencial con las Cédulas
Hipotecarias, perdió esta fuente de recursos cuando fueron canceladas al
comienzo de la década de 1980. Hasta 1983, los depósitos habían disminui-
do a la mitad, y los préstamos a cerca de un tercio. Por otra parte, se confun-
día a menudo su carácter de institución de crédito con la atención de una de-
manda social sin capacidad suficiente de reintegro, lo que producía una
importante cartera de morosos.27 En cuanto al FONAVI, el compromiso finan-
ciero que representaban las obras en ejecución superaba ampliamente los re-
cursos disponibles, con lo que se producían atrasos, suspensiones de obras,
reprogramaciones y reajustes, que se traducían en un inevitable aumento de
los costos. Por otra parte, los tipos de vivienda tradicionalmente construidos,
por sus características de superficie y calidad edilicia, alcanzaban valores ele-
vados que limitaban fuertemente el número de unidades a levantar. Las mis-
mas se financiaban indiscriminadamente en un 100%, omitiendo la captación
de las distintas posibilidades de ahorro de las familias. El financiamiento era
a veinticinco años, reintegrable sin tasas de interés, lo que significaba un sub-
sidio implícito del 50% que, con los reajustes semestrales por variación del
costo de vida, se incrementaba sensiblemente. No obstante, la recuperación
de los créditos era bajísima, alcanzando apenas e1 1 % del total del fondo. La
cifra logró duplicarse con una mejor recaudación en 1987, incrementándose
luego con nuevas disposiciones para el uso de esos recursos. En la recauda-
ción del FONAVI se producía una altísima evasión, ocupando un destacado lu-
gar los incumplimientos de las administraciones provinciales y municipales.
Finalmente, la existencia de una cantidad de proyectos ya aprobados, muchos
de ellos preadjudicados por los Institutos de Vivienda provinciales, impedía
un cambio de rumbo inmediato.
Los dos principales objetivos de la política puesta en marcha fueron: en
primer lugar, producir la mayor cantidad de viviendas para llegar a la mayor
cantidad de familias, favoreciendo particularmente a las más necesitadas, de
este modo se acortarían los plazos y se absorbería el déficit total; y, en segun-
do lugar, contribuir a la generación de empleo y a la dinamización de la eco-
nomía dado el alto efecto multiplicador de este sector. Para ello era necesa-
rio: bajar los costos unitarios de la vivienda; mejorar la percepción de los re-
cursos, tanto en la captación de los ingresos fiscales constitutivos del FONAVI
como en la recuperación de la parte de los costos que debían reintegrar los
adjudicatarios; diseñar y buscar nuevas fuentes de financiamiento; mejorar la
gestión institucional; descentralizar la gestión, en particular incluyendo a los
municipios; establecer un programa de mediano plazo.
Las primeras medidas adoptadas se relacionaron con la reactivación de las
numerosas obras paralizadas, cuya reprogramación y asignación de recursos
tuvieron prioridad. En 1984 se creó la Comisión de Institutos de la Vivien-
da, con representación de todas las provincias, para las cuales se establecie-
ron los cupos financieros, buscando los consensos necesarios para reafirmar
la concepción federalista del sistema. Se crearon nuevas operatorias como el
Programa de Viviendas Progresivas, en el que se introduce el concepto de
una vivienda núcleo que puede crecer orgánicamente con las ampliaciones
posteriores a realizar por sus propietarios, y cuyos agentes de promoción y
ejecución son los municipios y las entidades intermedias sin fines de lucro.
Se establecieron nuevas tipologías de vivienda, como las de terminación mí-
nima o de terminación intermedia, de menor superficie y niveles de termina-
ción variables, pero manteniendo todos los coeficientes técnicos de habitabi-
lidad, con el propósito de disminuir costos por unidad de vivienda y poder
así incrementar la oferta.
A efectos de mejorar las recaudaciones del FONAVI, se promovió el au-
mento de los recuperas de las obras, instando a los Institutos Provinciales a
escriturar las unidades entregadas y habitadas, y a controlar el pago de las
cuotas, cuyo período de actualización también se modificó. Los montos per-
cibidos eran destinados a las respectivas jurisdicciones, añadiéndose a los
fondos correspondientes el cupo de cada una. Del mismo modo, se premia-
ba el cumplimiento del pago de los aportes fiscales provinciales y municipa-
les, mediante el reintegro de estos recursos para el financiamiento de nuevas
obras correspondientes a las operatorias descritas, a través de convenios de
regularización de las deudas y de pagos de dichos aportes de ley. Los muni-
cipios pasaron a ser así un nuevo actor, con recursos a los que accedían di-
rectamente desde un fondo municipal creado con estos recursos reciclados,
favoreciendo la descentralización buscada y un mejoramiento en la eficiencia
de la gestión.
Se introdujo un nuevo mecanismo de captación de fondos a través del
ahorro previo obligatorio de los adjudicatario s para todas las viviendas en
construcción a adjudicar y para las futuras operatorias, a partir de 1988, que
añadía preferencias en el puntaje de selección que se hacía sobre la base de va-
rios indicadores de composición y de necesidad de las familias demandantes.
Por otra parte se redefinió el universo de la población beneficiaria con el ob-
jeto de fijar los niveles de subsidio a otorgar, estableciendo tres categorías se-
gún la franja de ingresos de la familia: hasta el 71 % para las de menores in-
gresos (aproximadamente la mitad del total de familias), el 50% para las de
ingresos intermedios, y el 20% para las familias de mayores ingresos.
Se estableció una programación trianual y no se autorizó a los Institutos
el inicio de nuevas obras que no tuvieran recursos "liberados" para su fi-
nanciación, lo que obligaba a terminar las obras en curso, muchas de las
cuales fueron reprogramadas con el acuerdo de las empresas adjudicatarias,
para evitar los mayores costos y ponerlas cuanto antes a disposición de sus
beneficiarios.
Con recursos propios de la Secretaría se subsidiaron programas de auto-
construcción, programas de emergencia por inundaciones y de relocalización
de poblaciones. Se realizaron dos importantes programas para poblaciones
aborígenes en distintos asentamiento s de las provincias de Neuquén y de
Formosa, con características adaptadas a sus modalidades culturales y a las
condiciones del lugar.
A efectos de aumentar los medios de financiamiento con recursos de ba-
jo costo, se recurrió a créditos de organismos internacionales. En 1987 se fir-
mó con el Banco Interamericano de Desarrollo (BID) un crédito por 120 mi-
llones de dólares para desarrollo urbano, a efectos de financiar las obras de
infraestructura complementarias de los conjuntos residenciales, que insu-
mían alrededor del 20% de todos los recursos del FONAVI, los cuales de este
modo quedaban disponibles para más viviendas. Con el mismo propósito, y
por el mismo monto, se obtuvo un crédito para el desarrollo municipal del
Banco Mundial. Con esta misma institución se negoció un crédito sectorial
de vivienda por 300 millones de dólares, enmarcado en la concepción des-
cripta, firmado en 1988, cuyas primeras operatorias se programaron y tuvie-
ron principio de ejecución en los meses siguientes.
Para incentivar el ahorro privado voluntario se creó, por decreto del
Poder Ejecutivo Nacional, un círculo de ahorro para ser gerenciado por ins-
tituciones intermedias, que incluía a los municipios, con capital inicial pro-
mocional del FONAVI. El Módulo de Ahorro para la Vivienda Económica
(MAVE) posibilitaba el acceso a una vivienda no subsidiada, con un plazo de
amortización de diez años. Por otro mecanismo orientado al sector privado
de la construcción, para satisfacer una demanda intermedia, se incluyeron las
inversiones de vivienda en el régimen de capitalización de la deuda pública
externa, por disposición aprobada en 1989. Ninguno de estos dos mecanis-
mos pudo ser aplicado antes del cambio de gobierno, y no fueron utilizados
posteriormente.
Los esfuerzos realizados permitieron: un mejoramiento de los métodos
de gestión de los Institutos Provinciales y de su articulación con el nivel na-
cional; el reconocimiento de la importancia de los gobiernos locales, varios
de los cuales mostraron un eficaz desempeño; una programación orgánica de
la oferta de viviendas; la ejecución de un aceptable número de soluciones ha-
bitacionales, de infraestructura de obras y de servicios complementarios, y de
mejoramiento urbanístico.
Mediante los ajustes realizados en las obras en marcha y las nuevas ac-
ciones emprendidas entre enero de 1984 y julio de 1989, desde la Secretaría
se financiaron 271.410 viviendas, se terminaron 183.901, se iniciaron 83.501
y se aprobó el financiamiento de tres mil en el régimen del crédito del Ban-
co Mundial. Por su parte, el BHN terminó, entre 1984 y 1988, 142.501 solu-
ciones habitacionales, estaban en ejecución 66.234 créditos hipotecarios y
había 2.000 créditos solidarios otorgados. En el total del período se empren-
dieron la terminación y ejecución de 482.145 viviendas familiares, estable-
ciéndose una tendencia creciente que se refleja en las 83.233 unidades
terminadas en 1987 y las 75.781 alcanzadas en 1988.
El gobierno que nos sucedió, con su carga privatista, relegó las responsa-
bilidades sociales del Estado. El ministro de Economía, Domingo Cavallo,
declaraba que "el Gobierno deberá salir del negocio de la construcción de vi-
viendas".28 Se renunció al crédito del Banco Mundial del cual se habían he-
cho ya los primeros desembolsos y se eliminó, en 1991, la asignación de los
correspondientes recursos específicos al FONAVI. Éstos se remplazaron por
recursos generales presupuestarios inestables y de menor cuantía que fueron
otorgados directamente a las provincias, las cuales podían asignar parte de
ellos a otras finalidades, lo que se hizo en perjuicio de la construcción de vi-
viendas. La ausencia de política habitacional en la última década, sin duda, ha
incrementado el déficit, ha eliminado una fuente de trabajo importante, y
contribuido a hacer más penosa la vida de una parte importante de la pobla-
ción argentina, constituida por los excluidos de la sociedad poco solidaria
que se construyó.

El Seguro Nacional de Salud

El Seguro Nacional de Salud fue un proyecto ambicioso de reforma integral
de los servicios de salud argentinos, que se incorporarían a un sistema que
comprendía los establecimientos públicos de salud, las obras sociales y la me-
dicina privada. Enviado en octubre de 1985 al Congreso, durante la gestión
ministerial de Aldo Neri, postulaba una superación de la fragmentación anár-
quica, ineficiente e inequitativa que caracterizaba, y aún caracteriza, al siste.
ma de salud en nuestro país. Aspiraba a igualar las posibilidades de acceso)
la calidad de los servicios disponibles para nuestro pueblo, integrando ade-
cuadamente lo preventivo, lo curativo y la rehabilitación, en su modelo de
funcionamiento.
Centralmente, planteaba la reforma del sistema de obras sociales -que en
aquellos años cubría al 70% de la población-, democratizando su conducción)
nivelando su fuerte desigualdad interna, como así también ampliando progresi-
vamente la inclusión de la población más pobre no cubierta, en igualdad de de-
rechos, con financiación compartida por las jurisdicciones nacional y provincia-
les. Promovía, al mismo tiempo, una reforma organizativa de los hospitales)
centros de salud públicos y de los establecimientos privados, que modernizara
su funcionamiento y los hiciera converger en un objetivo de bien común.
Como toda propuesta de transformación profunda, suscitó recelos y re-
sistencias en algunos protagonistas corporativos del campo de la salud, a pe-
sar de obtener una comprobable simpatía popular, al procurar alcanzar a
más de siete millones de personas excluidas que no poseían ninguna cober-
tura de salud.
Existió una oposición minoritaria de neto corte privatista, opuesta a la
presencia del Estado en la atención de la salud, pero la principal oposición
emergía de la dirigencia sindical, que creía ver recortado su poder económi-
co y político en el proyecto, y que, por otra parte, constituía la punta de lan-
za y componente mayor de la oposición peronista al gobierno radical. Ello se
sumó a una cierta debilidad de convicción en el seno de los representantes
políticos, por lo que -a pesar del decidido apoyo presidencial al Seguro- su
tratamiento en las Cámaras desembocó en una larga negociación de tres años,
en que el Ministerio de Salud Pública debió atender las exigencias de la CGT.
El proyecto, debilitado y partido en dos leyes -de Obras Sociales una, y
de Seguro de Salud la otra- fue sancionado pocos meses antes del final de
gobierno, y resultó luego congelado por el desinterés político de las adminis-
traciones que siguieron.
De esta manera, como otras varias iniciativas de buena inspiración de la
década de 1980, constituye una de las asignaturas pendientes de la reforma
social argentina.

La alfabetización para todos

El analfabetismo es una forma de injusticia que afecta a los sectores más des-
poseídos de la sociedad y coloca a quienes lo padecen en inferioridad mani-
fiesta de condiciones para el desenvolvimiento de casi todos los aspectos de
su vida, sean éstos culturales, laborales o sociales en general, tornándose víc-
timas de un destino de marginalidad y exclusión. A un siglo de la Ley Nacio-
nal1420 de Educación Común, y a casi medio siglo de la Declaración Uni-
versal de los Derechos Humanos, que establecieron la obligatoriedad,
gratuidad y asistencialidad de la enseñanza primaria, en la Argentina este ob-
jetivo estaba todavía lejos de ser cumplido. En 1983, el 6,1% del total de la
población en edad de haber recibido escolarización era analfabeto absoluto,
lo que representaba 1.184.964 personas (según el Censo Nacional de 1980),
mientras el 27 ,1 % no había completado la escuela primaria; esto evidenciaba
la existencia de un alto grado de analfabetismo funcional en aquellos que ha-
bían cursado un escaso número de años (la cuarta parte sólo alcanzó tres
años de escolaridad), siendo los más afectados los grupos de mayor edad.
La respuesta del gobierno fue la puesta en marcha del Plan Nacional de
Alfabetización para Adultos,29 que constó de dos componentes: los Centros
de Alfabetización destinados a los analfabetos absolutos, y los Cursos de Edu-
cación a Distancia, dictados a través de los medios de comunicación, para los
analfabetos funcionales. La meta establecida consistía en llegar a la educación
permanente, "derecho con el cual se nace y sólo se extingue con la vida", co-
mo se señalaba en los fundamentos del proyecto. El Programa fue situado
dentro del marco del Proyecto Principal de Educación en América Latina y el
Caribe de la UNESCO. El mismo fue organizado con una estructura federal y
se fijaron metas cuantitativas de cobertura de la población.
La metodología de enseñanza no se circunscribía al aprendizaje de lec-
toescritura y matemática, sino que abarcaba un currículo integrador, con con-
tenidos de carácter vivencial en el que se analizaban temas vinculados con la
instrucción cívica, la alimentación, la salud, la vivienda, el trabajo y el coope-
rativismo. La dinámica aplicada en el proceso de aprendizaje tenía un estilo
dialogístico, participativo, analítico, desarrollado sobre la base de experiencias
personales y en relación con los problemas de la comunidad. Los contenidos
se expresaron en una Cartilla -así llamada- de unidad nacional. En marzo de
1989 existían en el país 9.693 centros que habían dado formación a 408.173
adultos beneficiados, de los cuales cien mil recibieron formación a distancia,
siendo los demás alumnos presenciales.
El Programa recibió el Premio UNESCO 1988 de la Asociación Internacio-
nal para la Lectura.
Desaprovechando la experiencia adquirida y la infraestructura puesta en
funcionamiento, también esta iniciativa fue suprimida con el cambio de go-
bierno, en un clásico acto de canibalismo político.

La universidad

La universidad argentina había caído en un extenso período de destrucción
iniciado con la "noche de los bastones largos", del "onganiato" instalado en
1966, que había transitado por tres períodos de gobierno con un conflictivo
y fracasado intento de normalización en 1973-74, en un breve lapso del con-
fuso período constitucional entre las dos dictaduras militares. Fueron casi
dos décadas de violación de la autonomía universitaria -hecha efectiva en
1958 y perdida en 1966-, de persecución política e ideológica de docentes y
estudiantes, y de decadencia de la calidad educativa.
En primer lugar se trató de recuperar la autonomía perdida del gobierno
universitario, poniendo en vigencia los principios de la Reforma de 1918,
asumidos siempre por el radicalismo. El proceso de normalización de la pri-
mera etapa llevó a: la elección libre y abierta de los representantes de los tres
claustros de gobierno (profesores, estudiantes y graduados); la instalación de
un diálogo dinámico y fecundo entre los mismos, buscando profundizar la
democratización del sistema; la corrección de las irregularidades producidas
en las estructuras organizativas y docentes de las facultades y departamen-
tos, así como en la designación de profesores; el llamado a concursos
abiertos y de oposición para la provisión de cátedras, atrayendo y garantizan-
do el acceso de los mejores, mediante la realización de más de cuatro mil
concursos en los primeros dos años de gobierno. Con ello se puso fin a las
discriminaciones políticas que caracterizaron un largo medio siglo de anta-
gonismos a partir de 1930. Se creaban, de esta manera, las condiciones re-
queridas para el logro de mayor eficiencia en la gestión y de la mejor pro-
ducción en todas las funciones propias de la institución.
Se concibió la universidad como centro de gravedad de la cultura, enten-
dida ésta como el modo de vida de nuestra sociedad, debiendo para ello con-
vertirse en el motor del desarrollo de la ciudadanía y de la democracia, del
progreso y el desenvolvimiento social y económico. La transmisión del co-
nocimiento, la formación de profesionales, la investigación científica y tecno-
lógica, la extensión universitaria y la difusión mediante publicaciones y otras
actividades fueron el objeto de las acciones de reestructuración o de creación
de los mecanismos y organismos necesarios para el cumplimiento de esas fi-
nalidades. La producción de ciencia fue objeto de consideraciones especiales:
se creó una categoría de investigador universitario; se coordinaron progra-
mas y actividades con el Consejo Nacional de Ciencia y Técnica; se promo-
vieron y consolidaron instituciones de formación cuaternaria; se abrió la uni-
versidad hacia el exterior mediante la promoción y ejecución de proyectos de
cooperación con otros países y con organizaciones internacionales; se recreó
la prestigiosa Editorial Universitaria de Buenos Aires (EUDEBA).
En un mundo en que los factores clásicos de producción -capital, mate-
rias primas, mano de obra- han sido rebasados en importancia por la tecno-
logía y ésta es cada vez más dependiente o derivada de la ciencia, "la única
revolución industrial posible es la inteligencia" a través de la "innovación tec-
nológica como producto de la educación", afirmaba Ángel Plastino, presi-
dente de la Universidad Nacional de La Plata. La universidad asumió este de-
safío, y hoy pueden mostrarse ya importantes resultados en algunos campos
de la ciencia y de los desarrollos tecnológicos, como así también en el pres-
tigio internacional de muchos de los que formó.
El sendero fue trazado y hoy, pese a los magros presupuestos que obli-
gan a sus miembros a trabajar con un verdadero espíritu de sacrificio y amor
por su tarea, la universidad "hace camino al andar".

La política científica y tecnológica

En su mensaje inaugural, el presidente de la Nación señalaba que "nuestro
tiempo exige que los gobiernos atiendan como asunto de primordial relevan-
cia el desarrollo del saber científico puro y de sus aplicaciones tecnológicas".
Para encauzar esta acción, considerada impostergable, creó la Secretaría de
Ciencia y Técnica dependiente de la Presidencia, para coordinar

estas actividades en el Estado y otros sectores, con el fin de utilizar e incre-
mentar en grado óptimo el patrimonio nacional constituido por las inteli-
gencias y los conocimientos de millares de especialistas, muchos de los cua-
les se [encontraban] radicados en el exterior por falta de oportunidades
intelectuales en el país o para eludir absurdas discriminaciones.
No sólo estimularemos [...] las tareas de nuestros sabios e investigado-
res, sino que corregiremos las prácticas discriminatorias del pasado; [...] en
la selección y formación de recursos humanos dedicados a la labor científi-
co-técnica sólo se atenderá a la idoneidad y la capacidad profesional.

En lo que el entonces responsable de la Secretaría, el prestigioso científico
Manuel Sadovsky, gustó llamar el ideario que orientó la acción del gobierno,
la ciencia y la tecnología fueron consideradas elementos básicos para un de-
sarrollo independiente de la sociedad, debiendo nuestra inteligencia ponerse
al servicio de las grandes prioridades nacionales y servir para romper la
dependencia mental, que es la más grave. Esta dependencia ha determinado
comportamientos sociales negativos o ineficientes que constituyen algunas
de las causas principales del enorme retroceso comparativo de nuestro creci-
ti miento económico y de muchos aspectos de nuestro desarrollo general. Por
eso tiene una importancia decisiva la educación para enseñar a pensar, ense-
ñar a aprender y, en todos los casos, enseñar a desarrollar al máximo el espí-
ritu crítico y liberar la creatividad, condición indispensable para sustraerse a
cualquier tipo de dependencia. Estos elementos están en la base de la natu-
raleza del pensamiento científico y formaron parte de los fundamentos de la
política desarrollada.
Una tarea de primera importancia fue la reestructuración y el saneamien-
to del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET),
el organismo de promoción, creado por el Premio Nobel Bernardo Houssay,
que había tenido una fundamental gravitación en el avance de la ciencia ar-
gentina desde su creación en 1958. Era imperioso corregir graves desviacio-
nes producidas en el período de gobierno anterior, tanto en la concepción
como en el funcionamiento del CONICET. Por ello, esta institución y también
las universidades debieron comenzar por normalizarse para reconstituir sus
organismos participativos de gestión. Se procedió a la incorporación de alre-
dedor de doscientos investigadores que habían sido segregados, de los cua-
les gran parte fueron repatriados desde el extranjero, adonde habían emigra-
do o estaban exiliados. Se reconstruyeron sus vínculos con la universidad,
"institución de la cual depende como el ave depende del aire para volar",30
renovándose una relación simbiótica traducida en el sistema de subsidios, de
equipamiento, de formación de posgrado, de colaboración de los investiga-
dores en las tareas universitarias, de planeamiento y de iniciativa. Se creó un
Sistema de Apoyo para Investigadores Universitarios yen 1987 se otorgaron
los Premios Bernardo Houssay a los 150 mejores trabajos, seleccionados por
concurso, producidos en el país por jóvenes argentinos o extranjeros residen-
tes. Por otro lado, se inició el Programa de Apoyo a Bibliotecas del CONICET
con el auspicio del PNUD. En relación con el sector privado, se estableció un
alto número de contratos con la industria, que en 1989 alcanzaba el doble de
todos los realizados con anterioridad a 1984; se iniciaron innumerables rela-
ciones de consulto ría de los investigadores con empresas, para lo cual se creó
un régimen especial; se integraron representantes de las fuerzas productivas
en sus órganos superiores de conducción; se cambiaron los criterios y mo-
dalidades de formación de los recursos humanos. De este modo se logró po-
ner término a una política corporativa que había encerrado al CONICET sobre
sí mismo, y a su vez se puso el conocimiento en relación con la sociedad. Ha-
cia afuera, la institución estableció una vasta red de intercambios. Los pro-
yectos de cooperación con los países latinoamericanos tuvieron una alta
prioridad, y hubo igualmente una vinculación importante y creciente con ins-
tituciones europeas y de Estados Unidos, y con organismos internacionales.
El crecimiento gradual permitió un aumento considerable del número de in-
vestigadores, que pasaron de 1.583 en el año 1983 a 2.289 en 1988, y tam-
bién un incremento de becarios, que siendo 1.763 en la primera fecha, llega-
ban a 2.159 en el último año considerado.
En 1985, al inaugurar el Observatorio Astronómico de El Leoncito, en la
provincia de San Juan, el presidente Alfonsín había reiterado: "La tecnología,
que es técnica más ciencia, no florece ni funciona en el vado. Tenemos que
lograr una industria vigorosa como locomotora del desarrollo cultural e
sentido moderno. No es obra de un día ni está al alcance de decisiones vo
luntaristas desde el poder". No puedo dejar de hacer aquí una digresión
destacar la importancia y la validez general de esta última afirmación, que in-
volucra a todos los sectores del quehacer nacional, en los que cada uno de
los actores es responsable de los caminos que recorremos, y que puede
constituirse en un elemento dinamizador o en un escollo o impedimento pa
ra marchar en la buena dirección.
Bajo el lema "De la investigación a la producción" se trabajó en el análi
sis de la electrónica y la biología, de la aftosa y el mal de Chagas, de las mico
toxinas y los complejos agroindustriales, así como de la pesca y la fauna. Se
realizó también un importante estudio sobre las agroindustrias para la expor
tación que fue puesto a disposición e interesó a la Cámara de Exportadores.
Se incorporó una Oficina de Gestión Tecnológica para hacer el puente
entre las instituciones del sector y las empresas y se acompañaron o se pro-
movieron instrumentos de financiamiento de investigación y desarrollo
formación de recursos humanos en el sistema bancario como el Área "Jorge
Sábato" de Tecnologia del Banco de la Provincia de Buenos Aires (suprimj
da por el gobierno que nos siguió en la gestión de esa provincia); ARGENTEC
con el Banco de la Nación Argentina; y EMPRETEC, con el Banco de Córdo
ba, entre otras iniciativas.
La Secretaria reformuló los Programas Nacionales existentes, que había
perdido su finalidad original de conectar problemas o áreas de desarrollo COI
la ciencia y la técnica, y de coordinar las actividades de investigación descen
tralizadas que se realizaban en cada campo. Luego de su afianzamiento inter
no, se los proyectó hacia afuera mediante convenios con otros países. Se le
adjudicó una particular importancia a los Programas Nacionales de Informá
tica y Electrónica, así como al de Biotecnologia, que se desarrolló sobre
base de una red de centros regionales en los que se tenían en consideración
las diversidades específicas de cada lugar.
En materia de informática se definió un Plan Nacional y se decidió enca-
rar la formación de recursos humanos de alto nivel con alcance regional. Ello
dio lugar a la creación de la Escuela Latinoamericana de Informática,31 para
formar docentes: investigadores a través de una carrera de tres años, con un
proceso de selección por concurso. En diciembre de 1988 se hablan gradua-
do treinta alumnos de la primera promoción y estaban realizando sus cursos
otros 65 estudiantes de diez países de la región. También se habían comen-
zado a realizar actividades para especialización de graduados desde 1987. El
financiamiento de la Escuela y su instalación recibieron, además de los recur-
sos presupuestarios propios, aportes provenientes de varios países y organis-
mos internacionales y de empresas nacionales a través del Fondo Empresa-
rio de Cooperación.
Con el propósito de atender la compleja y comprometida problemática de
suelos, régimen hídrico y producción de la amplia zona de la Cuenca del Río
Salado en la provincia de Buenos Aires se creó el Instituto Tecnológico de
Chascomús. Fue organizado para realizar trabajos en las áreas de la biotec-
nología y de la ecología regional, más una sesión de acuicultura relacionada
con la región. En 1989, el proyecto había alcanzado un estado avanzado en
la construcción de sus instalaciones y tenía una incipiente planta científica
que iniciaba los primeros programas propuestos.
La cooperación internacional fue incentivada y se lograron asociaciones
de recursos humanos e intercambios, además de aportes financieros y de
equipamiento que produjeron un gran efecto multiplicador. Hay que desta-
car: una particular relación de proyección económica con Italia; la canaliza-
ción gobierno a gobierno de toda la cooperación con Francia, que permitió
racionalizar los contenidos de la misma y establecer intercambios en los pro-
gramas nacionales y en el CONICET con grupos de investigación franceses, el
Encuentro Franco-Argentino de Biotecnología, y el Taller Franco-Argentino
de Difusión y Valorización de la Investigación Científico-Tecnológica; los
vínculos particulares con la Comunidad Europea con la que se hizo el Semi-
nario de Biotecnología para América Latina; el apoyo de Suecia en una ope-
ración triangular con Uruguay; la cooperación con España, Alemania y otros
países, además del marco dado por el Grupo de los Ocho. Se realizaron ta-
reas de programación con la Organización de los Estados Americanos (OEA);
en la reunión de Ministros de Ciencia y Técnica de América Latina en el ám-
bito de la UNESCO se sentaron avances importantes en la identificación de
proyectos compartidos; se integraron la Red Latinoamericana de Biotecno-
logía del PNUD y el Centro Internacional de Ingeniería Genética de la Orga-
nización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial (ONUDI).
Con Brasil se llevó adelante la cooperación más completa emprendida, tan-
to en las formas como en los contenidos adoptados, en dos campos específi-
cos: la biotecnología y la informática. En relación con el primero, se produjo
un Encuentro Argentino-Brasileño de Empresarios de Biotecnología; se creó
el Centro Argentino-Brasileño de Tecnología, que fue objeto de un protocolo
especial en el Convenio de Integración con ese país, en el que el énfasis está
puesto en la proyección económica de la investigación; se diseñaron dieciséis
grandes proyectos; y se puso en marcha la Escuela Argentino-Brasileña de
Biotecnología, que cubre demandas de formación en aspectos deficitarios co-
munes. En relación con el segundo campo, la Escuela Brasileño-Argentina de
Informática que se realizaba anualmente en el país vecino había dictado cua-
tro cursos entre 1986 y 1989. En este último año se pasó "de administrar de-
cenas de personas adscriptas a proyectos de cooperación que significaban cen-
tenares de miles de dólares, casi en su totalidad aportados por nuestro país, a
trabajar con centenares de investigadores, becarios, empresarios, y funciona-
rios de nuestro país y de otros países, insertos en proyectos o vinculados con
ellos, por millones de dólares, aportados casi en igual proporción por la Ar-
gentina y terceros países u organismos internacionales o multilaterales".
Retornando una tradición lamentablemente perdida hace medio siglo en
la administración argentina, la Secretaría produjo en abril de 1989 un muy in-
teresante informe que tituló "Memoria crítica de una gestión". El acápite de
la introducción dice: "John Kennedy observó que el presidente Lincoln era
a veces un hombre triste porque aprendió que en política nadie puede con-
seguir lo que desea",32 y en una reflexión personal el entonces secretario de
Ciencia y Tecnología confiesa: "De lo que queríamos a lo que conseguimos
hay un trecho, por así decirlo, melancólico". En mi opinión, se había inicia-
do "la acumulación que, como él mismo dice, es en realidad un buen sinóni-
mo de lo que comúnmente se llama desarrollo".

La función pública y el Cuerpo de Administradores Gubernamentales

Al llegar al gobierno en 1983, tomando una vez más las palabras iniciales del
presidente Alfonsín, era necesario replantear la función de la administración
pública, que había sido profundamente cuestionada y subvertida en esos últi-
mos años: "Lo que se requiere es una profunda transformación que incluya la
redefinición del papel del Estado, el establecimiento definitivo de una carrera
administrativa y la puesta en marcha de un serio y prolongado proceso de re-
forma del aparato estatal que no sólo acompañe la democratización de la vida
política del país sino que, además, profundice el cauce democrático e impulse
el desarrollo". Le correspondió a la Secretaría de la Función Pública, creada
en el ámbito de la Presidencia de la Nación, poner en marcha estos objetivos.
La primera cuestión que se definió fue el mantenimiento de la fuente de
trabajo de todos los funcionarios, es decir, se adoptó una actitud de respeto
a la estabilidad en los cargos tal como se había procedido históricamente en
todos los gobiernos radicales anteriores.
La segunda cuestión consistía en incorporar la eficiencia en la gestión co-
mo objetivo insustituible para garantizar el logro de los objetivos y las metas
de las políticas gubernamentales, cuya ejecución es responsabilidad de la ad-
ministración pública. Para ello, ésta debía ser objeto de una profunda inno-
vación y transformarse ella misma en vehículo de la innovación, entendien-
do por esto no solamente la incorporación de las tecnologías y de los avances
científicos propios del mundo moderno, sino también la adopción de los va-
lores y los comportamientos compatibles con el ejercicio pleno de la demo-
cracia y con el estado de Derecho. El principio de juridicidad como regla de
conducta en la vida pública, la igualdad ante la ley, la imparcialidad de la jus-
ticia, la transparencia en la acción de gobierno, la información disponible y
con fiable, el trato respetuoso con los administrados, la búsqueda de ámbitos
y modalidades adecuados para asegurar la participación, la aceptación del
pluralismo y la legitimidad del disenso, la valorización y asunción del concep-
to de servidor público eran valores a recuperar o a introducir que implicaban
una verdadera discontinuidad en las prácticas heredadas. Se trataba, enton-
ces, de producir un cambio profundo de los recursos humanos con los que
se contaba y de crear los instrumentos adecuados para la formación de un
nuevo perfil de los agentes estatales para ponerlo s en condiciones de inter-
pretar y asumir el rol transformador que resultaba imprescindible.
Los medios más importantes que se pusieron en marcha con este propósi-
to fueron esencialmente dos: el establecimiento de una carrera administrativa,
por una parte, y la creación de un Cuerpo de Administradores Gubernamenta-
les, por otra. A ellas se agregaban la organización de actividades de capacitación
para todos los niveles de la administración y la puesta en marcha de un servi-
cio permanente para asesorar y organizar aquellos organismos que lo requirie-
ran. Estas iniciativas fueron acompañadas por la propuesta que impulsaba la
creación de la institución del Defensor del Pueblo.33 Para ello se elaboró un
proyecto de ley que tenía en cuenta un análisis comparativo de las estructu
ras, así como de los resultados obtenidos en el desempeño de organismos
esta especie en países que nos precedieron en su instalación. Se procura
por este medio introducir un mecanismo complementario para la defensa
los derechos, y una manera de detectar necesidades y recoger sugerencias que
desde fuera del aparato administrativo contribuyeran a su mejoramiento.
La carrera administrativa tenía como base un sistema de estímulos y exi-
gencias que coadyuvaran a modificar las actitudes, las valoraciones y los con
portamientos de los funcionarios públicos, y a transformar las prácticas n
gativas mediante la participación democrática, la formación eficiente, y
asunción de responsabilidades en forma individual y colectiva. Este sistema
se instrumentaba con la creación de un nuevo escalafón general, al cual
llegaba por concursos transparentes que permitieran la designación y promo-
ción de los candidatos de acuerdo con sus méritos, capacidades y conoci-
mientos acreditados. Se construyeron los consensos básicos con los organi
mos representativos de los trabajadores estatales y se acordaron los métodos
para su implementación. El acceso a dicho escalafón debía ser promovido en
forma gradual, teniendo en cuenta las necesidades de los distintos organis-
mos del Estado, los tiempos requeridos para la preparación y consolidación
de los miles de concursos necesarios, y la disponibilidad de los recursos co-
rrespondientes a los incentivos materiales imprescindibles. Se trataba de re-
conocer a los mejores y ponerlo s al frente de las nuevas responsabilidades
con un sentido de servicio a favor de la comunidad y del desarrollo del país.
En el transcurso de su puesta en marcha, las limitaciones presupuestarias
el retiro voluntario decidido en el año 1986 produjeron una perturbación Se-
vera que impidió su concreción.
El proyecto de formación del Cuerpo de Administradores Gubernamen-
tales fue la construcción transformadora por excelencia en la concepción
búsqueda de calidad y eficiencia de la gestión de gobierno. Se apoyó en el co-
nocimiento y análisis comparativo de las experiencias de otros países y en es-
pecial de la más profundamente conocida y de mayor afinidad cultural, la
la Escuela Nacional de Administración francesa (ENA), con cuya cooperación
se contó, realizada de manera entusiasta y muy respetuosa de las modalida-
des propias introducidas en el esquema que se adoptó.34
La única forma de admisión al Cuerpo de Administradores Gubernamen-
tales fue la aprobación del Programa de Formación que se dicta en el Insti-
tuto Nacional de Administración Pública (INAP), que tiene una duración de
dos años.35 El acceso fue abierto a personas externas a la administración y a
funcionarios de la misma, por partes iguales. El ingreso a dicho programa se
realizó por concurso estricto y transparente. Los aspirantes debían poseer tí-
tulo universitario correspondiente a un plan de estudios no inferior a cuatro
años o, excepcionalmente, ser funcionarios de alto nivel, con una antigüedad
superior a cinco años y tener título secundario.
La selección de los aspirantes se realizó mediante pruebas anónimas
orientadas a seleccionar perfiles de alto desarrollo de habilidades cognitivas
para el procesamiento, recuperación, transmisión y evaluación de informa-
ción. Se evaluaron, además, las características personales relacionadas con los
aspectos lógicos, culturales y socioafectivos apropiados al buen desempeño
de sus futuras funciones.
Los Administradores Gubernamentales son móviles en sus destinos. Di-
cha movilidad se fundamenta en el carácter pluridisciplinario e interjuris-
diccional de muchas de las acciones de gobierno, las que requieren de la par-
ticipación de funcionarios capaces de aportar una concepción integral de las
cuestiones a resolver y una visión de conjunto de la Administración que me-
jore la eficacia de la gestión estatal. Los cambios de destino de los Adminis-
tradores Gubernamentales tienden a dar respuesta a la tradicional rigidez
atribuida a las organizaciones públicas, permitiendo una adaptación ágil y di-
námica de los recursos a los requerimientos de cada momento, a través del
conocimiento de las políticas sectoriales desde diversos ángulos, más allá de
la formación específica de cada profesional. Asimismo, se intenta quebrar la
tradicional disociación entre los objetivos políticos y su real implementación
a nivel administrativo con la participación de los Administradores Guberna-
mentales actuando como interfase entre ambos niveles. La estabilidad de es-
tos agentes está supeditada a la evaluación anual de su desempeño y a su
capacitación permanente y obligatoria.
El Cuerpo de Administradores Gubernamentales fue una inversión a lar-
go plazo; se trataba de plantar para el futuro.36 La constitución plena del mis-
mo está hoy requiriendo la continuidad del proyecto para hacer posible el 10-
gro de la masa crítica necesaria, y la conformación permanente de los altos
niveles de gestión deseables.
Durante nuestro gobierno se produjeron las dos primeras promociones,
seguidas de otras dos en el gobierno posterior, luego de lo cual se disconti-
nuaron los cursos.
El cuerpo integrado por los egresados de esas cuatro promociones ha da-
do prueba, en los anos transcurridos, de su idoneidad y eficiencia en todos
los organismos en que se desempeñan sus miembros. Es una demostración
de la validez del proyecto que, lamentablemente, no fue asumido como una
política de Estado sino dejado de lado por no reconocer, tal vez, la paterni-
dad del "otro". Una demostración, también, de que las necesarias innovacio-
nes en los comportamientos están lejos de haberse completado.

El Consejo para la Consolidadón de la Democracia
y la Reforma Constitucional

El presidente creó por decreto del 24 de diciembre de 1985 el Consejo para
la Consolidación de la Democracia "en vista de que es necesario y perento-
rio encarar un vasto proyecto de consolidación de nuestro régimen republi-
cano y democrático, tendiente a la modernización de la sociedad argentina,
fundado en la ética de la solidaridad y en la amplia participación de la ciuda-
danía". Fue designado coordinador del Consejo el eminente jurista Carlos
Santiago Nino, y actuaron como consejeros: Oscar Albrieu, José Antonio
Allende, Ismael Amit, Leopoldo Bravo, Genaro Carrió, Raúl Dellepiane,
Guillermo Estévez Boero, René Favaloro, Ricardo Flouret, Enrique Nosiglia,
Julio H. Olivera, Ema Pérez Ferreira, Oscar Puigrós, Ángel Federico Roble-
do, Fernando Storni, Jorge A. Taiana, Alfredo l. Vítolo, María Elena Walsh,
Emilio Weinschelbaum. La nómina es expresiva de la importante relevancia
intelectual, de la diversidad de su representación y de la independencia de cri-
terio que ella involucraba.37
En carta del 13 de marzo de 1986, el presidente Alfonsín solicitó al Con-
sejo reunir antecedentes y opiniones sobre una posible reforma de la Carta
Magna "dirigida -sobre todo- al perfeccionamiento de la parte orgánica de
nuestra Constitución, para hacer más ágil y eficaz el funcionamiento de los
diversos poderes del Estado y para profundizar la participación democrática,
la descentralización institucional, el control de la gestión de las autoridades y
el mejoramiento de la Administración Pública". El documento incluía una
importante determinación al expresar: "Deseo adelantar mi convicción en el
sentido de que esta iniciativa no debería incluir modificación alguna a la ex-
tensión y condiciones del mandato que el pueblo argentino me ha otorgado".
El trabajo fue realizado a través de cinco comisiones: 1) Alcances de la re-
forma; 2) Poderes del Estado y sus relaciones; 3) Atribuciones de las provin-
cias y federalismo; 4) Descentralización, participación e institucionalización
de los partidos políticos y las asociaciones intermedias; 5) Parte doctrinaria.
La metodología utilizada incluyó no solamente los muy complejos aspectos
técnicos que requirieron la participación de numerosos especialistas, sino
también la necesidad de recoger las valoraciones políticas y éticas fundamen-
tales que exigían ser discutidas con la comunidad. Para ello se consultó a una
vasta variedad de personalidades e instituciones personalmente o por escrito,
habiendo viajado a las capitales de provincia y otras ciudades importantes pa-
ra recoger la opinión directa de gobernantes y políticos, así como la de repre-
sentantes significativos de cada comunidad. Se recibió además el aporte de
numerosas personalidades nacionales y extranjeras.38 Los trabajos realizados
fueron publicados39 y difundidos, habiendo también sido considerados en un
Congreso Internacional sobre la Reforma de la Constitución.40
En 1987, en su mensaje al Congreso decía el presidente de la Nación:

Quiero suscribir las palabras del Consejo para la Consolidación de la Demo-
cracia: todo período histórico necesita de un gran pacto de convivencia. La
Constitución de 1853, después de finalizadas las guerras civiles, fue el gran
pacto de convivencia sobre el que se formó la Nación Argentina. La Argen-
tina ha iniciado un nuevo período histórico. Superados los desencuentros,
estamos construyendo el país que aspiramos tener. Ahora, como en 1853,debemos
explicitar ese gran pacto que sirva de cimiento para construir una
sociedad participativa, solidaria y moderna. El pacto constituyente entre los
ciudadanos requiere un sólido consenso. La propia Constitución, sabiamen-
te, ha previsto las condiciones de su modificación, de modo que ninguna
mayoría circunstancial imponga caprichosamente su voluntad a las genera-
ciones venideras.

En consonancia con esto, desde el Gobierno se abrió una instancia de con-
sultas y análisis con los partidos políticos para lograr los consensos necesa-
rios a efectos de iniciar el proceso legislativo requerido. El Partido Radical
constituyó una Comisión Especial, cuyo informe positivo fue aprobado por
los presidentes de distrito y por las autoridades partidarias. El Partido Justi-
cialista, presidido por Antonio Cafiero, aprobó la posibilidad de la reforma,
lo que se plasmó en un acuerdo firmado el 14 de enero de 1988 con el pre-
sidente de la Nación. Y las deliberaciones continuaban con los otros parti-
dos políticos. Pero este avance estuvo pronto contrastado por las posiciones
y declaraciones del ya perfilado candidato a la presidencia, Carlos Menem,
quien -si bien había estado de acuerdo en ocasión de la elaboración del pro-
yecto cuando fue consultado su gobierno en La Rioja- como contrincante,
internamente en su partido con el propio Cafiero y en general con el radica-
lismo, cambió su discurso, que se transformó en una oposición abierta. Esta
actitud configuraba una falta de condiciones mínimas para el consenso bási-
co necesario y determinó la renuncia del gobierno a continuar en ese mo-
mento con su propósito de impulsar la reforma, que era considerada una pie-
za clave hacia la consolidación democrática.
No por ello se desistió de esta convicción, lo que se tradujo en que el te-
ma siguió siendo siempre tratado en las más importantes Convenciones
Nacionales de la Unión Cívica Radical (UCR), cuya posición reformista pre-
sentaba antecedentes que habían precedido desde largo tiempo la propia ini-
ciativa del presidente Alfonsín. Coherentemente, los principios sustentados
fueron reiterados ante la nueva circunstancia en las Convenciones Naciona-
vienda digna es uno de los derechos sociales incluidos en les partidarias de
Bariloche, en 1989, donde el propio Alfonsín desarrolla su
pensamiento; en la de Mar del Plata, en octubre de 1990, en la que se propo-
ne "impulsar la reforma institucional, que incluye la reforma de la Constitu-
ción Nacional, con los objetivos básicos de descentralizar las funciones del
poder”; o en la de julio de 1992 en la que se ratifica que la UCR "desde sus orí-
genes, ha identificado su compromiso con la causa de la Reparación Nacio-
nal y de la dignidad del hombre, con la defensa y vigencia de la Constitución
Nacional y la necesidad de su reforma", insistiendo en que éstas

han sido cuestiones que el radicalismo ha planteado en forma permanente.
[...] El pueblo argentino tiene derecho a una discusión abierta y honesta so-
bre lo que verdaderamente está en juego, porgue reformar la Constitución
Nacional, permitir u oponerse a la reelección no es ni bueno ni malo en sí
mismo. Lo que debe determinarse son las circunstancias en gue se lo hace,
[...] no es posible modificar la Constitución por una decisión unilateral sino,
por el contrario, es necesario que surja del consenso, y esto solo es posible
si existen reglas de juego aceptadas.

Luego de haber sido dejada de lado debido a la oposición de Menem, en 1992
es él quien comienza a hablar de reforma. Sin embargo, el propósito que lo
impulsa es la reelección, no los contenidos de la Constitución. El 7 de julio de
1993, fue enviado al Congreso un proyecto para declarar la necesidad de la re-
forma que, aunque contenía algunos aspectos institucionales concordantes
con las propuestas del Consejo para la Consolidación de la Democracia, in-
cluía una reforma del Estado que recogía y consolidaría constitucionalmente
el modelo neoconservador de la política vigente del gobierno de Carlos
Menem.41 En su consideración en el Senado, el proyecto sufrió modificacio-
nes sustanciales, en particular en respuesta a los arreglos del presidente de la
República con el senador Leopoldo Bravo, opuesto a la modificación del sis-
tema de elección y al acortamiento de los mandatos de los senadores. El pro-
yecto, finalmente aprobado, quedó reducido a una versión escuálida e inacep-
table que aseguraba la reelección indefinida a la presidencia y era totalmente
insatisfactorio y peligroso en todo el resto.
Por otra parte, la obtención de los dos tercios de los miembros de cada
cámara -que había podido ser reunida en el Senado- presentaba dificultades
insalvable s en la Cámara de Diputados. Por eso se comenzó la manipulación
del artículo 30 de la Constitución Nacional, repitiendo la tortuosa interpreta-
ción de que la mayoría necesaria es la de los dos tercios de los miembros pre-
sentes, lo que estaba sustentado en un proyecto de ley del diputado Duraño-
na y Vedia, que ya tenia despacho favorable de la mayoría en la Comisión de
Asuntos Constitucionales y que podía ser aprobado por simple mayoría del
quórum de la Cámara. Esto hubiera retrotraído el país a la situación de ilegi-
timidad de origen que envolvió la reforma constitucional de 1949, con el mis-
mo propósito central de la reelección -que logró Perón por este medio- pe-
ro que fue el motivo de la posterior anulación de la reforma, devolviendo su
imperio a la Constitución de 1853 con sus posteriores modificaciones.
Estas dos razones, los contenidos del proyecto ya aprobado en el Senado
y la metodología de aprobación a usarse en la Cámara de Diputados, son las
que determinan el propósito de Raúl AIfonsín de impedir el avance de esta
iniciativa y evitar los graves daños que ello hubiera engendrado en la convi-
vencia política nacional y en la legitimidad del gobierno futuro.
Para ello, Raúl AIfonsín le propuso a Carlos Menem, en una reunión re-
servada, construir un consenso respetando las mayorías de los dos tercios de
la totalidad de los miembros de cada Cámara y trabajando sobre contenidos
diferentes de la reforma. Éstos trataban de definirse sobre las bases del pro-
yecto del Consejo para la Consolidación de la Democracia -en el que estaba
admitida la posibilidad de la reelección de un mandato reducido a cuatro
años por un solo período consecutivo-42 y se dejaba de lado el inaceptable
proyecto en marcha. Estas negociaciones llevaron al acuerdo entre los presi-
dentes de ambos partidos mayoritarios en lo que ha dado en llamarse Pacto
de Olivos, firmado en la residencia presidencial el 14 de noviembre de 1993.
¿Por qué este acuerdo ha sido tan incomprendido, tan combatido, tan de-
gradado? Para tratar de entender este fenómeno, luego de la reseña de sus an-
tecedentes que acabo de presentar, me detendré solamente en dos interro-
gantes. En primer lugar: ¿por qué un pacto? La respuesta parece elemental.
Los compromisos y los cuerpos normativos se regulan por medio de conve-
nios, de pactos, u otros sinónimos que los designan. En nuestro caso se tra-
taba de asegurar, de una manera formal e inequívoca, el acuerdo logrado so-
bre los contenidos de la reforma, que no debían ser desvirtuados. Nuestra
historia política y constitucional estuvo llena de acuerdos, la Constitución
Nacional recogió en su Preámbulo los pactos preexistentes que condujeron
a hacerla posible y las reformas posteriores correspondieron siempre a temas
estrictamente prefijados, como sucedió en la primera modificación de 1860,
que fue precedida por los pactos entre la Confederación Nacional y la pro-
vincia de Buenos Aires.43 El núcleo de coincidencias básicas acordado tiene
esas mismas características de fijación previa de los contenidos, no sólo de la
enumeración de los temas a abordar sino de su orientación o configuración,
para impedir, que los objetivos buscados pudieran ser desvirtuados. El pacto
era la garantía, la expresión del consenso logrado, y fue admitido y formal-
mente aprobado por los cuerpos orgánicos de los dos partidos políticos fir-
mantes, que eran representantes de la amplia mayoría de la ciudadanía, la cual
pasó a ser el refrendo del acuerdo.
En segundo lugar: ¿por qué el rechazo al Pacto de Olivos? Hay varias ra-
zones que fueron concurrentes y determinantes, cuatro de las cuales conside-
ro principales. Una de ellas es la irritación existente en una parte de la ciuda-
danía por el propósito reeleccionista dominante en la actitud del presidente
Menem, que teñía toda la reforma. Frente a esta preocupación, que compar-
riamos, resulta necesario insistir en que en su proyecto -el que justamente se
había dejado de lado en el acuerdo alcanzado-la reelección estaba abierta en
forma indefinida, y que era imposible evitar su aprobación en el marco de las
condiciones puestas en marcha, que violaban el principio de las mayorías es-
peciales exigidas para la aprobación de la declaración de la necesidad de la re-
forma. A partir de la aprobación del proyecto Menem-Bravo habría quedado
habilitada la candidatura de Menem también para un tercer período consecu-
tivo en 1999. Pero lo cierto es que en la Constitución reformada sólo se ad-
mite una reelección consecutiva, cláusula de la cual él hizo uso en 1995, en
comicios en los que obtuvo la mayoría amplia de los votos soberanos de la
ciudadanía.
Resulta oportuno completar este análisis introduciendo un tema para la
reflexión sobre la conveniencia de una repetición de mandato luego de un
período intermedio, lo que no impide la actual Constitución ya que se
mantuvo lo establecido en la de 1853, y que le posibilitó competir otra vez
a Menem por una tercera reelección en 2003. Para algunos, esta última
norma constituye una rémora que debiera ser removida de una manera or-
gánica, lo que significa la necesidad de una futura reforma. Suele tomarse
como modelo la Constitución de Estados Unidos, con un sistema presi-
dencialista semejante que sólo admite una elección consecutiva, aunque en
varios de los países europeos las reelecciones sucesivas no tienen las mis-
mas limitaciones.44 El tema merece un debate, sobre todo a la luz de nues-
tra propia experiencia. En el orden nacional, sólo el presidente Roca repi-
tió su mandato basado en esta cláusula. En el orden provincial, varias
recientes modificaciones constitucionales han habilitado la repetición de
mandato, en algún caso sin ningún límite, y casi siempre vinculadas con
propósitos hegemónico s de candidatos o dinastías instaladas. Hasta aho-
ra, se trata de patologías que conspiran contra el perfeccionamiento de
nuestra democracia.
Una segunda razón de oposición al Pacto es la actitud dogmática contra-
ria a cualquier tipo de reforma constitucional que conduce a la defensa irre-
ductible de una Constitución calificada como de naturaleza pétrea, imposible
de ser mejorada o sustituida. En primer lugar hay que señalar que el propio
Alberdi la consideró una Constitución de transición, diciendo que las cons-
tituciones se construyen como un edificio, adaptándose a las funciones que
deben desempeñar. La nuestra había sido sancionada un siglo y medio atrás,
en un país apenas naciente donde ni siquiera había comenzado el período de
inmigración masiva que caracteriza la composición de la mayoría de la pobla-
ción actual, un país al que la Constitución ayudó -es muy importante reco-
nocerlo- a su organización. Pero luego de un lapso tan largo, como ha suce-
dido en todos los países del mundo, necesitaba cambios y adaptaciones en
correspondencia con el desarrollo de la sociedad actual, con las condiciones
de nuestra inserción en el mundo y con los avances del constitucionalismo
moderno. A veces se trae también como referencia la vigencia de su mode-
lo, la Constitución de Filadelfia, pretendiendo presentarla como un ejemplo
de inmutabilidad. Pero es exactamente lo contrario ya que ha recibido dece-
nas de modificaciones45 -que en Estados Unidos se hacen por el sistema de
enmiendas sancionadas por el Congreso y de ratificaciones estaduales de las
mismas- siendo pertinente destacar que entre las reformas realizadas en ese
país estuvo la del Senado, que estableció la elección directa de los senado-
res.46 Por lo que acabo de expresar no comparto la tesis de la inmutabilidad
de la Constitución, pero aceptando la existencia de argumentos opuestos,
considero que esto planteaba la conveniencia de una discusión conceptual,
de ningún modo la estigmatización del que piensa diferente. Hay que señalar
que esas posiciones tuvieron amplia difusión en los medios de comunicación,
Las otras dos razones, que tuvieron los efectos más importantes, son de
naturaleza estrictamente política o, más precisamente, de relaciones políticas
o de poder.
Una nace en la propia UCR y existen muchas evidencias de que las razo-
nes por las que se opusieron varios dirigentes no han sido diferencias con-
ceptuales o por consideraciones de la oportunidad de la reforma, ya que
-además de los importantes antecedentes partidarios sobre el tema- hubo
en particular en aquellos que sostenían la tesis expuesta.
reuniones y discusiones previas que trataron sobre la gravedad de la situación
que se estaba creando desde el gobierno y la necesidad de contrarrestarla.47
Fue, en cambio, una ocasión de seguir haciendo oposición interna por parte
de alguna fracción partidaria, tal como se viene realizando desde 1984. Esta
actitud tuvo su expresión más clara en la conducción de la Convención Na-
cional Constituyente a través del comportamiento de su presidente, sin pa-
rangón en toda la historia del radicalismo. En efecto, a título personal pero
desde su investidura, sostenía posiciones opuestas a las actuaciones y decisio-
nes del Comité Nacional, las que habían sido aprobadas con amplias mayo-
rías en cada una de las Convenciones Nacionales que le habían otorgado
mandato expreso para reformar la Constitución. A esto se sumaron las acti-
tudes adoptadas por dos dirigentes con mucha visibilidad, Fernando De la
Rúa con su grupo de referencia, y el diputado Jorge Vanossi, quienes tam-
bién se colocaron en contra.
De la Rúa ya en 1974 se había manifestado de acuerdo con una reforma
constitucional cuya posibilidad empezó a considerarse entonces,48 y en 1986
aceptaba que en la sociedad existía una disposición para modificar la Cons-
titución como parte de un proyecto de transformación y modernización al
cual había adherido,49 y que lo había llevado a afirmar, frente al debate abier-
to en pro de la reforma, que "no se pueden desoír esas voces".50 En 1993 se
trataba, precisamente, de volver a impulsar ese mismo proyecto, por lo que
su reticencia no resultaba convincente y menos podía comprenderse su acti-
tud de rebeldía ante las decisiones orgánicas del partido, salvo por sus inten-
ciones de diferenciación. En cuanto a Vanossi, tenía una larga trayectoria co-
mo constitucionalista y como legislador en la materia. En la primera
condición, había integrado junto con otros eminentes jurisconsultos la comi-
sión especial51 creada en 1971 por el gobierno del general Lanusse, para acon-
sejar sobre una reforma institucional, la que incluyó la recomendación del
acortamiento de mandato y la reelección presidencial. Como legislador, en
octubre de 1989 presentó un proyecto de reforma constitucional en cuyos
fundamentos, al hablar de la posibilidad de incluir la reelección, argumentaba
que ya no se debía temer esta figura porque el país estaba viviendo en un pro-
ceso democrático instalado. En 1992 fustigó "el apuro mono temático que se
ha posesionado del gobierno" en torno de la reelección, y planteaba que el
primer mandatario en ejercicio .debiera excluirse, como lo había hecho con
anterioridad el presidente Alfonsín.52 No admitir el procedimiento abierto
por el Pacto de Olivos significaba resignarse a la aprobación del proyecto de
reelección permanente, que estaba en consideración en el Congreso y contra
el cual el diputado Vanossi había alegado categóricamente desde su banca. Si
teníamos en cuenta los efectos resultantes de su sanción para las siguientes
elecciones, se llegaba a una conclusión inevitable y evidente respecto de quién
sería el candidato del justicialismo. Por eso resulta difícil imaginar que estas
consecuencias no eran adverertidas, y a aproximación que hizo en ese momen-
to a los ámbitos de negociación partidarios dejan la impresión de que su re-
tiro de ellos tuvo causas estrictamente personales.
Todo lo mencionado indica claramente que la fuente de oposición origi-
nal al Pacto de Olivos fue, en primer lugar, oposición a Raúl Alfonsín y razo-
nes de orden interno que tuvieron su origen y su centro de difusión en el pro-
pio Partido Radical. Si en lugar de ello se hubiera actuado con la coherencia
a la que obligaba el mandato recibido de la Convención Nacional partidaria,
que nunca debió ser desconocido, se habría garantizado la unidad de propó-
sitos e impedido el anatema que se arrojó sobre lo que fue una decisión pa-
triótica que impidió al país caer en una nueva y ya antes padecida ilegitimidad.
En definitiva, se había conseguido remplazar un mal proyecto por una bue-
na propuesta que había sido extensa y profundamente estudiada en nuestro
partido y, además, se había impedido la deslegitimización del acto constitu-
yente. Si el radicalismo en su conjunto hubiera entendido y respetado esto, su
unanimidad hubiera modificado los términos de comprensión de los alcan-
ces y de las circunstancias difíciles de la reforma.
Por último, la otra razón o motivación política se alimentó de la anterior.
El radicalismo le dio a su principal competidor en la oposición, el Frente País
Solidario (FREPASO) -en proceso de alumbramiento-, el argumento precioso
para orientar su campaña de captación de votos y de voluntades y éste llevó
adelante un proselitismo sistemático sobre la base de la denuncia del Pacto
de Olivos. También en este caso, el surgimiento político tan mediático de la
nueva agrupación -cuya prédica adquirió una difusión inusitada- contribuyó
grandemente a generar el estado de ánimo adverso al Pacto de Olivos que se
fue extendiendo entre numerosos miembros de la ciudadanía, ¡Cómo ha si-
do de contundente la exhortación que hoy la palabra "pacto" está casi des-
terrada del lenguaje de los argentinos, vaciada de los contenidos positivos de
su significado!
En este cuadro complejo y convulsionado, sin embargo, todos los partidos
políticos se presentaron a elecciones y compitieron por una representación en
la Convención Nacional Constituyente, que fue muy diversificada y que desa-
rrolló un trabajo efectivo, el que puede evaluarse por la intensa actividad rea-
lizada con espíritu constructivo y por los resultados obtenidos. En ella, luego
de los avatares y de las acusaciones previas, el entonces convencional Carlos
Álvarez, refiriéndose al Pacto afirmó que "el doctor Alfonsín entendió que era
necesario parar y frenar el país que marchaba rumbo a la colisión".
La nueva Constitución fue sancionada y jurada por todos los que contri-
buyeron a hacerla. Ella significa un paso innegable de avance institucional y
humanitario, que es ejemplar en la inclusión de los derechos llamados "de
tercera y cuarta generación", y avanzada en las formas de participación de-
mocrática que aseguran un amplio ejercicio del derecho de ciudadanía a to-
da la sociedad. La nueva arquitectura institucional necesita todavía la regla-
mentación de varias de las innovaciones. Requerirá sin duda modificaciones
en algunas ya realizadas y que no fueron hechas de acuerdo con el espíritu
con que fueron sancionadas, y demandará -como ha sucedido a lo largo de
toda nuestra difícil historia- una actitud de verdadero respeto al pacto de de-
rechos y garantías que ella representa, evitando su violación, su desvirtuación
o su desconocimiento. Se trata de un aprendizaje, del cambio de cultura tan
declamado y en el que estamos esperanzados, se trata de seguir avanzando en
la democracia que sólo se logra con más democracia.

El traslado de la capital

La capital de la República Argentina ha constituido un problema siempre pre-
sente a partir de nuestra organización como país. La grave y prolongada dis-
puta por su ubicación en la ciudad de Buenos Aires nunca fue saldada, a pe-
sar de la decisión adoptada en 1880 en la que quedó oficializada su situación.
El famoso alegato en que Leandro Alem manifestó su oposición en la Legis-
latura de Buenos Aires constituyó una verdadera profecía -tal como ha sido
llamada- que anunció las consecuencias negativas de la concentración de fun-
ciones políticas, económicas y culturales, que actuarían como un succionador
de energías del resto del país, en detrimento del cual se construiría el predo-
minio desmesurado e injusto de esa capital desequilibran te. Había triunfado
la tesis unitaria que derrotó al federalismo.53 En pleno cenit de la economía
atlántica, el centro del poder político ubicado en la Plaza de Mayo se unía di-
recta y estrechamente al puerto. A partir de entonces se produjo el crecimien-
to fenomenal de la metrópoli; luego de ampliar su perímetro original con la
incorporación de Flores y Belgrano al distrito original, esta expansión des-
bordó sobre el territorio de la Provincia de Buenos Aires provocando una
distribución deforme de la población nacional semejante a la de los países
menos desarrollados del mundo, con una gran capital y la casi ausencia de
otras ciudades significativas.
Ya en 1898, el político y ensayista José Bianco planteaba en su obra
Ensayo sociológico la necesidad de tener en cuenta el momento en que "los
intereses de la población, los intereses permanentes de la República, el
equilibrio político y social, el progreso y la civilización determinen la tras-
lación de la capital federal a otro punto". En 1912, el presidente Roque
Sáenz Peña, advirtiendo que "la ciudad de Buenos Aires se ha excedido en
su crecimiento al territorio de la jurisdicción de la provincia", proponía la in-
corporación del distrito de Avellaneda, lo que no se concretó. En el año
1918, Juan Álvarez analiza lúcidamente los problemas derivados del creci-
miento desmesurado de la Capital Federal y asevera: "No es misterio que el
federalismo argentino jamás movió todos sus resortes en forma satisfacto-
ria". Poco más tarde, en 1921, el español Adolfo Posada escribe sobre el país
y dice: "La capital es un monstruo congestionado, rodeado de pampas veci-
nas, un cuerpo flaco con cabeza que lo hunde o asfixia"; esta comprobación
es ya la anticipación de La cabeza de Goliat descrita en 1940 por Ezequiel Mar-
tínez Estrada. Ese mismo año, Alejandro Bunge en su obra Una nueva Argen-
tina describe las deformaciones del país y afirma que "el grado de prosperi-
dad puede medirse por la distancia a que se encuentran los centros poblados
y los distritos rurales de Buenos Aires". En 1942, dos obras se ocupan del
traslado de la capital: la del coronel José María Sarobe, especialista en temas
patagónicos, y la de Leopoldo Velazco. Pero, como observa en 1944 Bonifa-
cio del Carril en Buenos Aires frente al país: "Las fauces del coloso continúan
insaciables su tarea absorbente, mientras el cuerpo de la Nación dolorida ve-
geta perdiendo día a día la esperanza de la salvación".54
En 1980, el conglomerado bonaerense alojaba al 35% de la población del
país en menos del 1 % de los casi tres millones de kilómetros cuadrados de
superficie del territorio continental. La concentración económica y financie-
ra era aún más fuerte: se consumía el 39% de la energía, se ocupaba el 45%
del personal en el sector terciario y el 48% en el sector manufacturero. Y lo
mismo podía verificarse en otros indicadores respecto de la educación, la cul-
tura, el poder político y todos los demás aspectos de la vida de la sociedad.
Estas solas cifras dan una imagen clara de la aberración de la organización
-o mejor sería decir la falta de organización- de nuestro territorio nacional.
De esta gigantesca aglomeración escribe la geógrafa Elena Chiozza: "La ciu-
dad pierde su dimensión humana y si para muchos sigue siendo todavía un
bien deseable, para otros tantos es motivo de agobio y de quebranto de su
salud física y mental"; y para los habitantes del resto del país, el dualismo
existente se traduce en la frase del común: "Dios está en todas partes, pero
atiende en Buenos Aires".
La conciencia de esta situación tuvo múltiples manifestaciones en el Con-
greso Nacional. Los proyectos parlamentarios proponiendo la creación de
comisiones especiales para el estudio de la ubicación de una nueva capital o bien
el traslado de su sitio actual a distintos lugares o ciudades del país son numero-
sos. A partir de 1958 hay nueve propuestas de estudio, la última de ellas en 1985,
con la misión de determinar el lugar más conveniente al sur del río Colorado; y
existieron seis propuestas de traslado, de las cuales tres son de 1986.
Ese año, el presidente Alfonsín -que había solicitado al Consejo para la
Consolidación de la Democracia que le diera su opinión sobre el tema- envió
el proyecto del traslado de la capital a ubicarse próxima a la desembocadura
del río Negro, en ambas márgenes del mismo, en un lugar que incluía los em-
plazamientos de las ciudades de Viedma y Carmen de Patagones en las pro-
vincias de Río Negro y Buenos Aires, respectivamente.55 En sus fundamen-
tos se refería a las controversias apasionadas y los desencuentros históricos
que el tema había suscitado, para lo cual planteaba una "solución profunda a
lo que es ya un problema nacional". Recogiendo los antecedentes sobre el te-
ma destacaba: "En pocas cuestiones como en ésta ha habido una tan clara
conciencia, a partir de la decisión de 1880, de las graves perturbaciones que
la capitalización de Buenos Aires iba a traer al desarrollo general de la Repú-
blica. En pocos casos como en éste, el transcurso del tiempo, lejos de ir ate-
nuando las dificultades que se previeron en su momento, ha llevado las mis-
mas a extremos que culminaron con una deformación del conjunto
nacional".56
La propuesta tiene un sentido profundamente federalista e integrador. En
efecto, el río Negro separa el territorio argentino en dos, y el lugar elegido es
un punto de articulación entre la parte del país históricamente ocupada y esa
enorme región patagónica casi vacía, llena de posibilidades inexplotadas y
observada como un promisorio espacio futuro. La capital imaginada se apro-
xima a la extensísima costa atlántica, mal protegida y con una riqueza marí-
tima apetecida por otros y escasamente aprovechada por nosotros. La in-
fraestructura existente de comunicaciones la vinculaba ya entonces de
manera bastante satisfactoria tanto con el norte como con el sur y el oeste
del país, habiéndose convertido este último espacio andino en una zona en
proceso de transformación y crecimiento en las dos décadas precedentes. El
sitio es físicamente de una singular belleza. El río tiene allí 250 metros de an-
cho entre ambas costas y está atravesado por dos puentes, uno de ellos fe-
rrocarretero. En su enorme extensión, que vincula los Andes con el océano,
es navegable para diversas embarcaciones, por lo que presenta posibilidades
de un importante desarrollo de las comunicaciones y los intercambios por
esa vía. Tiene, igualmente, un enorme atractivo turístico: ejemplo de ello es
que existe una extraordinaria competencia náutica internacional que une ca-
da año su nacimiento en la confluencia con los ríos Limay y Neuquén, con
su desembocadura en el Atlántico, a más de mil kilómetros. En la orientación
norte-sur del país, la localización de Viedma-Carmen de Patagones está ubi-
cada a una distancia equivalente en ambas direcciones. La zona posee un cli-
ma benigno y saludable, con un alto número de días de asoleamiento, exce-
lentes playas, sitios y bellezas naturales próximas, que configuran un paisaje
que proporciona condiciones para una elevada calidad de vida.
Las ciudades elegidas tienen una fuerte historia conjunta de más de dos-
cientos años. El Fuerte del Río Negro, fundado en 1779 por Francisco de
Viedma al sur del río, dio origen al nacimiento de Carmen de Patagones en la
margen norte perteneciente a la actual provincia de Buenos Aires. Este empla-
zamiento -que conserva un relevante patrimonio histórico urbanístico- tuvo
una importancia singular: vinculó Buenos Aires con el sur del país y fue el cen-
tro de intercambios con las poblaciones indígenas patagónicas hasta la cordi-
llera. Sus funciones y su valor estratégico se incrementaron cuando en 1825 se
produjo la guerra con Brasil. Debido al bloqueo del puerto de Buenos Aires
por la armada imperial, el Carmen se convirtió en el único puerto accesible pa-
ra los barcos de bandera argentina. En esas circunstancias se produjo el hecho
heroico en el que los pobladores capturaron el buque de guerra llegado hasta
sus costas y derrotaron a los invasores. En el año 1878, para marcar su sobe-
ranía sobre los territorios del sur, el gobierno creó la Gobernación de la Pata-
gonia, que abarcaba desde la margen derecha del río Negro hasta la Tierra del
Fuego. La capital fue constituida en la margen sur del histórico fuerte, en la
actual ciudad de Viedma. Todo esto es indicativo del carácter articulador que
este emplazamiento tiene desde su propio origen, y que se pone de manifies-
to en distintos momentos y circunstancias de la historia de nuestro país, como
señalando este destino futuro para la ubicación de la nueva capital.
El traslado debía provocar un cambio no sólo en la organización de nues-
tro territorio, produciendo una distinta localización de la población y de las
funciones urbanas, sino que, como señala Jorge Enrique Hardoy en su obra
The planning of new capital cities, la experiencia internacional muestra que la
creación de una nueva capital se conecta con cambios en la orientación eco-
nómica y demográfica en los territorios que se gobernarán desde allí y tiene
repercusiones a menudo fundamentales en la dirección subsiguiente del de-
sarrollo del país. Ése era, precisamente, el objetivo propuesto. Al igual que lo
sucedido con Río de Janeiro en Brasil, Sydney en Australia, o Nueva York en
Estados Unidos luego de la construcción de las nuevas capitales en estos paí-
ses, la ciudad de Buenos Aires seguirá siendo el principal centro de la vida
nacional. Se marcó entonces el propósito de convertirla en la capital cultural
latinoamericana, vocación a la que no debemos renunciar y que debemos
propiciar sin vacilaciones y con iniciativas contribuyentes a esa finalidad.
Desde su inicio, el proyecto estuvo estrechamente asociado con la refor-
ma administrativa del Estado nacional en la que se venía trabajando. La des-
centralización que significaba la nueva capital estaba asociada a cambiar no
sólo el lugar de gestión administrativa del gobierno, sino la estructura y la ca-
lidad de su desempeño, a producir una discontinuidad entre las prácticas an-
quilosadas y las rutinas enquistadas y a introducir la modernidad en los pro-
cesos de reflexión y decisión, y en la gestión. Se preveía la localización de las
funciones estratégicas de gobierno en el nuevo centro, el mantenimiento de
algunas funciones de gestión en Buenos Aires, y "la descentralización hacia
todos los rumbos del resto de las actividades artificialmente concentradas en
nuestra Capital Federal, cada una de las cuales debe ir a localizarse allí don-
de lo aconseje su naturaleza". El traslado selectivo y por etapas de los servi-
cios del Estado fue programado para que su realización se hiciera de mane-
ra consensuada y libremente consentida, con una amplia participación de los
agentes gubernamentales. Fueron abiertas de inmediato instancias de diálo-
go con sus organismos representativos.57
El Congreso Nacional sancionó la Ley de traslado de la Capital, y las co-
rrespondientes legislaturas provinciales de Buenos Aires y de Río Negro
aprobaron las cesiones de tierras respectivas.
Para poner en marcha la ejecución de las tareas requeridas fue creado el En-
te para la Construcción de la Nueva Capital Empresa del Estado (ENTECAP),
dependiente de la Presidencia de la Nación, que inició en julio de 1986 los
trabajos de programación necesarios, trazó las líneas directrices de un plan
general de desarrollo urbano, preparó los llamados a concurso de compo-
nentes urbanos particulares y los pliegos de licitación de las primeras obras )
básicas de infraestructura, y procedió a la adaptación de obras existentes en
ejecución o previstas.
Pero el avance del proyecto tropezó con poderosas inercias y la indiferen-
cia o la resistencia de los intereses manifestados históricamente. En el pro-
pio gobierno, el temor al cambio y al desafío que se había planteado apoya-
ba su reticencia en las dificultades presupuestarias, que se anteponían como
una limitación al proyecto. Como lo ha interpretado Rodolfo Pandolfi:58

Se llegó a un punto en que resultó demasiado complicado avanzar con
una propuesta utópica. Aunque se tratara casi de una utopía administrati-
va, el proyecto Viedma no apuntaba hacia las satisfacciones inmediatas si-
no que constituía una idea fundacional que formaba parte del esquema
global. [...] La creación de una nueva Capital fue una de las ideas funda-
cionales del gobierno radical y mostró sus virtudes más apreciables (la vo-
cación por romper ataduras y generar una vida cotidiana más libre que
acompañara a un Estado independiente, la capacidad de imaginar) y sus
falencias más evidentes. Entre ellas está la dificultad de comunicación con
la gente pero, sobre todo, la dificultad que hizo razonar a Shakespeare: un
solo defecto, la indecisión, tiene la fuerza necesaria para permitir que se
imponga el fracaso.

El escaso avance logrado en las realizaciones en el terreno facilitó la decisión
del gobierno asumido en 1989 de dejar caer el proyecto.
Sería deseable que esta cuestión, que sigue y seguirá teniendo la misma
trascendencia como causa de los graves desequilibrios del país y las injusti-
cias sociales que provoca, pueda ser objeto de un análisis y de una reflexión
sistemática que involucre a la ciudadanía argentina. Si así fuera, la "capital
congelada" del autor citado precedentemente podría volver a ser un reto pa-
ra una generación futura, que haga suya la propuesta visionaria no realizada
del presidente Alfonsín.

El Tratado de Integración, Cooperación y Desarrollo entre la Argentina
y la República Federativa del Brasil.

El 30 de noviembre de 1985 se reunieron el presidente de Brasil José Sar-
ney y el presidente de la Argentina en ocasión de la inauguración del puen-
te internacional Tancredo Neves que une la ciudad de Puerto Meira en Bra-
sil con la de Puerto Iguazú en Argentina. Con el propósito de dar una
muestra clara de la vocación integradora de su gobierno, el presidente AI-
fonsín propuso al presidente Sarney visitar la represa de Itaipú, que había
ocasionado ingratas discusiones entre ambos países en el periodo anterior
de las respectivas dictaduras militares. El presidente Sarney habría de expre-
sar años más tarde: "Ese día, Alfonsín dio el primer paso importante para
cambiar la imagen de nuestras diferencias. Fuera del programa (y deseo se-
ñalar siempre esto porque fue un marco histórico), él visitó Itaipú. Fue ape-
nas una fotografía, pero sepultó la guerra de las aguas del Paraná y cambió
la historia de nuestras relaciones. Su gesto fue de un gran coraje en aquel
momento."59 Este hecho estuvo en el comienzo de una nueva actitud de
confianza y de espíritu constructivo que se refleja en la Declaración de Igua-
zú, la cual marca el punto de inflexión en la relación bilateral y desencade-
na el proceso de integración que unos años más tarde se transformaría en
el Tratado de Integración entre los dos países, y abriría el camino hacia el
Mercosur.
En la declaración se establecen las grandes directrices sobre las cuales se
orientaría la cooperación bilateral, se realiza un análisis del difícil contexto
internacional caracterizado por el excesivo proteccionismo y las altas tasas
de interés, señalándose la necesidad de ampliar la autonomía de decisión de
América Latina y comprometiendo la firme voluntad política de promover
un proceso de integración bilateral.
El documento establece el marco en que deberá desarrollarse ese proce-
so de integración, enumerando las principales líneas de acción:
• promover las condiciones para la creación gradual de un mercado co-
mún entre ambos países, al cual podrían asociarse otros países de Amé-
rica del Sur;
• aumentar el poder político y la capacidad de negociación a través de la ¡
institucionalización de un sistema de consultas bilaterales;
• alcanzar el máximo de autosuficiencia posible en materias primas esencia-
les, insumos y bienes de capital, sustituyendo al dólar como moneda de
intercambio;
• intensificar y promover nuevos campos de cooperación científico-tecno-
lógica en sectores de punta, en particular en biotecnología, energía nu-
clear, e informática, entre otros.
Ocho meses más tarde, el 29 de julio de 1986, en un hecho de singular sig-
nificación histórica se firmó el Acta para la Integración Argentino-Brasileña,
y se aprobó el programa que incluyó la firma de doce protocolos adjuntos
orientados a la ejecución de las metas anteriormente mencionadas.
El Acta para la Integración deja sentada claramente la visión global de
ambos gobiernos respecto del proceso de integración, el cual debía com-
prender las dimensiones de la política, de la economía y de la cultura.
En la dimensión política se señala la necesidad de dar un renovado im-
pulso a la consolidación de la paz y de la seguridad, y de potenciar la capaci-
dad autónoma de ambos países.
En lo referido a la cultura se destaca la identidad compartida de ideas y
valores que definen nuestra común esencia de pueblos latinoamericanos, y la
importancia de realizar un esfuerzo común por consolidar la democracia co-
mo sistema de vida y de gobierno.
En la dimensión económica se ubica al ser humano como centro de los
objetivos de desarrollo económico para asegurar su bienestar, y se establecen
en ese contexto los principios de gradualidad, de flexibilidad y de equilibrio
en los procesos participativos de negociación y decisión que regirían la eje-
cución del programa.
Los doce protocolos aprobados se referían a: el intercambio de bienes de
capital, respecto de los cuales había que negociar una lista común de produc-
tos que entrarían a los respectivos mercados libres de todo arancel y que con-
tribuirían a mitigar los desequilibrios comerciales; el suministro de trigo a
Brasil, que se comprometía a comprar volúmenes crecientes del cereal argen-
tino; el abastecimiento de alimentos, que buscaba complementar el abasteci-
miento interno de ambos países y equilibrar el potencial agropecuario de ca-
da uno de ellos; la expansión del comercio, a los efectos de promover el in-
cremento gradual, equilibrado y sostenible del intercambio bilateral, estimu-
lando las exportaciones del país deficitario y buscando la más amplia com-
plementación productiva; la formación de empresas binacionales; los
mecanismos de financiamientos recíprocos; la creación de un fondo de in-
versiones; la exportación de gas argentino a Brasil; la creación del centro de
biotecnología y del centro de altos estudios económicos Brasil-Argentina; el
intercambio de información técnica para la adopción de medidas preventivas
contra accidentes nucleares; la colaboración entre las fuerzas aéreas; el inter-
cambio en el sector de la industria aeroespacial.
El objetivo general era el incremento del comercio realizado de manera
programada, con el fin de impedir los desequilibrios espontáneos que se ge-
neraban en favor de una de las partes o, lo que es lo mismo, en detrimento
de la otra. La búsqueda del equilibrio comercial no era solamente global si-
no que, además, debía ser sectorial, como se señalaba de manera específica
en el protocolo para los bienes de capital. Las tareas para definir el progra-
ma incluían una activa participación empresarial, con una clara visión de las
necesidades y situaciones de corto plazo y el propósito de realizar una pros-
pección de largo plazo.
El sector de bienes de capital tuvo desde el origen una alta prioridad con
el propósito de integrar "el corazón de la industria pesada", teniendo en
cuenta el enorme potencial de crecimiento comercial que poseían. En efecto,
Brasil importaba aproximadamente 3.000 millones de dólares anuales de má-
quinas y equipamientos del mundo, de los cuales sólo 50 millones provenían
de nuestro país; a su vez, Argentina importaba 1.300 millones de dólares en
los mismos rubros, de los cuales sólo 150 se compraban a Brasil. El cambio
de sentido de este comercio haría posible lograr una mayor autonomía e inde-
pendencia respecto del mercado mundial; en tanto la asociación de los secto-
res industriales argentinos y brasileños posibilitarían la creación de un eje in-
dustrial tecnológico, con la suficiente dimensión y dinamismo para actuar
como polo de atracción en un proceso creciente de integración continental
de América Latina. Hay que destacar que ambos países ocupan aproximada-
mente las dos terceras partes del territorio de América del Sur, poseen una
parte equivalente del total de su población, y alcanzaban esa misma propor-
ción del producto bruto interno generado entonces como consecuencia de
una industria bastante diversificada ya instalada, de la abundancia de recursos
naturales, y la existencia de recursos humanos calificados.
El 29 de noviembre de 1988, los presidentes Alfonsín y Sarney suscribie-
ron el Tratado de Integración, Cooperación y Desarrollo entre la Argentina
y la República Federativa del Brasil, dando forma a los propósitos que los
mismos se habían planteado en la reunión de Iguazú. El Tratado, que sella-
ba la alianza argentino-brasileña, se "aplicará sin perjuicio de los compromi-
sos internacionales, bilaterales o multilaterales, asumidos por cualquiera de
los dos Estados Partes".
Es la inauguración de una nueva era de relaciones amistosas, que deja atrás
un pasado de recelos, desconfianzas y confrontaciones estériles, del cual eran
muestra aberrante las alucinante s hipótesis de conflicto de las Fuerzas Arma-
das, y las ineficientes discusiones sobre la sistematización de nuestros recur-
sos hídricos compartidos. Esta nueva alianza dejaba sin efecto, además, his-
tóricas alianzas tácitas que enfrentaban a Argentina y Perú contra Chile y
Brasil, las cuales habían impregnado desde muy antiguo la política subregio-
nal. El proceso abierto no es meramente una búsqueda conjunta para la re-
solución de problemas y el relevamiento de intereses comunes, sino que, co-
mo se había remarcado en el Acta de Amistad Argentino-Brasileña,60 la
integración se inspiraba "en los altos ideales de paz, democracia, libertad, jus-
ticia social y desarrollo", apoyada en una "fe común en la democracia repre-
sentativa, basada en el supremo respeto al orden legal y a la voluntad popu-
lar, para asegurar la paz". El estado de Derecho se considera el principal
garante de la consecución de la justicia social, de la dignidad, de la libertad y
de los derechos esenciales del ser humano. El documento, además de reno-
var el impulso al programa de integración y cooperación económica entre
ambos países, centra su atención en los valores que deben guiar el proceso,
para construir un espacio común de confianza y solidaridad, es decir, una ver-
dadera comunidad y no meramente una asociación. Por eso, la importancia
otorgada a los valores y a las aspiraciones compartidos por ambas sociedades.
El otro objetivo del proceso de integración es la promoción de una pre-
sencia latinoamericana en el contexto internacional conforme a los nobles y
legítimos ideales de la región y la adhesión a los propósitos pacíficos que ins-
piran la acción externa de Argentina y Brasil, todo ello bajo la égida de la de-
mocracia en la que el diálogo internacional encuentra campo fértil para su
expansión, fortalecimiento y confiabilidad. Y terminaba declarando -en una
apreciación de enorme vigencia actual- que esa participación latinoamerica-
na debería generar un "orden internacional más justo y equitativo, tarea im-
postergable ante los graves desafíos que enfrenta la humanidad en las víspe-
ras de un nuevo siglo".
El Tratado de Integración61 era, por ende, mucho más que un acuerdo
económico, e intentaba crear un amplio espacio público común y participa-
tivo. En su estructura se preveía la constitución de una Comisión Parlamen-
taria Conjunta de Integración que iba a estar íntimamente ligada al proceso
de toma de decisiones. La Comisión Ejecutiva debía enviar a la Comisión
Parlamentaria Conjunta de Integración los proyectos de acuerdos específi-
cos, y a esta última le correspondía transmitir sus recomendaciones al res-
pecto, constituyéndose en un ámbito de consulta y de diálogo obligatorio,
abierto y transparente. Más allá de los acuerdos económicos, se quería lle-
gar a la construcción de una verdadera comunidad y se inició el camino con
ese objetivo.
El Tratado de Asunción, firmado en esta ciudad en 1991, que erige el Mer-
cosur con la incorporación de Uruguay y Paraguay al Tratado de Integración,
constituye un paso importante en el logro de la meta de ampliación a otros
países de América Latina. Es, por otra parte, casi el único caso de continua-
ción de una política de gobierno a gobierno, luego del cambio presidencial.
Sin embargo, la concepción amplia de la construcción comunitaria participa-
tiva se diluyó. El Mercosur fue concebido fundamentalmente como un medio
para profundizar la integración económica regional con la finalidad de mejo-
rar la inserción de los países miembros en la economía global. No se trata de
conformar una nueva sociedad política, que convoque a la participación de los
agentes políticos y sociales, por el contrario ellos fueron deliberadamente ex-
cluidos del proceso de toma de decisiones. Estas limitaciones han tratado de
superarse con algunas iniciativas en varios campos, y se trató de volver a la
concepción original en el comunicado conjunto de los presidentes de los paí-
ses del Mercosur, del 30 de junio de 2000, en el que se reitera la adhesión a
los principios democráticos y se destaca el papel de la Comisión Parlamenta-
ria Conjunta, así como la importancia de que la participación de la sociedad
se realice orgánicamente a través del Foro Consultivo Económico y Social.
En el encuentro que los iniciadores del Mercosur realizaron en Buenos
Aires, en noviembre de 2001, para seguir analizando la continuidad de su ini-
ciativa, remarcaba el presidente Alfonsín que:

Fundamentalmente hay que tener presente que cuando se inició con el ilus-
tre presidente José Sarney el proceso de integración, estaba claro el sentido
político del proyecto y en todo momento se intentó incorporar a la socie-
dad y sus representantes como parte del mismo. Era, en definitiva, una vi-
sión de sociedad subregional. Imaginábamos un espacio amplio donde
nuestros naciones encontraron el equilibrio solidario para hacer frente a los
nuevos desafíos de una globalización inequitativa, que se acrecentarían al fi-
nal de la confrontación Este-Oeste. [...] En definitiva, debemos compren-
der, paro defender el Mercosur, que la historia demuestro que los procesos
de integración, si no se sostienen en la legitimidad que otorga la activa par-
ticipación de la ciudadanía se estancan o fracasan. La construcción de un
mercado no debería ser un fin en sí mismo. El objetivo buscado debería ser
que el proceso de integración contribuya al desarrollo integral: económico,
ciertamente, pero además, social, político y cultural.

Y el presidente Sarney concluía: "La nueva relación entre Brasil y la Argen-
tina fue marco en la historia del continente. Fue un momento de visualizar
el futuro, de luchar por cambios de valor".
El camino de la integración latinoamericana ha sido abierto, se lo sigue
transitando y es necesario consolidarlo definitivamente.

La economía en crisis

La situación de la economía a finales de 1983 era crítica. Se había producido
en el país un proceso largo y casi continuo de inflación cuyos primeros pasos
se dieron en 1948 y tuvieron un salto significativo en 1975, para reiterar una
nueva eclosión en 1981 en la gestión del gobierno militar. En este último pe-
ríodo, al alto gasto público y el déficit fiscal, que fue su consecuencia, se debió
agregar la estatización de la deuda externa privada en 1982. Estos dos fenó-
menos llevaron a un crecimiento de la deuda pública externa, que adquirió
dimensiones alarmantes y produjo una alta inestabilidad económica. Debe
sumarse, también, una situación, no menos significativa, producto de la crisis
de la deuda mexicana en ese mismo año, que dio lugar a la caída de los flujos
financieros y la inversión, al deterioro del aparato productivo, a la impredeci-
bilidad, y a una especulación financiera exacerbada que impregnó a toda la so-
ciedad. La gravedad encontrada al llegar al gobierno, a fines de 1983, era aún
más profunda que la que indicaban los datos, los análisis disponibles y las ma-
nifestaciones externas conocidas hasta entonces de estos fenómenos. Frente
a las expectativas de la población, la apelación a "una economía de guerra" y
el pedido de solidaridad y de compromiso institucional y personal manifesta-
dos por el presidente unos meses más tarde en un discurso en la Plaza de
Mayo produjeron rechazo y una negativa a tomar conciencia y hacerse cargo
de la situación y de las responsabilidades colectivas.
Ante la gravedad de los hechos cotidianos, el ciudadano común debía de-
fender sus ingresos especulando con tasas de interés, monedas fuertes o bo-
nos que le ofreda el mercado financiero. El trabajador y los jubilados, de in-
gresos fijos y bajos, cuyas demandas primarias absorben de inmediato su
salario, eran víctimas de los efectos devastadores de la inflación y la incerti-
dumbre de este proceso maligno. Se vivía así en el día a día, con caída del sa-
lario real, en una actitud absolutamente opuesta a la requerida por todo pro-
ceso constructivo.
Se habían instalado comportamientos generalizados de "sálvese quien
pueda" que anteponían las ansiedades, la avidez por la ganancia rápida, los
intereses personales o de grupo al interés general y al bienestar del conjun-
to de la sociedad, que sólo pueden lograrse con conductas enmarcadas en
objetivos de largo plazo y con actitudes solidarias de todos los grupos de
la sociedad.
Por otra parte, las medidas proteccionistas de Estados Unidos y de los
países desarrollados de Europa quitaban competitividad a nuestras exporta-
ciones agrarias.
El presidente advertía que "si el problema económico no era resuelto, la
vida política de la Nación correría serios riesgos".
En ese contexto, en 1985 se puso en marcha el Plan Austral, con gran
aceptación de la población y una marcada renuencia de actores políticos im-
portantes de la oposición y de varios actores sociales, en particular los sindi-
cales que -con bríos permanentemente desafiantes a partir del fracaso de la
ley de democratización sindical- continuaron llevando adelante una estrate-
gia de paros generales de innegable contenido político, sin importarles el da-
ño económico que generaban al conjunto del país. El plan, sin embargo, pre-
sentó los primeros resultados positivos con un cambio en las tendencias al
crecimiento y una disminución significativa de la inflación. Pero, en el orden
interno se produjeron presiones por el salario de los trabajadores y hubo exi-
gencias provinciales para el financiamiento de sus déficit presupuestarios. Se
plantearon dificultades para reducir el gasto público, y resultó imposible que-
brar los comportamientos especulativos del mercado de bienes, cuyos
precios agrícolas al consumidor, con gran incidencia en los alimentos bási-
cos, treparon los primeros meses el 24,1 %, mientras que los precios mayo-
ristas industriales apenas se modificaron en el mismo período. "La descon-
fianza política repercutía en lo económico y los fenómenos negativos se
reforzaban mutuamente: resistencia de la oposición a votar leyes impositivas,
reclamos y huelgas sindicales apoyados por los partidos políticos, descon-
fianza empresaria que se traducía en aumentos preventivos de precios y de-
manda de divisas en el mercado marginal".62 Por otra parte, en el orden ex-
terno pesaba fuertemente el pago de la deuda, y la caída de los precios
internacionales de los productos agropecuarios en 1986 y 1987 disminuyó
los ingresos de divisas y llevó a la eliminación de las retenciones a las expor-
taciones de ese origen para facilitar un mínimo de rentabilidad al sector, lo
que alimentó el déficit fiscal. Estas circunstancias atentaron contra los deli-
cados equilibrios del programa económico. El presidente declaraba en ese
momento: "En la Argentina, lo que se ha pagado bajo mi gobierno en con-
cepto de deuda externa es una cifra muy similar a la que se ha dejado de per-
cibir por la caída de los precios internacionales. Esta combinación, que afec-
ta no sólo a la Argentina sino también a las demás naciones de nuestra
región, es un problema inédito en la economía mundial y constituye un cóc-
tel mortífero para las democracias".63 El pago de los intereses de la deuda su-
peraba ampliamente el superávit comercial, y en las negociaciones con el FMI
se enfrentaba, sin éxito, a la concepción incipiente de la globalización ultra-
liberal que se expresaría, más tarde, en el denominado Consenso de Washing-
ton, y que significó un estrangulamiento para el desempeño de las economías
en desarrollo.
En el discurso pronunciado en la Organización Internacional del Traba-
jo, en Ginebra, el presidente Alfonsín expresó que el problema de la deuda
externa estaba íntimamente ligado al destino social y político de nuestros
países. Asimismo, denunció como una inaceptable paradoja el hecho de que
desde las naciones industrializadas llegaran siempre voces de aliento en pro-
cura de la consolidación de nuestras democracias al tiempo que se persistía
en la aplicación de políticas comerciales discriminatorias que de un modo
creciente deterioraban en nuestro perjuicio los términos de intercambio y
dificultaban nuestra penetración en los mercados mundiales. Sostuvo enfá-
ticamente que la deuda externa de nuestros países ya había sido pagada en
una medida considerable porque las exorbitantes tasas de interés, así como
los márgenes y comisiones cargados por la banca comercial dieron lugar a
un pago prematuro cuyas consecuencias todos hemos sufrido. En cuanto al
resto, es decir, aquello que los mercados reconocen como valor a nuestra
deuda, afirmó que debía ser consolidado con urgencia en una operación de
largo plazo y que, en realidad, todo intento de nuevo repago no era realista
ni conveniente para la salud de la economía mundial.
García Vázquez describe una consecuencia muy directa del clima de con-
frontación sistemática de la oposición, agudizada en ese momento por sus
intereses electorales ante los próximos comicios del primer cambio de gober-
nadores e intendentes, y de renovación legislativa:

En 1987, el gobierno de Alfonsín promovió reuniones con la presencia de
todos los partidos políticos que tienen representación popular en el Congre-
so Nacional, con el objeto de llegar a un consenso que facilitase la goberna-
bilidad del país [...] y en las discusiones que se desarrollaron se alcanzó un
razonable acuerdo sobre puntos esenciales de los problemas económicos.
Sin embargo, no fue posible concretar esos resultados pues, en definitiva,
los principales partidos de la oposición optaron por abandonar las delibera-
ciones que se realizaban.64

Con la economía convulsionada, las elecciones fueron adversas al partido go-
bernante que disminuyó su representatividad a lo largo del país y en el Con-
greso Nacional.
El plan Primavera, puesto en marcha en agosto de 1988, debía hacer fren-
te a situaciones externas igualmente desfavorables y a un panorama interno
de grandes tensiones políticas y sociales. Las próximas elecciones para la Pre-
sidencia de la Nación exacerbaron el clima de enfrentamiento político, aun
en el propio partido gobernante, cuyo candidato a presidente acometía con-
tra el ministro de Economía. La renuncia de éste no hizo sino agudizar la
inestabilidad, mientras en Washington un personero del candidato justicialis-
ta, que luego sería su principal ministro, argumentaba para trabar cualquier
compromiso de los organismos internacionales, lo que completaría el clima
que facilitó el triunfo de Carlos Menem como presidente de la República. Sus
anuncios de campaña, como el "salariazo" y la política de precios, los anun-
cios posteriores de algunos de los candidatos ministeriables, como el estable-
cimiento de un dólar "recontraalto", las provocaciones traducidas en desma-
nes sociales, las presiones para entregar el gobierno anticipadamente,65
llevaron al paroxismo la especulación financiera y produjeron el estallido de
la economía.
Por estas razones se hizo el traspaso del gobierno el 8 de julio de 1989,
cuando faltaban cinco meses para la conclusión del mandato electoral del
presidente Alfonsín.
El analista económico Jorge Schvarzer al estudiar este período se pregun-
ta: "¿Por qué fracasó la política económica del gobierno radical?, ¿qué otras
alternativas era posible aplicar?, ¿dentro de cuáles condiciones políticas?".66
Al contexto de entonces y a esas necesarias condiciones políticas, que no
pudieron ser reunidas, se refería el presidente Alfonsín en 1987.

No se entendió la situación argentina, [...] no se interpretó la naturaleza de la
transición. La democracia argentina nació en medio de una situación econó-
mica terriblemente dura, tan dura que en ocasiones se la ha comparado con
la de la Europa de la posguerra. Pienso que nadie lo comprendió; y de mane-
ra particular, sin que esto implique cargo alguno, estimo personalmente que
no lo comprendió la dirigencia argentina. La grave situación en la que se ini-
ció para el país la nueva experiencia democrática tendría que haber encontra-
do a esa dirigencia más disponible para definir con precisión zonas que de-
bían estar alejadas de la competencia política, de suerte tal que todos pudieran
sumar aportes a la tarea básica de hacer frente a la crisis y que pudiéramos
presentarnos ante propios y extraños con la fuerza que correspondía.67

Esto había sido anticipado, al comienzo de la gestión, por un lúcido perio-
dista extranjero buen conocedor de nuestro país. Escribió entonces:

El fracaso nacional es un relato frustrante de la primacía de la política sobre
la economía, de una nación que va a los tropiezos sin cohesión social ni
identidad, sin un sentido común de la historia y un programa mínimo bási-
co sobre cómo resolver sus problemas. El desafio que enfrentan Alfonsín y
el nuevo gobierno no es solamente el de desandar lo hecho por el gobierno
militar de los últimos ocho años, sino modificar los hábitos e instituciones
que se construyeron en los últimos cincuenta años, si no más.68

Al ingresar en la etapa democrática, muchos esperábamos el comienzo de
una gesta colectiva y cotidiana; el reconocimiento y la alegría como manifes-
tación de cada progreso alcanzado. Esperábamos también el acompañamien-
to de los esfuerzos que debían realizar el gobierno y la sociedad -para mo-
dificar una realidad deformante en un país inconexo- de una prensa que
consideramos debió haber estado doblemente involucrada en ese desafío:
primero, como ciudadanos de esta Nación cuyo destino, por lo tanto, les
concierne y, luego, como profesionales respetuosos y responsables que de-
ben asegurar al resto de la ciudadanía el derecho a una información fidedig-
na e imparcial.69 Sin duda, los tiempos transcurridos de la democracia toda-
vía no han alcanzado para concretar los cambios que hacen falta en los
hábitos y las instituciones: superar las confrontaciones estériles y el facilismo;
comprometerse con la búsqueda y la construcción de soluciones en lugar de
apostar a la salvación que depende del otro, en particular del gobierno; asu-
mir el protagonismo en la construcción, no sólo en la crítica.70 Se trata de
una transformación cultural profunda, difícil, progresiva. Pero queremos ser
optimistas y seguimos apostando a esa nueva cultura de la responsabilidad
colectiva y de los dirigentes en particular.

La convergencia

Inmediatamente después del 30 de octubre de 1983, cuando Raúl Alfonsín
llegó al gobierno con el 52 por ciento de los votos, hizo un llamado general
a la población: AHORA TODOS, que se difundió esperanzadamente a lo largo
del territorio. Era la invitación a sumarse para buscar juntos y poner en mar-
cha las soluciones que la sociedad necesitaba y reclamaba.
El país se encontraba en una crisis grave y había vivido desencuentros
muy profundos y muy prolongados en el tiempo. No se trataba solamente
del último período de gobierno militar. Existían desencuentros históricos y
un autoritarismo que impregnaban a toda la sociedad. Quiero poner este
diagnóstico en el pensamiento de Raúl Alfonsín usando sus propias palabras
con las que reiteró insistentemente su llamado a construir juntos, durante to-
do su mandato.

La historia argentina en casi todo lo que va del siglo xx es la de un país cu-
yas relaciones sociales no han estado sujetas a un pacto de convivencia. Las
múltiples luchas que precedieron el acceso al gobierno del radicalismo, la
violenta restauración conservadora del 30, auspiciada por previos conflictos
y perturbaciones del orden social, la irrupción del peronismo como fórmu-
la frontalmente opuesta a las expresiones políticas preexistentes y la poste-
rior revancha antiperonista, constituyeron manifestaciones de una misma
indisponibilidad para convivir en un marco globalmente compartido de nor-
mas, valores e instituciones71

Como consecuencia de ello, y potenciadas por las sucesivas interrupciones
de la democracia ocurridas desde 1930, una pesada herencia marcó al país.
El autoritarismo, a esta altura de su largo historial en la vida argentina, es
ya un problema cultural, antes que político o institucional. [...] Podría decir-
se que ha llegado a ser una enfermedad de la conciencia nacional. Pienso que
uno de los grandes errores cometidos en nuestro pasado fue el de conside-
rar que el problema del autoritarismo era el de una sociedad democrática so-
metida a las arbitrariedades de un grupo autoritario extraño a ella y ocasio-
nalmente adueñado del poder.
E! efecto sobre la sociedad y las instituciones fue indeleble. Por ello, la "ges-
tión de gobierno debió encarar con prioridad el objetivo de consolidación ins-
titucional, afianzando el funcionamiento de los poderes públicos, cuyas compe-
tencias se habían desnaturalizado y corrompido a lo largo de años de gobiernos
dictatoriales y en el marco de la cultura política que ellos generaron".
Respecto al conjunto de la sociedad, el presidente Alfonsín trató de ins-
talar desde el comienzo un diálogo político y llamó a colaborar a represen-
tantes de otros partidos, en especial del socialismo y de la democracia cristia-
na, en cargos importantes del Poder Ejecutivo, dando incluso espacio en sus
listas electorales legislativas a miembros de otras organizaciones políticas.72
El sindicalismo también fue asociado al gobierno en el Ministerio de
Trabajo, en 1985, buscando un compromiso amplio para enfrentar los pro-
blemas del país, para conciliar las justas reivindicaciones de los trabajadores
con las condiciones necesarias para generar mayor riqueza de modo que és-
tas fueran posibles. Se trataba, además, de contrarrestar, mediante su parti-
cipación en las decisiones de gobierno, la obstrucción sistemática manifes-
tada por la "oposición salvaje" que ejerció la parte más numerosa de la
dirigencia sindical. La realización de trece paros generales e innumerables
huelgas y paros sectoriales muestran que el objetivo político de esa inclusión
no fue logrado.
Se trató, igualmente, de institucionalizar ámbitos técnico-políticos como
un Consejo Económico Social, organismo con antecedentes importantes y
muy eficaces en países europeos, y con truncos pero reiterados intentos sec-
toriales o coyunturales en nuestro país, no obstante lo cual no se logró con-
cretarlo legislativamente.
Gobernar es arbitrar los conflictos de intereses y concertar soluciones
partiendo del disenso, que es lo propio de toda sociedad. Sin un acuerdo de
base política que contemple las necesidades de las mayorías y el interés gene-
ral partiendo de la realidad concreta que hay que transformar, los consensos
de los actores sociales se dificultan enormemente o se hacen imposibles. Vol-
viendo sobre este tema, el presidente Alfonsín reiteraba en 1987:

Desde el primer momento llamé a la convergencia. Insisto en la convicción,
que el paso por el gobierno no hizo sino confirmar, de la necesidad de lo-
grar acuerdos de base entre diversos sectores democráticos para buscar con
éxito las soluciones, y la consiguiente importancia de hacer esto juntos.
Tengo la impresión de que expresé claramente esta actitud en el discur-
so ya muy conocido de Parque Norte ello de diciembre de 1985. Allí, des-
pojados de toda arrogancia, de todo prejuicio, hicimos un llamado para fa-
cilitar el surgimiento de las nuevas ideas, los nuevos estilos y las nuevas
propuestas que, a nuestro criterio, reclamaba la Argentina.
Dijimos en aquella oportunidad que el desarrollo de nuestra política de-
bía basarse en un trípode: la democracia participativa, la ética de la solidari-
dad y la modernización del Estado. [...] Yo diría que llamábamos a esa con-
vergencia con tanta fuerza que se acercaba a la ansiedad. Convocábamos a
personas que provinieran del socialismo democrático, del social cristianismo
o del liberalismo progresista, porque entre todos podíamos hallar las solu-
ciones que nos permitieran enfrentar los inconvenientes que teníamos por
delante. Por supuesto que nuestras apelaciones también llegaban a sectores

del peronismo. Recurrimos, asimismo, a los empresarios que pensábamos
más vinculados con la defensa de intereses nacionales.

Ese compromiso y la participación solicitada fueron siempre retaceados.
Pero el propósito de diálogo y búsqueda de consensos, que forman parte
de la esencia de la democracia, fue permanente y lo sigue siendo. Debemos
asumimos como Nación, y sólo lo lograremos unidos sobre la base de un
esfuerzo compartido, estableciendo los denominadores comunes (ésta es
una expresión de Alfonsín) que sustenten los grandes acuerdos indispensa-
bles para el desarrollo y bienestar de la Nación, y que garanticen la gober-
nabilidad, sin la cual ello no es posible. De allí su reiteración permanente,
desde el gobierno y desde la UCR, para construir una convergencia amplia
y transparente.
Por eso, es doloroso haber tenido que luchar en un escenario tan poco
propicio. Más doloroso aún ver cubiertos de sospecha los esfuerzos más im-
portantes hechos en ese sentido, durante el gobierno y después, desvirtuan-
do el significado de sus intentos nunca abandonados y hasta de las palabras
que los enmarcan.
Pero la historia se va construyendo asentada sobre las bases de su go-
bierno democrático. E18 de julio de 1989, Raúl Alfonsín cumplió con lo que
había siempre considerado su objetivo fundamental: entregar el gobierno a
un nuevo presidente electo, asegurando esa continuidad democrática tan es-
quiva en la historia argentina. Después de 37 años, un gobierno constitucio-
nal había convocado a sufragar para cubrir un nuevo período constitucional,
cuando Perón se sucedió a sí mismo. Habían pasado sesenta y un años de la
última vez en que un presidente civil traspasara el gobierno a otro presiden-
te civil, desde que Alvear fue sucedido por Hipólito Yrigoyen. Fue la prime-
ra vez desde 1916, cuando el radicalismo llegó al gobierno como consecuen-
cia de la aplicación del voto secreto y obligatorio, que la transferencia volvió
a producirse entre representantes de dos partidos políticos diferentes. Y,
aunque la decisión de un traspaso anticipado fue también dolorosa, fue pro-
ducto de la responsabilidad.
Coincidiendo con las palabras del presidente de Uruguay José María San-
guinetti, estamos convencidos de que "se puede luchar con heroísmo por la
democracia, pero la democracia en sí no es heroica y, ubicada en una dimen-
sión humana, cotidiana, consiste en bordar y zurcir, día a día, el tejido de la
solidaridad social".
Y el presidente Alfonsín sigue tejiendo, con espíritu constructivo, con pa-
triotismo y buena fe, para que ello sea realizable.

El balance de la transición

Del mismo modo que he querido intercalar mi pensamiento con el de otras
personas igualmente interesadas por los temas que he tratado, cuyo testimo-
nio y opiniones fui recogiendo a lo largo de estas páginas, deseo terminar con
un balance de la transición iniciada en el gobierno de 1983-1989 a través de
expresiones de un pensador lúcido que vivió muy intensamente esta expe-
riencia histórica, en la que se había comprometido activamente desde el ini-
cio para llevar el país a la democracia.
Así opinaba Santiago Kovadloff73 sobre la obra de gobierno del presiden-
te Alfonsín, al término de su mandato:
A mi ver, el logro sustancial de la administración radical fue haber disuelto
el axioma más sombrío de la historia política argentina: el que establecía que
el desenlace ineludible de todo gobierno constitucional era el golpe de Es-
tado militar. Entiéndase: el peligro de ese desenlace no ha desaparecido. Ha
desaparecido, en cambio, su condición de fatalidad. y a la extinción de esa
fatalidad está íntimamente unido el concepto de transición tal como fue
concebido y practicado por el gobierno de Raúl Alfonsín.
La transición, entendida como un logro parcial, se cumple entonces y
en primer término como posibilidad concreta de que un partido le haga
entrega del poder a otro equivalente, es decir, constitucionalmente elegido
por el pueblo para sucederlo al cabo de su mandato. Quien sólo vea en es-
te pasaje un hecho sin sustancia, un acto meramente retórico, no com-
prende la transición, ya que subestima su naturaleza transformadora. La
transición no es sino el gradual, lento y progresivo enriquecimiento que,
en términos de contenido, conocen los procedimientos formales. El logro
radical, en este orden, no consiste en que la transmisión del poder políti-
co se haya dado en las condiciones anheladas. El logro consiste, llanamen-
te, en que se haya dado. Eso no ocurría en la Argentina desde hacía mu-
chísimo tiempo.
A fin de que la transmisión del poder, por parte de un partido a otro
y dentro del sistema constitucional, llegue a ser como se quiere y se requie-
re, es indispensable que comience a ser como se pueda. y ello es así por-
que, para que las utopías se conviertan alguna vez en realidad, es impor-
tante que la realidad empiece por ser reconocida, es decir, comprendida en
su complejidad.
Por cierto, el radicalismo en el gobierno ha realizado mucho menos de
lo que era necesario. Pero ha hecho, en varios aspectos, más de lo que pa-
recía posible.
ELVA ROULET*
Buenos Aires, diciembre de 2003



* Ex vicegobernadora de Buenos Aires, 1983-87; ex secretaria de Vivienda y Ordenamien-
to Ambiental de la Nación, 1987-89; convencional nacional constituyente, 1994; senadora na-
cional suplente electa por la provincia de Buenos Aires, 2001; vicepresidente de Nuevos De-
rechos del Hombre.


Notas

1- AAA: Alianza Anticomunista Argentina, creada por el ministro José López Rega, y cuyo pri-
mer atentado, contra el senador Hipólito Solari Irigoyen, se produjo el 21 de noviembre de 1973.
2- Alfonsín, Raúl, La cuestión argentina, Buenos Aires, 1981.
3 Los tres niveles de responsabilidad habían sido también desarrollados en la Conferencia
de la Federación Argentina de Colegios de Abogados, en agosto de 1983.
4 Lázara, Simón, El asalto al poder: Actores e intereses en la crisis argentina del '89, Buenos
Aires,Tiempo de Ideas, 1997.
5- Prueba de ello, por ejemplo, es la trascendencia asignada a los juicios contra las Juntas
Militares, cuando se decide la designación del entonces fiscal adjunto Luis Moreno acampo
como fiscal general del Tribunal Penal Internacional, recientemente creado.
6 Conadep, Nunca más: Informe de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas,
Buenos Aires, EUDEBA, 1984.
7 Vítolo, Alfredo, Amnistías politicas argentinas, Buenos Aires, Desmemoria, 1999.
8 El anuncio se realizó en un discurso pronunciado por el presidente en el mes de marzo,
en la localidad de Las Perdices, de la provincia de Córdoba.
9 La citada ley fue declatada constitucional por la Corte Suprema de Justicia el 22 de ju-
nio de 1987.
10 Lázara, Simón, oft al. Contiene información y testimonios abundantes sobre estos episodios.
11 En Uruguay, el referéndum del 19 de abril de 1989 arrojó un 53% de votos a favor
de mantener la amnistía o "ley de caducidad de las acciones", sancionada el 22 de diciembre de 1986.
12 Giussani, Pablo, ¿Por qué, Dr. Alfonsin?, Buenos Aires, Sudamericana-Planeta, 1987.
13 Nino, Carlos S., Juicio al mal absoluto. Los fundamentos y la historia del juicio a las Juntas del
Proceso, Buenos Aires, Emecé, 1997. El seis de octubre de 1989, Menem sancionó varios decre-
tos por los que se indultó a todas las personas sujetas a juicio en un acto abiertamente incons-
titucional, ya que los indultos requieren sentencia. El 29 de diciembre de 1990 firmó otro
conjunto de indultos que puso en libertad a todos los condenados por violaciones a los dere-
chos humanos, incluyendo militares y subversivos.
14 El indulto a los procesados sin sentencia es inconstitucional. Ver Germán Bidan
Campos, "Otra vez el indulto ante la Corte (Y la Corte "indulta" al Presidente que indul-
ta)", en El Derecho, 22 de febrero de 1993; y Emilio F. Mignone, director del Centro de
Estudios Legales y Sociales (CELS), "Los decretos de indulto en la República Argentina",
en http://www;derechos.org/nizkor/arg/doc/indultos.html. Los juicios eran entre tres-
cientos y cuatrocientos (según Mignone o Nino), y 44 los altos jefes no incluidos en la obe-
diencia debida.
15 La Convención, aprobada por la Asamblea de las Naciones Unidas y abierta a la firma de
los países el 26 de noviembre de 1968, entró en vigor el11 de noviembre de 1970. La Argen-
tina la firmó en 1970 y el Poder Legislativo la aprobó en 1995, sobre la base del proyecto del
senador nacional Hipólito Solari Yrigoyen, representante de la Unión Cívica Radical por la
provincía de Chubut; pero la ratificación no había sido comunicada a las Naciones Unidas.
16 Proyecto del senador radical Adolfo Gass
17 Proyecto de la diputada radical María Florentina Gómez Miranda.
18 Se trató del proyecto de patria potestad indistinta, de la diputada nacional Cristina
Guzmán, vetado por la presidenta Isabel Marúnez de Perón.
19 Proyecto de la senadora radical Margarita Malharro de Torres.
20 Alfonsín, Raúl, "La paz es el alimento, la paz es la cultura, la paz es la libertad", discurso
del 4 de diciembre de 1985, en: Propuesta y Control, núm. 10, marzo-abril 1990, Buenos Aires,
Fundación Jorge Esteban Roulet.
21 Sobre la base de estas resoluciones, la Argentina y Gran Bretaña habían sostenido nego-
ciaciones positivas hasta la irrupción del conflicto bélico, que hizo caer los avances logrados
y planteó un nuevo escenario, adverso a nuestras reclamaciones.
22 Cámara de Senadores de la Nación, Reunión 20.,14-15 de marzo de 1984, Diario de Se-
siones, pág. 922.
23 Ver el debate en la sesión citada ut supra.
24 El artículo 14 bis, el "artículo nuevo" de la Constitución reformada en 1957, fue presen-
tado por los Convencionales de la Unión Cívica Radical, y constituyó la única modificación
introducida.
25 Había sido creado por Francisco Manrique, fundador del Partido Federal y en ese enton-
ces ministro de Acción Social. Fue suprimido por el gobierno de la dictadura militar y resti-
tuido en 1984 por la ley 21.581. Se conformaba con un aporte patronal del 5% de la nómina
de remuneraciones del sector público y del sector privado, y un 20% sobre los montos de se-
guridad social de los trabajadores autónomos.
26 Sobre las definiciones adoptadas y los cálculos estimativos del déficit absoluto y de otras
formas de déficit, ver Roulet, Elva, "La vivienda: derecho social, crecimiento económico y re-
distribución", en: Propuesta y Control, núm. 18, Buenos Aires, 1991.
27 El BI-IN debía ofrecer créditos a largo plazo y bajos intereses, para vivienda única de familias
de ingresos medios con capacidad de ahorro limitado, que no podían enfrentar los créditos del
mercado financiero privado.
28 Declaraciones de Domingo Cavallo para el diario La Nación, 30 de agosto de 1991.
29 El Plan fue diseñado y puesto en ejecución por la Comisión Nacional de Alfabetización
Funcional y Educación Permanente, presidida por Nélida Baigorria
30 "Memoria crítica de una gestión, 1983-1989", Secretaría de Ciencia y Técnica de la Na-
ción, República Argentina. Documento interno publicado en abril de 1989.
31 Ésta se concretó mediante un acuerdo realizado con el gobierno de la provincia de
Buenos Aires, que aportó la sede en la que se localizó.
32 Thompson, Kenneth, Joe President and the Public Philosophy, 1981.
33 Roulet, Jorge, El Estado necesario, Buenos Aires, Fundación Jorge Esteban Roulet, 1990.
34 Se recibió además el apoyo del Proyecto Regional de las Naciones Unidas de
Asistencia al Centro Latinoamericano de Administración para el Desarrollo (CLAO)
y del Instituto Nacional de Administración Pública de España.
35 Groisman, Enrique l., El Proyecto de Formación del Cuerpo de Administradores
Gubernamentales, Buenos Aires, Fundación Jorge Esteban Roulet, 1988.
36 Bonardo, Augusto, "Los especiales de la gente", entrevista a Jorge Esteban Roulet, secreta-
rio de la Función Pública, Canal 13, Buenos Aires, Archivo Biblioteca Nacional, 1984.
37 Las relevantes personalidades que integraron el Consejo, por designación del presidente de
la Nación con rango de secretarios de Estado, desempeñaron su cargo con carácter ad honorem.
38 Visitaron el Consejo para opinar sobre el tema: el constitucionalista y dirigente del Partido
Justicialista Ítalo Argentino Luder, el historiador norteamericano Robert Potash, el miembro
del Consejo de Reforma Constitucional de España Rafael Arias, el presidente de la Comisión
de Relaciones Exteriores del Senado italiano Paolo Taviani, el profesor de filosofía política y
senador italiano Norberto Bobbio, el profesor israelí Schlomo Benami, el profesor norteame-
ricano de ciencia política Alfred Stepan, el presidente del Instituto de Estudios Constituciona-
les de España Manuel Aragón, el profesor norteamericano Robert Dahl, el filósofo del dere-
cho finlandés Aulis Aamio, el constitucionalista norteamericano Bernard Schwartz, Alfredo
Carella del Partido Justicialista. También concurrieron los miembros de la Mesa Directiva de la
Federación Argentina de Colegios de Abogados, los miembros de la Comisión Justicia y Paz
del Episcopado Argentino y de la Convención Evangélica Bautista Argentina. Se recibieron,
asimismo, las conclusiones de las jornadas sobre el tema realizadas en la Facultad de Derecho
y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires.
39 Reforma Constitucional-Dictamen Preliminar del Consejo para la Consolidación de la
Democracia, 1986, Buenos Aires, EUDEBA; y Reforma Constitucional-Segundo Dictamen del
Consejo para la Consolidación de la Democracia, 1987, EUDEBA, Buenos Aires.
40 "Elementos para una Reforma de la Constitución Nacional", Presidencia de la Nación,
Consejo para la Consolidación de la Democracia.
41 El proyecto de reforma fue presentado por el bloque justicialista con la firma del senador
Carlos Juárez y con reservas parciales de los senadores Alasino, Bordón, Britos, Cafiero,
Humada, Fadel, del Valle Rivas y Snopek.
42 Objetivamente considerado, este mecanismo aumentaba en dos años el período presi-
dencial previsto en 1853, previa reelección para ratificar las preferencias de la ciudadanía
mediante el voto. En el caso de Menem, al aceptar como primer mandato el que ejercía en
ese momento, su presidencia superó los ocho años de ejercicio posible, que inauguraba es-
ta reforma.
43 La primera modificación constitucional, hecha antes del período mínimo de diez años
que se había establecido en la propia Constitución de 1853, significó la previa reforma de la
Constitución de la provincia de Buenos Aires. Todas las reformas posteriores se refirieron a
puntos especificos, previamente acordados, para destrabar situaciones que bloqueaba la Cons-
titución y que eran necesarias para el buen funcionamiento del Estado y de sus mecanismos
de política gubernamental.
44 Son los casos de Francia, Alemania, Gran Bretaña, España, Italia o Grecia.
45 La Consritución de Estados Unidos fue redactada en 1787 por delegados de doce de los
trece estados originales. Las primeras diez enmiendas (Declaración de Derechos) fueron rari-
ficadas el15 de diciembre de 1791. La vigésima sexta enmienda fue aprobada en 1971.
46 Decirnoséprima enmienda, rarificada el 8 de abril de 1913.
47 AIfonsín, Raúl, Democracia y consenso, Buenos Aires, Corregidor, Tiempo de Ideas, 1996. Se
describen los encuentros realizados, entre ellos la reunión de Ranelagh, convocada por Mario
Losada, entonces presidente de la UCR.
48 Diario La Opinión, 21 de abril de 1974.
49 Fernando De la Rúa integró conjuntamente con Ricardo Gil Lavedra, Carlos Nino,
Alfredo Orgaz, Marcelo Stubrin y Jorge Vanossi la Comisión Especial de la UCR que ana-
lizó la propuesta de reforma del Consejo para la Consolidación de la Democracia, aprobada en
Córdoba el 18 de febrero de 1988.
50 Diario La Nación, 6 de noviembre de 1986.
51 La Comisión Asesora para el Estudio de la Reforma Constitucional estuvo integrada por Carlos
A. Bidegain, Natalio R. Botana, Julio Oyhanarte, Roberto l. Peña, Pablo A. Ramella,
Adolfo R. Rouzaut y Jorge R. Vanossi.
52 Diario La Voz del Interior, 16 de febrero de 1992.
53 Roulet, Elva, "Federalismo y Centralización en el discurso de Leandro Alem- La capitali-
zación de Buenos Aires". Presidencia del Honorable Senado de la Provincia de Buenos Aires,
La Plata, 1986.
54 Roulet, Elva, "La nueva capital". Presidencia del Honorable Senado de la Provincia de
Buenos Aires, La Plata, 1987.
55 Comisión Técnica Asesora, Presidencia de la Nación, "El traslado de la Capital", Informes
1 a 6, en separatas de la revista Summa, núms. 237 a 262, entre mayo de 1987 y junio de 1989.
56 Mensaje del 15 de abril de 1986 con el que se envió el anteproyecto de ley para su con-
sideración al Consejo para la Consolidación de la Democracia.
57 Roulet, Jorge Esteban, op. cit.
58 Pandolfi, Rodolfo, La capital congelada, Buenos Aires, Corregidor, 1996.
59 Foro Estrategia del Mercosur en el escenario Mundial, Buenos Aires, 8 de noviem-
bre de 2001.
60 "Democracia, Paz y Desarrollo", acta firmada en Brasilia el l0de diciembre de 1986.
61 El Congreso Nacional aprobó el Tratado en agosto de 1989. Fue sancionado el 15 de
agosto y promulgado el 17 de agosto.
62 Schvarzer, Jorge, "Del Plan Austral a la hiperinflación", en: Propuesta y Control, núm. 11,
Buenos Aires, Fundación Jorge Esteban Roulet, 1990.
63 Giussani, Pablo, op. cit.
64 García Vázquez, Enrique, "Los últimos meses del Gobierno de Alfonsín", en: Propuesta
y Control núm. 10, Buenos Aires, Fundación Jorge Esteban Roulet, 1990. El autor del citado
artículo fue uno de los representantes del gobierno en esas tratativas, en su carácter de presi-
dente del Banco Central.
65 Menem expresaba desde La Rioja, a propósito de la anticipación del traspaso del gobier-
no: "Esperamos un gesto de Alfonsín, como pide el pueblo argentino". Agencia DYN, La
Nación, 12 de junio de 1989.
66 Schvarzer, Jorge, opo cit.
67 Giussani, Pablo, opo cit.
68 Schumacher, Edward, Foreing Affairs, vol. 62, 5, 1984. Versión traducida en "Raúl AIfon-
sín-El Poder de la Democracia", Buenos Aires, Fundación Plural, 1987.
69 Roulet, Elva, "Una reflexión necesaria", en: Propuesta y Control, núm. 10, Buenos Aires,
Fundación Jorge Esteban Roulet, 1990.
70 Aguinis, Marcos, Un país de novela. Viaje hacia la mentalidad de los argentinos, Buenos Aires, Planeta, 1988.
71 "Convocatoria para una convergencia democrática". Discurso pronunciado por Raúl Al-
fonsín ante el Plenario de Delegados al Comité Nacional de la UCR, en Parque Norte, Buenos
Aires, el 10 de diciembre de 1985. Esta cita y otras que siguen son extraídas de sus diálogos
con Pablo Giussani (1992).
72 Las dos primeras diputadas nacionales mujeres llevadas por el radicalismo de la provin-
cia de Buenos Aires integraron su lista siendo miembros de otros partidos.
73- Kovadloff, Santiago, "Aportes radicales a la Transición", en: Propuesta y Control, núm. 11,
Buenos Aires, Jorge Esteban Roulet, 1990.